BERTA firmaba la correspondencia en su despacho cuando entré.
—Hola, querido Donald —me saludó—. Has estado trabajando, ¿verdad?
Afirmé. Berta devolvió las cartas a la secretaria y le encargó:
—Dóblelas. Asegúrese de que las coloca en el sobre correspondiente y de que cada uno de ellos lleva el sello adecuado. Quiero que salgan en el correo de la tarde, ¿entiende?
—Sí, señora Cool.
Berta la despidió con una lúgubre sonrisa y se volvió hacia mí. Me dejé caer en una butaca diciendo:
—¿Acaso cree que no sabe qué debe hacer con las cartas?
—No lo sabe —me desafió Berta.
—Le repite lo mismo cada vez que despacha la correspondencia.
—Es necesario —gimió Berta—. ¡Dios mío! No sé qué les pasa en la actualidad a los empleados. Las mecanógrafas trabajan en sueños, pensando en sus cosas aporreando la máquina un mínimo porque tienen que vivir. En cuanto se les dice una palabra más alta que la otra, dan un brinco y la dejan a una plantada. Las agencias de empleos nos mandan otra tan mala como la que se ha marchado, y ésta ocupa la plaza de otra que hizo lo mismo que ella. ¡Malditas sean! Son tan independientes como los políticos al día siguiente de las elecciones.
—Es la antigua ley de la oferta y de la demanda —la consolé.
—¿De qué diablo hablas, Donald? Hay demanda, pero no oferta. ¿Qué has estado haciendo, querido?
—Me he dedicado al caso Ballwin.
—¿Y qué has descubierto?
—Nuestra cliente no es Beatriz Ballwin. Se llama Carlota Hanford y es secretaria de Dafne Ballwin.
Los ojuelos sagaces de Berta se estrecharon.
—¿Por qué nos mintió?
—Por una docena de motivos.
—Bien, menciona uno.
—No le gusta la mujer para quien trababa.
—¿A quién no le sucede lo mismo? —tronó Berta—. Fíjate, por ejemplo, en mi secretaria. ¡Dios mío! Le pago el doble de lo que vale y apuesto a que me odia a muerte.
Preferí callar.
—¿Qué tiene que ver el odio de esa chica por Dafne Ballwin? —gruñó Berta.
—Cabe que Gerald Ballwin, temiendo ser envenenado, obligase a la secretaria de su esposa a contratarnos para protegerle.
—Sí, claro está —concedió Berta— aunque no comprendo por qué no vino él mismo.
—Tal vez porque es un buen hombre de negocios.
—¿Qué pretendes insinuar?
Abrí las manos impulsivamente y dije:
—Sospecho que tiene el bolsillo bien forrado. No le va mal la venta de fincas.
—¿Y qué?
—Por consiguiente, le hubiéramos podido cargar algo más que…
Berta captó la idea inmediatamente.
—¡Que me maten! —exclamó, mientras sus ojillos grises relucían de codicia—. ¡Maldito sea! ¿Supones que…?
—No es más que una explicación —la calmé.
—Y la única que me gustará. ¿Cuáles son las otras?
—Tal vez otra persona quiera envenenar al señor Ballwin y desee orientar las sospechas hacia su mujer —contesté—. Al contratarnos para que ésta no le envenene, descarga dos golpes sobre Dafne. Si sucede algo, la policía averiguará que hemos intervenido. Nos hará una visita y, enterada de que tratábamos de proteger a Gerald de su costilla, se lanzará inmediatamente sobre ella.
—Eso significaría que el dinero invertido carecería de utilidad para la persona que lo gastó si Gerald Ballwin no es envenenado —dedujo Berta.
—Lo que es, precisamente, lo que intentó insinuar.
Berta se balanceó en su silla giratoria, que protestó indignada. De repente se irguió, rígida y alerta.
—Donald querido, ¿sabes qué? —disparó.
—¿Qué?
—Ambas explicaciones significan que la chica que estuvo aquí… ¿Dijiste que se llama Carlota Hanford?
Respondí que sí con la cabeza.
—Pues bien, significa que esa preciosidad nos está tomando el pelo. El dinero no es suyo, sino de otra persona que se lo entregó.
—Todas mis explicaciones apuntan en esa dirección —indiqué.
—¿Por qué?
—Porque no creo que el dinero sea suyo. Tenía demasiado. ¿Qué haría usted si trabajase por ciento cincuenta o doscientos dólares al mes con una mujer y sospechase que se disponía a envenenar a su marido?
—Probablemente nada —aseguro Berta—. Quizá se lo contase a la policía cuando todo hubiese sucedido. O me volviese loca y se lo soplase a la presunta víctima. O recurriese preventivamente a la policía.
—Exacto. Pero no acudiría a una agencia de detectives privados y aflojaría doscientos cincuenta dólares de sus ahorros por proteger al marido de la mujer con quien trabaja.
