ELSIE Brand regresaba sonriendo cinco minutos más tarde.
—Tuve suerte, Donald —me comunicó.
—¡Bravo! —exclamé, apartando el periódico—. ¿Cómo fue?
—Un taxi se paró en el instante en que salí. La joven se apresuró a tomarlo, pero hubo de esperar a que se apeasen los ocupantes. Así pude acercarme a tomar el número.
—¿Oyó qué dirección daba?
Elsie meneó la cabeza con tristeza.
—¿Tenía que hacerlo?
—Comprendo que era muy difícil, aunque tal vez lo hubiese conseguido —la consolé—. Deme ese número.
Me entregó un trozo de papel. Lo escribí para no correr el riesgo de olvidarlo.
Eché una mirada a la cifra.
—Me parece que, en efecto, tenemos suerte, Elsie. Este taxi suele estacionarse cerca del hotel de la esquina. Dentro de poco bajaré a hacer averiguaciones.
En los anuncios del periódico busqué la parte dedicada a la venta de fincas. Encontré uno perteneciente a la Compañía de Fincas Ballwin, que ofrecía una docena de verdaderas gangas. Al examinar los restantes descubrí otros dos cuyas señas eran las mismas que las de la empresa mencionada: West Terrace Drive, 225.
Avisé a Elsie que probablemente no volvería hasta después del almuerzo y fui al sitio en que estaba aparcado el auto de la agencia.
Me dirigí al 225, de la West Terrace Drive. Se hallaba en las colinas, al borde de unos terrenos por urbanizar. Por lo visto, Gerald Ballwin sentía un afecto entrañable por aquellos solares.
Sus oficinas ocupaban una de las dislocadas casitas de caprichoso tejado puntiagudo, aleros curvos y entrada arqueada, que en California suelen albergar las agencias de fincas suburbanas. Tal vez se construyan con la idea de que el propietario del negocio desea unas oficinas que el cliente no confunda con una residencia. Los que han meditado sobre la arquitectura californiana comprenden que esos extravagantes edificios tienen por fin evitar que se les tomen por casas.
A primera vista yo hubiera jurado que el estilo de aquélla era el de una misión china.
Empujé la puerta y entré.
Una muchacha escribía unos contratos a máquina. Me miró un instante, volvió los ojos al teclado y continuó aporreándolo.
Me detuve junto al mostrador que recorría la habitación a lo largo.
La joven prosiguió escribiendo.
Tosí significativamente.
La mecanógrafa dejó de copiar lo imprescindible para decir:
—Señorita Worley.
No ocurrió nada.
La muchacha, se levantó para apretar un timbre del mostrador. Casi inmediatamente se abrió la puerta que había en el fondo, con el letrero de PRIVADO, dando paso a otra joven.
Salió sonriendo. Su sonrisa se acentuó a medida que se aproximaba a mí. Había dejado la puerta abierta y pude ver por encima de su hombro a un individuo de unos treinta y cinco años sentado a un escritorio. Me ofrecía su perfil. Si se percató de que le observaba, no hizo nada por impedirlo. Quizá formaba parte de la comedia.
Tenía un bonito pelo negro ondulado y la nariz en línea recta. Estaba gordo; su sotabarba contrastaba con sus hermosas facciones. Cogía unos papeles, los estudiaba y los dejaba a un lado. Tal era su concentración, que ni siquiera parpadeaba.
Me convencí de que todo era puro teatro.
Supuse que la señorita Worley era su secretaria y la encargada de recibir a los clientes. La mecanógrafa tenía un aspecto sumamente competente, pero sin duda opinaban que era necesario cierto atractivo físico y conocimientos técnicos para vender solares en la West Terrace Heights.
La señorita Worley llevaba un jersey.
—Buenos días —me dijo—. Soy la secretaria y ayudante del señor Ballwin. ¿En qué puedo servirle?
—Desearía conocer el precio de algunos solares —le contesté—, y recorrer unos cuantos, si no es molestia.
Tenía una dentadura preciosa. Continuó exhibiéndola.
—Por desgracia, todos nuestros vendedores están ausentes en este instante, pero no creo que tarde en volver alguno.
—¿Podría enseñarme un plano de los terrenos con los distintos solares en venta y sus precios…?
