coolCap7

JIM Fordney, mi ayudante de noche, era un veterano espléndido. Nada le cogía desprevenido, nada alteraba la tersa superficie de su calma.

Se cuenta que cierta vez él y otro individuo perseguían a una mujer por una acera cuajada de personas, unos pasos detrás de ella y a uno y otro lado. De improviso la mujer desapareció, se volatilizó. Su compañero perdió la cabeza. Fordney retrocedió al sitio en que la mujer se había esfumado e investigó concienzudamente. Por último pisó la cubierta de una carbonera.

Así descubrió que la vigilada había plantado el pie en ella y, rodando por la especie de tobogán que servía para lanzar el carbón, yacía en los montones de éste sin sentido, y con un tobillo roto.

Fordney avisó al gerente del edificio, buscó una ambulancia con la que llevó a la mujer al hospital, frente al cual montó guardia a pesar de que la desventurada tenía un tobillo astillado.

Es posible dudar de la veracidad de la anécdota, aunque bien pudo suceder. Era un rasgo típico de Fordney.

El arrugado rostro de Fordney se contrajo en una sonrisa al vernos llegar a Sellers y a mí.

—Pensé que tal vez vendría —me explicó—. Me proponía informarle, pero temí que esa señora huyese durante mi ausencia.

—Ya ha huido —afirmó Sellers.

—¿Qué ha pasado? —pregunté a Fordney que parecía no haber oído al sargento.

—Tengo anotada la hora en que se presentó la ambulancia y la de la aparición de la policía. Hace un momento vino uno de ellos a mandarme que me fuese, pero me negué a moverme.

—Según parece, la Ballwin le dio el esquinazo, Fordney —dije.

Fordney lo negó.

—Habrá salido por la fachada posterior —insinué.

—¿Saltando una tapia de dos metros y medio? —rió Fordney.

—Quizá salió por la puerta.

—No; lo hubiera visto —objetó Fordney—. Desde aquí puedo vigilar la entrada de esa tapia.

—Tal vez apartase los ojos de ella un par de minutos.

Fordney sacudió lentamente la cabeza.

—Mis ojos están adiestrados para ver cualquier movimiento.

Me volví hacia Sellers.

—¿Está seguro de que se marchó?

—¡Claro! —exclamó el sargento—. Tenemos las llaves de la casa de Gerald Ballwin y mis hombres están ahora allá.

—¿La han registrado bien? —indagó Fordney.

Sellers le estudió pensativo. Se dispuso a decir algo, pero se contuvo.

—Echemos una ojeada, Frank, no más para cumplir con el expediente —propuse.

—Preguntaremos a los muchachos —contestó el sargento—. Vamos.

Fordney se acomodó en el automóvil.

—¿Desea que espere? —inquirió.

—Sí —contesté.

—¡Diablos! ¿Por qué? —chilló Sellers.

No le dije nada.

Cruzamos la calle hacia la escalinata de la casa. Un agente de paisano estaba a la puerta. La abrió Sellers.

—Hola, sargento. Pase.

—¿Cómo os va? —preguntó Sellers.

—Aún no hemos encontrado nada. Sólo somos dos.

—Está bien —dijo el sargento—. Daremos una vuelta por las habitaciones.

Entramos en la sala de estar en la que había hablado con la señora Ballwin aquel mismo día y recorrimos el comedor y el office antes de llegar a la cocina.

El otro agente registraba la despensa.

—¿Has descubierto algo? —quiso saber Sellers.

—Nada, sargento. Pero sigo buscando.

—A ver si encuentras un azucarero de repuesto o algo por el estilo —aconsejó Sellers—. Uno de los mejores modos de esconder una cosa es ponerla a la vista de todo el mundo.

—No paso nada por alto —repuso el agente—. Incluso compruebo el contenido de estos botecitos: pimienta, pimentón, nuez moscada y otros condimentos.

—Muy bien. ¿Estuviste en el piso?

—Sí, hemos recorrido todo el edificio. Después bajé a registrar más detenidamente.

—¿No hay nadie?

—Ni un alma.

Sellers me miró.

—¿Han estado en el sótano? —pregunté.

El policía se volvió hacia mí con escasa cordialidad, reforzada por un barniz de insolencia.

—Sí —contestó con sequedad.

—Repasemos, por si acaso —recomendé a Sellers.

—Desde luego, me proponía hacerlo.

El detective tornó a contemplarme con frialdad disgustado por el pensamiento de que yo insinuaba que la búsqueda había sido eficiente.

—¿Y la servidumbre? —indagué.

—Había tres personas —me contestó Sellers—; cocinera, criada y mayordomo. Los condujimos a la jefatura para interrogarlos. Estoy convencido de que no saben nada, pero no nos interesaba que anduvieran por la casa mientras buscábamos el veneno. Eso no es nada nuevo para usted. La lealtad mal entendida a veces obliga a los criados a estropear los indicios.