—No, a menos que estuviese enamorada de él.
—En tal caso, avisaría al interesado y no a una agencia de detectives. De todos modos, Carlota afirma que Ballwin está chiflado por Ethel Worley, su secretaria.
—¡Que me aspen! —repitió Berta.
—¿Desea saber qué he estado haciendo? —pregunté.
—¡No! —gritó Berta—. Tú cuida de la investigación, que yo me encargo de los ingresos. A partir de ahora me dedicaré a investigar un medio para que esa hipócrita suelte más machacantes.
—No le será fácil conseguirlo —le advertí—. Ya han concertado un trato.
—¿Fácil? —rugió Berta—. ¿Qué diablo sabes tú de dinero? Lo gastas con tanta generosidad como un perro se sacude de encima el agua de lluvia. No sacarías jugo ni a una sandía, y yo toda mi vida lo he sacado hasta de papeles secantes. Ahora déjame pensar.
En mi despacho expliqué un chiste a Elsie Brand y esperé con paciencia el informe sobre Dafne. Su seguidor no telefoneó hasta las cinco, notificándome que había sido relevado y que tenían que contarme algo. ¿Lo hacía por teléfono?
Le mandé que acudiera a la oficina.
Llegó al marcar los diez minutos que le había concedido. Le ofrecí asiento en una butaca, notando que parecía muy contento de sí mismo. Abrí fuego.
—Bueno, ¿adónde fue?
El hombre carraspeó y repuso:
—El chofer frenó en el Edificio Pawkette, donde ella entró. Yo me paré ante un caño del servicio de incendios, seguro de que usted pagaría gustoso la multa, y conseguí subir en el mismo ascensor que la mujer. Estaba absorta, evidentemente preocupada por llegar cuanto antes a su destino. Sin duda era muy importante.
—¿No fingía? —intercalé—. ¿No la descubrió e intentaba…?
Mi ayudante sacudió la cabeza con énfasis.
—A veces tratan de hacerlo, pero no son buenos actores —me aseguró—. Miran a hurtadillas y se detienen de vez en cuando para cerciorarse de si los seguimos. La gente no sirve para eso.
—Tal vez esta mujer sí.
—Tal vez, pero no lo creo —dijo con acento de duda.
—De acuerdo. ¿Qué hizo?
—Fue directamente a su dentista. Recibí una sorpresa.
—¿A su dentista?
El hombre afirmó.
—¿Quién?
—El doctor Jorge L. Quay.
—¿Cuáles son sus señas?
—Edificio Pawkette, 695.
—Perfectamente.
—Verá —continuó mi auxiliar con cierta timidez—; tengo una muela estropeada e imaginé que yo también podía hacerle una visita.
—Fue arriesgado —le amonesté.
—En circunstancias ordinarias, desde luego; pero la mujer continuaba ensimismada. Parecía una sonámbula.
—Prosiga —gruñí, poniendo su afirmación en tela de juicio.
—Entré después de ella en la clínica del doctor Quay. Percibí inmediatamente que entre ella y la enfermera existía cierto antagonismo. La señora Ballwin no tomó asiento. Saludó con altivez a la enfermera. En la antesala había un individuo de aire impaciente que dijo a la joven: «¿Hará pasar a alguien más antes que a mí?», o algo por el estilo, y ella le sonrió, contestando: «Esta señora recibe un tratamiento muy especial». El paciente gritó exasperado que, a pesar de tener hora, habían permitido entrar a dos personas. Entonces la enfermera rogó a la señora Ballwin que se sentase. Pero ésta no sólo se negó a hacerlo, sino que le ordenó, como si fuera la dueña del cotarro, que avisase al dentista de su llegada. La enfermera desapareció. Oí voces airadas y regresó indicando a la Ballwin que entrase. Tenía los labios apretados y sus ojos chispeaban.
—¿Qué hizo el otro paciente? —curioseé.
—Se marchó.
—¿Cuánto estuvo dentro la señora Ballwin?
—Unos diez minutos.
—¿Salió algún paciente al entrar la señora Ballwin?
—¿Cómo?
Me había entendido, porque se ruborizó pero creí necesario aclarar mi pregunta.
—Debía de haber alguien en la clínica. ¿Qué fue del que gemía en el sillón de las torturas?
—No lo sé —tartamudeó mi hombre—. Me parece que la mujer se metió en el laboratorio. No me quedé en la antesala.
—¿Por qué?
—Bajé a la calle y esperé en mi auto, con el motor en marcha. Seguí a la Ballwin en cuanto salió.
—¿Le multaron por haberse detenido ante la boca de incendios?
—No. No estuve en el edificio más de tres minutos, aguardé unos veinte a que reapareciese.
—¿Qué más?
