coolCap19

ANDUVIMOS por el pasillo del Edificio Pawkette, dejando atrás la clínica del doctor Jorge L. Quay.

—¿No es Quay? —preguntó Sellers, mirándome con curiosidad.

—No, señor.

—Suponía que lo era. No irá a tomarme el pelo, ¿eh?

—No.

—Me lo figuro; hemos hecho un pacto. Usted lo cumplirá hasta el fin. ¿Adónde vamos?

Me detuve ante la Compañía de Inversiones Alfa.

—Ya hemos llegado.

Llamé.

Hubo un rumor de pasos. Apareció Keetley.

—¡Vaya! ¿Cómo está, Lam? No esperaba su visita tan pronto. ¿Continúa husmeando?

—Le presento a Frank Sellers, señor Keetley —dije por toda respuesta.

Keetley le estrechó la mano estudiándole. Si reconoció en él al policía, no dio muestras de ello.

—Queremos hablar un segundo con usted —anunció Sellers.

—Un momento —rogó Keetley.

Retrocedió, cerrando de un portazo.

—¡Rayos y truenos! —gritó el sargento, apoyando todo su peso contra la puerta—. ¡Eh! ¡Abra!

Keetley obedeció. Sellers le enseñó la insignia que llevaba prendida en el revés de la solapa.

—¿Qué lleva entre manos? —preguntó con sequedad.

—Me había olvidado de una cosa —se excusó Keetley.

—No pretendí darle con la puerta en las narices.

—Pues, si no se lo propuso, lo consiguió —replicó Sellers.

—¿A qué debo su visita, teniente?

—Sargento, por ahora —corrigió Sellers—. Me dedico a comprobar algunos detalles. ¿Qué hace ahí dentro?

—Es mi oficina, mi debilidad.

—¿De qué clase?

—Confieso que juego a las carreras, sargento.

—¿De qué modo?

—Como todo el mundo. Elijo un caballo y apuesto por él. A veces gana, otras no.

—¿Cómo los escoge?

—Por eliminación.

—¿Qué es esa máquina que tiene la luz encendida?

—La empleo para llegar a mis conclusiones.

—¿Le importaría mostrarme su manejo?

—Claro que sí —respondió Keetley con frialdad y me miró—. ¿Se lo debo a usted, Lam? ¿No es capaz de guardar un secreto?

—Precisamente voy de camino a la cárcel —contesté—. Nos hemos detenido por casualidad. Acaban de arrestarme.

Keetley enarcó las cejas.

—Algunas cosas no me satisfacen por completo —indicó Sellers.

—Keetley está al corriente de que Ruth Otis se llevó anoche el veneno de la clínica del doctor Quay —le comuniqué—. La siguió y vio lo que hacía con él.

—¡Bah! —bufó el sargento.

Keetley se encaró conmigo.

—¿Intenta complicarme?

—No le haga caso. Hable conmigo —recomendó Sellers.

—Lo siento mucho, sargento, pero todo esto es nuevo para mí —afirmó Keetley—. Ni siquiera conozco a Ruth Otis.

—Es la enfermera del doctor Quay.

—¡Ah, sí! El doctor Quay tiene su clínica en este piso mismo.

—No lo desmiento —dijo Sellers—. ¿La siguió o no la siguió?

—No, desde luego —rió Keetley—. Tengo otras ocupaciones. No me está permitido el lujo de perseguir a una chica por toda la ciudad.

—Acabemos de una vez —dije a Sellers—. Acúselo de eso y asegúrese de que no hay ningún malentendido. Oblíguele a declarar en un sentido o en otro.

Keetley me disparó una mirada glacial.

—Empieza a serme antipático, Lam.

—Es posible —respondí—, pero la cuestión es: ¿siguió anoche a la enfermera del doctor Quay?

—Repito que no.

—¿No la siguió hasta la estación de la Unión?

—No.

—¿No la vio guardar un paquete en un armario de alquiler?

—No, en absoluto —rió Keetley—. Lo niego en redondo. Lo siento, Lam, pero no le serviré de engañabobos.

—Comprenda que no hago sino comprobar unos detalles —declaró Sellers en tono suave—. Le diré algo más. Ethel Worley, la secretaria de Gerald Ballwin, fue hallada asesinada esta mañana en el piso de Ruth Otis. Más aún, se encontró también el paquete de veneno con treinta granos de menos. Puede darle a la lengua, si sabe algo sobre Ruth o el arsénico.

