COMO había supuesto, la entrada del edificio de la Avenida Lexington tenía una cerradura muy sencilla, que no requería gran destreza para abrirla.
Entré, pues, con facilidad y, por la escalera, llegué al corredor al fondo del cual se hallaban las habitaciones de Ruth Otis. Llamé con suavidad.
Aunque sonó un roce detrás de la delgada hoja de madera, no sucedió nada. Volví a llamar, empleando sólo la punta de los dedos.
—¿Quién es? —preguntó Ruth.
—Se trata de su automóvil.
—¿No lo remolcaron al garaje?
Di la callada por respuesta.
Entreabrió un poco. Me miró con cautela antes de demostrar su sorpresa.
—¡Señor Lam! —exclamó, disponiéndose a abrir, pero acabó por cerrar del todo—. No estoy vestida.
—Échese algo encima.
—No. ¿Para qué viene a verme?
—Es importante —afirmé con gravedad.
Pasaron unos segundos, que invirtió en reflexionar. Por fin me franqueó la entrada. Se había puesto una bata sobre el pijama. Enfundaba sus pies con unas zapatillas forradas de piel. Cerca de la silla que había ocupado, después de prepararse para acostarse, se veía un periódico. La cama, que de día se empotraba en la pared, estaba bajada y disminuía el ya exiguo espacio libre de la habitación. La silla colocada bajo la luz era la única utilizable. Las demás estaban adosadas a la pared a fin de dar cabida al lecho.
—¿Qué pasa? —preguntó Ruth—. Creí que había quedado arreglado lo del automóvil.
—Siéntese, Ruth —ordené—. Deseo hablar con usted.
Me lanzó una veloz ojeada y se acomodó en el borde de la cama. Ocupé la silla, apartando un poco la lámpara.
—No le gusta Dafne Ballwin, ¿verdad? —empecé.
—¿Acaso dije eso? —esquivó.
—Por favor, no andemos por las ramas —supliqué—. Es importante. Necesito información.
—¿Por qué?
—Porque es importante. Tanto en interés suyo como en el mío.
—¿Qué necesita saber?
—Cuáles son sus sentimientos para con Dafne Ballwin.
—La odio. Aborrezco a esa mujer —exclamó con pasión—. Y añadiré algo más. Si le ocurrió algo a su esposo, si fue envenenado… sé quién lo hizo.
—¿Quién?
—Ella.
—Supongo no habrá mantenido en secreto ese odio, ¿verdad, Ruth?
—No —contestó con acento desafiante.
—¿Tenía celos de ella?
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir? ¿Por qué había de tenerlos?
—Porque su jefe concentraba sus atenciones en Dafne.
—¿Intenta decir que estoy enamorada de Jorge L. Quay?
—¿No es así?
—¡Cielos, no!
—Pero está celosa —insistí.
Ruth vaciló un instante, como si se confesara consigo misma.
—Depende de lo que usted entienda por celos —dijo al fin—. La contestación es afirmativa, si alude a mi disgusto de verla entrar en la clínica como una reina, sin respetar mi autoridad. Pero si se refiere al lugar que ocupa en el corazón del doctor Quay, mi respuesta es «no».
—¿Se mostraba muy segura? —indagué—. ¿Se portaba como si fuera la dueña?
—Sí. Comparecía majestuosa, apartándome de su paso y conduciéndose como si yo no tuviera autoridad ni cargo en la clínica —aclaró Ruth con voz ronca—. Se hubiera dicho que yo era una basura, que se debía barrer. Y no se molestaba en disimular. Los pacientes que aguardaban se daban cuenta, y eso me enfurecía.
—¿Tanto que fue a comprar veneno para vengarse?
Ruth me miró con los ojos desmesuradamente abiertos.
—¡Donald Lam! Pero ¿qué dice?
—Digo que la señora Ballwin ha recibido una terrible dosis de arsénico.
Ruth se puso muy pálida, llevándose una mano al pecho.
—¿También fue envenenada?
—Sí.
—¿No lo fue su marido?
—Sí.
Me miró con fijeza y le devolví la mirada.
—¿Qué sabe usted? —exclamó Ruth.
—¿Y usted? —repliqué.
—¿Yo?
—Sí.
—Nada.
—¿No sazonó su comida con arsénico?