Me interrumpió con una sonrisa tan dulce, que no me habría dado cuenta de que me contradecía si no me hubiese interesado más el hombre del despacho que la personalidad de la señorita Worley.
—¡Oh, no! ¡No podemos hacer eso! —se excusó.
—¿Por qué no? —fingí sorprenderme.
Sus ojos me acariciaban. Esperó hasta que los míos se apartaron del individuo en busca de los suyos. Entonces me explicó:
—Perdone, pero es preferible que nos entendamos… Pongamos el siguiente ejemplo: usted entra en una zapatería a comprar unos zapatos. No le agradaría que el propietario le dejase andar entre los estantes hasta descubrir los que desea.
—¿Por qué no? —repetí.
—Porque la función de un empleado no es venderle unos zapatos, sino ayudarle a encontrar los que quiere. Por lo tanto, elige de un gran surtido el tamaño y el estilo adecuados para usted.
»Lo mismo pasa cuando se trata de un solar. Nosotros deseamos saber cuál es el que necesita, si es con el fin de establecerse en él, si se propone edificar una casa de veinte mil dólares o una de diez mil, o si lo adquiere para especular o lo que sea.
El hombre del escritorio, avisado sin duda por telepatía, se levantó de su silla giratoria y cerró la puerta.
—No pienso edificar inmediatamente —contesté—. Cuando llegue la ocasión construiré una casa de doce o quince mil dólares. Se me ocurrió comprar ahora el solar. Estoy seguro de que no disminuirá de valor. —La joven afirmó con entusiasmo—. Si, en cambio, aumenta, quizá me sienta tentado a vender, pero mi propósito al comprar no es la especulación.
La señorita Worley se trasladó al extremo del mostrador y, apretando un resorte oculto, levantó parte de él y empujó una portezuela. Se colocó a mi lado.
—Me parece bien, muy bien, señor… señor…
—Lam.
—Gracias, señor Lam. No me considere inoportuna. Muchas personas se niegan a dar su nombre a los agentes, pero usted es diferente, muy accesible. ¿Le acompañará su señora a recorrer la propiedad?
—Soy soltero. Pero tengo… ciertas esperanzas. Por eso deseo adquirir el terreno.
—Es usted muy sensato, señor Lam. Su decisión está llena de cordura. Veamos… ¡Ojalá tuviese a alguien que fuese con usted! Unos de nuestros vendedores hacen fiesta y los otros enseñan hoy fincas para edificios comerciales al otro lado de la ciudad. El señor Ballwin tiene muchos intereses. Iré a echar una mirada.
Se dirigió a la salida, llevándome junto a ella.
La mecanógrafa levantó los ojos, dedicándome una suave ojeada en la que se me antojó notar un destello de simpatía. Un segundo después leía el documento en que trabajaba y hacía tabletear la máquina de escribir.
La señorita Worley continuaba charlando, evidentemente, para distraer mi atención, al modo de los prestidigitadores.
—No me presenté, señor Lam. Me llamo Ethel Worley. Soy secretaria del señor Ballwin; cuando está atareado procuro quitar de sus hombros todo el trabajo posible. No ha tenido usted suerte esta mañana. Pero estoy segura de que llegará un vendedor dentro de un minuto… dentro de un minuto. Tal vez ese coche pertenezca a uno de ellos. No, no.
—¿No será otro cliente? —insinué.
—No —replicó con sequedad.
Comprendí que la llegada del auto representaba una nueva complicación. El vehículo frenó.
Un hombre alto y delgado, de ojos grises, desanimados, abrió la portezuela y se apeó con languidez.
—¡Hola, preciosa! —saludó a la señorita Worley.
—Buenos días.
—¿A qué tanta formalidad, encanto? ¡Ah, entiendo! Un cliente. ¿Está el jefe?
—Sí, pero se encuentra ocupadísimo —afirmó la señorita Worley con vehemencia.
El recién llegado no se inmutó.
—Jamás lo está para Carl Keetley.
La secretaria se volvió hacia mí. En su voz vibraba una nota de desesperación.
—¿Le importaría esperar un instante? No se vaya, por favor. Tengo que hablar con el señor Ballwin.
