BERTA Cool continuaba en la oficina. Entré gracias a mi llave. Tenía abierta la puerta de su despacho a fin de sorprenderme en cuanto llegase, temiendo, sin duda, que me encerrase en el mío sin explicarle las noticias frescas.
—¡Hola, Donald! —me saludó con el dulce acento que usaba cuando temía o deseaba conseguir algo.
—Hola, Berta.
—¿Qué descubriste, querido?
—A Dafne Ballwin encerrada en el cuarto de baño —contesté—. Se sintió mala, cerró las dos puertas y se desplomó al suelo sin sentido.
—¿Veneno?
—Según parece.
—¿El mismo que su marido?
—Esa es la opinión general.
Berta sonrió, llena de afecto.
—Siéntate, Donald. Toma un cigarrillo. Háblame de Frank Sellers. ¿Está enfadado con nosotros?
—Hará bien en no estarlo —repuse, encendiendo una cerilla—. Encontré a Dafne. Sus hombres habían pasado por alto el cuarto de baño.
—¿Cómo es posible? —exclamó Berta.
—A causa de la disposición de las habitaciones. Los roperos son grandes y no es fácil advertir que el baño está entre las dos alcobas si no se calculan las medidas. No es sorprendente que fallasen. Les apuraba el anhelo de descubrir el veneno. Creían que encontrarían un azucarero lleno de arsénico o algo similar.
—Si la señora Ballwin fue envenenada, es tan víctima como su esposo.
—Ése es el pensamiento que atormenta al sargento Sellers —afirmé.
—¿Qué se propone? —indagó Berta.
—Por eso me mandó a casa: para evitar que yo lo supiera.
—¿Qué haremos nosotros?
—Anticiparnos a la policía, si podemos.
—¿Por qué?
—No lo sé —sonreí.
Berta se puso meliflua.
—En resumen, ya no tenemos nada que ver con el caso, ¿verdad?
—¿Lo cree así? —repliqué, exhalando un chorro de humo—. Recuerde que el veneno estaba, en apariencia, en el tubo de pasta de anchoas que regalé a la señora Ballwin.
—¡Pero no pretenderán que tú eres el envenenador! —protestó Berta.
—Ignoro lo que pretenderán. Depende de la cantidad de veneno y de lo que descubran. Si encuentran arsénico en el resto de los tubos nos hallaremos en un aprieto.
—¿Por qué?
—Imaginarán que quise hacer negocio…
—¿Envenenando a tus clientes? —gritó Berta.
—Administrándoles el veneno suficiente para que enfermasen. Pero la dosis fue excesiva. Es difícil de decir. No cerraremos el asunto hasta que sepamos más.
—Pues no gastes más dinero —me avisó Berta, con una mirada diamantina.
—Podemos aprovechar el del anticipo.
—No lo lograremos si tú le echas mano. Para ti un dólar es menos que un centavo para el presidente de un Banco. No comprendo cómo no cambias. Sigues…
Alguien llamaba a la puerta de la oficina. Los primeros golpes fueron discretos, pero a poco se convirtieron en auténticos puñetazos.
—¡En nombre del cielo! —se exasperó Berta—. ¿Será otro policía?… Precisamente cuando deseaba hablar contigo, Donald.
—¿De qué?
—¡Oh! De muchas cosas. Entérate de quién es.
Me levanté a abrir la puerta.
Carl Keetley, perfectamente afeitado, con el vestido planchado impecablemente, me sonreía.
—Vaya, vaya. El propio señor Lam —exclamó risueño—. Quiero hablar un poco más con usted de esos solares.
—Entre.
—¿Quién es? —chilló Berta.
—Un individuo que ansía venderme un terreno —repuse.
La silla de Berta emitió un crujido.
—¡Mándale a paseo! ¡Cáspita! Tengo que hablarte y desapareces para recibir a un sujeto escurridizo y embustero.
—Pase —indiqué a Keetley—. Quiero presentarle mi socia.
—Parece muy amistosa —rió Keetley, acompañándome hasta la puerta del despacho de Berta, en la que se inclinó.
Berta estaba encarnada. Sus ojillos duros y chispeantes tomaron la medida a Keetley.
