EL achacoso coche de la agencia se portó como un héroe al ser lanzado calle abajo.
Ruth Otis, a mi derecha, bajó el vidrio de la ventanilla a fin de que el aire le diese en el rostro.
—No comprendo cómo me ha ocurrido.
No contesté.
—Dígame, señor Lam, ¿por qué le interesa la familia Ballwin?
—¿Pretende deducir nombres de la simple resonancia de un teléfono? —repliqué.
—Dijo que había sido envenenado.
—Puedo mencionar dos docenas de apellidos que sonarían igual que Ballwin en tales circunstancias.
—Pero el veneno… Eso… eso lo aclara todo.
—¿Qué aclara?
—Nada.
Me absorbí en la tarea de conducir.
—Alguien le habrá contratado para investigar algún aspecto del asunto —prosiguió Ruth, sin darse por vencida.
Guardé silencio.
—¿Temía usted que…? ¿Sabe algo acerca del doctor Quay? Me refiero a la presencia de la señora Ballwin en su clínica.
—¿Por qué se empeña en hablar de esa señora? —exclamé, sin apartar la vista de la calzada.
—Me pregunto si usted me seguía —dijo Ruth meditabunda— y si el autobús le pilló en una trampa cuando intentaba adelantarme… ¿O fue una coincidencia?
No dije nada.
—No me responde —protestó.
—Oiga, hermana. Sólo me interesa depositarla sana y salva en su casa —contesté con acento protector—. Charla usted como una colegiala.
—Hace un momento usted ansiaba hablar —replicó Ruth. Sus ojos me invitaban a que se lo explicase todo. Era todo oídos—. Y ahora se niega a decir esta boca es mía.
—Conducir a esta velocidad requiere bastante concentración —aclaré—. Me hubiera molestado tener que abandonarla en la acera, esperando hasta que un castigador la llevara en su coche. Entonces no le resultaría la situación tan fácil como yendo conmigo.
Esto le dio que pensar hasta que llegamos a la Avenida de Lexbrook. Las ruedas chirriaron al tomar la curva y frené en seco delante del 1627 antes de que tuviese ocasión de recobrarse.
Era una pequeña casa de pisos destinada originalmente a albergar a personas que trabajasen en el barrio, pero con la escasez de viviendas la ocupaban gentes empleadas en el barrio comercial.
Ayudé a Ruth Otis a apearse y recogí el envoltorio de papel de periódicos.
—Yo lo llevaré —indiqué—. Le costaría abrir las puertas con ese estorbo.
—No, no, no se moleste. Tiene prisa.
—Será cuestión de un segundo.
Franqueó la entrada de la calle. La escalera nos llevó al corredor del segundo piso, al fondo del cual abrió una habitación.
—Número diez. Debe de ser el último de la casa —comenté.
—Lo es.
La seguí al interior. Era pequeño y macilento, de paredes oscuras y mobiliario teñido con el color llamado convencionalmente «roble». Tenía el indefinible husmo que rememora la presencia de distintas personas durante años… Un pisito triste e insignificante que se había convertido en una mina de oro para el propietario.
Ruth abrió una ventana. Me libré del paquete y extraje de mi cartera dos billetes de veinte dólares y uno de diez, que deposité sobre una mesa mientras me daba la espalda.
—Fue usted muy amable al traerme a casa, señor Lam —exclamó—. Siento… siento haberme portado como una tonta, pero recibí una conmoción cuando… He tenido muy mal día —concluyó, riéndose nerviosa.
—No se preocupe. Es comprensible.
—¿Sería pedirle mucho que no contara nada? —me rogó titubeante.
—¿De qué? —pregunté, enarcando las cejas.
—Ya lo sabe… Mi desvanecimiento…
Simulé meditar.
Ruth se me acercó. Sin duda había estado meditando lo que debía hacer. Sus ojos azules patentizaban su ansiedad.
—No dirá nada, ¿verdad? —repitió.
—No tiene importancia. Tranquilícese.
Entonces descubrió los billetes encima de la mesa.
—¿Qué es esto?
—El dinero del accidente —respondí—. Reconoceré que tuve la culpa e incluiré la factura entre los gastos.
—No… no puede hacerlo.