—¿Está loco?
—¿No usó en absoluto el arsénico?
—No, claro que no.
Me pellizqué el labio inferior y dije en tono sincero:
—Oiga, Ruth; me propongo darle todas las facilidades. Mis preguntas son amistosas. Pero ni las preguntas ni la conducta de la policía lo serán.
—¿Por qué me interrogará la policía?
—Porque compró arsénico en una farmacia —contesté—. ¿Para qué? ¿Qué hizo con él? Piense deprisa y responda del mismo modo.
Ruth abrió las manos con gesto de desesperación.
—¡Jamás compré arsénico! —chilló.
—El registro contiene su nombre.
—¿Cuál?
—El de la farmacia Acme.
Ruth meneó la cabeza.
—No fue arsénico.
—¿Qué adquirió?
—Un específico para el doctor Quay. Tenía un nombre latino.
—¿Recuerda cuál era?
Meditó un momento.
—Lo tengo escrito. Creo que lo conservo en mi bolso.
—Enséñemelo.
Se levantó en busca de su bolso, que revolvió un rato. Por fin, me ofreció una receta.
—Véalo usted mismo. Arsenii trioxidum.
—Es arsénico en su forma más letal —le expliqué—. Fue el que administraron a los Ballwin, mezclado posiblemente con pasta de anchoas.
—Pero… ¡Pero es imposible!
—¿Qué es imposible?
—Que les diesen ese veneno, es decir, que los envenenasen con el que yo compré.
—¿Por qué no? —pregunté con escepticismo.
—Porque cuando llegué a la clínica con él, el doctor Quay me ordenó que lo pusiera en un estante del laboratorio. En aquel momento atendía a un paciente.
—¿Lo adquirió ayer?
—Sí, por la mañana.
—¿Qué hizo con el paquete?
—Lo coloqué en un estante del laboratorio —repitió exasperada.
—¿Lo desenvolvió?
—No, no —afirmó Ruth—. Lo dejé tal como me lo habían entregado en la farmacia.
—¿Qué pasó después?
Ruth se encogió de hombros.
—Lo ignoro, pues… —se interrumpió y exclamó—. Sí, algo sé. Recuerdo haberlo visto, es decir, creo que era el mismo paquete, en el estante, cuando recogí mis cosas esta tarde. No lo habían tocado.
Sonreí, negando.
—¿Qué le sucede?
—Debieron abrirlo —aseveré—. Luego tornaron a envolverlo. Ya verá como lo abrieron para sacar el arsénico, que pasó a engrosar la pasta de anchoa extendida sobre las galletas que Gerald y Dafne Ballwin comieron. Mañana la policía comenzará a buscar en los registros de todas las farmacias y droguerías de la ciudad. Se pondrá al corriente de todas las compras de arsénico efectuadas las últimas dos o tres semanas. Descubrirán su nombre. Cuando sepan que trabajaba con el doctor Quay y que éste conocía a la señora Ballwin; cuando sepan que usted la odiaba y que su odio se reconcentró al ser despedida por su culpa… Más aún, seguramente el doctor Quay negará haberle ordenado que adquiriese el arsénico o el estar enterado de que estaba en el laboratorio. Eso es lo qué la espera. Ahora bien, ¿cuál será su respuesta?
—No podré responder a eso.
—Entonces no estará de más que piense una contestación.
—No… no puedo. No hay ninguna.
—Creo que sí —repuse.
—¿Cuál? —preguntó Ruth con avidez.
—Anticípese al doctor Quay, poniéndole a la defensiva —aconsejé.
—¿Cómo?
—Acuda a la policía y cuente lo ocurrido; que estaba conmigo esta tarde cuando telefoneé a mi oficina y así se enteró de que Gerald Ballwin había sido envenenado. Ahora acuérdese de que ignora lo de su mujer. No sabe más que Berta Cool gritó por el aparato que Gerald sufría los efectos del arsénico. ¿Entiende?
—Creo que sí.
—Les explicará exactamente todo lo sucedido, salvo que vine por segunda vez esta noche. La última vez que me vio fue cuando subí los paquetes y dejé el dinero del accidente sobre la mesa. ¿Está claro?
—Sí.