Keetley se humedeció los labios.

—No sé nada de Ruth Otis. Insisto en que no la vi anoche.

Mientras Keetley y Sellers se contemplaban con cierto antagonismo, di la vuelta alrededor de ellos y puse en marcha la radio.

—Sólo quería cogerle en una mentira, Keetley —anuncié—. Uno de mis detectives le escoltó entonces.

—Más exactamente: dijo que lo había hecho —desdeñó Keetley—. Seguramente se pasó el rato en una taberna e inventó esa patraña.

—Era Jim Fordney. Usted le conoce —indiqué a Sellers—. Ahora diagnostique si el informe fue falso.

En los ojos de Sellers se encendió una luz de interés.

—¿Fordney persiguió a este individuo cuando iba tras de Ruth Otis? —puntualizó el sargento.

—Eso es.

—¿Cómo se sabe que el paquete de Ruth Otis contenía veneno, sargento? —objetó Keetley con suavidad.

—Acertó, Donald —exclamó Sellers—. ¿Cómo se supo? Hable.

—Fordney puede describirlo —contesté.

—En resumen, sólo se trata de la palabra de Ruth Otis —murmuró Keetley.

—¿Qué debía hacer? ¿Detenerla? —sonreí—. ¿Pedir una cucharada de veneno para comprobar que no se equivocaba?

Sellers se disponía a decir algo, pero le interrumpió una voz que llenó la habitación:

«—Ábrala un poco más, por favor».

—¿Qué demonio es eso? —estalló Sellers, retrocediendo.

Keetley dio media vuelta, alargando la mano hacia la radio. Atenacé su muñeca.

«—Ahora escupa —dijo la voz».

Keetley me apartó.

«—Doctor, duele mucho —gimió la voz femenina».

Keetley cerró la radio.

—¿Qué demonio es eso? —repitió Sellers.

—Sargento, iré a Jefatura o a cualquier sitio en que desee interrogarme, pero éste es un despacho particular —protestó Keetley—. Estoy estudiando unos caballos y me molesta que se divulgue mi sistema. En cuanto a Lam…

Se volvió hacía mí con las pupilas centelleando de ira y gritó rabioso:

—¡Largo de aquí!

—¿Quiere saber lo que ha pasado? —pregunté a Sellers.

Keetley me disparó un directo, que esquivé en el instante preciso, y chilló indignado:

—¡Maldito sea! ¡Le…!

La mano grande y fuerte del sargento Sellers se cerró sobre la corbata, camisa y solapas de Keetley y le aplastó contra la pared.

—¡Quieto! ¡Arreglaremos este asunto de una vez para siempre!

Torné a poner la radio en marcha. Keetley pretendió cogerme y el sargento Sellers le apretó contra el tabique.

De nuevo la voz oyóse en el despacho.

«—Bueno, no tendremos que vaciarla más. Debía de dolerle mucho. Ya no quedan caries».

—¿Cómo? —se consternó Sellers.

—Creo que el doctor Quay se dispone a empastar una muela.

El sargento moduló un silbido.

—¡Márchense los dos! —aulló Keetley—. ¿Lleva permiso de registro, Sellers?

—No lo necesita —intervine—. Usted, sin ser policía, ha plantado micrófonos en la clínica de Quay. Eso es un delito. Cuando se coge al culpable con los instrumentos empleados para perpetrar un crimen, la policía no requiere permisos de ninguna clase.

Sellers me hizo un gesto de agradecimiento.

—¡Cuando pienso en todo lo que he hecho por esta sabandija! —se quejo Keetley—. Le aconsejé en la adquisición de uno de los solares de Ballwin para que no perdiera dinero, le di un soplo sobre Fair Lady esta tarde… ¿Ganó algo? —preguntó.

—Todos nosotros —contesté.

—Eso es lo que se saca de recomendar un caballo —se lamentó Keetley.

—No se preocupe —le avisó Sellers—. Conozco personalmente a Jim Fordney. Si afirma que usted siguió a Ruth Otis, estoy convencido de que lo hizo. Hable.

Keetley abrió las manos en un ademán de resignación.

—Procuraba descubrirlo todo para poner en manos de la policía la solución definitiva. Una revelación prematura lo arruinaría.

—¡Otro, Dios mío! —gimió Sellers.

—¿Otro qué?