—Ya está hecho.
Volvió a derramar lágrimas.
—Anímese, Ruth —le aconsejé con acento alegre—. Ya es mayorcita.
Salí al pasillo, bajé corriendo la escalera y salté al coche de la agencia. Le di la vuelta y me lancé hacia la oficina.
Berta Cool se balanceaba en su crujidera silla cuando penetré en su despacho particular. Al verme apartó de un tirón de su enjoyada mano el cigarrillo de su boca.
—Bien, bien, bien. He aquí al genio en persona.
—Lo adivinó —repliqué sin inmutarme y me dejé caer en una butaca.
—¡Dios mío! —rugió—. No sé por qué acudo siempre a la brecha cuando tus maravillosas ideas te salen al revés.
—A qué viene eso.
—¿A qué viene? —chilló Berta, estentórea—. ¿A qué viene? Una mujer nos contrata para que impidamos que la señora de Gerald Ballwin envenene a su marido, por lo cual nos paga doscientos cincuenta machacantes y mañana nos entregará otros tantos. Y tú, como siempre, te largas a afirmarle que no tiene por qué preocuparse, porque has entregado a la presunta asesina un par de docenas de tubos de pasta de anchoa. Luego desapareces, dejando que yo cargue con el mochuelo.
—¿Cuál mochuelo?
—¿Qué mochuelo? Vuelve en ti. Tu número no está en la guía de teléfonos. No paras de cambiarte de casa. A veces ni siquiera sé dónde encontrarte. Confieso que no sé cómo te las arreglas. Dios sabe lo que cuesta a las personas decentes hallar vivienda y tú que estás soltero… Yo, en cambio, tengo mi teléfono a la vista: B. Cool, domicilio.
»No hubiera contestado de no pensar que tú me llamabas. Y era nuestra cliente, completamente trastornada. Tenía que venir a la oficina sin pérdida de tiempo y consentí porque esa buena moza aflojará un cuarto de millar de dólares mañana mismo. Pues bien, comparece y no a humo de pajas.
—¿Qué dijo?
—Deseaba ponerse al corriente de los disparates que estábamos haciendo —estalló Berta con la potencia de una carga de trilita—. Afirmó que eras un detective de pega y estuve de acuerdo. Lo enredas todo sin necesidad. Es lo mismo que si llevases un letrero anunciando que eres un detective particular alquilado para husmear en las casas. ¡Vaya unas ideas más preciosas! ¡Así te veas condenado a comer pasta de anchoas toda la vida!
—Baje de la parra y cuénteme lo que ha pasado —ordené imperturbable.
—¡Rayos y truenos! Ha pasado lo que debíamos evitar. Tu maquiavelismo precipitó los sucesos. La señora Ballwin decidió que no le quedaba mucho tiempo; luego apareces tú y le ofreces la oportunidad de ejecutar lo que ansía.
—¿Qué?
—Una buena ocasión de envenenar a su marido. ¡Tú y tu pasta de anchoas!
—Cuando se determine a hablar, estaré dispuesto a oírla.
—Está bien, amor mío —disparó Berta, como si las palabras fueran algo sólido y contundente—. Lo deletrearé. Debí comprender que tu formidable cerebro es incapaz de entender el lenguaje corriente. Necesitas una sinopsis. ¡Maldición! Lo que necesitas es una niñera.
»Gerald Ballwin volvió a casa y Dafne —ante testigos, desde luego—, emitió arrullos sobre la maravilla que había ocurrido: se publicarían fotografía suyas en todas las revistas recomendando una excelente pasta de anchoas, con la que iba a preparar algunas tapas a fin de que su marido la probase.
»En efecto, las ofreció en una bandeja. Tomó una y entregó otra al infeliz. A continuación se puso a edificar castillos en el aire sobre la base de las fotografías, loca de alegría a causa de tus embustes.
»Una mujer sensata no se lo habría tragado, pero bastó para engañar a Gerald Ballwin, por lo menos antes de que tuviera la posibilidad de reflexionar, mientras Dafne repetía en todos los tonos que siempre aseguró que daba resultado ser una buena y amable ama de casa y que su personalidad comenzaba a rendir beneficios. Había logrado lo que tanto soñara y por lo que tanto trabajara. Era famosa como joven dama de la buena sociedad.