—La señora Cool, mi simpática socia. El señor Keetley —dije—. Berta, aquí tiene a Carl Keetley.
—Me importa un pepino… —comenzó a decir Berta.
—Cuñado de Gerald Ballwin —añadí.
Berta tragó saliva y alargó de pronto su mano a Keetley por encima del escritorio.
—¿Se dedica al negocio de fincas, señor Keetley? —preguntó con acento encantador—. Rinde mucho estos días. La tierra es lo único que está a salvo de la inflación. Supongo que la gente comprará sin tasa. Pero si los precios son altos creo que se debe tomar en consideración el alza constante de los terrenos y el hecho de que la inflación puede descontarse.
Keetley le estrechó la diestra.
—Es un honor conocerla, señora Cool —dijo, y agregó con soltura—: mi opinión personal es que sólo los primos compran terrenos en la actualidad. Pero su dinero es tan bueno como el de cualquiera. ¿Qué tipo de fincas le interesa, señora Cool?
Berta farfulló un rato antes de que su lengua tomara impulso para escupir las palabras.
—¿Con quién cree que habla?
—Desde luego —prosiguió Keetley sin inmutarse—, si prefiere tratar con un hipócrita que miente porque le beneficia no ser veraz, la dejaré satisfecha en ese aspecto. Después de todo, como usted ha indicado con tanta justeza, la tierra es una buena inversión. La gente habla del oro, pero el oro no significa nada, porque nada produce. No es más que un patrón de la riqueza convenido por las naciones. El hombre carece de él. Ahora bien, señora Cool, la tierra es muy distinta. Se obtienen cosas de ella y es más preciosa que el oro por su cualidad inherente de transformarse en propiedad privada. Y si usted quiere…
—¡Largo de aquí! —vociferó Berta, Cogí a Keetley del brazo.
—Ahora que conoce a mi socia, podremos charlar en mi despacho.
—Bueno —contestó Keetley, y se inclinó rígidamente—. Fue un verdadero placer, señora Cool. Consuela encontrar en la actualidad a una mujer que dice lo que piensa.
—Si lo hubiera dicho —tronó Berta— le arderían las orejas.
—Claro está —exclamó Keetley en son de despedida— que lo único que aumenta el precio de los terrenos es la ansiedad de los compradores por adquirir algo que esté a salvo de la inflación. Hasta ahora no han experimentado la subida de coste que se manifiesta en los demás artículos. El suyo es lógico, debido a la demanda. No conseguiremos buenos precios en las fincas hasta que la inflación se insinúe en ellos. Sin embargo, podremos hablar en un momento en que no esté ocupada, señora Cool. Repito: encantado de conocerla. Buenas noches.
—¡Váyase al infierno! —gruñó Berta—. Donald, quiero hablarte. No…
—Tal vez el señor Keetley nos visite con el propósito de contratarnos —repuse—. Según entiendo, sus actividades en el negocio de fincas no son más que una ramificación.
Berta tragó aire dos veces y, por fin logró sonreír.
—No me haga caso. A veces soy algo grosera.
—¿Sí? —exclamó Keetley, y en su voz sonó un agradable y educado tono de sorpresa.
—De sobra lo sabe —aseguró Berta—, pero obtenemos resultados. Donald tiene sesos y yo soy un tanque cuando nos importa barrer las cosas que se oponen a nuestro paso. Si desea que investiguemos…
—Yo hablaré con él, Berta —atajé tirando del brazo de Keetley.
Berta sonrió heroicamente cuando salimos de su despacho.
En cuanto estuvimos en el mío, cerré la puerta. Keetley se sentó. Yo ocupé una esquina de mi escritorio.
—¿Qué ha sucedido? —disparó Keetley.
—¿Qué sabe? —repliqué.
—Nada. Pero me importa que ustedes lo averigüen.
—Hay varias agencias estupendas en esta ciudad —contesté—. Ésta no es una de ellas.
—¿Puede aceptar una oferta?
Sonreí y repuse deliberadamente:
—No dudo que su cuñado le servirá de garantía.
Keetley introdujo su mano recién manicurada en el interior de su chaqueta y la sacó apretando un inverosímil fajo de billetes.