—Otro maldito aficionado con la pretensión de impedir que la policía sea víctima de su propia idiotez —rugió Sellers—. Mucho agradeceríamos a los que están enterados de algo que nos informasen y tuviesen la bondad de acceder a que nosotros aclarásemos los misterios Pero todos los infernales genios del mundo se meten en camisa de once varas ¿Qué sabe? ¡Apresúrese a contármelo!

—¿Por qué?

Sellers señaló al dictógrafo.

—Ya oyó las palabras de Lam —ladró.

—No pierda la cabeza —rogó Keetley.

—Ponga las cartas encima de la mesa —ordenó Sellers—. ¿Dónde podemos sentarnos? Bueno, empiece ahora.

—Para ayudarle, Keetley, le sugeriré por dónde puede comenzar —tercié.

—¿Por dónde?

—Hace varios, meses usted envió a una firma de analistas químicos un cepillo para el pelo con algunos cabellos prendidos. Les suplicó que buscasen en ellos rastros de arsénico. ¿Qué le parece como punto de partida?

Keetley me contempló largo rato, especulando, sin duda, acerca de cuanto sabía yo.

—Vamos. Principie —le animó Sellers.

Keetley apartó unos papeles en el escritorio para sentarse en él, con un pie en el suelo y el otro balanceándose como un péndulo, lenta, metódicamente, único síntoma de su tensión nerviosa.

—Adelante —insistió el sargento.

—Muy bien. Ahora lo sabrá todo —le calmó Keetley—. Mi hermana se casó con Gerald Ballwin. Siempre habíamos estado muy unidos, nos queríamos entrañablemente. Me opuse a su boda con Gerald. Pensaba que era débil de carácter y aficionado a las mujeres.

»No se equivocaba. No tardó en hacer la rosca a Dafne. Después Anita enfermó: sufría un grave trastorno estomacal. En apariencia se trataba de una intoxicación por haber comido alimentos en mal estado. Mejoró, pero, a poco, falleció de repente. No se efectuó autopsia. El médico extendió un certificado de defunción, indicando que la muerte se debió a una dolencia gastroenterítica producida por una intoxicación. Se incineró su cadáver.

»Gerald contrajo matrimonio con Dafne. Como un estúpido estuve medio año sin sospechar nada. Entonces se me ocurrió una porción de cosas. Era demasiado tarde. El cadáver había sido incinerado y sus cenizas esparcidas por toda la falda de la montaña. Pero abrí los ojos y me entregué a la lectura.

Keetley buscó en un estante una obra titulada «Medicina Forense» y continuó:

—Es la cuarta edición del Sidney Smith. Oigan lo que dice sobre el arsénico. Es un veneno muy peculiar. Aparece en las uñas y en el pelo cuando ya no quedan rastros de él en el cuerpo. He aquí lo que dice Smith: «Se ha comprobado que el arsénico no se presenta en el cabello hasta cinco días después de tomarlo, que se prosigue excretando por la cabellera durante varios meses y que es posible localizarlo en ella tras su completa desaparición en el organismo».

»Entre los efectos personales de mi hermana que se me entregaron había un cepillo para el pelo que había utilizado en los últimos tiempos. El cabello contenía indicios innegables de arsénico.

—¿Por qué no recurrió a la policía? —preguntó Sellers.

—¿Para qué? —despreció Keetley—. Hubiera asegurado que se trataba de un apaño y que el pelo del cepillo no pertenecía a Anita. Era la única prueba que restaba. Por más que busqué no di con otra. Recorrí farmacias y droguerías, examiné registros, anduve incansable y para no correr riesgos, fingí ser un borracho, aficionado a las carreras de caballos en las que a veces ganaba dinero, que luego perdía hasta el último céntimo.

—Buscando siempre pruebas.

—Sí, señor.

—¿Contra Gerald Ballwin?

—No sea necio —sonrió Keetley—. Contra Dafne.

—¿Contra Dafne? ¡Si ha muerto!

—En efecto, ha muerto.

—Oigamos el resto —mandó Sellers, entornando los ojos.

—Dafne ha fallecido. Detesto hablar mal de ella pero era perversa una arpía, una rata. Mientras buscaba pruebas, me las compuse para no perderla de vista. Descubrí que se sentía atraída por el doctor Quay Y luego sin razón aparente, quizá debido a un presentimiento, se me antojó que tal vez Quay le hubiese proporcionado el veneno que empleó contra Anita. Consulté los registros averiguando que el doctor Quay utilizaba arsénico de tarde en tarde. Como es lógico, mi paso siguiente fue alquilar este despacho y plantar un micrófono en la clínica de ese dentista. Eso demandó que preparase el decorado que ahora ven.