»Entretanto, el alcornoque de su marido le sonreía por encima de la pasta de anchoas. Tomaron un combinado. Gerald estudió los tubos de pasta, los probó y elogió. Al cabo de un rato se puso verde: le dolía el estómago. Indudablemente, uno de los tubos estaba en malas condiciones. Su mujer llamó al médico y describió los síntomas. El matasanos le aseguró que sufría una intoxicación; le dio unas órdenes médicas, le aconsejó que guardase el tubo como prueba, porque debía haber sido falsificado y que el gusto disimulaba el hecho, etc.
—¿Qué ocurrió a continuación? —pregunté atajando sus sarcasmos.
—Carlota Hanford, que había estado comiendo con ellos, telefoneó a otro médico, le dijo que Gerald Ballwin había sido envenenado, pidió una ambulancia, llamó a la policía y armó un jaleo enorme, con el que consiguió que Ballwin llegara a tiempo al hospital. Quizá se salve. Le están lavando el estómago y haciendo otras porquerías.
Fruncí el entrecejo.
—¿Carlota llamó a la policía?
—Exacto.
—¿Y la señora Ballwin?
—Se largó —contestó acusadora Berta—. Tomó las de Villadiego.
—¿Cuándo?
—Por lo visto cuando Carlota notificó a la policía que Gerald había sido envenenado. Comprendió que había fracasado y abandonó la casa.
Me pellizqué, reflexivo, el lóbulo de la oreja.
—¿La busca la policía?
—Eso tengo entendido. Probablemente encontrarán una tonelada de veneno en sus tarros de crema de tocador —condescendió a explicar Berta, y volvió a la carga—. Lo importante es que nos contrataron para impedir lo que ha sucedido y no hemos conseguido más que anticiparlo. Incluso proporcionamos la pasta de anchoas y… y supongo que la cargaste a la lista de gastos.
—Claro.
Berta exhaló un gemido desgarrada.
—Eso es lo malo en ti. En lugar de adquirir un tubo, le regalaste dos docenas. Cuando tenemos dinero empiezas a gastarlo como si las calles estuvieran pavimentadas de oro; lo echas a los pájaros, a la basura y hasta lo quemas.
—Aún no lo sabe todo —afirmé—. El Coche de la agencia sufrió un accidente.
—Está asegurado, gracias a Dios.
—La mujer con quien choqué no presentará reclamaciones —continué con sangre fría ilógica dadas las circunstancias—. Le pagué cincuenta dólares de nuestro bolsillo.
La silla de Berta crujió amenazadora al librarse del peso de su propietaria.
—¿Cómo?
—Lo que oye: le entregué cincuenta dótales —repetí innecesariamente.
—¿Por qué?
—Porque planeé el accidente. Creí que tal vez estuviera relacionada con el caso y quise abordarla sin despertar sospechas. Conduje de modo que aplasté la delantera de su coche. Como no podía utilizarlo, yo…
—¡Muerte y condenación! —aulló Berta, arrancándose la colilla de los labios y lanzándola a través de la estancia—. No sólo lo hace todo de la forma más costosa, sino que, aunque estamos asegurados, derrocha cincuenta dólares. ¿Conque no encontraste otro sistema de conocer a esa chica más que chocando con ella? —preguntó con mordacidad—. ¡Cielo santo! Ve por la calle con los ojos abiertos. Todas las noches nacen diecisiete millones doscientas ochenta y seis mil cuatrocientas noventa y una parejas. Ve a cualquier baile y, si no te acompaña una joven, te presentarán una envuelta en papel de seda, con un lacito, en menos de diez segundos. Toca el claxon junto a las aceras y tendrás el auto lleno de mozas en un santiamén, a pesar de los crímenes y violaciones de los últimos días. Quítate el sombrero sonriendo y pregunta a una muchacha dónde cae la calle Veinticinco y Broadway y ella te echará una mirada y te dirá: «Voy en esa dirección. Si no le importa acompañarme, le dejaré en el sitio preciso».