—Mi garantía es dinero al contado, en papel verdoso emitido por los Estados Unidos. ¿Quiere trabajar para mí o no?
—Debemos hablar primero.
—Tiene la palabra.
—Renuncio a ella hasta que usted hable.
—Debería saber cuál es mi posición —rezongó Keetley.
—¿Cuál es?
—Me encuentro en el mismo centro de un estupendo lío.
—¿No será más explícito?
—Creo que lo sabe todo ya, ¿no?
Negué con la cabeza.
—En cierta época de mi vida trabajé como un negro.
No hice ningún comentario.
—Temo que eso me estropeó. Me cansé de trabajar.
—¿Le da asco?
—Sí, si quiere expresarlo de ese modo. Pero —continuó Keetley— siempre consigo unos dólares, aunque a veces necesito un pequeño préstamo. Lo cual ocurre cuando me entrego a la bebida y me pongo a hacer disparates sin usar la sesera.
—Debe ser una vida estupenda, con la única molestia de buscar el dinero necesario para pagar los impuestos.
Me sonrió y le devolví la sonrisa.
—¿Un cigarrillo? —ofrecí.
—Gracias.
—Me parece que hay una botella en la oficina.
Juntó las manos, las crispó.
—No, no quiero probarlo… hasta la próxima vez.
—Por lo visto, ha rehecho su fortuna desde esta mañana.
—En efecto.
—En lo que a mí respecta, podemos seguir de la misma manera toda la noche —le informé.
—No me atosigue —me rogó Keetley—. Estoy buscando la forma de abordar la cuestión.
—No me haría ningún mal que pusiera las cartas sobre la mesa.
—Lo comprendo —declaró Keetley, y añadió para sí—: Pero lo malo es que eso carece de sentido estético. Me arrebata la ocasión de ser elegante —describió un amplio ademán—. Se necesita dinero para mantener esta oficina. Es muy acogedora. El mobiliario es estupendo, las habitaciones, impecables. Se salen de lo corriente.
—¿Y qué? —le espeté.
—Que alguien le pagará para que pueda interesarse en la adquisición de solares —respondió.
—Eso es obvio.
—Lo es.
—¿Bien?
—¿Le contrató Gerald?
Me limité a dedicarle la más amplia de mis sonrisas.
Keetley sacudió la cabeza con aire melancólico.
—Hijo mío, temo que habré de hacer algunas deducciones. Y eso me repugna.
—¿Por qué?
—¡Oh! Supone concentración y cierto gasto de energía. El que lo invierta en elegir el vencedor de una carrera saldrá ganando. Contratarles requiere dinero.
—¿Se ha concentrado mucho para deducirlo?
—Calle —me rogó—. Empiezo por los elementos básicos. Una empresa de primera categoría y otro tanto digo de las oficinas. Les cuesta un ojo de la cara. Alguien les alquila para que husmeen. No; detesto la palabra husmear, porque a usted le desagradará. Seamos diplomáticos. Alguien le ha contratado a fin de que investigue algo concerniente a la vida doméstica de Gerald Ballwin. No pudo ser Dafne, pues uno de sus hombres la seguía esta tarde. Gerald no necesitaba un detective. Le falta cerebro para buscar uno. Y, desde luego, esta mañana usted no holgazaneaba en su despacho… Un momento. ¡Ya lo tengo!
—¿Qué tiene?
—Todo el asunto —vociferó Keetley triunfalmente—. Usted no haraganeaba esta mañana. Gerald sabía que le visitaría y le animó a que fuese para que me pescase. ¿Me persiguió, Lam, para ver qué hacía después de recibir el dinero de mi cuñado?
No hice más que sonreír.
—¿Conque es eso? —masculló Keetley pensativo.
—¿Tiene algo que ocultar? —pregunté.
—No sea niño —gimió—. ¿Y quién no? Usted, su socio, todo el mundo se encuentra en esta situación. Más aún; no me agrada la idea de que alguien se entrometa en mi vida privada. ¿Qué intenta Gerald? ¿Acusarme de chantaje? Jamás extorsioné a nadie.