—¿Qué descubrió? —indagó Sellers.

Keetley dudó perceptiblemente.

—Se lo contaré todo —dijo al fin—. Espero que tendrá el sentido común de no publicarlo hasta que la situación se haya aclarado.

—Veamos.

Keetley se acercó a un gran archivador, abrió uno de los cajones con una llave y sacó una porción de cilindros.

—Estos cilindros conservan las conversaciones captadas por el micrófono en la clínica dental. No me ocupé más que en las importantes —explicó Keetley—. Siempre que salía, los ponía en marcha. Muchos de ellos están en blanco, otros no contienen más que conversaciones rutinarias, como lo que acaban de escuchar y algunos, como éste, les interesarán.

Escoció un cilindro y continuó:

—Todo está grabado aquí. Desde luego el micrófono cambió levemente las voces, pero creo que las reconocerán en seguida.

Del ropero extrajo una máquina, la montó y sujetó el cilindro en ella.

—Escuchen.

Durante unos instantes no oímos más que el raspar de la aguja en la superficie del cilindro. De pronto la voz de Ruth Otis, natural y llena de vida, consideradas las circunstancias, dijo:

«—Doctor Quay, ha llegado la señora Ballwin. Le rogué que esperase, pero insiste en verle.

»—Hágala pasar al laboratorio.

»—Perdone, doctor. El otro paciente aguarda desde…

»—Hágala pasar al laboratorio.

»—El paciente está en la antesala —dijo Ruth con firmeza—. Se queja de que, a pesar de tener hora, le han precedido varias personas y…

»—Hágala pasar al laboratorio.

»—Está bien, doctor».

Hubo una pausa. Después el dentista habló untuoso, sin duda al cliente que tenía en la silla.

«—Lo siento muchísimo, pero esa señora se halla en un estado que requiere atenciones inmediatas. Cuando viene es señal de que sufre espantosamente. ¿Me excusará un segundo, por favor?».

Hubo otro intervalo de silencio que Keetley aprovechó para explicar:

—He situado micrófonos en las diferentes habitaciones de Quay. En aquel instante se dirigió al laboratorio. Lo que oirán fue captado por el correspondiente micrófono. Ahora.

Se percibió el ruido de una puerta que se abre y se cierra. A continuación Quay dijo:

«—Tengo muchísimo trabajo y…

»—¡Quiero que despidas a esa chica! —ordenó la voz de Dafne Ballwin.

»—Es leal. Procura servirme bien, Dafne. Después de todo…

»—¡Quiero que la despidas!

»—Permite que te explique, Dafne. Verás, hay un paciente…

»—¿La despedirás?

»—Sí, amor mío.

»—Eso está mejor, querido. Bésame».

No sonó el beso. Keetley nos dijo entre paréntesis:

—Los de esa clase no hacen ruido.

Sellers se acomodó en su asiento.

Volvieron a oírse voces:

«—Tenía que verte, Jorge —dijo Dafne—. Llegó la ocasión que esperábamos. Me urgía hablar contigo, porque creo que esta noche lo podremos realizar todo.

»—No te calles —la animó Quay—. Refiere lo más sobresaliente, querida. ¿Qué es?

»—La firma “Zesty”, que elabora pasta de anchoas, emprende una campaña publicitaria. Su representante me visitó esta misma tarde y me regaló una caja de pasta para que la pruebe. Sus fotógrafos me retratarán con vistas a la propaganda. Mi retrato aparecerá en todas las revistas. ¡Ojalá me fuera posible esperar! Pero Gerald cambiaría su seguro y su testamento. Y esa asquerosa Ethel Worley le echaría el anzuelo.

»—Desde luego, Ethel le tiene fascinado —convino Quay—. Pero si tú…

»—No seas tonto, nene. Ethel Worley es lista. Hace una semana que lo sabe. Por algo no nos dejan en paz sus detectives. Si no fuera por eso yo… De todos modos, nadie sospecha esto, por lo que pienso que ha llegado el instante de actuar.

»—¿Usando la pasta de anchoas para…?

»—Sí.

»—Recuerda Dafne, que no debemos cometer el menor desliz —exclamó la voy del dentista—. Has de hacer exactamente lo que digo. La resistencia a esta clase de veneno varía según los individuos, pero todas las autoridades están de acuerdo en que una dosis de dos granos no es letal. En esta cápsula hay dos. Asegúrate de que no la extravías.