»Hay millones y millones de métodos de abordar a las mujeres, pero tú los rechazas. Aspiras a ser original. Tu mollera tiene que inventar algo extraordinario. Y se te ocurre emplear uno consistente en estropear un auto y en desprenderte de cincuenta dólares ¿Has gastado más dinero?
—Dos hombres se encargan de vigilar a Dafne.
—¿Sí? —gritó Berta cayendo en su silla—. Y no trabajan gratis. Dos, precisamente.
Los dedos de Berta se crisparon.
—Uno de día y otro de noche.
—Pues debemos felicitarnos de que, gracias a tus esfuerzos, el envenenamiento se haya anticipado —suspiró—. De no ser así correríamos a la bancarrota. Si la señora Ballwin hubiera esperado hasta mañana, hubieras conseguido transferir los doscientos cincuenta dólares a los bolsillos de nuestros conciudadanos, cediéndome el cuidado de descubrir el medio de pagar el alquiler y los empleados.
—¿Qué hay de Wilmont Mariville, el mayordomo? —indagué.
—¿Qué ha de haber? —tronó Berta.
—¿Sirvió las tapas?
—Pues no lo sé. Supongo que sí —contestó desconcertada—. ¿No es esa la obligación de los mayordomos?
Opté por no responder a la pregunta y proseguí:
—¿Cómo está Carlota?
—¿Cómo está? Tuviste la suerte de no hallarte aquí para enterarte de su estado. Dijo algunas cosas sublimes sobre ti. En el interior del auto, como un personaje, le elogiaste sus piernas, le diste coba, aseguraste que habías amanillado psicológicamente a la señora Ballwin, que no podría hacer nada hasta que se tomasen las fotos… cuando, en realidad, adelantabas el envenenamiento e incluías en la cuenta de gastos la pasta que sirvió para llevarlo cabo. Es estupendo. No… ¡Dios mío! ¿Quién será ahora?
Alguien aporreaba con fuerza la entrada de la oficina.
—Será otra vez Carlota Hanford —continuó Berta—. Permitiré que entre para que se las entienda contigo. Estoy harta de escudarte. No volveré a explicarle que ocurrió lo imprevisto, porque ella no nos lo contó todo.
Algo se me fundió en el pecho.
—¿Hizo eso? ¿De veras? —pregunté.
La puerta exterior tornó a sufrir el vapuleo.
—Claro que sí —exclamó Berta con altivez—. Te regañaré, pero no permito que una mocosa se ría de la agencia. Le puse los puntos sobre las íes. Le dije que sabía de sobra que tú no hubieses fallado en lo que te proponías si ella no nos hubiera ocultado algunos detalles. La puse a la defensiva y… Querido, averigua quién nos estropea la puerta.
—Juraría que es la policía —la avisé.
—Me tiene sin cuidado, aunque sea el rey de Inglaterra —replicó Berta con dignidad—. Pagamos el alquiler de esta oficina y ese salvaje la está haciendo añicos.
Crucé la antesala y entreabrí la puerta.
—¿A qué viene ese alboroto? —indagué.
El sargento Frank Sellers apoyó todo su peso en la entrada, exclamando:
—¡Vaya! ¡Si es mi amigo Donald! ¿Cómo está, muchacho?
Preparé mi mano para recibir su demoledor apretón.
—¿Dónde está Berta? —agregó.
—Ahí dentro —le informé, contándome los dedos.
—Me alegro. Hace mucho que no los veo. ¿Cómo les va?
—A pedir de boca. Pase. ¿Se trata de una visita oficial?
Sellers se echó el sombrero hacia atrás y me lanzó una mirada dolorida.
—¿Así se trata a un viejo amigo? Vengo a charlar con usted y empieza a mostrarse antipático.
—¿Quién es, Donald? —gritó Berta desde el otro lado de la puerta de su despacho.
—Respóndale usted mismo —invité a Sellers.
El sargento atravesó la habitación y abrió el despacho.
—¡Hola, Berta!
—¡Caramba, caramba! —sonrió Berta.
—¿Cómo marchan las cosas? —se interesó Sellers.
Ocupó la butaca de los clientes y, colocando los pies sobre el escritorio, sacó un cigarro de su bolsillo.
—¿No ha mejorado su educación desde la ultima vez que nos vimos? —le amonestó Berta, mimosa.