—Recorrió varias tiendas. Durante un rato perdí su rastro. Por lo visto mandó al chofer que la llevara a un almacén y que la recogiese más tarde. Perseguí el automóvil con el propósito de regresar con él cuando la fuese a buscar. Él encontró sitio para estacionarse, pero yo no. Di un par de vueltas a la manzana; a la tercera el coche había desaparecido. Me moví como un loco sin lograr localizarlo y salí como un rayo hacia la Avenida de Atwell. La Ballwin llegaba diez minutos después con un montón de paquetes. El chofer se hizo cargo de ellos. Supuse que estaba enfadado. Se portaba como si se hubiera sentado en un macizo de ortigas. No me moví hasta las cinco, en que fui relevado, y entonces le telefoneé a usted. Pensé que le gustaría saber lo del dentista.
Reflexioné unos segundos.
—¿Sabe el nombre de la enfermera de Quay? —pregunté lentamente.
—La señora Ballwin la llamó Ruth.
—¿Cómo es?
Mi ayudante entornó los ojos.
—Es difícil decirlo cuando van de enfermeras —dijo pensativo—. Es pelirroja, tendrá veintisiete años y da gusto mirarla. Tiene algunas pecas y produce la impresión de que podría ser un caramelo o el diablo con dolor de estómago según se la trate.
—O según ella trate a los demás —corregí.
Mi hombre aceptó la enmienda.
—¿Es muy alta?
—Corriente y lo mismo sirve para el peso. Medias y calzado blanco. Tengo la impresión de que tiene un tipo estupendo.
—¿Y su nariz? ¿Es respingona o ganchuda?
—Recta.
Consulté mi reloj.
—Quizá llegue a tiempo —murmuré.
Busqué el número de la clínica del doctor Quay y lo marqué. Tardé algo en obtener contestación.
—Aquí el doctor Quay —contestó al fin una voz femenina.
—Usted no me conoce… es decir, no soy cliente del doctor, pero ¿podría darme hora para arreglarme una muela? —indagué.
—Llame mañana —me respondió con sequedad—. El doctor se ha ido a su casa.
—¿Usted es su enfermera?
—Sí.
—¿Y no es posible indicármelo?
—Debo consultar con el doctor Quay.
—Oiga —supliqué—, ¿cuánto tiempo va a estar ahí?
—Diez minutos escasos —replicó con firmeza—; y no sacará nada hablando conmigo. No… no tengo autoridad para señalar horas.
—¿No regresará el doctor esta tarde? —gimoteé.
—¡No! Llame mañana, por favor. Adiós.
Cortó la comunicación con energía. Volví los ojos a mi auxiliar.
—Estará en la clínica sólo diez minutos. Es un poco más de las cinco y media. El dentista ha cerrado el gabinete y ella no acepta la responsabilidad de señalar horas —le informé e indagué perplejo—: ¿Supone que arregla sus cosas antes de marcharse?
—Quizá la hayan despedido —repuso mi hombre con acento significativo.
Me puse en pie y le dije:
—Bien. Péguese como una lapa a la señora Ballwin hasta que yo diga basta. Telefonee siempre que pueda. Si no estoy aquí, dicte sus informes a mi secretaria, si tienen importancia. Y venga a darme el parte todos los días.
Le seguí hasta la calle. Subí a nuestro auto y me dirigí al Edificio Pawkette. Me detuve frente a la entrada, con el motor en marcha vigilando sin apearme a cuantos salían de la casa.
A aquella hora eran pocas las personas que cruzaban la puerta en uno y otro sentido. Los que se iban eran en su mayor parte hombres de negocios que se habían retrasado para ultimar algún detalle después de la salida de los empleados.
Una joven con un paquete tal vez aceptase ir en el auto de un desconocido, si éste empleaba una técnica distinta de la corriente. Contaba con una probabilidad contra diez de lograrlo.
Mis únicos triunfos consistían en una decena de minutos y en unos cuantos litros de gasolina.
Apareció una apuesta pelirroja, con un bolso tan abultado que las costuras amenazaban reventar y un bulto envuelto en papel de periódico.
Abrí la portezuela del automóvil y calculé la distancia. ¿Bastaría una carrerilla por la acera, un encontronazo, un paquete deshecho en el suelo, palabras de contrición, ayudar a recoger las cosas y la oferta de llevarla en un santiamén a su casa?
La estudié con atención y decidí que no.
Su modo de andar me produjo la sensación de que no se encaminaba a la parada de autobuses. El paquete era demasiado grande y pesado, su conducta, su manera de avanzar…
Me quedé inmóvil.
Se había detenido junto a la hilera de coches cercana al edificio. Me arriesgué a dar la vuelta a la manzana y acorté la marcha, hasta casi detenerme, al llegar al sitio desde donde podía observar los automóviles.
Se destacó de ellos uno que, si no en un montón de chatarra, no incurriría nunca en las iras de la Policía de Tráfico. Enfiló hacia el Oeste, facilitando que la escoltase sin llamar la atención.