»—¿Cuándo los tomo?

»—Inmediatamente antes de que se lo administres a tu marido. La cápsula tardará algo en disolverse en tu estómago, de forma que tu esposo será el primero en sentirse mal. Telefonea al médico y descríbele los síntomas como ya te he contado. Diagnosticará que es una intoxicación y te indicará el tratamiento.

»Cuando acabe de darte las explicaciones, también te encontrarás mal. Eso justificará que no hagas nada por tu marido cuando empeore ¿Lo has entendido?

»—Naturalmente. Lo hemos discutido muchísimas veces ya.

»—Bien —dijo el doctor Quay—. Una cosa más. No imagines que vas a engañarme. Es algo definitivo.

»—Pero ¿qué te pasa?

»—Significa mucho para mí, vida mía, pero no me fío de ti. ¿Quién es ese chofer?».

La carcajada de Dafne Ballwin sonó áspera y metálica en el cilindro.

»—¿Quién es? —insistió Quay.

»—No te preocupes por él. Le despediré en cuanto lo digas.

»—Ya lo digo. No me gusta. Creo que nos espía.

»—¡Oh, no seas criatura! El pobrecillo hace lo que puede. Simpatizo con él.

»—Pues yo no.

»—Pero, Jorge, ¿acaso crees que alguien podría…? Bésame, amor mío».

Una vez más reinó el silencio.

«—Acuérdate, Dafne, de que tendrás dos granos de arsénico en el estómago —dijo el doctor Quay—. Si tomas una chispa más puedes morir. Pon las galletas que haya de comer tu marido a un lado de la fuente y las tuyas, al otro. No ocurrirá nada si Gerald prueba las de ambos lados, pero tú tienes que limitarte a las de uno ¿Comprendido?

»—Sí, sí. No soy tan tonta como supones. ¡Y tú acuérdate de poner en la calle a tu enfermera!».

La máquina se detuvo.

—Este cilindro no tiene nada más —explicó Keetley—. El siguiente contiene la conclusión de la entrevista. Nada de particular. Supongo que esto les dará una idea.

Sellers le contempló asombrado y jubiloso a pesar del dominio que gozaba sobre sí mismo.

—Ahora —anunció Keetley, cortando la corriente del aparato—, les expondré el reto.

—Adelante —le acució Sellers.

—Dafne Ballwin se llevó el veneno y mezcló arsénico con la pasta de anchoas. Sin embargo, fue lo bastante lista para pensar una coartada por si alguien sospechaba que no se trataba de una simple intoxicación. Se apoderó de la taza en que Carlota Hanford, su secretaria, había tomado el café y cuyas huellas dactilares conservaba, y preparó en ella el veneno. Arregló algunas galletas con pasta y arsénico y otras sin ellos, y dejó la bandeja para ir a saludar a su marido. El mayordomo debía presentarla.

»El hado le hizo una jugarreta. Dafne había empleado a un novato que apenas si sabía conducir un coche y se entretenía con él durante sus momentos libres. A su debido tiempo probablemente hubiera matado al doctor Quay a fin de disfrutar de la vida con su chofer, pero entonces se limitaba a divertirse con él. Su fidelidad canina la halagaba. El hecho de conseguir que trabajara en algo que aborrecía, le proporcionaba una sensación de autoridad y de poder que la henchía de delicia.

»Pero el chico era inepto como mayordomo. Al levantar la bandeja, se le escaparon unas galletas, que cayeron al estante o al suelo. Las recogió y las ordenó de nuevo, trastocando todo lo concebido.

»Dafne había engullido sus dos granos de arsénico. Llegada la pasta de anchoas, eligió una de las que sabía cargadas de veneno y se la puso en la boca a su marido, ocupado en agitar la coctelera, y después le acompañó en la prueba. Sin duda, comió una o dos galletas emponzoñadas. Aquello bastó, sumándose a los dos granos, para su muerte.

»Todo hubiera salido a las mil maravillas de no ser por lo anterior y por el hecho de que Carlota sospechó inmediatamente lo que sucedía y telefoneó a un médico y a la policía. Así se desbarataron los planes de Dafne y del doctor Quay. Aquélla se desmayó. La dosis de arsénico era letal.