—Entiendo. El sombrero —rió Sellers—. Casi lo había olvidado.
Se destocó, pasándose los dedos por su cabello espeso y lacio, me guiñó un ojo y raspó una cerilla contra la suela de su enorme zapato.
—¿Y la salud, Berta?
—Por lo que le atañe, podría haber muerto hace seis semanas —se quejó Berta—. ¿Cuál es el motivo de su repentino interés?
—A decir verdad, me refería al estado de los negocios —aclaró Sellers burlón—. Como la conozco bien, sé que primordialmente le importan los billetes y lo demás permanece en segundo término.
—¡Váyase al infierno! —chilló Berta, pero sus ojillos chispeaban de placer.
Sellers la examinó con aire de aprobación.
—Berta, cuando se decida a abandonar los negocios y trabajar para el Estado, será una matrona espléndida. En serio. Tiene experiencia, sabe dar consejos y, en caso de apuro, es capaz de emplear los puños.
—¡Desde luego! —admitió Berta.
—Pues… hace más de una semana que me propongo hacerles una visita —dijo Sellers—, pero ya saben cómo son las cosas. Tenemos mucho trabajo. Cuanto más aprisa cazamos criminales, tanto más rápidamente aumenta su número. Es como querer vaciar el mar. Las cárceles están llenas; si deseamos meter diez hombres entre rejas, debemos dar libertad a otros diez.
—Bonita hora de hacer visitas de cumplido —comentó Berta.
—No se impaciente, muchacha. Decía que hace una semana que intento verlos. Entonces ocurre lo de Ballwin y, como por lo visto ustedes se relacionan con él, capitán me dice: «Frank, tú conoces y te entiendes bien con ellos. ¿Por qué no vas a enterarte de lo sucedido? No seas severo ni amenaces. Sé cortés y formula preguntas. Sabemos que cooperarán con nosotros».
Berta me echó una mirada, sin hablar.
Yo encendí un cigarrillo.
Evidentemente, el silencio desagradó a Sellers. Se quitó el cigarro de la boca y contempló el techo con las manos cruzadas en la nuca.
—Yo creo que el capitán envejece —dijo—; ya conocen estos asuntos. No tratamos con guante blanco a la mayoría de las agencias. Tienen la obligación de ayudar a la policía llegado el caso. Les apretamos las tuercas cuando no se apresuran a poner las cartas sobre la mesa en cuanto hay algo podrido. Pero el capitán me ordena que sea amable y suave con ustedes.
Ninguno de nosotros dos hizo comentarios.
—Por consiguiente, ¿cuál es la situación en lo que respecta a Ballwin? —agregó Sellers, apartando los ojos del techo para clavarlos en Berta.
Ésta me señaló con un movimiento de cabeza.
—Donald tiene la palabra. Yo sólo percibo el dinero.
Los glaciales ojos del sargento me buscaron. Sus pupilas, bajo sus hirsutas cejas, tenían un brillo profesional.
—Adelante, Donald.
—Reserve esa mirada perforadora para los criminales, sargento —me reí.
Alejó el cigarro de su boca a fin de lanzar una bocanada de humo.
—¡Oh, no tiene importancia, Donald! —exclamó—. Hago ejercicios con usted, porque quizá concluya en un calabozo. Hable. Empiece por el principio y no se olvide.
—Una mujer compareció en la oficina —referí—. Deseaba que interviniésemos en los sucesos de la causa Ballwin. Cobré doscientos cincuenta dólares, o, mejor dicho, los cobró Berta, y comencé las pesquisas.
—¿Qué hizo? —preguntó Sellers.
—Hice seguir a la señora Ballwin para ver lo que llevaba entre manos y luego imaginé el medio de entrar en la casa.
—Esa es la razón de que comprase la pasta de anchoas —continué—. Pensé que daría resultado la estratagema de tomar fotografías para una campaña publicitaria.
—Entonces, ¿adquirió la pasta de anchoas? —puntualizó Sellers.
—Sí.
—¿Dónde? —especificó el sargento.
—En una charcutería de la calle Cinco.
—¿Cómo se llama?
—Lo ignoro, pero podría volver a ella. No era muy grande.
Sellers se rodeó en un halo de humo.