No podía arriesgarme, porque ignoraba la distancia que habíamos de recorrer, sin embargo, tenía la certeza de que no vivía en el vecindario, pues le hubiese sido más fácil tomar el autobús que alquilar mensualmente un espacio en el lugar de estacionamiento. Desde luego si esperaba ser despedida habría… Deseché el pensamiento en cuanto se me ocurrió. No aguardaba ser puesta en la calle; en caso contrario, hubiera tenido sus cosas preparadas y se hubiese ido a las cinco en punto.
Fui en pos del automóvil por uno de los bulevares del centro, en el que espesaba el tráfico. Un autobús me ofreció la oportunidad que ansiaba. Comprendí que el enorme vehículo se echaría hacia la izquierda. La joven se hallaba en el callejón adyacente, sin fijarse en él. Cuando lo hizo, se volvió hacia la izquierda tocando indignada el claxon. Lancé mi auto adelante permitiendo que embistiera su trasera.
Percibí un chasquido, la sacudida del impacto y el agudo chirrido de un salvabarros al ser desgarrado.
El gigantesco autobús pasó inalterable junto a nosotros, invencible, poderoso. Unos pasajeros aplastaron los rostros contra las ventanillas. Éste fue el único indicio de interés.
Ordené a la joven con un ademán que se aproximase a la acera. Mientras guiaba hacia el bordillo, oí el roce del salvabarros contra el neumático trasero de la derecha. El retrovisor me permitió comprobar que la rueda delantera de la izquierda de la muchacha se agitaba como una hoja. El resto del tráfico nos rezagó, después de lanzar la protesta de sus bocinas. El accidente había tenido por lo menos dos docenas de testigos, que se volatizaron como si tratasen de batir una marca mundial de velocidad.
Salté del auto y anduve hasta el de la joven.
—¿No vio que el autobús iba a dirigirse a la izquierda? —exclamé sin darle tiempo a que hablara.
—¿Y usted? —replicó ella—. ¡Me cortó el paso sin cederme un centímetro!
—Entonces debió usar los frenos para que el autobús siguiera adelante.
—Su obligación era esperar —protestó, refiriéndose al autobús—. Yo tenía prioridad.
—Considerémoslo desde el punto de vista del conductor —la invité con una sonrisa—. Si hubiese de esperar a que todos los autos pasasen, después de descargar un pasajero, tardaría todo el día en recorrer seis manzanas.
—Usted y yo no haremos buenas migas —aseguró sombría.
—Entonces, echemos un vistazo a los desperfectos y sabremos quién no las hará —propuse.
Como esperaba, el coche de la agencia tenía un salvabarros abollado. No era la primera vez que empleaba aquella estratagema para trabar conocimiento con una persona a la que no se podía abordar con métodos normales. Es notable la astucia de los sospechosos para estropear los planes más cuidadosamente meditados; en cambio, todos pican mediante el sistema del accidente. Era la tercera vez que el salvabarros necesitaba reparación.
Lo aparté de un tirón del neumático y me encaré con la joven.
—Creo que eso es todo —dije.
—A mi rueda delantera le ha ocurrido algo —replicó—. Baila.
Saqué mi permiso de conductor.
—Me llamo Ruth Otis —se presentó, leyéndolo por encima.
—¿Lleva su licencia?
Abrió su bolso y me la ofreció con desdén.
—Ya no vivo en esa dirección. La actual es Lexbrook, 1627.
—Eso queda bastante lejos.
—¿Y qué? —me desafió.
—Nada, salvo que no creo que su auto pueda llegar a ella.
Ruth me miró un segundo y, de improviso, se echó a llorar. Cometí el error de apuntar el número de su permiso de conducción en mi agenda. Se puso furiosa.
—¿Por qué es tan puntilloso y leguleyo? —sollozó—. Si supiera conducir, no habríamos tropezado, tenga la culpa quien la tenga. Y no creo que sea mía. Ni siquiera se fijó usted en el autobús hasta que chocó conmigo y creo recordar que su velocidad era excesiva.
Señalé la trasera del coche de la agencia.
—No choqué con usted, hermana. Usted me embistió.
—No, fue al revés.
—¿Cómo me las compuse para hacerlo?
Se encogió de hombros, más indignada aún.
—Lo ignoro. Sin duda, dio marcha atrás.
Sonreí con superioridad. Ruth buscó un lápiz y un cuadernito en su bolso para copiar la matrícula de nuestro auto. Le temblaba tanto la mano, que apenas conseguía trazar la cifra.
—Será mejor que no olvide mi permiso de conductor. Me llamo Donald Lam.
Me la arrancó de la mano y apoyó su cuadernito en el salvabarros delantero de su automóvil, copiando cuidadosamente mi nombre, edad, señas, altura, peso y color de mi pelo y de mis ojos.
