coolCap21

–¡YA era hora de que vinieses! —gruñó Berta Cool—. ¿Qué ha pasado? Frank Sellers me telefoneó comunicándome que estabas en libertad. ¿Cómo lo has conseguido?

—¿A cuál pregunta debo responder antes? —indagué.

—¿Cómo lo lograste?

—Con un poco de lógica y otro poco de deducción —contesté—. Presumí que Keetley había servido de auditorio a las conversaciones del doctor Quay y que, por lo tanto, se habría enterado de algo interesante después que regalé la pasta de anchoas a la señora Ballwin.

—Ésa fue la más horrible de tus ocurrencias —refunfuñó Berta—. Pensaste ponerle esposas psicológicas y no hiciste más que ponerte en sus manos. Algún día comprenderás que sólo una mujer conoce a otra mujer. Aún tienes que aprender mucho sobre psicología femenina.

—Desde luego, el tiro me salió por la culata —contesté.

—¡Y que lo digas! Inmediatamente te enamoras de otra moza. No entiendo cómo, siempre que trabajas en un caso, te ves rodeado de faldas.

—Pero siempre salgo airoso, ¿no?

—Por ahora —admitió Berta de mala gana—. Pero no ha faltado mucho en dos ocasiones para que colgaras de una cuerda de cáñamo. Esta vez estaba convencida de que habría de llorarte.

—Me echa en cara lo de Ruth Otis, pero usted tiene la culpa por hacer el caldo gordo a Frank Sellers.

—Frank es un buenazo —replicó Berta—. Se porta bien con nosotros.

—Sí, ya lo he notado —sonreí.

Sonó el teléfono. Berta lo levantó.

—Es para ti. Una mujer.

Me lo entregó por encima del escritorio.

—¿Diga?

—Hola, Donald —dijo la voz de Ruth Otis—. ¿Cómo le va?

—Bien.

—¿Todo está aclarado?

—Sí.

—He comprado unos filetes estupendos —anunció Ruth—. Su parrilla sirve aún, a pesar de que no la he empleado hace mucho tiempo. Aseguran que mis patatas fritas son excelentes; he preparado una ensalada y sopa de setas. Hago unos bizcochos maravillosos. ¿Vendrá a cenar a casa?

—¿A casa?

—Eso he dicho.

—Iré.

—¿Tardará mucho?

—Media hora. Prepárelo todo.

Colgué. Berta me contemplaba con una mirada peligrosa.

—No hemos ganado mucho dinero en este asunto —gimió.

—Yo sí —contesté—. Aposté un centenar por Fair Lady y se convirtieron en quinientos. No se quejaría si hubiese tenido valor.

Berta hizo una mueca de avidez.

—Donald, cuéntame lo que sabes del sistema inventado por Keetley. Anda.

—Keetley fue a casarse —repuse—. Me habló de su sistema antes de irse.

—¿Qué te dijo?

—Se le ocurrió mientras espiaba al doctor Quay. Insiste que en teoría es formidable. Desde luego, todo depende de la exactitud con que se tracen las curvas, de las actuaciones de los caballos.

—Me importa un pepino la teoría —rechazó Berta—. Sólo me importan los resultados.

—Pues bien, en tal caso —suspiré—, Keetley reconoció que Fair Lady era sólo el segundo vencedor acertado por su sistema. Cree que lo mejor es comprar un periódico, señalar en él los ganadores y ahorrarse molestias.