—¿Y por qué la pasta de anchoas? —curioseó.
—Le confieso que busqué algo que ella no pudiera comprobar. De momento pensé en comprar algunas cremas faciales en una perfumería. Pero lo malo es que esos fabricantes son de fácil acceso. Nadie, en cambio, había pensado anunciar la pasta de anchoas por ese procedimiento, y al ver los tubos en la charcutería se me ocurrió que el método resultaba excelente.
—¿No me engaña? —masculló Sellers.
—No.
—¿No buscaba deliberadamente algo que pudiera servirse en galletas mezclado con arsénico?
—¿Cree que estoy complicado en el envenenamiento? —sonreí.
—Sólo pretendía cerciorarme —farfulló Sellers.
—Le he dicho la verdad.
—¿No pudieron sustituir la pasta? —prosiguió el sargento.
—¿Cómo?
—Si alguien sabía que compraría pasta de anchoas…
Le interrumpí negando con la cabeza.
—¿No le sugirieron esa idea? Reflexione con cuidado —me aconsejó Sellers—. No sería extraño que alguien le viniese con el cuento de que sería posible entrar en la casa con un pretexto de ese género y mencionase de paso la pasta de anchoas. Tal vez sucediera la semana pasada y la insinuación prendiese en su espíritu…
—Nones —repliqué con acento definitivo.
—No lo comprendo —reconoció Sellers.
—¡Qué diablos! Es uno de los rasgos típicos de Donald —intervino Berta—. A nadie se le hubiera ocurrido. Lleva su firma.
—Desde luego —admitió Sellers—. Después, esta misma tarde, visitó a la señora Ballwin con esa patraña y la caja de pasta, ¿no es así?
—En efecto.
—¿Piensa que la engañó?
—Lo creí entonces.
—Opino que fue más lista que usted —se regocijó Sellers—. ¿Quién es la mujer que aflojó doscientos cincuenta dólares?
Sacudí la cabeza.
—No podemos divulgar los nombres de nuestros clientes.
—Será mejor que coopere con la policía —me recordó Sellers—. No jugamos a los acertijos. Se trata de un asesinato.
—¿Asesinato? —repetí con acento de duda.
—Bueno… No ha muerto todavía, pero… nunca se sabe cómo terminan los envenenamientos.
—¿Está convencido de que lo fue?
Sellers afirmó con la cabeza y respondió:
—Del todo. Ese sujeto engulló galletas saladas, pasta de anchoas y arsénico. Los laboratorios de la policía han examinado el contenido de su estómago.
—Pudieron emplear otro procedimiento para envenenarlo —objeté.
—Claro. ¿Cómo nos atreveremos a jurarlo? —profirió Sellers sarcástico—. La víctima quizá tenía el hábito de morderse las uñas, y la manicura, cuándo esta tarde se las arregló, las espolvoreó de arsénico para que sufriera retortijones en cuanto les hincara el cliente. O tal vez llenaron de arsénico un tubo de pasta.
—¿La han analizado? —indagué.
Sellers me miró con piedad.
—Bueno, bueno. Sólo quería saberlo —me excusé.
El sargento aplicó una cerilla encendida a su cigarro hasta que tiró satisfactoriamente y volvió al ataque.
—¿Dijo que había hecho seguir a la señora Ballwin?
—¿Adónde fue?
—Al dentista y a diversas tiendas. Eso es todo.
Sellers no se desanimó.
—¿No se detuvo en una farmacia?
—Es posible. Podremos consultar al hombre que la seguía, se limitó a decir que había ido de compras.
—Deme el nombre de ese individuo. Más tarde hablaré con él —ordenó Sellers.
—No tengo nada que oponer —repuse—. Se llama Sam Dawson. ¿Le conoce?
—No le recuerdo de momento. Le interrogaré después. ¿Quién es el dentista?
—El doctor Jorge L. Quay, Edificio Pawkette.
Sellers sacó su cuaderno y apuntó los nombres y las señas.
—¿Cuándo terminó el turno de Dawson?
—A las cinco. Informó a las cinco y media —contesté en tono oficial.
—¿No habrá salido la mujer después de esa hora?
—De noche la vigila otro hombre.