—Y el coche va a nombre de Cool y Lam —indiqué afablemente—. Es una sociedad.
—¿Qué dirección tiene?
—La hallará en el certificado de registro colocado en el interior de mi auto. Será preferible que usted misma lo vea.
—Gracias. Seguiré su consejo.
Una vez en el asiento de conducción, retorció el certificado hasta que consiguió leer su contenido, del que extrajo todos los datos pertinentes.
—No lo tome tan a pecho —la aconsejé con amabilidad—. Las compañías de seguros se encargarán de esta cuestión.
—No estoy asegurada.
Le permití darse cuenta de mi sorpresa.
—Eso es diferente.
—¿Por qué?
—Porque yo lo estoy —suspiré.
—Sigo sin ver la diferencia.
—Me duele pensar que mi compañía de seguros le cobrará los gastos.
Ruth procuró sonreír, sin abandonar su acento de desafío.
—No se preocupe. Me tiene sin cuidado. Mi abogado pasará la cuenta a su compañía.
—¿Por qué no, en resumidas cuentas? —repuse cortésmente—. Bien considerado, quizá haya mucho en su favor. Pasando por alto el hecho de quién tenía prioridad de paso, debí darme cuenta de que usted estaba casi pegada al autobús. Tal vez no hubiera sucedido nada, si no le hubiese escatimado el espacio.
—¿Qué se propone? —preguntó Ruth con suspicacia—. ¿Intenta presentarlo de modo que yo cobre de su compañía?
—Quizá.
—Pues, no. Lo justo es justo. No empezaré a jugar sucio por ahorrar el coste de un salvabarros y de un eje torcido o lo que sea.
—Usted cree que yo tengo la culpa, ¿verdad? —indagué después de carraspear.
—Sí.
—Entonces, si yo creo lo mismo, ¿qué tiene de malo? —exclamé—. Eso no es estafar a los del seguro.
—Sí, lo es. Estoy convencida de que usted tuvo la culpa y usted debe estarlo de que yo la tuve. Eso es lo lógico.
—Bueno, no discutamos —me rendí—. La llevaré a su casa.
—Gracias —replicó—. Iré sola.
—Como usted guste —accedí alegremente—. ¿Llamo a un taxi?
—No se moleste.
Di unos pasos, pero me volví.
—Perfectamente. Pero veo que tiene algunas cosas en su auto. Asegúrese de que lo ha cerrado cuando lo deje. Y, si toma un taxi, no estará de más que se lleve los paquetes. En realidad, no hay ninguna parada de taxis en una milla a la redonda. No es asunto mío, desde luego, pero le costará mucho lograr que uno venga aquí a esta hora, aunque telefonee. Tienen mucho trabajo a la salida de las oficinas.
Ruth contempló los bultos y estudió el coche de la agencia. Me quité el sombrero.
—Si no quiere venir conmigo, me marcharé. Puede…
—¿Por dónde pasará? —me interrumpió.
—Iré por todo el bulevar.
—¿Hasta Lexbrook?
—Sí.
—Está bien. Acepto —declaró de pronto.
Dudé un momento como si me dispusiera a decirle que mi invitación había sido mera cuestión de cortesía. Mi vacilación tenía por objeto informarla de que no sentía un gran interés.
—De acuerdo —dije al fin, con alguna brusquedad—. Suba.
Mantuve abierta la portezuela mientras Ruth sacaba de su automóvil el bolso y el paquete de papel de periódico. Se acomodó en el asiento. No hablamos. Luchó por un momento con las lágrimas; después su rostro se transformó en una máscara sombría.
—Creo que le pasa algo a la parte posterior —exclamé de improviso.
Conduje hacia la acera y me apeé a examinar la sección mencionada, a la que propiné algunas sacudidas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ruth, cuando reaparecí.
—No encuentro nada anormal, aunque tengo el presentimiento de que no marcha como debiera —contesté, perplejo—. ¿Le importaría bajar un momento a observar mientras yo avanzo un poco? Deseo convencerme de que las ruedas traseras están en línea recta con las delanteras. Cerciórese usted de ello. Recorreré unos metros y volveré a recogerla.
Descendió al bordillo sin decir una palabra. Me aparté unos treinta metros y regresé marcha atrás.
—No he notado nada.
—¿No oscilaban las ruedas posteriores? —insistí.
—No.
—¿Forman línea recta?
—Sí.
—Eso me alivia —exclamé, indicando que entrase en el vehículo—. Temía que el chasis se hubiera desencuadernado.
—Creí que estaba asegurado —comentó Ruth con ironía.
—Lo estoy, pero este auto me ayuda a ganarme el pan. Lleva mucho tiempo sin arreglar una avería del tipo de un chasis dislocado.
—¿A qué se dedica? —preguntó Ruth sin mucho interés.
—Soy investigador privado.
—¿Detective particular? —exclamó con los ojos relucientes.
—Exacto.
