coolCap18

ME llevaré mi coche, porque después iré a otros sitios —anunció el sargento—. Supongo que querrá emplear el suyo.

—Sí, señor.

—¿Con quién va usted? ¿Con Sellers o Conmigo? —pregunté a Berta.

—Con Frank.

—Un momento, un momento —suplicó Sellers—. No crea que me dará el esquinazo consiguiendo hacer juegos malabares con el teléfono.

—¡Dios mío! —suspiré hastiado—. Le he asegurado que no está en mi casa, pero se empeña en comprobarlo. No me importa. Si piensa que me serviré del teléfono, llame usted mismo. No le responderán, porque no hay nadie en el piso.

—No es mala idea —aprobó Sellers—. ¿Cuál es su número, Berta?

Una vez lo supo, Sellers lo marcó y aguardó de ocho a diez segundos. Al no conseguir contestación, me miró de un modo raro.

—Está bien, Donald. Iremos de todas formas —me dijo—. Aunque no sea más que para divertirnos.

—Como usted guste —le respondí—. Me halagará la visita y le convidaré a un trago. Tenga la llave. Supongo que saldrá minutos después que yo, si piensa usar la sirena.

—No se preocupe, hijo —sonrió Sellers—. No lo haré si va en su auto. Le cederé la vanguardia para no perderle de vista hasta que lleguemos a su casa. Berta y yo le seguimos. ¿Está claro?

Afirmé con la cabeza y conseguí bostezar.

Mientras cruzábamos la antesala, recordé el antiguo ensartapapeles que Elsie tenía siempre sobre su escritorio, consistente en un punzón de acero montado en un pie de hierro en el que se pueden clavar los recibos que se desea tener a mano.

Sellers nos precedía. Me hice galantemente a un lado para que Berta pasase, me apoderé del ensartapapeles, arranqué las facturas que contenía y las dejé revolotear hasta el suelo.

Volví la cabeza. Elsie Brand me contemplaba con curiosidad, pero no dijo nada ni se levantó para recoger los papeles hasta que hube cerrado la puerta.

Escondí el ensartapapeles debajo de mi chaqueta y descendí en el ascensor con Sellers y Berta. El coche del sargento se hallaba detenido ante un caño del servicio de incendios frontero al edificio.

Sellers tomó asiento ante el volante. Acompañé a Berta hasta la otra portezuela y se la mantuve abierta.

Mi galantería llenó de delicia a mi socio. Noté que resplandecía literalmente.

Al regresar pasé por la trasera del coche y clavé con toda mi fuerza el ensartapapeles en el neumático posterior de la derecha. Torné a esconderlo debajo de mi americana y me acerqué a la ventanilla del sargento.

—Ahora mismo subo al cacharro de la agencia.

—Bien —respondió Sellers—. Inicie la marcha.

—Recuerde que no tendré que seguirle, sino usted a mí.

—No le sepa mal —repuso Sellers, acariciando la sirena—. Vea qué ayudante más lindo tengo. En cuanto apriete el acelerador, me pondré a su lado. Vaya tan deprisa como se le antoje. No me separaré ni un centímetro de usted.

—De acuerdo entonces.

Fui al garaje donde guardaba el coche de la agencia. El sargento encendía un nuevo cigarro cuando salí. No se daba prisa en arrancar.

Me lancé entre el tráfico y logré manzana y media más una luz roja de ventaja sobre ellos. Pero a las cuatro travesías el automóvil de la policía rodaba tras mí, conducido por Frank Sellers, cuyo cigarro formaba en su boca un fanfarrón ángulo de cuarenta y cinco grados.

Pasamos una media docena de bocacalles antes de que yo lograra doblar a la izquierda. Entonces advertí que el coche de Sellers se inclinaba a un lado. Su conductor lo condujo hacia el bordillo.

Hundí el acelerador.

El claxon de Sellers emitió una serie de bocinazos de aviso antes de que yo hubiera cubierto cincuenta metros. Al terminarse la manzana sonó la sirena. En vano.

Continué adelante a bastante velocidad.

Frené en seco frente a mi casa y salté hacia la puerta empuñando ya la llave de la entrada. Abrí rezando porque el ascensor estuviera en la planta baja.

Mis oraciones fueron oídas. Subí.