Incliné la cabeza, haciéndole una silenciosa promesa. Entonces dijo a Keetley:
—No se mueva de aquí. Comunicaré al señor Ballwin que usted ha llegado. Sé que le recibirá si le es posible, pero temo que se halle demasiado atareado.
—No se excite, monina, ni se moleste —recomendó Keetley—. Yo mismo me anunciaré.
—Eso es precisamente lo que no quiero que haga —le espetó la joven y me rogó—: Perdone un segundo.
Se precipitó en el despacho, teniendo la precaución de cerrar la puerta tras ella. Keetley me examinó y sonrió.
—Hermoso tiempo.
Le contesté con un ademán afirmativo.
—Hace calor.
—¿Verdad?
—Sin embargo, es lo lógico en esta época del año —prosiguió Keetley, sin amilanarse—. Gozamos de un clima estupendo, sobre todo, en esta parte de la ciudad.
—¿Se refiere a las West Terrace Heights?
—Claro. El mejor clima de la población. ¿Qué hace en esta oficina? ¿Compra un solar?
Dije que sí con la cabeza.
—Me alegro, amigo —estalló Keetley con acento entre burlón y grave—. No puede hacer nada más plausible. Gerald le venderá el más excelente terreno de los contornos, lo envolverá en celofán y se lo entregará dentro de un sobre adornado con motivos florales. Proporciona una gran sensación de seguridad, ¿verdad?
Me mostré de acuerdo con él.
—Desde aquí se disfruta de un panorama de incomparable belleza —continuó, inagotable—. Se domina la ciudad y… Veamos si recuerdo las frases de mi distinguido cuñado: «Toda la ciudad se extiende a sus pies como una colección de casas de muñecas de día y un océano de estrellas de noche. El cielo azul se pierde en los confines de la tierra y las cándidas nubes se deslizan…».
Ethel Worley le interrumpió:
—Le es imposible recibirle, pero puedo transmitirle cualquier recado.
—¡Vaya! ¡Qué desastre! Ojos pillines, responda a Gerald que me trae un asunto personal.
—Le daré el recado —se obstinó la joven.
—Es personal —sonrió Keetley.
La señorita Worley levantó la barbilla.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Necesito doscientos. Es que…
La puerta se cerró de golpe. Keetley me sonrió impávido:
—Ayer tuve mala suerte con los pencos. Gerald no da su bendición a las carreras de caballos, ni siquiera cuando gano.
—No es fácil ganar siempre —comenté.
—¡Cuán exacto es eso! —profirió Keetley.
—Dijo que era su cuñado. ¿Es hermano de su esposa?
—El de su primera mujer.
—¿Se divorciaron?
Hubo una breve pausa. Luego me apresuré a decir:
—Lo siento. No me proponía entrometerme.
Los ojos de Keetley habían perdido su indiferencia: me contemplaban con tranquila indolencia.
—¡Y un cuerno! —exclamó.
Ethel salió del despacho, entregándole un billete de veinte dólares como si diera limosna a un mendigo. Keetley lo aceptó sin soltar una palabra, lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
La secretaria apuntó de nuevo hacia mí la artillería de sus miradas suplicantes.
—Por favor, señor Lam, aguarde un poco más. Estoy segura de que uno de nuestros vendedores llegará.
—¡Diablos! —dijo Keetley—. Suba a mi coche. Yo le pilotaré. ¿Cómo se llama? ¿Lam?
—No es necesario, señor Keetley —replicó Ethel, glacial—. Uno de nuestros vendedores estará aquí dentro de un segundo…
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Keetley—. ¿En qué escuela telepática se graduó? ¿Emplea el código Morse o las ondas mentales la acometen de improviso?
Recibí una mirada asesina, no obstante lo cual continuó:
—No aumente la presión de su sangre. Está engordando, cielo mío. Veo que el cinturón le aprieta esta mañana. A Gerald le gustan las curvas y su jersey es un tratado de geometría, pero… Adelante, Lam. Suba al auto. En alguna parte tengo un plano con una lista de precios y…
—Pero usted ignora cuáles hemos vendido —le atajó Ethel—. No sabe una palabra. Ni siquiera pudo…
—No se excite —cortó Keetley—. Le perjudicará. ¿No estaba presente cuando Gerald me aleccionó como a un verdadero agente de fincas? ¿No me animó a que trabajase con él?