Guardó silencio durante unas cinco o seis manzanas. Por fin dijo con alguna cautela:
—Debe ser muy divertido.
—Sí…, para los legos.
—Emocionante.
—A veces.
Pero no se dio por vencida.
—Por lo menos es distinto de los empleos rutinarios que tenemos la mayoría.
—¡Oh! También tiene sus momentos aburridos. Y no nos falta la rutina, por ejemplo, cuando se trata de seguir a personas y cosas por el estilo —eché un vistazo a mi reloj y proferí—: ¡Dios mío!
—¿Qué pasa? —indagó Ruth, consternada.
—Tenía que telefonear a mi despacho. Mi socio me espera en él para informarme de algo que me interesa. El accidente me lo hizo olvidar. Hace diez minutos que debí llamarla.
—¿La… a ella? —se sorprendió la muchacha.
—Sí.
—¿Su socio es una mujer?
—Dio en el clavo B. Cool —expliqué—. La «B» significa Berta. Edad mediana, setenta y tantos kilos, más dura que un huevo de Pascua y más difícil de manejar que un rollo de espino artificial, Espere, por favor, mientras telefoneo.
—¿Desde dónde lo hará?
Señalé un restaurante.
—Tendrán teléfono, probablemente, el único de este barrio.
Eché una mirada inquisitiva al establecimiento. Era un pequeño y bonito restaurante chino que se había mudado a aquel distrito atraído por los alquileres bajos y numerosa clientela.
Un segundo después regresaba junto a Ruth.
—No la encontré. Probablemente volverá dentro de diez o quince minutos. Berta es muy especial; se pone como loca cuando tardo en llamarla. Me gustaría quedarme en un sitio desde donde pudiera telefonearla a cada momento. Oiga, ¿le importaría entrar a esperar conmigo? Cerraremos el coche. Eso es un restaurante chino; sirven una comida bastante buena. A ver si le gusta mi proposición: si se queda conmigo hasta que logre telefonear, la convido a cenar.
—¿Y si no acepto?
—Entonces tendrá que esperar aquí hasta que pase un taxi. Y tiene muchas probabilidades de aguardar largo rato —agregué con tristeza—. Siento todo esto, señorita Otis.
—Hace bien. Deseaba llegar a casa, pero ya es tarde —me recriminó.
—¡Qué lástima! —exclamé mirando mi reloj con impaciencia—. ¿Qué le parece lo siguiente? Si acepta mi invitación, cerraré el coche para que sus cosas estén seguras; si la rehúsa, lo cerraré de todos modos mientras busca un taxi. Una vez lo encuentre, avíseme y se lo abriré. Posiblemente tendré que trabajar duro y deseo llenar mi estómago. En mi oficio corremos a salto de mata.
En tanto que hablaba, hacía tintinear las llaves del auto.
—Está bien. Le acompañaré —decidió, finalmente.
Entramos en el restaurante, ocupando una mesa cercana a la cabina telefónica, en la que fingí marcar el número del despacho. Colgué por último con energía, recobré la moneda y me deslicé por el asiento de cuero que rodeaba la mesa circular.
Apareció un camarero con té y pastelillos de arroz. Entonces pregunté a Ruth si le gustaba la comida china y me informó que sentía debilidad por los platos preparados con huevos.
—Creo que se llaman foo yung ha —dijo.
Comprendí que sólo conocía los manjares chinos corrientes. Regresé a la cabina telefónica con exagerada impaciencia y de nuevo no obtuve contestación. Una vez en la mesa, me hice cargo de la minuta, arrebatándosela de las manos.
—Ordenaré la cena, si no le importa —ofrecí—. Encargaré algo que tal vez no ha probado, pero cuyo gusto le encantará.
No aclaré que se necesitarían por lo menos veinte minutos para prepararlo.
—Muy bien —repuso Ruth.
Mandé que nos sirvieran entremeses chinos, sohn keau tau, pollo y piña, langostinos fritos, costillas de cerdo con salsa dulce y agria y más té.
El camarero se retiró y dedicamos nuestra atención a las tazas.
—Lo único que he probado en un restaurante de este tipo —me explicó— es chop suey y huevos foo yung ha.
—Casi todo el mundo suele encargarlos.
Aquí terminaron los comentarios sobre la cocina oriental. No me sorprendió oír decir a Ruth:
—¿Le gusta tener a una mujer como socio?
—No me importa.
—¿Fue premeditada su sociedad?
—No. Berta dirigía una agencia de detectives. Yo estaba sin dinero y recurrí a ella en busca de empleo.
—¿Y poco a poco llegaron a ser socios?
—Sí.
—¿Cómo lo consiguió? —inquirió Ruth.