—Subamos al piso.

A través de la escalera llegamos a los dormitorios y cuartos de baño.

La primera alcoba contenía prendas masculinas. Indiscutiblemente era el de Gerald Ballwin. Tenía dos grandes roperos y un baño. Estaba cerrada la puerta que daba a otro dormitorio.

Encontramos el de la señora Ballwin inmediatamente después. Había otro ropero, un tocador y luego el baño, que a su vez comunicaba con otro aposento contiguo, hacia el fondo de la casa.

Probé las puertas y examiné los distintos roperos. Después me acerqué a la que estaba cerrada con llave.

—Comunica con la otra alcoba —me informó Sellers—. Es curioso que le hayan echado el cerrojo.

—Abrámosla —propuse.

—Está bien. ¿Por qué no?

Probó el tirador un par de veces.

—Por lo visto no está cerrada por este lado, sino por el otro —comenté—. Frank, ¿supone que no es ésta la puerta del dormitorio de Ballwin?

—Tiene que serlo —contestó el sargento—. Está en la porción delantera de la casa, exactamente antes de éste…

—Pero fíjese en la disposición de estos roperos —indiqué—. En el otro lado también los había. No creo que las habitaciones estén adyacentes. Comprobémoslo.

Recordé la situación de los roperos y las dimensiones de la casa. Medí a zancadas el corredor y penetré en el aposento de Ballwin, midiendo la distancia que me separaba de la puerta, cuyo tirador meneé en vano.

—La misma historia —dije—. Cerrada por dentro. Frank, entre los dos dormitorios hay un baño. Las dos puertas tienen el cerrojo corrido desde el interior.

Sellers me lanzó una mirada elocuente y su enorme mano me hizo retroceder.

—Apártese —ordenó.

Retrocedió tres metros, encogiendo el hombro y pegando el codo a su cuerpo, y se lanzó contra la puerta como un jugador de rugby embiste las líneas adversarias.

El tirador se desgajó con un crujido agudo y desgarrador.

Era el cuarto de baño. Una mujer reposaba desmadejada en el suelo, con el vestido revuelto. Su cara se aplastaba contra el pavimento; estaba despeinada. Con un brazo rodeaba la base del lavabo; tenía el otro alargado y sus dedos extendidos parecían querer arrancar las suaves y blancas baldosas octagonales.

El suelo estaba sucio. La mujer había sufrido un violento vómito antes de que su debilidad la desvaneciera.

Le cogí la muñeca. El pulso no palpitaba. La epidermis estaba pegajosa. Desde mi nueva situación me era posible ver sin obstáculos su cara. Era Dafne Ballwin.

El sargento Sellers soltó un interminable torrente de insultos dedicados en su mayoría a la estupidez del zoquete que no había descubierto el cuarto de baño intermedio.

Oí pasos precipitados en la escalera. Compareció el agente que registraba la cocina con el revólver empuñado. Sin duda había percibido el estruendo producido por Sellers al derribar la puerta y llegaba decidido a perforarme o a darme un culatazo, según las circunstancias.

Se quedó boquiabierto al ver el destrozo, y el baño y la figura yacente.

—¿Ha descubierto algo, sargento? —tartamudeó.

—¿Qué si he descubierto? —aulló Sellers—. Fíjate en esta mujer moribunda. Algunos de vosotros no debisteis jamás abandonar la vigilancia callejera. ¿Cómo no te diste cuenta de la existencia de este cuarto?

—¡Cielos! Sargento, creí que la puerta ponía en comunicación los dos dormitorios. Además estaba cerrada por ambos lados. Pensé que era prueba de que no se llevaban bien y que el fiscal desearía que no la tocásemos para demostrar que se habían peleado.

—¿Cómo está, Donald? —me preguntó Sellers, dando la espalda a su consternado subordinado.

—No le encuentro el pulso, pero respira —respondí—. Está casi tan fría como el suelo. No anda muy lejos de la muerte.

—¡Muévete! —gritó Sellers al detective—. Pide una ambulancia… No, se morirá si esperamos a que llegue. Llévala al automóvil y condúcela a un hospital inmediatamente. Haz que le laven el estómago. ¡Pronto! Di al médico que sufre envenenamiento por arsénico. ¡Métete eso en la mollera!

El policía enfundó lentamente el revólver.

Sellers se inclinó sobre Dafne y, pasando un brazo por debajo de sus piernas y otro por los hombros, la levantó sin el menor esfuerzo Una vez en la calle, cambió de pensamiento. En vez de ponerla en el auto de la patrulla la depositó en el suyo.

—Yo la transportaré al hospital —dijo a su subordinado por encima del hombro—. Continúa buscando el veneno en la casa. No dejes entrar a nadie bajo ningún pretexto, ¿entiendes?

—Sí, sargento.