Sellers me miró con fijeza, exclamando:
—¡Ah! ¿Tan importante era?
Me encogí de hombros.
—Pues no creí que el asunto se prolongase más de dos o tres días. Me interesaba saber si tenía algún lío amoroso.
—Ya, comprendo. De aquí que apostara otro auxiliar.
—En efecto.
—Desde las cinco hasta… ¿hasta cuándo? —insistió el sargento.
—Hasta medianoche —respondí—. Los turnos son más breves por tratarse del primer día. Mañana Dawson comienza a las ocho hasta las cuatro de la tarde; y el de noche desde esa hora hasta las doce.
—¿Y desde entonces hasta las ocho?
—Supuse que no le pasaría nada al marido durante esas horas.
Sellers bostezó.
—Donald consigue que todos los casos sean sencillos —dijo a Berta—. Tira una pelota con efecto diciendo que lo hace directamente y sin malicia, y, cuando se le acusa, perjura que el viento tuvo la culpa, porque él la lanzó en línea recta.
—Si cree tener gracia, se equivoca —repliqué.
—No lo creo —repuso Sellers—. Tendrá que dar bastantes explicaciones. La señora Ballwin combinó el arsénico y la pasta de anchoas ante sus propias narices.
—Sea sensato —rogué—. No podía estar junto a Gerald Ballwin probando químicamente cuanto se metía en la boca. Hice lo que pude.
—Naturalmente. Le era imposible predecir lo que ocurriría —me aplacó Sellers—. Me pongo en su sitio, Donald, pero el capitán es muy curioso. Se pregunta cómo logró introducir la pasta de anchoas. Yo lo entiendo por lo que me ha contado, pero no sé si conseguiré hacérselo comprender. La señora Ballwin necesitaba algo con que llenar de veneno el estómago hambriento y vacío de su esposo. Según pienso, el arsénico trabaja con mayor rapidez y eficiencia en tales condiciones. Si lo hubiera echado en la sopa o en el primer plato, sobre los que se agregaría la cena, hubiera necesitado mucho más arsénico. Entonces no habría resultado fácil, porque Ballwin tal vez hubiese vomitado. Pero antes de comer, con el estómago desembarazado, basta una dosis concentrada para surtir efecto. Y esa pasta fue una verdadera inspiración. Tiene un sabor fuerte capaz de disimular un kilo de arsénico.
—Imaginaba que era insípido.
—El arsénico varía —aclaró Sellers—. Algunas personas al tragar un manjar envenenado con él se han quejado de un gusto ardiente, pero si yo deseara emponzoñar a alguien sin riesgo emplearía el inocente método que sigue: una apetitosa galleta salada, arsénico con pasta de anchoas y un buen apetito. Es una combinación infalible.
—Bueno, bueno; no discutamos más —me rendí.
—Tiene usted razón —convino Sellers—. El hombre que vigilaba a la señora Ballwin esta noche debió de dormirse.
—¿Por qué?
—Porque ella se marchó y…
—¡Alto! —intercalé—. No esté tan seguro. Quizá la haya seguido, sin tener la ocasión de informarme.
Sellers retiró las manos de su nuca y se incorporó en la butaca.
—Hijo mío, eso es formidable —elogió con énfasis—. Si su hombre no ha perdido de vista a la señora Ballwin, el capitán le dará un beso en la frente. ¡Rayos! Incluso si le burla, podrá decirnos lo que hace, qué medios emplea, si se ha dirigido al aeródromo, si va en coche, si ha tomado el autobús o ha ido a la estación. Eso nos sería de gran ayuda.
—No se mueva de aquí —le recomendé—. Nos informará tarde o temprano.
—Aunque, si vio llegar la ambulancia y los guardias —objetó Sellers—, tal vez se marchó a su casa.
—Éste no —aseguré—. Es bueno, veterano en el oficio. Cuando se le asigna la vigilancia de una persona, no se da nunca por vencido. Nos avisará cuando termine. ¿Hubo mucha actividad en la mansión de los Ballwin, Sellers?