—Pues… no lo sé —confesé—. Creo que se debió a la casualidad. Nos hicimos cargo de algunos asuntos importantes y Berta pensó que me necesitaba para resolverlos. Antes de que nos asociásemos, ella se había dedicado a casos rutinarios: buscar direcciones para ciertas empresas, investigaciones en pleitos de divorcios y obtención de informaciones para abogados en litigios por daños y perjuicios.
Ruth no pasó por alto mi mueca.
—¿No le agrada esa clase de trabajo?
—No.
—¿Cuál prefiere?
—El que ahora tenemos.
—¿Cuál es?
—Pues una porción de ellos —repuse cautamente.
—¿Dónde está el cambio?
—No lo sé. Comenzamos a ganar dinero y por ahora vamos en aumento.
—Una cosa lleva a la otra, supongo. El éxito les proporciona más trabajo, ¿eh?
—Es posible.
—¿Y un poquillo de propaganda?
—Sí.
Me tendió la taza para que volviese a llenarla. Y de pronto, sin que nada lo justificase, declaró:
—Hoy perdí mi colocación.
—¿Renunció a ella?
—Me despidieron —repuso Ruth con amargura.
—La compadezco. ¿Qué pasó? ¿No servía?
Ruth se rió con tristeza y contestó:
—Por lo visto servía demasiado. Me preocupaban más los intereses de mi jefe que… que a él mismo.
—¿Cómo ocurrió? —pregunté con dulzura.
—Por una mujer.
—¡Entiendo! —exclamé con acento significativo.
A Ruth no le gustó el tono de mi voz.
—No, no lo entiende —estalló—. Esa mujer llevaba a mi jefe a la ruina. Es arrogante. Es… es egoísta y se porta como tal.
—Ya —murmuré—. Naturalmente, la situación era extraordinaria. Usted está enamorada de su jefe y él de esa mujer.
—Pero ¿qué dice? —chilló—. ¿Enamorada de mi jefe? ¡Le aborrezco con toda mi alma!
Hice un gesto de sorpresa.
—Entonces, ¿por qué se marchó?
—Le dije que no me había ido, sino que me despidieron.
A renglón seguido se echó a llorar. Yo hice lo de cajón. Le di unas palmaditas en el hombro, diciendo:
—Vamos, vamos. Olvídelo.
—¡Imposible! —gimoteó Ruth, y añadió tartamudeando—: Me pone frenética. Ella se entrometía en su carrera y cuando yo le dije…
—Pensó que usted se daba demasiado tono, ¿verdad?
—No sé qué pensó. Se contentó con despedirme. Sospecho que ella se lo mandó.
—Bueno, no me lo diga si no quiere.
—Necesito contárselo a alguien.
—Pero yo soy un desconocido.
—Por eso se lo explico. No me gustaría confiárselo a mis amigos.
—Y además soy detective. Quizá trabaje en un caso relacionado con lo que usted me dice.
Ruth lanzó una carcajada nerviosa, cargada de lágrimas, echando exageradamente la cabeza hacia atrás. Después se secó los ojos con un pañuelo que sacó del bolso.
—Cuando me enfado, lloro, y, cuando me doy cuenta de que lloro, me enfado más todavía.
—¿Está enojada con su jefe?
—Con mi antiguo jefe —corrigió Ruth—. No tanto con él como con la injusticia de la situación.
—¿A qué se dedica?
—A una carrera.
—Y presumo que esa mujer es cliente suya, ¿no?
—Se equivoca. Es dentista, no abogado.
No me amilané por mi supuesta equivocación.
—¿Va ella a menudo a su clínica?
—Esa es la verdad —afirmó Ruth más airada—. Y lo hace como la reina de Saba en una visita de inspección. Quiere tener primacía sobre los demás. Los pacientes no lo soportan, naturalmente. Bien, creo que es inútil que prosiga contándole mis cuitas.
—¿Por qué no? Eso la aliviará.
—No. Ya dije bastante, quizá demasiado —declaró Ruth con firmeza—. Hablemos de otra cosa, de su oficio, por ejemplo. ¿La señora Cool es de edad mediana?
—Sí.
—¿Dura?
—Como el diamante.
—¿Cómo consigue entenderse con ella?
—A veces no lo logro.
—¿No le ataca los nervios relacionarse con una persona que… bueno, con la cual no se entiende?
—Apenas —contesté con indiferencia—. Es un buen ejercicio. Impide que me vuelva blando.
—¿No discute con ella? —se extrañó.
—No.
—¿Qué hace?
—Lo que se me antoja y dejo que Berta discuta.
Me miró pensativa.
—Es usted muy raro. Tiene usted algo… es decir, es tan tranquilo que… que cualquiera diría que se puede hacer con usted lo que se quiera, pero, en el fondo, tiene la calidad del acero.
—¡Oh, no lo crea! —protesté modestamente.
—Apuesto a que la señora Cool lo cree. Me gustaría hablar con ella para averiguar qué opina.
—Después de todo no tiene importancia.
—En efecto.