La puerta del ascensor tenía tendencia a encallarse si no se ejercía cierta fuerza. La dejé abierta un centímetro, impidiendo que se estableciese el contacto requerido para accionarlo. Aquello les obligaría a subir a pie concediéndome unos segundos.

Corrí por el pasillo hasta mi piso y penetré en él como un torbellino.

Percibí el ruido de unos pies descalzos y un leve chillido.

Ruth apareció en el umbral del dormitorio manteniendo una toalla ante su persona.

—¡Dios mío! ¡Que momento eligió para bañarse!

—Debía hacerlo, Donald —se excusó la joven—. Arreglé la casa. Estaba muy sucia y desordenada. ¿Qué ocurre ahora?

—El sargento Sellers viene hacia aquí. Encontraron el paquete de arsénico en sus habitaciones.

—Vístase y márchese —ordené.

—No puedo vestirme si usted mira.

Me dirigí a la ventana y me quedé al pie de ella, dándole la espalda.

—Hágalo ahora. No se acuerde de las medias. Póngase lo imprescindible y lárguese. He dejado abierta la puerta del ascensor para que no puedan utilizarlo. Cuando esté en el pasillo, corra escaleras arriba hasta el otro piso. Si, por desgracia, la arrestaran, no haga ninguna declaración. Y ahora, ¿conocía a Ethel Worley?

—¿Quién es? —preguntó Ruth.

—La secretaria de Gerald Ballwin.

—Sí, la vi una vez.

—Encontraron su cadáver en el piso de usted.

—¡Donald! —exclamó Ruth con voz entrecortada.

—Asesinada —agregué—. Le dieron un golpe en la cabeza y la estrangularon con una de sus medias de nylon. ¿Sabe si conocía al doctor Quay?

—Sí.

—¿Y usted?

—Apenas. Me visitó una vez —respondió Ruth.

—¿Por qué?

—Quería hacerme hablar sobre el doctor Quay y la señora Ballwin, pero no le dije nada.

—Siga vistiéndose.

—Ya… ya estoy.

Me volví. Se había puesto la falda, la blusa y la chaqueta. En aquel momento se calzaba.

—¿Llevaba sombrero? —pregunté.

—Sí.

—¿Dónde está?

—Ahora mismo lo busco —contestó Ruth.

—¿Y las medias?

—En mi bolso.

—¿No se olvida nada?

—Nada.

—Muy bien. Váyase. Recuerde: suba la escalera.

—Donald, ¿qué me pasará si me cogen? —indagó Ruth muy pálida.

—La cogerán si se queda aquí —la interrumpí—. Suba la escalera. No se mueva de los pasillos superiores hasta que vaya a buscarla. Jamás se les ocurrirá buscarla en ellos. ¡Largo!

La empujé hacia la puerta y luego la acompañé por el pasillo.

—Detrás de esa puerta de escape está la escalera. Póngase en marcha.

La contemplé mientras emprendía la ascensión. Así que estuve en mi piso, miré en torno mío por si se había dejado algo. Apenas había comenzado la inspección, cuando aporrearon la puerta con fuerza inaudita.

Franqueé la entrada al sargento Sellers, que rechazó la madera con tanta violencia, que chocó contra la pared.

Retrocedí para que entrase.

—¿Cuánto hace que llegó? —preguntó Sellers.

—Ahora mismo —me sorprendí—. Creí que me seguían.

—¿No oyó mi sirena?

—Desde luego.

—¿Por qué no se detuvo? —me increpó Sellers.

—¿No la empleó para abrirse paso entre el tráfico? —me asombré.

—Le indicaba que se parase. Tuve un pinchazo.

—¡Vaya un cuento!

Sellers atenazó mi hombro y me obligó a dar la vuelta. Me aplastó contra la pared y me contempló con los ojos flameantes.

—¡Maldito sea! —gritó—. O tiene demasiada suerte o es demasiado listo.

—Suéltele, Frank —mandó Berta, entre jadeos y resoplidos.

—Pero ¿qué le sucede? —protesté—. ¿Tengo yo la culpa de su pinchazo? ¿Bromea? No habría llegado tan pronto aquí si hubiera cambiado el neumático.

Berta cesó de tragar aire por la boca lo suficiente para anunciarme:

—No lo cambiamos.

—Me incauté del primer auto que encontré hasta que vi un taxi —dijo Sellers—. Incluso así, usted debió de ganar cuatro o cinco minutos de ventaja.

Meneé la cabeza.

