FUI a la cabaña donde había abandonado a Carlota Hanford, me apeé del auto y empujé la puerta indicada.
Estaba cerrada. Llamé y no tardó en responderme Carlota desde el otro lado.
—¿Quién hay?
—Donald Lam.
—¡Oh! —chilló y me franqueó la entrada—. Pase. Considérese en su casa.
—Gracias.
Cerré la puerta. Carlota se acomodó en un pequeño escritorio. Yo ocupé una poltrona y encendí un cigarrillo.
—¿Está cansado? —me preguntó.
—Sí.
—¿Ha trabajado mucho?
—¡Hum!
—¿Cómo se encuentra? ¿Cuál es su estado presente? —indagó Carlota con zalamería—. ¿Profesional o biológico?
—Profesional.
Carlota hizo un visaje.
—Me gusta más cuando se siente biológico. Me he puesto mis mejores medias y no le he arrancado una palabra de admiración.
—Hay cosas más importantes que esa.
—Eso es lo que me irrita.
—¿Qué? —me sorprendí.
—Que considere más importantes otras cosas.
—¿Quién es el biológico ahora? —suspiré, mirando al techo.
Lanzó una carcajada nerviosa y gutural.
—Yo.
—Carlota, cuando apareció por la agencia, no gastaba su dinero.
—¿Qué le induce a pensarlo?
—No está enamorada de Gerald Ballwin —sonreí—. Incluso si lo hubiera estado, no hubiese saqueado sus ahorros ni recurrido a una agencia de detectives para evitar que le envenenasen. Sospecho que la idea y el dinero fueron de otra persona ¿De quién, Carlota?
—¿Se pondrá pesado? —gimió la joven.
—Sí.
—Pues no le importa.
—Estoy dando la cara por usted —le recordé—. Hay unas cuantas pruebas en contra suya. Ya sabe que mezcló el veneno en la taza.
—¿Y si le contara toda la verdad? —murmuró.
—Podría aconsejarla bien.
—¿Y si no quisiese? —me desafió.
—Sería una lástima que una muchacha tan linda como usted pasara tanto tiempo en la cárcel, que al salir fuese una vieja deforme.
Advertí en sus pupilas un chispazo de terror.
—¿Se lo ordenó Carl Keetley?
—¿Por qué?
—Porque creo que fue él.
Carlota titubeó un par de minutos. Por fin inclinó la cabeza.
—¿La conoció cuando ya tenía el empleo? —pregunté.
—No, él me lo buscó —contestó Carlota con bastante entereza—. Fui…, bueno, fui mucho tiempo amiga suya. —Deseaba que aceptase la colocación, porque le interesaba conocer lo que ocurría en casa de los Ballwin.
—¿Le gusta Carl?
—Sí, mucho. Hubo una época… Bueno, Carl no es de los que se casan.
—¿Le dio el veneno y la aleccionó acerca de lo que debía efectuar con él?
—Sí, me telefoneó mandándome que fuese a su despacho en seguida —explicó Carlota lentamente—. Me entregó unos polvos diciendo que eran el antídoto del arsénico que la señora Ballwin tomaría a fin de parecer inocente, porque, para envenenar impunemente a su marido, ella también se envenenaría fingiendo que alguien deseaba librarse de su persona, seguramente la misma que asesinara a Gerald.
—Prosiga.
—Carl me encargó que mezclara el polvo con pasta de anchoas, esparciera ésta sobre una galleta salada y, cuando Dafne y su esposo fueran a comer, sustituyera con la mía la que ella se dispusiera a coger. ¿Qué haré, Donald? Entonces creí que era un antídoto para estorbar sus proyectos, pero ahora sé… Nadie me prestará crédito.
—Yo sí —exclamé.
—Pero ¿y la policía?
—No.
—Me encuentro en un apuro —se desesperó Carlota—. Deberé aceptar mi suerte. Ni siquiera estoy segura de que Carl me protegerá. Pienso que no lo hará porque significaría ponerse la soga al cuello. Yo no quiero complicarle, pero…
—Nadie creerá lo que me cuenta, sino que la envenenó deliberadamente.
Carlota afirmó tristemente.
—Le tendí una trampa, Carlota —anuncié—. No esperaba que cayese en ella.
—¿Cuál?
Señalé el teléfono.
—Me dijo que, en cuanto me fuese, usted llamaría a la persona que la respaldaba. Aquí, sin coche, se hallaba aislada. Está lejos de la ciudad y usted no se aventuraría a salir, pues la policía la busca. ¿No telefoneó?
—Sí. Y acerté.
—¿Por qué?
—Comuniqué a Carl dónde estaba y prometió que vendría a buscarme. Ésta es la razón de que se lo cuente todo. Por lo visto, me ha abandonado. Ayúdeme, Donald.
—No hago otra cosa.
—Tal vez necesite una lupa —protestó Carlota—. A simple vista no noto su ayuda.
Interrumpió mi respuesta el sonido de unas pisadas en la grava del exterior. Dieron con los nudillos en la puerta.
—¿Será la policía? —exclamó Carlota, asustada.
—Si lo es, prométame una cosa.
—¿Qué?
—Cierre la boca, no hable. Mas no será la policía. La sacaré del aprieto, pero si fueran los de la Brigada no pronuncie una palabra. Selle sus labios.
Fui a la entrada. Carl Keetley se hallaba en el umbral. Retrocedió asustado al verme.