—¿Y no le animó a que se largase cuanto antes? —disparó Ethel.
—Así fue. Pero porque no ponía el alma en ello. Me faltaba entusiasmo. En otras palabras, contaba la verdad a los clientes. Vamos, Lam, ¿quiere visitar los solares o no?
Consulté mi reloj.
—En realidad, no puedo esperar mucho.
—En marcha, en marcha. Métase en el coche. No le costará nada. Le enseñaré las mejores parcelas. Rezo porque no busque gangas, pues Gerald no suele ser moderado en los precios. Pero la verdad es que los terrenos son buenos, definitivamente buenos.
Me encaré con Ethel Worley.
—Lo siento, pero ando escaso de tiempo.
Entré en el auto. La secretaria giró sobre sus talones y desapareció en las estrambóticas oficinas, dando tal portazo, que debió de desprenderse el revoque del techo.
Keetley tiró de la portezuela opuesta y se dobló detrás del volante.
—¿Qué tipo de solar busca, compañero?
—Uno en el que se pueda edificar más tarde, alrededor de los dos mil.
—¿Cuánto invertiría en la construcción?
—Lo ignoro.
—¿Será muy grande la casa?
—Tal vez gastaré unos quince mil.
Keetley puso el coche en marcha.
—Está bien. Los inspeccionaremos —condujo hacia una de las carreteras que costeaban los terrenos y dijo—: Ahí, a la izquierda, tenemos unas parcelas selectas por tres mil. ¿Le gustan?
—Tienen buen aspecto.
—Lo malo es que están en el lado erróneo de la calle —casi gimió Keetley—. Cuando estos otros lotes se vendan y sus propietarios edifiquen en ellos, le entorpecerán la vista. En lugar del panorama de la ciudad de día y del océano de estrellas por la noche, se encontrará contemplando el dormitorio de su vecino. No tendrá nada que objetar si su mujer es bonita. Si es un adefesio, perderá usted la afición al sexo femenino cada vez que lance un vistazo por la ventana. No, yo no le aconsejaría ninguno de éstos.
—¿Y los del otro lado?
—Tres mil quinientos —repuso sin entusiasmo—. Se encuentran en la falda de la colina. Su casa tendrá cuatro pisos en la parte baja y uno en la calle. Si quiere que le confiese la verdad, opino que esta maldita ladera tendrá su fin cuando crezcan los edificios en ella y llegue la época de las lluvias. Costará un ojo de la cara cavar los cimientos; cuando estén construidos, la colina se resentirá del peso excesivo. A causa de la disposición de los solares, tendrá la entrada y las habitaciones delanteras en la calle. Sólo la porción posterior logrará una visión del paisaje. Si quiere contemplarlo desde la sala de estar, habrá de situarla debajo de su alcoba o viceversa. Su cocina y su patio trasero se encontrarán en la fachada, o deberá colocarlos en los bajos, de modo que tendrá que subir y bajar con los platos sucios y la comida hasta el comedor. Eso es lo que ocurre con los lotes en las faldas de las colinas.
—El cuadro no es muy animador —murmuré.
—En efecto. Y si dispone el dormitorio en la parte de la calle, los individuos que edifiquen en los solares de tres mil dólares verán a su mujer.
—¿Qué puedo hacer? —indagué.
—Nada al precio que desea pagar.
—En resumen, el paisaje no lo es todo —apunté tímidamente.
—Es verdad.
—Esos solares en el terreno desigual no resultarían mal, sobre todo si la casa es de dos pisos y se puede mirar por encima de los tejados de las del otro lado de la calle. Como ha indicado con tanta exactitud, tendría que tener un piso en la calle y tres, en el flanco de la colina.
—Exacto. Es usted mejor vendedor que yo. ¿Quiere un contrato?
—Sigamos mirando —carraspeé.
—Desde luego —continuó Keetley—, tendrá que hacerse cargo de los dividendos.
—¿Qué es eso?
—Se pagan como si fueran impuestos. Apenas se da cuenta uno de ellos.
—¿A cuánto ascienden?
Keetley se encogió de hombros.
—Olvídelo. Son como los impuestos.
—Hábleme de ellos.
—Tendrá que consultar en la central. Nuestra oficina se lava las manos.
No abandoné mi papel.
—No lo entiendo.