—No será tanto, aunque es posible, pero no veo su importancia. Cuando frené y no le divisé, esperé en la calle un par de minutos. Entonces subí.

—¡Maldito sea, Donald! Si miente, le… le dejaré sin trabajo. Le retiraré la licencia.

—¡Oiga! —chillé, también irritado—. Usted me dijo que fuese delante, porque…

—¡Muy bien! ¡De acuerdo! —vociferó Sellers—. ¿Dónde está la chica?

—Berta fue la que afirmó que se hallaba aquí —le recordé.

—¿Es que no está?

—Carlota Hanford, ¿verdad? —me reí—. Ya se lo avisé antes de venir. Puede recorrer la casa si gusta.

Sellers no desperdició la invitación. Después se enfrentó con Berta.

—¿Qué se propone?

—Donald, no creas que me tomarás el pelo —resopló Berta.

Me encogí de hombros.

—No seguirán burlándose de mí —aseguró Sellers—. Aquí no hay más faldas que las suyas, Berta.

—El ascensor estaba estropeado; tuvimos que subir la escalera —insinuó Berta—. ¿Fue una casualidad?

—No comprendo —gruñó el sargento frunciendo el entrecejo.

—No me mires así, Donald Lam —acusó Berta; tomó aliento y añadió—: No estoy dispuesta a recibir un rapapolvo. Frank afirma que no tiene nada contra ella. ¿Por qué no te rindes?

Saqué mi pitillera y la ofrecí al sargento.

—¡Yo no fumo porquerías! —rechazó Sellers y extrajo otra tagarnina de su chaleco.

—Tengo whisky en la cocina —insinué.

—Estoy de servicio —rehusó Sellers—. Siga hablando, Berta. Me fascina su voz. Barrunto que Donald pretende cambiar de conversación.

—El ascensor no funcionaba —explicó Berta—. Tuvimos que subir a pie, pero el indicador señalaba este piso.

—Quizá no ande descaminada —murmuró Sellers.

—¿Por qué no ingresa en la policía y se transforma en un detective de veras? —propuse a Berta.

Sus ojos relampaguearon. Yo le hice un guiño disimulado.

—¡Vete al infierno! —gritó Berta—. No quiero ser cabeza de turco.

—Sospecho que ha dado en el clavo con lo del ascensor, Berta —alabó Sellers.

—Este mozalbete se aprovechó del pinchazo —afirmó Berta—. Llegó corriendo y dispuso el ascensor de forma que hubiéramos de subir por nuestros propios medios. Así ganó tiempo. Pero no entiendo sus motivos. Usted le dijo que Carlota Hanford era inocente. Eso es lo que nos importa.

—¿Es su cliente? —preguntó Sellers.

—Sí.

—¿El único?

—Sí, sargento.

Sellers me estudió.

—Sigo sin entenderlo.

—Porque Carlota Hanford no está aquí. Jamás lo estuvo —aclaré.

Berta lanzó una mirada en torno suyo.

—¡Y un cuerno! —exclamó, ya exasperada—. ¡Qué limpio está esto! Y Donald sólo permite que entre la mujer de la limpieza una vez a la semana. Los ceniceros relucientes, no hay polvo. Mire…

Berta pasó los dedos por la superficie de una librería. Sellers la contemplaba pensativo. Ella metió la cabeza en el cuarto de baño.

—Es usted un magnífico detective —dijo a Sellers.

—Ahórrese los cumplidos —replicó el sargento.

—Pero… ¡fíjese, hombre de Dios, en el espejo del baño! Todavía se halla velado por el vapor y el toallón está húmedo. ¿No le dice nada eso?

Sellers se volvió hacia mí modulando un silbido.

—Veamos, Lam, ¿dónde la tiene?

—Carlota no estaba aquí —contesté sacudiendo la cabeza.

—¡No me diga! —exclamó Sellers—. Eche una ojeada a su piso. Berta tiene razón.

—¿Hay alguna ley que impida tener visitas femeninas?

Sellers se rascó el cráneo.

—Es posible —comentó para Berta—. Eso explicaría que no trajese a Carlota a su casa.

—Pues que nos enseñe quién es y saldremos de dudas —propuso Berta.

—Probablemente es lo que ambos quieren evitar —repuso el sargento.

—Pues lengua no le falta. Cuando es necesario habla como una cotorra.

