coolCap4

SUBÍ al auto de la agencia y bajé lentamente por la avenida. En la primera travesía conduje a la acera y esperé vigilando la calle por el retrovisor. Un coche se acercaba rápidamente. Doblé sin prisas hacia la calle de la derecha.

El automóvil estuvo a punto de pasarme. De pronto oí chirriar sus neumáticos en el pavimento y un claxon sonó con impaciencia.

Me volví simulando toda una gran sorpresa.

Carlota Hanford se hallaba al volante del Chevrolet. Continuaba enfadada. Frenó delante de mí y se apeó aproximándose. Sus tacones repiqueteaban veloces.

—Hola —saludé—. ¿Por qué conduce…?

Me interrumpió con un gesto de exasperación.

—¡Me pone usted enferma! ¡Cuánta estupidez! ¿Qué espera sacar de esa absurda comedia?

—Nos contrató para que Gerald Ballwin no fuese envenenado, ¿verdad? —pregunté.

—Sí. Eso era lo único que deseaba y no que se presentase en la casa fingiendo representar una pasta de anchoas y pidiendo fotografías. ¿Qué hará cuando…?

Enarqué las cejas.

—Pienso tomar las fotografías.

El coraje la puso lívida.

—¡Tuvo que meter las narices y averiguar quién era yo! Ahora todo está perdido.

—¿Porque sé quién es usted?

—Porque no quería que se entrometiese.

Le ofrecí un paquete de cigarrillos.

—¿Quiere uno?

Hizo un ademán violento.

—No. Estoy demasiado furiosa para fumar.

—No se quede en la acera. La gente pensará mal —la advertí—. Entre. Así podrá contarme todo lo que se le antoje.

Abrí la portezuela. Dudó un momento y se dejó caer en el asiento, junto a mí.

—Bonitas piernas —comenté.

Me fulminó con los ojos.

—En cuanto a su personalidad, Carlota, supe que usted no era Beatriz Ballwin desde que vi las iniciales de su pitillera.

—Para usted soy la señorita Hanford —replicó.

—Y por lo que se refiere a impedir el envenenamiento de Gerald Ballwin, creo que he realizado una cosa inteligente.

—Me alegro de que usted lo crea.

—Lo malo es, Carlota, que…

—Señorita Hanford —gritó.

—… Que usted nos quiso engañar —proseguí sin hacer caso de la interrupción—. Pensó que saldría del paso asegurando que era Beatriz Ballwin, que quería esto y lo otro y que jamás sospecharíamos su verdadera identidad. Debió de tomarnos por tontos.

—¡Tomarlos! —exclamó—. Estoy convencida de que usted lo es.

Me encogí de hombros.

—Considere la cuestión del modo siguiente. Demos por sentado que Dafne Ballwin tiene el propósito de mezclar matarratas en las papillas de su marido. Usted recurre a nosotros para que lo impidamos. ¿Cómo lo lograremos? ¿Estando junto a la mesa con un cedazo o escondidos en el ropero? ¿Esperaremos a que Gerald meta la cuchara en las gachas y correremos entonces hacia él con un bigote postizo, diciendo: «Alto, querido Gerald. Sospechamos que vas a engullir media droguería»?

—No sea idiota.

—No intento más que ofrecerle una imagen que usted pueda comprender.

—No me importa cómo lo haga —aseveró Carlota—. Si yo pudiera impedirlo, no le hubiese entregado una cantidad que tanto me costó ganar.

—¿Cuál es su sueldo?

—Eso no es cosa suya.

—¿Está segura que le costó tanto ganar ese dinero? ¿No pudo ganarlo otra persona?

—¿Qué quiere decir?

—Sólo hago unas preguntas.

—¡Pues, por esta vez, métase en sus asuntos!

—Entonces declaro que consigue el pan a costa de sudores —suspiré—; y usted no disfrutará de la vida trabajando para Dafne Ballwin. Imagino que debe ser una arpía en ciertas ocasiones.

