coolCap3

TELEFONEÉ a un par de individuos que trabajan con diversas agencias encargándoles que no perdiesen de vista a la señora Ballwin. Uno vigilaría de día y otro hasta la medianoche. Desde luego, no creía yo que la dama entrase en una droguería a comprar veneno «a fin de limpiar el sótano de unas ratas molestísimas», pero no quería correr riesgo alguno.

Después de almorzar me detuve en una charcutería. La recorrí lentamente hasta descubrir una caja de cartón recién abierta que contenía un par de docenas de tubos de pasta de anchoas. No conocía aquella marca y compré la caja.

Me dirigí a la casa de Ballwin (2319 de la Avenida Atwell) y, saltando del auto, subí los escalones de la fachada. Apreté el timbre sin vacilar.

Un mayordomo apareció en la puerta. Tendría veintiséis o veintisiete años y su aspecto era atractivo, aunque su boca denotaba debilidad de carácter. Llevaba el uniforme como quien acaba de estrenar un traje.

—¿Es usted el mayordomo? —pregunté simplemente para ver cómo reaccionaba.

—El mayordomo y el chofer. ¿A quién desea ver?

Le dediqué la más selecta de mis sonrisas.

—Represento la Pasta Zesty. Buscamos señoras de prominente situación social, representativas de la ama de casa de la alta burguesía americana, con objeto de llevar a cabo una campaña de publicidad…

—La señora Ballwin no siente el menor interés… —comenzó a decir, a punto de cerrar la puerta.

—No me entiende —le interrumpí—. No vendo nada. Sólo deseo que la señora Ballwin nos permita hacerle una fotografía que se publicará en las revistas más importantes de la nación con el epígrafe: «Dama de la sociedad emplea la Pasta Zesty para los entremeses». Me llamo Lam y soy el jefe del departamento de publicidad.

El mayordomo titubeó.

—Me parece que… —murmuró con aire de duda.

Volví a cortarle.

—Si desperdicia la oportunidad de que la señora Ballwin demuestre su verdadera posición en todas las revistas nacionales, no tardará en servir a los clientes de una taberna. Llévele el recado y tráigame la respuesta.

Se ruborizó. Consiguió contener las palabras que iban a escaparse de sus labios.

—Espere —ordenó dándome con la puerta en las narices.

Regresaba cinco minutos después.

—La señora Ballwin le recibirá —anunció con glacial dignidad y con una expresión que indicaba más claramente que las palabras lo mucho que desaprobaba el asunto.

Se había llevado un desengaño. Aguardaba la ocasión de mandarme a paseo y, en cambio, le ordenaban que me introdujese en la casa.

A través de un pasillo me guió a una salita de estar. La dueña de la casa entró como una reina. No perjudicaba al contemplarla. Rayaría en los treinta y uno o treinta y dos años, pero conseguía de momento, hasta que se la observaba con cuidado, aparecer algo más joven.

—¿Es usted el señor Lam? —preguntó—. Tenga la bondad de sentarse. Soy la señora Ballwin. Por favor, explíqueme qué se propone.

Se mostraba cordial sin comprometerse. Según las circunstancias, sería cortés y graciosa o fría y altiva. Se sentó con las piernas juntas, la falda bien extendida sobre ellas, sonriendo lo imprescindible. Sus ojos estaban alerta.

Destapé la caja de pasta de anchoas.

—Nuestra firma prepara una campaña de publicidad —repetí—. Tardará cuatro o cinco semanas en estar dispuesta, pero, cuando la pongamos en marcha, dominará toda la nación. Nuestra pasta, la «Zesty», es la más excelente y sabrosa, elaborada con anchoas importadas de primera calidad. En cuanto se prueba, se ha de reconocer su superioridad sobre las demás. Le daré esta caja para que la pruebe. Le suplico que lo haga. En tal caso la usará con regularidad y, entonces, quizás consienta en que le hagamos una fotografía.

—¿Y qué fin tendrá la foto?

—Se publicará en una página destacada en todas las revistas con el pie siguiente: «Joven dama de la buena sociedad que emplea la “Pasta Zesty”».

Enmudecí para darle tiempo de digerir la idea. Noté que había dado en el blanco lo de «joven dama». Adoptó una postura más cómoda, cruzando las piernas, y su sonrisa se hizo más cordial.

—Comprenda que no se comprometerá a nada —proseguí con soltura—. Acepte esta muestra de nuestra pasta, pruébela y cerciórese de si le gusta. En caso de que decida emplearla, nos alegraremos de ello. Algunas empresas buscan fotografías de personas conocidas como señuelo —agregué—. No es esa nuestra intención. Buscamos gente sobresaliente, no por su riqueza o su posición social, sino por su personalidad y popularidad.