—Vaya. Llega usted un poco tarde —dije—. Entre.
Carl titubeó un instante, pero me obedeció, alzando los hombros.
—Hola, Carlota —saludó, arrojando el sombrero sobre la mesa.
—Hola, querido.
—Se le ofreció una gran oportunidad de asesinar —comenté—. Me pregunté si la desperdiciaría, Keetley. Al oír la conversación entre el doctor Quay y Dafne Ballwin, pensé que una persona tan ingeniosa como usted…
—Está bien. Siéntese, Lam —invitó Keetley—. Reflexionemos. Usted es un joven muy inteligente y muy charlatán, al mismo tiempo. Su amigo Sellers ha resuelto el caso a su satisfacción.
—Trató usted, durante muchos meses, de obtener pruebas contra Dafne —proseguí como si no le hubiera oído—. Estaba a punto de rendirse cuando se le presentó la ocasión. No sólo sabía que tomaría el veneno, sino que podría probarlo. Tenía el cilindro con su entrevista con el doctor Quay. El resto consistía en lograr que Carlota le procurase una doble dosis de veneno. Y, naturalmente, como Carlota intervino providencialmente al sentirse enfermo Gerald, le salvó la vida.
—Interesante, muy interesante —murmuró Keetley.
—Más que interesante —repliqué—, porque Carlota me ha explicado…
El acento de Carlota Hanford fue agudo como el filo de una espada.
—¡No, Donald! ¡Por favor!
Me recliné en el asiento al acecho. Keetley miró interrogativamente a la muchacha y después a mí.
—Lo que no comprendo —dije— es por qué Carlota gastó el dinero de usted consultándonos.
—Puedo contestarle —terció la joven—: Carl se proponía defender al señor Ballwin y… y me envió a su agencia antes de que oyese esa conversación.
Keetley meditó unos segundos. Luego, se volvió hacia mí, con los ojos entornados.
—¿Habló de esto a Berta Cool?
—No.
—¿Al sargento Sellers?
—No. Hasta ahora queda dentro de la familia.
Keetley sonrió:
—En tal caso, la respuesta es sencilla.
—Supuse que comprendería la idea —reí.
—¿Cuál? —preguntó Carlota.
—No me contemple de esa manera, Carlota. Soy Cupido —declaré.
—Desde luego. Lam, una vez probado, como lo he hecho, que Dafne tomó el arsénico por su propia voluntad, nadie demostrará otra cosa —me avisó Keetley—. El jurado no pronunciaría una sentencia condenatoria. Incluso si alguien lograse probar que Carlota se lo administró, sería imposible determinar cuál fue la cantidad. Tal vez fuese una dosis inofensiva. Lo que mató a Dafne fue lo que tomó después.
—Es algo, pero no todo —objeté—. Un fiscal convertiría en un cedazo su argumentación.
—Es usted testarudo —gruñó Keetley.
—Lo soy.
—En resumidas cuentas. Dafne era una asesina. La ley la habría condenado a muerte.
Le dirigí una sonrisa.
—Está bien, si insiste —rezongó Keetley—. Le dije en cierta ocasión que sólo los tontos perecen en viernes.
—¿Qué están diciendo? —se extrañó Carlota.
—He estudiado el código penal de este Estado —continuó Keetley—. Es sumamente interesante. El artículo mil trescientos veintidós indica que ni el marido ni la mujer pueden declarar en favor ni en contra de su cónyuge en juicio criminal. Querida, ¿me harás el honor de concederme tu mano?
—¿Qué? ¡Por Dios! —se atragantó Carlota.
—Te pido que te cases conmigo —aclaró Keetley—. Después de todo, el hombre inteligente elige siempre a su cómplice del sexo opuesto, Lam, no es que haga ninguna concesión a su disparatada teoría. Pero, por si fuera aceptada, provisto de una mujer sospechosa, traspondré la divisoria del Estado y cerraré sus labios para siempre, murmurando unas palabras ante un juez de paz. Carlota, adorada, ¿accedes a casarte conmigo?
—¿Me vas a transformar en tu esposa?
—Exactamente.
—Pues no me gusta ni pizca —chilló Carlota—. Cuando siente la cabeza será con un hombre que me ame de veras. No contraeré matrimonio para verme amordazada.
—Lam, usted me obligó a declararme sin romanticismo —suspiró Keetley—. Tengo el periódico de la noche. Léalo mientras me declaro con más formalidad y sentimiento.
Me entregó el diario y se sentó junto a la joven.
—Oye, querida —comenzó—. Tú y yo nos conocemos perfectamente. Me has ayudado con competencia y lealtad. En el Edificio Pawkette he meditado mucho, mientras oía decir al doctor Quay: «Abra la boca, ciérrela, escupa». Eres una muchacha estupenda, Carlota. Has jugado limpio y pretendo casarme contigo.
Sin apartar los ojos del periódico, dije:
—Háblele de sus piernas, Keetley. Está muy orgullosa de ellas. Y con motivo.
—¡Cielos! —exclamó Carlota—. ¿Qué puede hacer una chica contra dos forajidos? Acepto, Carl. ¿Cuándo nos ponemos en marcha?
—Ahora mismo y aprisita —respondió Keetley—. Iremos en mi coche al aeropuerto y desapareceremos en avión.
Carlota se levantó.
—¿No besará a la novia? —me preguntó—. Ha malgastado dos ocasiones y ésta será la última que tendrá.
La besé.