—Es… —comenzó a decir Carlota, pero se mordió la lengua.

—Continúe —la animé.

—Nada.

—Y fue un buen bocado, para una chica que trabaja, el que nos entregó como anticipo —comenté estudiándola con interés—. ¿Cuánto le pagan, Carlota?

—¡Sería capaz de abofetearle! —chilló.

—No lo haga. No sacaría nada. ¿Cuánto le pagan?

Carlota se mordió los labios.

—No es asunto suyo.

—Doscientos cincuenta dólares es un montón de billetes, incluso para una empleada decidida a que su jefe no tenga una mala digestión.

Me miró con los ojos relampagueantes.

—¿Qué insinúa?

—¿Yo? Nada, Carlota. Es un simple comentario.

—Pues resérveselo.

Examiné la punta de mi cigarrillo.

—Estoy dispuesto a hablar, si usted baja de las nubes y me escucha.

—Soy toda oídos.

—No ha bajado aún de las nubes —sonreí, moviendo la cabeza.

—En lo que le atañe, no me propongo bajar de ellas —me desafió.

Exhalé una bocanada de humo.

—Bueno, hable —dijo, algo aplacada.

—Oiga, Carlota, sea razonable —comencé con dulzura—. Usted desea que yo ejecute algo imposible. Quiere que evite que Dafne Ballwin envenene la comida de su marido. Y no puedo evitarlo. No se puede estar detrás de la silla de Gerald, probando cuanto se lleve a la boca. Ni seguir a su mujer a la cocina para comprobar que no aliña su ensalada con cianuro. Tendremos que idear otro método.

—¿Por qué no lo hizo?

—Lo hice.

—Como un tonto —afirmó.

—Sí, lo hice, Carlota —insistí—. Una mujer del tipo de Dafne es vana y está orgullosa de su aspecto, de su posición, de su atractivo físico y…

—No me dice nada nuevo —me interrumpió con rabia.

No me inmuté por el cumplido.

—La visito ofreciéndole la oportunidad de que su retrato aparezca en un rebaño de revistas —continué despacio—. Ni siquiera le explico el tamaño que tendrá la fotografía ni las dimensiones de nuestro anuncio. Sus ojos se encienden y se ve inmediatamente a toda página exprimiendo un tubo de la «Pasta Zesty» sobre una galleta salada. Y, por si le interesa, lo que le hizo tragarse el anzuelo fue lo de dama joven de la buena sociedad.

—¡Dios mío! —fingió sorprenderse Carlota y agregó con afilado sarcasmo—: ¡Qué inteligente es usted, señor Lam!

—Se tragó el anzuelo —proseguí impasible—, y por lo mismo la situación ofrece algunos factores nuevos. Fue perceptible que ella los consideraba atentamente mientras yo hablaba.

—¿Cuáles factores? —preguntó, interesada en cierto modo.

—Ante todo, sentía ansiedad porque yo llevase a cabo la idea que le había presentado. Deseaba que su fotografía apareciese en las revistas y ser proclamada dama joven de la buena sociedad.

—¿Y por qué no? —exclamó Carlota con acento de desprecio—. No se necesita ser muy astuto para que prenda esa idea.

Le sonreí con amabilidad.

—No, Carlota. La estratagema consiste en obligarla a reflexionar.

—¿Y qué se consigue con ello?

—Una mujer a punto de lograr una publicidad gratuita en una infinidad de revistas de primera categoría no permitirá que le ocurra nada a su esposo.

—¿Por qué no?

—Porque, querida, si su marido fallece mientras la propaganda se realiza, estará de luto y no podrá aparecer en las revistas como representante de la buena sociedad sirviendo tapas en una reunión.

Carlota guardó silencio, reflexionando.

Di media vuelta y eché una ojeada al retrovisor. Por casualidad noté que se acercaba un auto velozmente.

—Tuve que hacerlo, Carlota —expliqué—. Tuve que inventar un procedimiento…

—Cállese. Estoy pensando —ordenó con sequedad.