»Y ésta es, caballeros, la historia de un asesinato —concluyó Keetley con una pequeña reverencia.

—¿Qué nos cuenta de Ethel Worley? —pregunté.

—Da la casualidad de que sé lo que ocurrió en aquel piso —respondió Keetley—. Es verdad que seguí a Ruth Otis. No podía dejar desamparada a esa tontuela. El doctor Quay es listo. De tarde en tarde procura utilizar arsénico. Comprendió que los registros de las farmacias serían examinados y que su amistad con la señora Ballwin se descubriría.

»Verán su astucia. Presintiendo que se buscaría en los registros y que le interrogarían, envió a su enfermera, cuando la situación estuvo madura, a comprar un paquete de arsénico. No lo necesitaba. En cuanto la policía le preguntase, podría decir: “Sí, señores, mandé a mi enfermera a por arsénico. He pasado dos o tres semanas sin él y me agrada tenerlo a mano, porque lo empleo para esto y para lo de más allá. Pero el arsénico que adquirimos no tiene relación alguna con la desgracia de la señora Ballwin, pues está intacto en mi laboratorio”. Los llevaría a él. Los investigadores desharían el paquete y verían que no faltaba nada.

»Pero fue Ruth Otis quien compró el veneno. Temió encontrarse complicada en el caso, por lo cual vino anoche a la clínica, cogió el paquete y lo llevó a la estación de la Unión, guardándolo en un armario de alquiler. No quise orientar su atención en ese sentido, dada la situación, para que no recayesen las sospechas en Ruth, acusándola de asesina o cómplice. Sabía que el doctor Quay era capaz de jurar que, por su índole cruel y rencorosa, había robado el arsénico a fin de matar a la mujer que odiaba.

»Por consiguiente, me apresuré a rectificar su error en cuanto se me ofreció ocasión.

—¿De qué modo? —preguntó Sellers.

—Pues cogiéndolo del armario en que ella lo había ocultado y devolviéndolo al sitio debido del laboratorio del doctor Quay. No son muy difíciles de abrir esos armarios —sonrió Keetley.

—¿Tiene la llave de su clínica? —inquirió Sellers.

Keetley rió.

—¿Cómo cree que instalé los micrófonos?

—¿Colocó el arsénico en el estante del laboratorio?

—Sí.

—Entonces, ¿de qué forma explica que se hallase en el piso de Ruth Otis?

—Imagínelo usted mismo —contestó Keetley—. No cuesta mucho. Así que se enteró de la muerte de la señora Ballwin, el doctor Quay se dijo que debía pensar en sí mismo, tanto más cuanto que se practicaría la autopsia a la difunta. Necesitaba una cabeza de turco. Esta mañana Ruth Otis andaría buscando colocación. Echó treinta granos de arsénico en el lavabo y depositó el resto en el piso de esa muchacha.

—¿Puede probarlo? —exclamó Sellers.

Keetley lo miró con desprecio.

—¡Por el amor de Dios! —bufó—. Le presento el caso resuelto en una bandeja de plata, adornado con una cinta de color rosa… Debería hacer algo usted solo.

—En otras palabras: lo de Ethel Worley es pura conjetura suya, ¿verdad?

—¿No esperará que se lo entregue todo mascado? Porque…

—Déjese de sarcasmos —interrumpió Sellers—. Me importa distinguir entre lo que conoce y lo que imagina.

—Cómo guste. Sé que el doctor Quay proyectó el asesinato de Gerald Ballwin, sé que él y Dafne estaban de acuerdo, sé que por casualidad Dafne tomó una dosis excesiva y sé que Dafne envenenó a Anita. Presumo que el doctor Quay se propuso abandonar el arsénico en el piso de Ruth Otis. Sé que coloqué el paquete de veneno en un estante del laboratorio, anoche, sobre las once y media. Presumo que el doctor Quay se libró de parte del arsénico, llevando el resto a la casa de la joven y presumo que, mientras estaba en ella, Ethel Worley, que buscaba a Ruth como testigo, sorprendió al dentista en el piso o en el instante de salir de él.

»Quay no contaba con esto. Estaba enterado de que Ethel sospechaba de él y le odiaba. Es evidente lo sucedido a continuación. Se trataba de su vida o la de la muchacha.

Sellers redujo a papilla su cigarro durante unos segundos.

—Donald —acabó por decir—, voy a charlar con ese doctor. Usted permanecerá aquí para que no ocurra nada a las pruebas.