—Supongamos que Donald llega aquí como un relámpago estropea el ascensor, la chica está en el baño, la saca de él y…

—¿El ropero? —propuso Berta.

—Ya lo he mirado —respondió Sellers.

—Es listo —le recordó Berta—. No haría lo más natural.

—Veamos. Pongámonos en su situación. ¿Por qué estropeó el ascensor? —indagó el sargento.

—Para retrasarnos, haciéndonos subir por la escalera.

—De ese modo ganaba muy poco tiempo, un minuto o dos. Si el ascensor funcionaba, no subiríamos por la escalera, sino que lo usaríamos. Por consiguiente, necesitaría que funcionara cuando la chica desapareciese. Ella bajaría por la escalera y no nos encontraría en el camino.

—No lo entiendo —refunfuñó Berta.

—En el instante en que la despidiese. Donald habría devuelto el ascensor a la normalidad. Nosotros subiríamos en él y la joven desaparecería por la escalera sin peligro alguno. Es lo razonable.

—Así parece —convino Berta.

—Pero él no lo ejecutó de esa manera. ¿Por qué? —exclamó el sargento.

—Está usted haciendo una montaña de un grano de arena, Sellers —le avisé.

—Calle. Debo pensar —me ordenó.

—Tal vez pretendía arreglarlo luego —barruntó Berta.

—Lo hubiera realizado de tener ocasión —interrumpió Sellers—. Ése fue su proyecto primitivo pero algo le indujo a cambiarlo. Quizá el encontrar a la muchacha en el baño no le concedió tiempo para sacarla antes de que llegásemos.

—Pues bien, ¿qué hizo? —preguntó Berta.

Sellers mascó la punta de su cigarro por encender. Sus ojos se apegaban a mi rostro cavilosos y velados. Los míos estaban llenos de firme inocencia.

—¡Rayos!… ¡Claro! —exclamó el sargento de improviso—. ¿Por qué no se nos ocurrió antes?

—¿Qué? —chilló Berta.

Sellers se precipitó al corredor, donde se volvió para preguntarme:

—¿Cuál es la puerta de la escalera?

—Debe saberlo, ya que subió —contesté.

—No me interesa la que lleva abajo, sino la de los otros pisos.

Le indiqué la puerta que deseaba.

—Gracias. Donald —dijo Sellers, abalanzándose hacia ella.

Me volví hacia Berta.

—¡Bonito modo de respetar una sociedad!

—¡No quiero pasar por idiota! Además, ¿por qué no me avisaste de que tenías una moza en tu casa?

—No accedí a traer a Carlota Hanford —me quejé—. Es ilógico poseer una agencia de detectives y escamotear a los perseguidos por la policía.

—No sé por qué te vuelves de pronto tan escrupuloso —se irritó Berta—. Lo horrible en ti es que careces de sentido financiero.

—Tradúzcame su última frase.

—No trabajas por el dinero. En cuanto una casquivana te pone los ojos tiernos, pierdes la chaveta y nuestra sociedad revolotea alrededor de los muros de la prisión de San Quintín. Cuando pienso los riesgos que has corrido porque unas faldas te han sonreído, me acometen escalofríos. Todas las mañanas, al despertarme me pregunto qué me reserva el destino y…

Y el sargento Sellers entró llevando a Ruth Otis de la mano.

—¡Miren lo que he cazado! —voceó.

—¡Que me aspen! —exhaló Berta.

—No tienes derecho a traerme aquí —desafió Ruth al sargento—. ¿Quiénes son estas personas?

—No se excite, hermana —recomendó el sargento—. ¿Es que jamás vio este piso?

—Naturalmente que no.

—Entonces, ¿cómo se explica que los muebles estén cubiertos de sus huellas dactilares?

—Eso es mentira —intervine—. No ha tomado…

—¡Silencio! —mandó Sellers—. Ahora tengo yo la palabra.

—Éste es mi piso.

—Exacto. Vive en él, señor Lam, pero no más que de momento —dijo el sargento con exagerada cortesía—. Su residencia permanente será una gran casa con muchísimas habitaciones. Pero sólo ocupará una y con barrotes en la ventana.

—¿Es un crimen que una amiga se cuide de mí? —pregunté.

—Bueno, confesaré —carraspeó Ruth—. Hace un mes conocí a Donald y me enamoré de él. Todavía no he conseguido el divorcio y no puedo casarme con él por ahora.