Permití que diese trabajo a su cerebro. Se volvió hacia mí en el instante en que el coche pasaba junto a nosotros. Lanzó una apagada exclamación.

Dafne Ballwin ocupaba el asiento posterior del enorme Packard que susurraba a nuestro lado. Wilmont iba al volante.

—¡Dios mío! —gimió Carlota—. ¿Cree que nos ha visto?

—Nos miraba directamente, pero no dio señales de habernos reconocido —la tranquilicé.

—Tampoco lo hubiera hecho. Es inteligente. ¿Por qué no pensé en que esto podría ocurrir? Cometí una estupidez en quedarme hablando con usted en la avenida de Atwell a doce manzanas de la casa.

El hombre que había encontrado para que siguiese a la señora Ballwin nos rozó con su antiguo Ford. Si me vio, no lo demostró.

Contemplé a los dos coches que se alejaban. No había mucho tráfico y era difícil que mi hombre cumpliera mis órdenes sin ser notado. Pero hacía cuanto podía.

Carlota observó los dos vehículos. Y descubrió la verdad.

—¿Ha mandado que la siguieran? —preguntó.

—Sí. ¿Por qué no?

—¿Para qué? —se extrañó—. ¿Qué espera averiguar?

—Quién es su amante.

—No lo tiene.

Me reí, amenazándola con el dedo.

—No sea cándida. Una mujer no echa arsénico en los pasteles para su marido si no tiene amante.

—Le digo que se equivoca.

—Y yo repito que acierto.

—La conozco mejor que usted.

Lancé un profundo suspiro.

—Entonces, ¿a qué viene hablar de veneno? ¿Codicia el seguro?

—No… Lo ignoro —tartamudeó Carlota.

—¿Ha habido alguna fricción entre ella y Gerald?

—¡Oh! No una fricción exactamente —se apresuró a explicar—. Lo de siempre. Se sacan mutuamente de quicio, disputan y luego ambos procuran enmendarse. Pero en la casa el ambiente está tenso. Se comprende que Gerald se alegra de irse de ella.

—¿Quién es su amante? —insistí.

Me miró casi con piedad.

—No lo tiene.

—¡Bonito cuadro! —exclamé—. Dafne pretende envenenar a su marido. En su casa reinan el odio y la discordia. Está dispuesta a correr el riesgo de ser acusada de asesinato en primer grado para barrerle del paso. No hay ninguna razón para ello salvo que no le gusta. Por lo demás, sigue fiel. De otra parte está Gerald, hombre guapo, de pelo ondulado y patillas cinematográficas, con una secretaria que usa faldas cortas, un jersey ceñido y…

—¡Cielos! —gritó Carlota—. ¿No podría ser por eso? ¿Supone que Ethel Worley es…?

La contemplé en silencio.

—Hable —me ordenó.

—Personalmente, opino que usted se extralimitó —comenté.

—¿En qué? —preguntó sonrojándose.

—Al fingir sorpresa y al simular comprender de improviso. No estuvo mal, sólo que exageró un poquito.

Clavó una mirada indignada en mis ojos. De pronto los suyos se dulcificaron y rompió a reír.

—¿Bien? —pregunté.

—Usted gana, Donald —confesó—. Pensé que lograría evitar que lo descubriese. Se trata de Ethel Worley. Ignoro si Dafne lo sabe.

—Mejoramos —la aprobé—. Reserve sus dotes dramáticas para cuando la prueben en Hollywood.

—Aceptaré ahora un cigarrillo —indicó, extendiendo la mano.

Se lo entregué y le ofrecí una cerilla encendida. Inhaló con fuerza; después cambió de posición en el asiento con un rápido y gracioso movimiento, doblando las rodillas bajo su cuerpo.

—¡Bonitas piernas! —elogié por segunda vez.

—¿No puede pensar en otra cosa? —exclamó, tirando de su falda.

—Adelante —la acucié—. Iba a hablarme de Ethel Worley.