—¿Por qué recurre a mí?

—No me lo pregunte —sonreí—. Es cosa de la oficina general. Hace tiempo que proyectan esta campaña y han realizado investigaciones exactas. Desean señoras que hagan atractiva una fotografía, con suficiente personalidad para cautivar los ojos del lector. Nos tienen sin cuidado un montón de aristócratas que parecen sufrir anemia. Nos interesa la vitalidad, la gracia, el gancho y la seducción.

La señora Ballwin comenzó a balancear una pierna.

—¿Y cree usted que yo los tengo? —preguntó.

La miré con admiración, discretamente, durante un instante.

—Sé que los tiene. Más aún, la directiva opina lo mismo.

—Pues… Me gustaría hablar de ello a mi esposo, pero no veo motivos para que… si, desde luego, me gusta la pasta. No recomendaría nada que no…

—Estoy seguro —afirmé con gravedad—. Por eso le dejaré esta caja. Así podrá probarla sin precipitación.

La señora Ballwin se inclinó para apretar un timbre.

—Si no le molesta, prefiero que venga mi secretaria —se excusó—. Anhelo que no haya un malentendido.

—No lo habrá.

Se recostó en el respaldo, con los ojos entornados y las largas pestañas proporcionándoles un aire de seductor misterio.

—Me parece que fue idea suya —insinuó.

—¿Qué, por favor?

—Creo que usted lo planeó todo. Es un modo inteligente, ingenioso y agradable de anunciar el producto. Tiene cierto dinamismo que… bueno, que parece convenir con su carácter.

Fingí sentirme embarazado.

—Me limité a hacer unas indicaciones a la directiva —dije con modestia.

—Esa idea de buscar personas con bastante personalidad para… como usted dijo, cautivar los ojos del lector…

Rió guturalmente.

Giró la puerta. Entró la joven que había estado aquella mañana en el despacho de Berta Cool.

—La señorita Carlota Hanford, mi secretaria —presentó la señora Ballwin—. El señor Lam.

Carlota se inmovilizó un segundo. Recobró el dominio de sí misma, mientras yo me levantaba para inclinarme.

—Encantado de conocerla.

—¿Cómo está usted, señor Lam? —dijo con perceptible frialdad.

La señora Ballwin sonreía radiante.

—El señor Lam representa una pasta de anchoas deliciosa, la «Zesty». Nos regala una muestra para que la probemos. Si opinamos que puedo recomendarla, me hará una fotografía. Durante un aperitivo o algo por el estilo, ¿verdad, señor Lam? —indagó volviéndose en mi dirección.

—Es una idea estupenda —aprobé—. Sirviendo entremeses a sus amigos íntimos.

La señora Ballwin afirmó:

—Creo que lograremos arreglarlo.

Miró a su secretaria; frunció el ceño y levantó los ojos hacia el techo como si deseara alejarnos de su lado de visión mientras se concentraba.

—¿Cuándo me retratarían, señor Lam? —inquirió.

—Eso depende de que le agrade la pasta ¿Cuánto tardará en cerciorarse de que le gusta?

La señora Ballwin hizo un gesto a Carlota Hanford, que apretó un timbre. El chofer˗mayordomo surgió en el umbral.

—¿Llamó, la señora?

Ella le contempló con lánguida y semidivertida apreciación.

—Sí, Wilmont. Llévese estos tubos de pasta de anchoa. Ponga un poco de ella en las galletas que sobraron anoche y tráiganos combinados. ¿Cómo los prefiere, señor Lam?

—Corriente.

—El mío con martini, Wilmont —dijo la señora Ballwin—. Carlota no bebe.

—Muy bien, señora.

El mayordomo salió de la habitación muy erguido.

—¿Su apellido es Wilmont? —pregunté—. Creo haberle visto en otra parte.

—Se llama Wilmont Mariville. Chofer y mayordomo en una pieza. Como mayordomo es muy inexperto —aclaró, sonriendo con sutileza—. Pero como chofer es sumamente diestro. En la actualidad el tráfico es tan espeso, que supone un gran esfuerzo nervioso utilizar el auto con los fines más sencillos.

Me mostré conforme.

—Y además —prosiguió la señora Ballwin— trato de ayudar a los desmovilizados. Muchos de ellos tropiezan con grandes dificultades en lograr empleos satisfactorios. Wilmont mejora rápidamente. Dentro de dos o tres meses será un mayordomo perfecto. Aunque sospecho que no le gusta. Conducir le vuelve loco. Es un chofer sin igual.

Incliné la cabeza.

—Haga el favor de perdonarme un momento, señor Lam —declaró de pronto la dueña de la casa.

Me levanté cuando abandonó la habitación.