—No se inquiete. No pasará nada —respondió Keetley, sereno.

—Estoy convencido —aseveró Sellers—. Pero ese cilindro implica para el dentista la diferencia entre la vida y la muerte, y para mí el ascenso o el descenso. No puedo llevármelo y me es imposible solicitar refuerzos en este instante —el sargento se volvió hacia mí—: ¿Puedo fiarme de usted, Donald?

—Sí. Entrégueme el cilindro, Keetley —ordené.

Me obedeció y añadí:

—No estará de más que le cachee, Frank.

El sargento Sellers recorrió la inmóvil superficie física de Keetley.

—Nada —me informó.

—Bien. Me cuido de él —respondí—. Entendámonos, Keetley. Nos enfrentamos con un asesinato. Resérvese sus bromas.

—No sean lerdos —se impacientó Keetley—. He procurado resolver el misterio. No acometa al doctor Quay; todavía no está maduro para una confesión. Si buscamos más pruebas…

—Si no está maduro para una confesión, yo le maduraré —gruñó Sellers—. Voy a aclarar este crimen de una vez. Espérenme aquí.

Pasó por mi lado y se paró en el umbral.

—Donald, en usted confío —repitió.

—Descuide —le prometí.

La puerta rotulada «Compañía de Inversiones Alfa» se cerró.

—Es demasiado pronto para pedir confesiones —me dijo Keetley.

—No conoce a Sellers —contesté—. Es una bellísima persona, pero cuando se pone duro los diamantes son mantequilla comparados con él. ¿Damos marcha al dictógrafo?

—¿Por qué? —se sorprendió Keetley.

—Me encantaría escuchar la técnica del sargento.

El rostro de Keetley se iluminó.

—¡Caramba! A mí también.

Dio vuelta al mando.

—Le aconsejo que ponga un cilindro nuevo —le dije—. Tal vez necesitemos pruebas de lo acontecido.

Keetley aprobó con un gesto y giró un conmutador.

—Todo está a punto.

Me retrepé en la butaca. Apenas tuve tiempo de acercar una cerilla encendida al cigarrillo. El aparato comenzó a verter palabras en el despacho.

—Lo siento, caballero —decía Quay—. Estoy sin enfermera. La que tenía se fue ayer sin previo aviso. Si aguarda aquí… ¿Eh?

—Soy el sargento Sellers, de la Brigada de Homicidios. Cuanto diga será usado como prueba contra usted. Despida a su paciente. Deseo hablar sin auditorio.

—Podemos hacerlo en el laboratorio —indicó Quay.

—Bueno, vamos allí.

—¿A qué viene esta intrusión? Usted… —empezó a decir el dentista.

—¿Conocía a la señora Ballwin? —atajó la voz de Sellers.

—Sí, era cliente mía.

—¿Sólo eso?

—Sí, señor.

—¿Le hizo muchos arreglos?

—¿Eh? Pues…

—¿Cuántos? —ordenó Sellers—. Enséñeme su libro de visitas.

—Como era una antigua amiga, no la inscribía…

—¿Venía a menudo? —prosiguió Sellers.

—A veces.

—¿Cómo cuánto? —insistió el sargento alzando la voz.

—Con cierta frecuencia.

—¿Sobre todo estos dos últimos meses?

—No puedo responderle.

—¿Y su libro de visitas?

—Tampoco.

—Es decir, venía aquí de vez en cuando sin previo aviso.

—Sí, señor.

—¿Tampoco pedía hora cuando se iba?

—En efecto.

—¿Acaso dirigía su clínica? —se burló Sellers.

—Pues no…

—Su enfermera dijo lo contrario.

—La enfermera tenía celos —replicó Quay con sequedad—. Cree que perdió el empleo por culpa de la señora Ballwin.

—¿No es la verdad?

—No, naturalmente —exclamó el dentista con dignidad—. La eché por grosera.

—¿No tuvo nada que ver la señora Ballwin?

—No.

—¿Entregó arsénico a la señora Ballwin? —disparó Sellers.

—¿Arsénico? ¡No, Cielo santo!

—¿Nunca?

—Nunca.

—¿No mandó comprar arsénico a su enfermera? —preguntó Sellers.

—No —casi chilló Quay—. Si lo compró fue sin mi conocimiento y sin mi permiso. Y, evidentemente, con el propósito de asesinar a alguien. Pero, dígame, ¿hay posibilidad de que esa joven vengativa, de espíritu retorcido y nula personalidad, envenenase a Dafne Ballwin?