—No me gusta comadrear —afirmó—. Por lo demás, no sé nada a ciencia cierta. No son más que sospechas.

—De acuerdo. ¿Qué sospecha?

—El señor Ballwin está fascinado por Ethel Worley. Creo que sólo se trata de eso —puntualizó—. Sin duda, no es más que un escarceo. Dafne se porta como si no tuviera la más mínima idea de lo que sucede. Nunca menciona a Ethel en presencia de su marido.

—Es un modo muy sensato de aceptar las cosas —alabé.

—¿Cómo? —se sorprendió Carlota.

—Espera en segundo término hasta obtener la prueba. Luego le hará aflojar cuanto dinero pueda por vía de compensación. Las mujeres inteligentes lo hacen a cada paso. Lo del veneno no suena tan lógico. Dafne, en mi opinión, no tiene un pelo de tonta.

—Yo diría que es lista —aseveró Carlota—. Lista y despiadada.

—¿Hay mucho dinero?

—No lo sé. Supongo que bastante. Hace dos o tres años el señor Ballwin intervino en un negocio que podía rendir grandes beneficios o una montaña de pasivos, por lo cual puso casi toda su fortuna a nombre de Dafne. Me parece que se redactó entonces una carta declarando que la donación se hacía por simple conveniencia, de modo que podía recobrar sus bienes cuando quisiera. Pero…

Entendí.

—¿Exige ahora la devolución?

—Creo que sí.

—¿Y qué dice ella?

—Que debe tener alguna protección.

Fruncí el ceño.

—Sigo sin comprender lo del envenenamiento.

Carlota se encogió de hombros.

—Le he explicado cuanto sé.

—No estoy muy seguro —repliqué—. ¿Qué hay sobre Wilmont?

—¿El chofer?

—Y mayordomo —agregué.

—No es más que un muchacho… simpático.

Noté su vacilación.

—¿Es amigo de usted?

—¿Por qué lo pregunta? —se asombró.

—¿Lo es?

—No.

—Intentó ganar tiempo para contestarme, ¿no? —me reí.

—No —repuso Carlota con sequedad.

—¿Es el amante de Dafne Ballwin? —proseguí.

—¡No sea necio! —protestó la joven.

—¿Lo es? —insistí.

—No.

—Pero ¿a ella le gustaría que lo fuese?

—Sí.

—Eso está mejor.

Clavó en mí una aguda mirada y objetó:

—Entienda que no es más que una impresión basada en cosas…

—¿Cosas que Wilmont le ha contado? —pregunté al ver que se interrumpía.

—Sí, en cierto modo —confesó.

—Muy bien —dije—. Pues yo tengo la impresión de que se portará como una niña buena hasta después de que le tomen las fotografías publicitarias. Desde luego, no es más que una conjetura, pero no puedo hacer otra cosa. Procuraré retrasar la visita del fotógrafo. Así conseguiremos la ocasión de saber algo más de lo que ocurre ahora.

—¿Por cuánto tiempo lo logrará?

—Depende de las circunstancias, de ella y de las oportunidades que se nos presenten. Una semana, tal vez dos, tres o más.

—Me… me equivoqué respecto a usted —confesó Carlota—. Es inteligente.

—No se ponga así. No es más que pura rutina. No puedo estar en la casa vigilándola. Empleé este ardid a fin de detenerla psicológicamente. Ahora me interesa saber algo sobre el cuñado, Keetley.

—¿Keetley? —se sorprendió Carlota.

—Sí. Hábleme de él.

—Es hermano de la difunta Anita Ballwin, primera mujer de Gerald. Hará tres años que falleció.

Mis cejas tuvieron propensión a levantarse en aquel instante.

—Supongo que Gerald esperaría el año de rigor antes de volver a casarse…

—Sólo medio año, me parece.

—¿Qué me cuenta de Keetley? —inquirí.