—Si ha salido de pesca, será mejor que cambie de cebo —le aconsejé.
Sonó el teléfono. Lo descolgué. Berta también se había puesto al aparato.
—Yo responderé, Berta —dije—. Creo que es para mí.
—Hola. Señor Lam, soy Fordney —me saludó mi imperturbable auxiliar.
—Hola, Fordney. ¿Qué hay?
—Quizá me exceda, Lam, pero el individuo que se dedicó a la señora Ballwin me dijo, cuando le relevé, que no había ido más que a la clínica del doctor Jorge L. Quay, Edificio Pawkette, y a continuación estuvo en algunas tiendas.
—Exacto.
—Estoy al teléfono de la farmacia Acme —prosiguió Fordney—. Acabo de consultar su registro…
—¿Es el primer establecimiento que visita?
—No, he recorrido cuatro o cinco. Éste… éste es el sexto.
—Muy bien. ¿Ha descubierto algo?
—Ya sabe usted que acostumbro a no perder un detalle cuando se trata de lograr información —me anunció Fordney.
—Lo sé. ¿Qué ha descubierto?
—Aquí tienen registrada una venta hecha a las dos de la tarde —respondió Fordney con acento monótono—. Trióxido de arsénico, adquirido por Ruth Otis, enfermera de un dentista. Es lo único reciente que he encontrado en la última farmacia abierta del barrio. Si usted…
—Venga inmediatamente —mandé—. ¿Puede?
—Sí, claro.
—Tiene valor ese informe —añadí—. No se lo dé a nadie más.
—En seguida llego —contestó Fordney, y colgó el aparato.
Berta Cool había escuchado la conversación por el teléfono de su despacho.
—¿Quién es Ruth Otis? —preguntó belicosa.
—No mencione nombres —ordené.
—¿Esa Ruth Otis significa algo para ti? —insistió.
—No es la ocasión de discutir eso —respondí tajante.
—¿Por qué no?… ¡Ah, ya!… Bueno.
Cortó la comunicación.
—Muy misterioso, ¿eh? —rió Keetley—. Estupenda presentación.
—¿Cómo?
—Esas llamadas secretas que muestran su modo de trabajar… Bonita preparación. Presumo que su socia le llama desde su despacho y usted hace lo mismo cuando ella tiene un cliente.
—¿Cómo lo adivinó? —simulé asombrarme.
—¡Caramba! ¡No me diga que no fingían! —murmuró.
—¿Por qué no?
—Porque es demasiado teatral.
—¿Y por qué no puede serlo la vida?
—Pero no por mucho tiempo —contestó Keetley—. La vida es uniforme, monótona, rutinaria. Su ritmo es lento y el carácter humano no cambia rápidamente. Por consiguiente, la naturaleza imprime sus cambios gradualmente. Apuesto a que los individuos como usted, con un oficio emocionante y romántico, se aburren mortalmente.
—¿Otra vez de pesca?
—No, sólo comento.
—Adelante, pues.
Keetley sonrió pensativo.
—El mayordomo resulta interesante —dijo con indiferencia—. A Dafne le encanta tenerlo cerca; le esclaviza. Él odia su empleo, pero no le importa conducir. ¿Sabe una cosa, Lam?
—No. ¿Qué? —respondí.
—Dafne se complace en obligarle a realizar las cosas que le repugnan. Ella es un gato, un enorme y salvaje gato humano, y él su ratón. Su pasión por Dafne le deja inerme. Es su esclavo, y de aquí que le guste torturarle.
—Creía que no entraba en la casa —dije.
Me miró especulativamente y exclamó ambiguo.
—¿Acaso voy a matar la gallina?
—¿Se refiere a la de los huevos de oro?
—¿Debo puntualizar tanto?
—A veces es útil.
—¿Para quién?
—Para mí.
Keetley hizo una mueca.
—Me parece que sería capaz de acusarme para proteger a su cliente. ¿No accedería a cobrar una prima por decirme lo que ha averiguado? Alto, Lam; no se enfade. Le dejaría representar a su cliente del modo que quisiera. Sólo deseo que trabaje para mí informándome de cuanto descubra. Necesito conocer las pruebas. ¿Puede hacerlo?