—Apenas —me contestó el sargento—. Carlota Hanford, la secretaria de Dafne, telefoneó a la policía. Por lo visto la señora Ballwin había avisado a un médico, describiéndole todos los síntomas, y el galeno diagnosticó una intoxicación. Prescribió por teléfono un tratamiento adecuado en los casos de dolencia por comida en mal estado. Pero Carlota sabía de qué se trataba. Llamó a otro médico ordenándole que acudiera con urgencia, pues era un caso de envenenamiento por arsénico, después pidió una ambulancia y luego reclamó la presencia de la policía. Esa chica hizo una porción de cosas como un relámpago. Si Ballwin se salva, lo deberá a su rapidez mental y a su determinación. No se anduvo por las ramas. Fue derecha al grano.
Me froté la barbilla.
—¿Dijo que era un caso de envenenamiento por arsénico?
—Sí.
—¿Y fue verdad?
—Sí.
Enarqué las cejas y pregunté con blandura:
—¡Qué casualidad!
—Opino lo mismo. No se preocupe, Donald. Los policías no somos tontos —sonrió Sellers.
—¿Y el mayordomo? —proseguí respondiendo a su sonrisa.
—Sirvió las galletas, pero, según creo, la señora Ballwin se encargó de prepararlas —indicó Sellers—. Ballwin se cuidaba de los combinados. Tenía las manos ocupadas por el batidor. Su mujer le hizo abrir la boca y le metió una galleta en ella; después tomó una para sí. El mayordomo depositó la bandeja en una mesa y se marchó a echar un vistazo a la cena.
—¿Estaba presente Carlota? —inquirí.
—Sí, lo estaba. Tal vez Ballwin deba la vida a su presencia y a su modo de reaccionar.
—¿Comió galletas Carlota?
—Sí —gruñó Sellers.
—¿Se encuentra mal?
—No. No olvide que la señora Ballwin entregó a su maridito la que quería.
—¿Qué opina del mayordomo, sargento?
—Detesta su oficio, pero acaso espere llenarse el bolsillo. Confíe en nosotros, Donald. No somos tan tontos.
—¿Qué pasó después de telefonear Carlota?
—Creó una conmoción. Mientras telefoneaba, Dafne Ballwin comprendió que peligraba y desapareció.
—Pues no… —comencé a decir.
El teléfono sonó agudamente. Berta lo apartó de sí.
—Será mejor que responda —aconsejó Sellers—. Saben que estoy aquí y, por otra parte, tal vez sea su hombre a punto de informar sobre Dafne. ¡Eso sería colosal!
Berta levantó el aparato.
—¿Diga? —escuchó y mandó—: Un segundo; no se retire.
Hizo una señal al sargento.
—Para usted, Frank.
El teléfono pasó a la manaza de Sellers.
—Hable. ¿A quién han matado?
Escuchó un rato. Su rostro se enfoscó al mirarme. Por ultimo cortó la comunicación.
—Donald, uno de mis detectives dice que ha descubierto un hombre ante la casa. Quiso despedirle, pero él le mostró sus credenciales y aseguró que trabajaba para usted.
—Entonces es que no se ha movido —comenté.
—Y la señora Ballwin se le ha escurrido entre los dedos —agregó el sargento desdeñoso—. ¿Qué hago? ¿Le mando a la cama?
—Se negará, a no ser que se lo ordenemos Berta y yo —contesté sonriendo—. Es un ardid muy viejo el de querer despedirlos. Como ya le he dicho, es un veterano. No se apartará un palmo.
—Pues ella se le escapó.
—Seguramente se fue por la parte de atrás. De todos modos, ese hombre no tiene un pelo de tonto. Vamos a hablar con él, Frank.
—No tengo nada que oponer —accedió Sellers—. Después quiero interrogar al que siguió a la señora Ballwin por las tiendas. Reconozco que sus hombres pueden ser muy útiles, Donald. Si entró en una droguería o farmacia, lo sabremos. En marcha.
—Le acompañaré en mi coche —respondió—. Deseo volver aquí.
—Yo le traeré —prometió el sargento—. No quiero retrasarme precediéndole a través del tráfico. Mi sirena nos abrirá paso. Vamos, vamos.
—Te esperaré en la oficina, Donald —indicó Berta ya amansada—. Llámame en cuanto lo hayas aclarado lodo.
—Muy bien —contesté—. Adelante, Frank.