—Apenas sé nada sobre él —murmuró Carlota pensativa—. Hubo una época en que parecía lleno de promesas, pero empezó a apostar en las carreras… y creo que se emborracha con alguna frecuencia. En cuanto se hace con dinero, torna a caer en el vicio. Entonces recurre al señor Ballwin en busca de unos dólares, pero sin ir a su casa, pues Dafne le aborrece.

—¿Tiene algo para apretar las clavijas a Gerald?

—Lo ignoro. A veces me lo pregunto.

—Gerald siempre llena su bolsillo.

—Eso creo.

Hubo una pausa.

—¿Ethel Worley le odia? —pregunté.

—Sospecho que sí, pero no puedo asegurarlo.

—Por lo visto ignora muchas cosas —comenté, mirándola de hito en hito.

—Y por lo visto usted quiere saber demasiadas —me desafió.

Hice un ademán de resignación.

—¿Qué siente Keetley por Dafne?

—La odia —afirmó Carlota.

—¿Por qué?

Cambió de pensamiento en el momento en que se disponía a hablar.

—¿Es que Dafne andaba en escena antes que Anita muriese? —barrunté.

—Sí.

—¿De qué falleció Anita?

—Murió, simplemente.

—¿Cuál fue la causa de su muerte?

—Lo desconozco. Hubo una complicación muy grave… Eso es cuanto puedo decir.

—¿Fue repentino?

—Sí.

—¿Era usted secretaria de la señora Ballwin en aquella época? —inquirí, observándola de soslayo.

—No. Sólo hace seis meses que estoy empleada.

Dejé transcurrir en silencio unos segundos. Después pregunté de pronto:

—¿Fue envenenada Anita Ballwin?

—¿Cómo osa hacer semejante acusación? —se enfureció.

—¿Acusación? —repetí con aire inocente—. Me limitaba a preguntar.

—Murió de muerte natural —accedió a responder la joven—. Hay… tenía un médico. El certificado de su muerte lo encontrará en los archivos.

—Pero ¿Keetley aborrece a Dafne?

—Me parece que sí. Él… Creo que su hermana sabía lo de Dafne… Es decir, tal vez Anita trató de ella con el señor Keetley.

Se me escapó un suspiro.

—Si hubiera puesto usted sus cartas sobre la mesa desde el principio nos hubiéramos ahorrado muchas molestias.

—Es que temía que usted me traicionase. Comprenderá lo que ocurriría si alguien supiese que he estado en su compañía.

—¿Existe de veras esa sobrina, Beatriz Ballwin?

—Sí.

—¿Cómo es?

—Bastante buena. Es artista.

—¿Sabía que usted nos visitaría?

—Sí. Le comuniqué que me aprovecharía de su identidad por algún tiempo. Es una chica encantadora.

—¿Y si hubiera ido a verla?

—No hubiese logrado nada. No le hubiera recibido. Lo arregló todo de forma que ella me protegiese.

Medité esta declaración unos segundos y después exclamé:

—Oiga, Carlota; no podremos seguir así indefinidamente. El cuento de la campaña publicitaria frenará los acontecimientos por algún tiempo. Pero cuando se termine, estamos listos.

—Lo comprendo. Sólo quiero… bueno, opino que los próximos días serán los críticos.

—Cuando recurrió a nosotros, habló de una semana.

Carlota afirmó. Nada más.

—Seguramente podré alargar el plazo hasta diez días o dos semanas, pero eso es el límite.

Tornó a afirmar.

—¿Entiende? —insistí.

—Sí.

—¿Y espera que suceda algo dentro de una semana?

—Opino… que… que todo se habrá resuelto para entonces.

Me incorporé en el asiento.

—Bueno. Regrese a su auto y me iré a trabajar.

—Lo siento —murmuró Carlota.

—¿Qué?

—Haberme portado así —dijo mirándome suplicante—. Pensé que usted lo había estropeado todo. No tenía idea de cuan cuidadosamente había trazado sus planes.

—¿Marcha todo bien ahora?

—Desde luego, Donald. Gracias.

Me acarició la mano y se apeó sonriendo. Un segundo después subía a su coche y se alejaba.