—Llame a la Jefatura —añadí—, diciendo que desea hablar con el encargado del caso de Ballwin, a quien puede proporcionar cierta información. A continuación les expone lo que le aconsejo.
—¿Y después?
—Después cuelga el teléfono y, sobre todo, haga lo que haga, no se vista. Quédese tal como está, en pijama, con la bata y las zapatillas.
—¿Por qué?
—Porque tiene que dar a la policía la impresión de que no se le ocurrió avisarla cuando se enteró del envenenamiento de Ballwin —respondí marcando bien las palabras—. No pensó que hubiera ninguna relación. Pero tiene razones para creer que el doctor Quay trata de librarse de Gerald. Se muestra muy amable con la señora Ballwin, o sea, que existe entre ambos una amistad distinta de la que une al dentista con sus pacientes. Y oculte especialmente sus sentimientos. No exagere su dulzura ni su ingenuidad, ni permita que deduzcan que aborrece a Dafne Ballwin. Sólo está resentida del trato del doctor Quay.
Ruth me indicó con un ademán que había comprendido.
—No recordó haber comprado el arsénico hasta el momento de meterse en la cama —proseguí—. Reflexionó entonces unos diez o quince minutos y, al fin, telefoneó a la policía.
—¿Cree que vendrán a verme?
—¡Vaya que sí! —exclamé—. Mandarán uno de sus coches a los cinco segundos de interrumpir la conversación. Los patrulleros tardarán en llegar de tres a cuatro minutos. Dé la sensación de que no esperaba que su informe produjera tanta actividad.
—¿Y después?
—Les cuenta la compra del arsénico, el haberlo colocado en el laboratorio del dentista y todo lo demás. Pero —destaqué—, dígales que no cree que Quay deshiciera el paquete, no está segura de ello, ni tampoco de cuando lo vio por última vez en el estante. De todas formas, opina que deben saberlo.
—¿Qué más? —preguntó Ruth en tono que demostraba su concentración.
—Pues irán a la clínica —presumí—. Descubrirán el arsénico y el doctor Quay se pondrá a la defensiva. Si tiene las manos limpias, dirá la verdad y usted quedará a salvo. En caso contrario, jurará que jamás la mandó a comprar arsénico, que desconocía que estuviese en el estante y así sucesivamente. Mas la policía esperará que mienta y le someterá a presión consiguiendo tal vez que hable. ¿Comprende?
Me lo aseguró así.
—Pues bien, olvide que estuve aquí —concluí—. Concédame cinco minutos para alejarme del vecindario y telefonee después. Recuerde: aguarde cinco minutos, porque le sorprenderá la rapidez con que se presentará el coche patrullero. No quiero que me vean en los alrededores. Existen muy pocas probabilidades de que me descubran. ¿De acuerdo?
Me respondió con una inclinación de cabeza. Le entregué una tarjeta, en la que había escrito mi dirección particular y mi número de teléfono, no incluido en la guía.
—Tenga. Si hay algún tropiezo, llámeme o acuda a mi piso. Y ahora me marcho.
Ruth saltó de la cama y avanzó hacia mí.
—Esta tarde chocó conmigo adrede, ¿verdad? —dijo con convencimiento.
Soporté su franca mirada sin avergonzarme.
—Sí.
—Lo supuse. ¿Por eso me dio el dinero?
—Sí.
—¿No resultará perjudicado personalmente? ¿Lo incluirá en los gastos de este asunto?
—En efecto.
—Me alegro —dijo con dulzura y agregó tras una pausa—: ¿Por qué vino a avisarme ahora?
—Porque usted me gusta. Presiento que el doctor Quay es un tipo de cuidado y no quiero que sea víctima suya.
La emoción ensombreció sus ojos. Sus brazos me rodearon el cuello con un gesto rápido e impulsivo. Sus labios se posaron agradecidos en los míos. Noté la fragancia de su cabello.
La abracé. Inmediatamente me rechazó. Di un paso hacia ella y retrocedió.
—No, Donald —suplicó con voz empañada—. No, por favor. Buenas noches.
Giré sobre mí mismo, caminando a ciegas hacia la puerta.
—Ha sido un reconstituyente maravilloso —murmuré.
—Gracias, Donald —dijo, con la voz aún ronca.
—Gracias a usted —repuse.
Y me lancé escaleras abajo en busca del auto de la agencia.