Sellers volvió la cabeza para chillar:

—Procura hacer algo como Dios manda. Si esta mujer fallece, me veré en un aprieto. Si los periódicos saben lo ocurrido por tu conducta, te atizaré tan rápido y tan duro, que te preguntarás qué te ha golpeado.

Sellers acomodó a la mujer en el asiento y se volvió interrogador hacia mí que mantenía abierta la portezuela. Hice un ademán afirmativo y subí al coche para sostener a Dafne.

—Tendrá que aguantarla firme —me avisó Sellers, precipitándose hacia el volante.

Afirmé un pie contra el respaldo del asiento delantero.

Sellers puso el motor en marcha, dio suelta a la sirena y encendió el reflector rojo. Arrancó con tanto ímpetu, que fui lanzado hacia atrás.

El retrovisor me indicó que un coche trataba en vano de seguirnos.

Me había olvidado de despedir a Jim Fordney. Tenía orden de seguir a la señora Ballwin y hacía los posibles.

Pero hubiera dado igual que se hubiese quedado inmóvil.

El sargento Sellers fue en segunda durante dos travesías. Luego clavó la directa y rompió a correr como un rayo con la sirena reclamando paso y el reflector rojo parpadeando como una pupila diabólica. Volamos entre el tráfico, patinamos en los cruces, esquivamos y nos retorcimos, a medida que el tráfico se espesaba, por la dirección opuesta, entre las vías de los tranvías, los coches parados en las bocacalles y ante conductores alelados que no sabían qué hacer.

Conseguí mantenerme tieso, pero no logré impedir que la señora Ballwin estuviera quieta. Su cuerpo recorrió todo el asiento. No obstante, me las compuse para que no fuese a parar al suelo.

El auto frenó con un alarido frente a un dispensario. Abrí la portezuela y quise ayudar a Sellers poniendo a la inconsciente mujer de modo que pudiera sacarla sin dificultad.

Pero su hercúleo vigor hizo fútiles mis esfuerzos. Rodeó la cintura de Dafne con un brazo y tiró de ella. Corría por la acera antes de que yo me hubiese apeado.

Corrí con todas mis fuerzas para sujetar la puerta del dispensario.

—Ya está bien, Donald —me dijo—. Espéreme en el auto.

Le obedecí, sentándome junto al volante.

Un cuarto de hora después un coche doblaba la esquina y se detenía detrás de mí. Descendí, dirigiéndome hacia él.

Era Jim Fordney.

—He hecho lo posible —se excusó—. ¿Ya está ahí dentro?

Afirmé con la cabeza.

—Me encargó que esperara y…

—Ya no es necesario, Fordney —contesté—. Sin embargo, deseo que haga una cosa.

—¿Qué?

—No pierda el tiempo. Muchas farmacias y droguerías habrán cerrado, pero habrá algunas abiertas. Empiece a partir del Edificio Pawkette y recorra todas las del barrio. Oblígueles a enseñarle su registro. Apunte el nombre y la dirección de cuantos compraron arsénico desde la semana pasada.

—Bien —repuso y agregó después de meditar—: ¿Por qué no comienzo por la Avenida de Atwell cerca de la casa de Ballwin?

—No. Ante todo, no creo que descubra nada; además, la policía ya se habrá encargado de hacerlo. Me importa tener cuanto antes su informe. Dedíquese al vecindario del Edificio Pawkette. Si tiene dinero, puede usarlo para facilitar las cosas.

—Muy bien. ¿Le telefoneo mañana?

—Llámeme a la oficina dentro de una hora —le ordené.

—De acuerdo. Me marcho ahora mismo. ¿Sólo le interesa el arsénico?

—Sí. Preocúpese únicamente de él. No tendrá tiempo para más.

—¿Nada de veneno contra ratas o algo parecido? —insistió Fordney—. Ya sabe que esas sustancias suelen contenerlo…

—Tengo la corazonada de que se trata de arsénico puro —repuse—. La necesidad nos impide abarcar otras posibilidades. Quiero resultados, y pronto. Limítele al arsénico.

Murmurando una despedida, Fordney subió a su coche y le dio la vuelta en el centro de la calle, encaminándose hacia el barrio comercial.

Esperé impaciente otros veinte minutos a que Sellers reapareciese.

—Bueno, Donald, aquí nos separamos —me dijo el sargento, con el rostro severo.

—¡Qué diablos! Quise traer mi coche para no verme plantado de esta manera. ¿No me llevará a la oficina?

—No.

—¿Cómo está la Ballwin?

—Sería prematuro decirlo.

—¿Arsénico? —insistí, obstinándome en tirarle de la lengua.

—La han sometido a un tratamiento para combatirlo. Después de lavarle el estómago le han administrado no sé cuál disolución de hierro que se combinará con el veneno que quede, inutilizándolo.

—¿Ha recobrado el conocimiento?

—No sea preguntón —gruñó.

Me enseñó su amplia espalda y volvió al dispensario. Bajé de su automóvil y anduve hacia la parada de taxis más próxima.