Me trasladé a la cabina telefónica y marqué el número de la agencia, repitiendo la comedia de esperar y fruncir el ceño. Al cabo de un rato recobré el níquel.
—¿Sin respuesta aún? —indagó Ruth.
—¿Estará enfadada la señora Cool porque no la llamó cuando convinieron?
—Estoy seguro.
El camarero nos sirvió y empezamos a comer. Durante la cena sorprendí a Ruth dos o tres veces contemplándome con interés. No traté de tirarle de la lengua. Presentía que, si lo hacía, despertaría sus sospechas.
—¿Cuánto supone que me costará arreglar mi coche? —preguntó de repente.
—Veinte o veinticinco dólares.
—¡Bah! —exclamó—. No bajará de setenta y cinco a cien dólares.
—No será tanto… Oiga lo que le propongo —dije de pronto—. Yo pagaré los desperfectos.
—¿Sí? —se sorprendió.
Afirmé con la, cabeza.
—¿Por qué? —inquirió.
—Porque empiezo a pensar que tuve la culpa.
Hubo una pausa.
—No entiendo cómo sucedió —dijo Ruth—. Conducía enfadada, pensando en el doctor Quay… ¡Oh, se me escapó!
—¿Qué?
—Su nombre.
—No tiene importancia —aseveré—. Debo llamar de nuevo a la oficina.
Repetí nuevamente las operaciones anteriores y esperé, no más que por rutina, a que sonase la señal de llamada. Cuando iba a colgar, el teléfono emitió un sonido metálico. Lo pegué a mi oído, dispuesto a escuchar.
—Hola.
No imaginaba que hubiese alguien en la oficina a aquella hora, pero el graznido que brotaba del aparato indicaba la presencia de alguien. En cuanto hube hablado tronó, exasperada y furiosa, la voz de Berta Cool.
—¿Dónde te has metido?
—En un restaurante. ¿Qué hace usted ahí?
—¿Que qué hago? —aulló Berta—. ¡Tiene gracia! ¿Qué hago? Intento evitar que esta agencia se convierta en el hazmerreír de toda la ciudad, superhombre. ¡Malditos seáis tú y tus ideas de haber puesto esposas psicológicas a la señora Ballwin!
—¿De qué habla? —me asombré.
—¿Cómo? —rugió Berta—. Hablo del envenenamiento de Gerald Ballwin.
—¿Es que…?
—Sí, definitivamente —chilló Berta—. ¿Por qué crees que estoy en mi despacho? Carlota Hanford reclama la devolución de su dinero, asegurando que somos deliciosamente incompetentes. Gerald Ballwin ha sido envenenado y debemos pagar. Ven sin perder un segundo.
—Ahora mismo —le prometí y corté la comunicación.
Ruth Otis me vio llegar con una extraña expresión.
—¿Qué sucede, señor Lam? —preguntó.
—Nada.
—Dio un salto en la cabina como si le hubiesen pinchado. La voz de su comunicante resonaba en todo el establecimiento. Se la comprendía perfectamente. ¿Habló con la señora Cool?
—En efecto, ella era.
—Por lo visto, le chillaba.
—No lo niego.
Ruth carraspeó y continuó con cierta vacilación:
—No pude evitar oír algo. Transformó el teléfono en un altavoz.
Me mostré de acuerdo.
Los azules ojos de Ruth Otis buscaban los míos. Su peculiar e intensa mirada me obligó a repasar cuanto Berta había dicho. Por fin me enteré de a qué se debía.
—¿No se llama el envenenado Gerald Ballwin? —preguntó Ruth.
—¿Por qué?
—La mujer que le conté es la esposa de Gerald Ballwin.
—¿Sí? —mascullé sin comprometerme.
—¿Es Gerald Ballwin el envenenado? —insistió Ruth con impaciencia.
—Lea mañana la Prensa —soslayé—: Ahora estoy ocupado. Tengo que pagar la cena, batir unas cuantas marcas de velocidad hasta su casa y estar lo antes posible en mi oficina.
—Gerald Ballwin envenenado —dijo Ruth lentamente.
Echó atrás su silla, apoyando las manos en la mesa, y repitió la frase. Su rostro se cubrió de un matiz amarillento característico. Aferrando el mantel, comenzó a tambalearse mientras las piernas se le doblaban.
Antes de que yo pudiera dar la vuelta a la mesa, yacía desmayada en el asiento de cuero.
El camarero, después de echar una ojeada, corrió a la cocina farfullando en su idioma materno. Diez segundos más tarde una mujer, una joven, un viejo y dos muchachos nos rodeaban, lanzando al unísono un torrente de agudas palabras chinas.
Empapé de agua una servilleta, con la que abofeteé suavemente el rostro de Ruth hasta que volvió en sí. La puse en pie y arrojé un billete de cinco dólares sobre la mesa. Estaba aún mareada cuando la piloté hacia el auto.