—No, ni la más mínima —respondió Sellers—. Sé que usted estuvo en su piso con objeto de arreglar una prueba acusadora, y entonces llegó Ethel Worley.

—¿Qué? ¿Cómo, sargento? —tartamudeó Quay.

—No pretenda engañarme —tronó Sellers—. Demasiado sabe que proyectó con Dafne envenenar a su marido.

—¡Está loco!

—¡Un cuerno! —bramó Sellers; oímos romperse algo y agregó—: ¡Mire! ¿Lo ve?

—Sí. ¿Qué es? —murmuró Quay.

—El micrófono de un dictógrafo —respondió Sellers—. Lo pusimos nosotros. Escuchamos su conversación con Dafne cuando acordaron asesinar a su esposo. Usted le entregó una cápsula con dos granos. ¿Sí o no?

Hubo una pausa interminable.

—¡Vamos! —gritó Sellers—. ¡Suéltelo!

—Le Juro, sargento, que no le di más arsénico que el suficiente para que se encontrase mal —repuso Quay con voz temblorosa de miedo—. Dafne deseaba simular los síntomas de una intoxicación digestiva. Ya lo sabrá si tienen un cilindro grabado con los diálogos que mantuvimos en este laboratorio.

—Sí, lo sabemos —dilo Sellers—. Querían envenenar a Gerald, ¿no?

Quay reflexionó un momento.

—¿Y qué? Él mejora rápidamente.

—Y fue al piso de Ruth Otis para complicarla —afirmó Sellers—. Ethel Worley le sorprendió en él.

—¡No mil veces no! No puede probarlo.

—¡Rayos! —chilló Sellers—. ¿Cómo cree que Ethel Worley llegó a aquella casa? Mary Ingram, compañera suya de trabajo, la condujo en su auto. Esperó a que saliera. Y mientras esperaba en él estudiando español, levantó los ojos al entrar usted y también los levantó cuando salió. Mary Ingram, transcurrida media hora sin que Ethel reapareciera, subió a llamar al piso. No obteniendo contestación, telefoneó a la policía. Ya está enterada de lo que ésta encontró. Y ahora…

El micrófono captó un estruendo semejante al que haría alguien cambiando de sitio el mobiliario de la clínica. Después Sellers dijo con un gruñido de satisfacción:

—¡Inténtelo de nuevo y ya verá lo que le pasa!… ¡Levántese…! ¡Póngase en pie cobarde! Confiese la verdad.

Y el doctor Quay empezó a contar la verdad con voz temblorosa. Su monólogo se prolongó diez minutos.

Sellers le arrestó. Percibimos el chasquido de las esposas. Después le oímos telefonear pidiendo un coche a la Brigada.

Marqué el número del doctor Quay en el teléfono de Keetley. El sargento contestó.

—Le hice un favor, Frank —le comuniqué.

—¿Quién habla?

—Lam.

—¿Dónde está?

—En el despacho de Keetley. Repito que le he hecho un favor.

—Pues aún no sabe la mitad —dije—. Es algo de que usted se olvidó.

—¿Qué? —exclamó Sellers inmediatamente.

—Indiqué a Keetley que colocara un cilindro ante el dictógrafo —aclaré—. No ha perdido una sola palabra de las pronunciadas por el doctor Quay. Podrá llevárselo cuando le acompañe a Jefatura.

El silencio reinó durante unos segundos.

—¡Por Dios! ¡Estoy en deuda con usted! —chilló Sellers.

—Entregue el preso a los guardias cuando lleguen, Frank, y pase por aquí a recoger la confesión. Así tendrá ocasión de conferenciar con Keetley, porque, desde luego, ni usted ni él desean hacer público su sistema de llenarse el bolsillo con las carreras.

—Donald Lam recuérdeme que le debo una tarjeta que le será muy útil si le detienen por exceso de velocidad.

—Gracias —contesté—. Mientras tanto, telefonee a mi casa avisando a Berta de que Ruth es inocente. Mande que se vaya con viento fresco y deje a la chica sola.

—¿Cuál es su número? —preguntó Sellers.

Se lo dicté.

—Bueno, lo haré —prometió Sellers.

Colgué el teléfono.

—Me parece recordar que venía arrestado —comentó Keetley.

—Fue una broma —repuse, y crucé los dedos—. ¡Frank Sellers y yo estamos así!