—Déjelo así. No hay por qué acordarse de ellos ahora. Hubo una época, claro está, en que Gerald hizo lo que todo el mundo. Usar los dividendos para pagar la propiedad. Todos empleaban la misma artimaña. Es decir, casi todos.
Fruncí el ceño.
—No lo comprendo.
Keetley me miró con lástima y me preguntó:
—¿Sabe algo de leyes?
—He sido abogado.
La contestación le sorprendió.
—¡Atiza!
Incliné afirmativamente la cabeza para borrar su incredulidad.
—¿Qué pasó?
—Me expulsaron.
—¿Por qué?
—Por contar a un individuo cómo podía cometer un asesinato y salir impune.
El rostro de Keetley asumió una expresión respetuosa.
—¿Resultaría bien?
—Sí, si los tribunales mantuviesen una posición consecuente. En los de California ya ha sido sentenciado. Pero pueden cambiar de forma de pensar.
—A veces lo hacen. Quizá algún día le consulte el medio de perpetrar un buen asesinato.
—Cuando guste —respondí.
—Quedamos, pues, de acuerdo —dijo Keetley y cambió de tema y de acento—. Tratábamos de los dividendos. Como está al corriente de las leyes, nos ahorraremos unas cuantas explicaciones. Consulte los Códigos y encontrará una masa de leyes de Fomento. Algunas son producto de la época de credulidad legislativa y del creciente aumento de valor de las fincas e inmuebles. Una compañía adquiere una propiedad y anima a un contratista a pavimentar las calles, construir alcantarillas, la red eléctrica y todo lo demás. Luego hace una emisión de obligaciones para liquidar los gastos y la comunidad da el visto bueno a la urbanización y suscribe las obligaciones. Se transforman así en un gravamen sobre la propiedad y se cobran como impuestos.
—¿Y qué tiene de reprobable? —exclamé.
—Nada —aseguró Keetley—, salvo que los listos se conchaban con los contratistas y aumentan las ofertas, de modo que no sólo se incluía en ellas lo necesario para pagar las mejoras, sino para comprar toda la urbanización. El contratista cobraba su dinero, percibía su parte en el enjuague y entregaba el resto a los propietarios. Éstos conseguían así la cantidad imprescindible para la compra del terreno ante todo y se llenaban al mismo tiempo los bolsillos.
—¿Ocurre eso en este caso?
—No lo sé —respondió Keetley—. ¡Cielos! Espero que no… Por usted.
Miré en torno mío y lancé un suspiro.
—Son unos solares muy bonitos.
—¿Verdad que sí?
—La vista es espléndida.
—Maravillosa.
—El aire será limpio y estimulante, estando tan lejos de la atmósfera cargada y sucia de la ciudad.
—Lo es.
—El sol es claro.
—Usted lo dice.
—La brisa acaricia.
—Exacto. ¿Desea un solar?
—No.
—Lo imaginaba —sonrió Keetley—. Volvamos.
Regresamos al estrafalario edificio de la Agencia. Keetley frenó y se volvió hacia mí.
—¿Cuál es su juego? —me preguntó.
Le dediqué una sonrisa.
—Me tiene sin cuidado —exclamó—. Nuestro querido Gerald en la actualidad es un puritano, lo hace todo dentro de la ley. ¿Apuesta en la tercera carrera de esta tarde?
—No.
Keetley se entusiasmó.
—Me hinchare en la segunda; tengo algo seguro —se contuvo y quiso saber—: ¿Entrará en la agencia para charlar otra vez con la guapa señorita Worley?
—No veo ningún motivo para ello —repliqué.
—Muy bien. Siento que no compre nada.
Nos dimos la mano. Cuando me dirigía al coche de la agencia advertí que Keetley sacaba un lápiz y una agenda de su bolsillo. Regresé a su lado.
—Ese montón de chatarra está registrado a nombre de B. Cool. Búsquelo en la guía telefónica —le aconsejé—. Encontrará a Cool y Lam. Somos socios.
—¿A qué se dedican? —inquirió Keetley.
—Nos arrogamos el título de investigadores privados.
—¿Por qué les interesa nuestro querido Gerald?
Le sonreí.
—¡Quién sabe! Quizá sea por Ethel Worley.
—¡Oh, oh! —exclamó Keetley.