—No.
—¡Vaya! ¡Es usted íntegro! —se sorprendió.
—Me es imposible servir a la vez a dos señores.
—¿Cómo sabe que hay dos?
—No lo sé.
Keetley sonrió.
Llamaron a la entrada de la oficina. Berta corrió a ella, anticipándoseme. Sonó la voz de Fordney preguntando por mí.
—¿Quieres recibir a este sujeto? —me preguntó Berta desde el umbral.
Fordney curioseó por encima de su hombro.
—Bueno, me marcho —dijo Keetley, incorporándose—. Vine a charlar un rato.
—Buenas noches —saludó Fordney—. ¿Espero?
—No, entre —respondí—. El señor Fordney, el señor Keetley —presenté—. El señor Fordney me telefoneó hace unos minutos. Usted creyó que era una comedia.
—¿En serio? —preguntó Keetley a mi hombre.
—En serio —sonrió Fordney.
—Ya ha encontrado lo que yo deseaba, Fordney —dije—. Con eso basta. Ahora le daré un cheque.
—Igual es —repuso Fordney—. Prepararé un recibo y mañana se lo traeré. Entonces…
—No, no; lo saldaremos ahora mismo —exclamé, abriendo el cajón de mi escritorio.
—Eso es irregular, Donald —intervino Berta—. Lo indicado es que presente su recibo y lo arre…
—Tal vez mañana no esté yo aquí —la interrumpí.
Coloqué el talonario de cheques en un ángulo de la mesa y escribí en uno de ellos: «Siga a este individuo. Baje ahora mismo a la calle y esté apercibido».
Firmé y sequé la rúbrica con parsimonia, y lo entregué a Fordney.
Noté que Keetley observaba a Fordney mientras lo leía, pero el rostro de éste no delató la impresión que le producía lo escrito. Se guardó el cheque en el bolsillo después de doblarlo.
—Muchas gracias, señor Lam —exclamó con fervor—. Llámenme en cuanto tengan ocupación para mí. Siempre hago lo posible para satisfacer a las agencias que me emplean.
—Ya lo sé, Fordney —respondí.
Mi ayudante se despidió de Keetley con una indiferente fórmula de cortesía.
Una vez hubo salido, Keetley se encaró conmigo admirado.
—¡Atiza! Empiezo a convencerme de que son ustedes honrados. Ese individuo le telefoneó. ¿Trabaja en este caso, Lam?
—No, en otro distinto —contesté con suma gravedad—. Un cliente desea averiguar si la luna es de queso verde; Fordney se encargó de prender unos cuantos rayos lunares en un papel atrapamoscas y los ha enviado a un laboratorio para que los analicen.
—¡Es formidable! —se entusiasmó Keetley—. También me ha dado que pensar eso. Pero le aseguro que el análisis químico no tendrá éxito si no coloca el atrapamoscas en una caja cubierta de papel de plata.
—Ya se me ocurrió —afirmé—. Teníamos la caja preparada.
—¿Se han vuelto locos? —chilló Berta.
—Se trata de una broma —la apaciguó Keetley—. El señor Lam y yo nos entendemos perfectamente, ¿verdad, señor Lam?
—Espero que usted me entienda —repuse.
—Lo consigo, le aseguro que lo consigo. Ahora, buenas noches —hizo una reverencia a Berta y me estrechó la mano—. Buenas noches. Me gustan ustedes dos mucho.
Le contemplamos mientras cruzaba la antesala. Cerró la puerta al salir al pasillo.
—¿Qué quería ese tipo? —presunto Berta.
—Dijo que hablarme de unos solares.
—¡Narices! ¿Qué quería?
—Enterarse de si trabajábamos aún en el caso de Ballwin ahora que ha sido envenenado, o si habíamos renunciado.
—¿Con cuál motivo? —indagó Berta.
Cogí mi sombrero.
—No puedo perder el tiempo en acertijos, Berta. Debo hacer varias cosas.
—¿Adónde vas, Donald?
—A dar una vuelta.
Berta permanecía inmóvil, con el rostro enrojecido y los ojos relampagueando de ira, cuando cerré la puerta.