—¿Qué se propone con esta patraña? —exclamó Carlota Hanford en un irritado cuchicheo.

—¿Y por qué nos mintió acerca de su identidad? —repuse.

Sus ojos relampaguearon, pero yo sonreí.

—No se preocupe, Carlota. Le estoy poniendo unas esposas psicológicas.

—Me llamo señorita Hanford —se indignó.

—Bueno, bueno. ¿Qué otras funciones tiene Wilmont además de mayordomo y chofer?

Ella levantó la barbilla, esforzándose por remedar la imagen de la cólera altiva.

—No protestaré si no quiere que siga adelante —insinué.

—No deseo que se detenga, naturalmente. ¿Por qué supone que me gasté el dinero? Pero ¿no se da cuenta de lo peligroso que es todo esto?

—No.

—Pues…

Buscaba palabras con que completar la frase, cuando volvió la señora Ballwin.

—Dentro de un momento nos servirán los combinados, señor Lam —dijo.

—¿Su esposo se dedica al negocio de fincas? —indagué.

—Sí.

—Tiene una subdivisión, creo.

—Por lo visto está usted al corriente de todo.

—Es lo imprescindible en estos casos. Pero mi compañía está interesada en usted. Desde luego, emplearemos a su marido como parte del fondo de su vida.

Se echó a reír.

—Tiene usted mucho tacto, ¿verdad, señor Lam?

—Así lo espero.

—Quedamos que no habrá obligación y que las fotografías no se utilizarán a no ser que yo acceda. ¿No es así?

—Sí, en términos generales.

—¿Por qué sólo en términos generales? —se sorprendió.

—No la retrataremos sin su permiso —aclaré—. Cuando lo tengamos, las fotos pasarán a ser propiedad de la compañía.

La señora Ballwin reflexionó un instante.

—Supongo que no hay nada que objetar.

Wilmont compareció con los combinados y las galletas. La señora Ballwin mordió con cautela una de ellas y la paladeó como si catase el sabor de la pasta de anchoas. No se hubiera molestado tanto aunque fuera la campeona mundial de los catadores de pasta de anchoas.

—¡Estupenda! —exclamó.

Hice una reverencia.

Levantó la copa y clavó sus ojos en mí por encima del borde. Sus pupilas eran brumosas e insinuantes, con una luz de lánguida diversión, la misma que había advertido en ellos cuando observaron a Wilmont Mariville. Me pregunté si reservaba aquella mirada para los hombres que la interesaban.

El mayordomo estaba tieso y embarazado.

Carlota Hanford contenía su cólera.

La señora Ballwin y yo apuramos los combinados, repetimos y comimos cuatro o cinco galletas con pasta de anchoas.

—¿Le gusta? —curioseé.

—Decididamente —repuso con energía—. Creo que esta pasta es de calidad superior. Pero quiero consultar a mi marido antes de aceptar en definitiva su proposición.

—Lo comprendo.

—No obstante, no creo que haya ninguna dificultad.

Me sonrió. Contesté su sonrisa intentando producir la impresión de que una mujer de sus encantos jamás tendría dificultades con el sexo fuerte.

—Y si mi esposo no hace ninguna objeción —añadió— ¿cuánto tardaríamos en empezar?

—Muy poco.

—¿Será muy largo?

—No, lo haremos rápidamente.

—¿Pasaría mucho tiempo antes de tomarme las fotografías?

—No. Seguramente dentro de cinco o seis días. Tengo que ponerme en comunicación con la oficina del Este y buscar un fotógrafo.

—¿Los retratos se publicarán muchos meses después?

—Sólo unas semanas.

—Entiendo —murmuró y añadió, con fina carcajada que intentaba ser despreocupada—: Claro que nadie sabe lo que puede ocurrir. A lo mejor salgo de la ciudad o…

—No necesitamos más que las fotos y su permiso —indiqué sonriendo—. Perdone que lo diga, pero usted es muy decorativa y estoy convencido de que el lector de las revistas recibirá un verdadero impacto. Eso es precisamente lo que buscamos.

—Estoy convencida de que podremos arreglarlo. Hablaré con mi marido. ¿Dónde podré avisarle?

—No paro un momento en la oficina. Será preferible que la llame yo… mañana por la mañana.

—Muy bien. Telefonéeme hacia las diez y media. Si aún no me he levantado, Carlota, mi secretaria, le dará la respuesta.

Su acento indicaba que la entrevista había terminado. Me levanté y salí. El mayordomo me entregó el sombrero. Esperé a que me abriese la entrada. Irradiaba hostilidad como una estufa ondas caloríferas.

—Buenas tardes —le deseé.

—Buenas tardes, señor.

Aguardaba que cerrase de un portazo. Pero lo hizo con la misma suavidad que si fuese un ladrón.