—O quizá sea por usted —le disparé.
Keetley apenas se inmutó.
—¡Lárguese! Tengo que pensar. Usted es de los que dicen la verdad dándole visos de mentira y se marchan tan frescos. O de los que dicen una mentira haciendo que suene como si fuera una verdad. Supongo que se habrá fijado en el jersey de la señorita Worley.
—Apenas.
Keetley meneó la cabeza tristemente.
—Esa mentira no suena ni pizca a verdad. Desaparezca. Debo meditar.
Subí al coche de la agencia y le observé un momento por el espejo retrovisor. Sacó el arrugado billete de veinte dólares que le había entregado la señorita Worley y lo alisó. A continuación extrajo del bolsillo posterior de su pantalón un fajo de billetes capaz de amordazar a un caballo y colocó en su superficie los veinte dólares, sujetándolo con una goma.
Finalmente, emprendí el regreso.
En el hotel busqué al taxista que había llevado a nuestra cliente. La recordaba. Habían ido a la manzana ciento veintitrés de la Avenida de Atwell.
—Un edificio muy grande, de estilo colonial, antiguo —explicó.
Recordaba que la fachada tenía columnas blancas y una arcada.
Cool se preparaba para ir a almorzar, poniéndose el sombrero ante el espejo. Era notable que una mujer de edad mediana, dura y maciza, cuya personalidad hubiera apagado cuanto se plantara en la cabeza, se preocupase por situar un palmo de tela en un ángulo determinado. Tal vez intentaba tener un aspecto retrechero.
—Hola, querido Donald —me saludó sin volverse—. Has estado trabajando, ¿verdad?
—Sí.
—Eso es lo que le gusta a Berta de ti —continuó, mimosa—. Eres activo; la hierba no crece bajo tus pies cuando tenemos un caso. ¿Qué has descubierto, amor?
—¿Notó las iniciales de la pitillera? —indagué.
Dio media vuelta, completamente alerta.
—¿Qué les pasa?
—C. H. —indiqué, lacónico.
—Bien, ¿y qué?
—Nos dijo que se llamaba Beatriz Ballwin —le recordé—. Las iniciales eran C. H. No me gusta.
—¿Qué no te gusta, querido? —preguntó Berta con acento ominoso.
—¿Por qué no?
Suspiré, dispuesto a aclarar sus ideas.
—Escucha. Viene alguien a explicarnos que la esposa de Gerald Ballwin proyecta espolvorear de veneno el café de su marido. Se da por sentado que nosotros hemos de protegerle. ¿Cómo es posible impedir que una mujer administre a su esposo una cucharada de arsénico en la intimidad del desayuno? No se conseguirá estando de plantón frente a la casa.
—¿Y bien? —insistió Berta.
—Sería necesario estar sentado a la misma mesa —dije—, y cogerla del brazo en el momento en que fuera a endulzar el café con azúcar, darle un cachete en la mano y decirle: «Mala, mala». Y eso no es factible.
—¿Adónde apuntas, Donald? Explícaselo a Berta.
—Ante todo es imposible entrar en la casa; en segundo lugar, es imposible asistir al desayuno y, en tercero, es imposible dictaminar que lo servido sea arsénico o azúcar hasta que el individuo comience a retorcerse.
—Adelante —gruñó Berta.
—Pero suponga que alguien pretende echar vidrio molido en el café de Gerald Ballwin —puntualicé—. Nos envía una persona a contarnos que la mujer de Gerald se dispone a borrarle del mapa. Mientras andamos a ciegas, el desdichado siente dolor de estómago y se reúne con sus antepasados, como tan poéticamente dicen los chinos. Nosotros declaramos que la agencia había sido alquilada para protegerte. Así llevamos a cabo dos cosas; concentramos las sospechas en su mujer y demostramos que somos unos chapuceros.
—¿Y qué, amor? —arrulló Berta.
—Pues que no me gusta —gemí—. Las iniciales de la pitillera prueban que la joven es una impostora.
Berta, sacando una llave del bolsillo, se acercó al escritorio. Abriendo el cajón del dinero, blandió un pulcro montoncillo de billetes de diez dólares y aulló:
—Y esto responde que es un cliente.
Disparó los billetes al cajón, echó la llave a éste y se fue a almorzar.