—¿Vive aquí?

—Hará de una a dos semanas —mintió valerosamente Ruth.

Sellers curioseó en el interior del ropero.

—¿Dónde tiene sus cosas? —inquirió.

—Una mujer limpia el piso y no quise que supiera que estaba con Donald.

—¿Y su cepillo de clientes?

Ruth volvió sus ojos hacia mí, derrotada.

—Éste es el asunto más sorprendente que… —comenzó Sellers y se interrumpió como deslumbrado—. ¡Alto! Pelirroja, un metro sesenta y dos, cincuenta y dos kilos, buena figura. ¡Dios mío! ¡Es la muchacha que ando buscando! ¡Es la asesina! ¡Es Ruth Otis!

—Siéntese, Ruth —ordené—. Será mejor que apechuguemos con la situación. No tardaría en descubrir su permiso de conducción.

—¡Muerte y condenación! —se maravilló Sellers.

—¡Que me aspen! —murmuró Berta.

—Bueno, bueno. Tomen asiento y hablemos —propuse.

—Pregonaré por todo el mundo que estoy dispuesto a hacerlo —sonrió Sellers.

—Me esfuerzo por aclarar el misterio —anuncié—. Lo habré conseguido dentro de dos o tres horas.

—¡Estupendo! —profirió Sellers—. El mismísimo genio pone manos a la obra. Vencerá a toda la policía conjunta, ¿verdad, Donald?

—Sí, señor.

—¡Qué modesto! —dijo el sargento a Berta.

—Siéntese, no se altere y se lo demostraré —propuse—. La policía, en cuanto detiene a alguien, recibe la visita de los periodistas y a renglón seguido todo se halla ante los ojos del público. Los defensores de la ley son insobornables, pero se vuelven locos por la publicidad. Todo lo que un periodista debe hacer es arrastrarle a un rincón y decirle: «Oiga, Sellers. Si me da la información en exclusiva le pondré por las nubes, explicando que no pasó por alto los indicios desechados por los demás y que cazó sólito a la muchacha en cuestión». A usted se le hace la boca agua y suelta cuanto sabe.

—Siga, siga, hijo mío —me animó el sargento.

—Recuerde que le diré la verdad.

—Lo celebro, lo celebro.

—El doctor Jorge L. Quay envió a Ruth Otis a por arsénico —empecé—. Ella obedeciendo órdenes, lo depositó en un estante del laboratorio. Ruth me lo contó y me consultó cuál había de ser su conducta. Le recomendé que recobrara el paquete, antes de que Quay lo escondiese o efectuara algo delictivo con él, y que lo guardara en un sitio seguro.

»Ruth recobró el veneno anoche y lo encerró en un armario de la estación de la Unión. Más tarde me lo refirió y la regañé porque debía haber avisado a la policía. Me contestó que deseaba que yo me encargase de ello por lo cual le supliqué que me esperase aquí mientras yo iba a buscar el veneno. Entonces Ruth me notificó que había olvidado en su otro vestido la llave del armario en que lo escondía y me entregó la de su vivienda. Fui a ella a recobrar la del armario. Cuando abrí el piso alguien me aporreó. Al recobrar el sentido descubrí el cadáver; bajé al vestíbulo y comuniqué el hallazgo, pero antes registré el vestido descrito por Ruth y encontré, en efecto, la llave ansiada. Me dirigí a la estación y busqué el veneno. Había desaparecido.

—¡Y entonces telefoneó inmediatamente a la policía! —exclamó Sellers con sarcasmo—. Eso le libra de sospechas. Me alegro.

—Quise formular a Ruth algunas preguntas y ultimar ciertos detalles antes de que lográsemos la publicidad resultante de telefonearles.

Sellers se encaró con Berta.

—Todo esto significa que de ahora en adelante se las tendrá que arreglar sola.

—¿Por qué? —se maravilló Berta.

—Porque todo lo que lleva dicho Donald le convierte en cómplice y encubridor. No verá las calles durante quince o veinte años.

—¿En serio, Frank? —preguntó Berta.

—Tan en serio como si me hubiese golpeado la espinilla —aseguró Sellers—. Descargaré sobre él todo el peso de la ley: Ya estoy harto de genios.

—No se mueva. Descanse un poco más —le invité—. Hablemos con sentido común.

—¿Con sentido común? —rió Sellers con un dejo de amargura—. Ya hemos hablado bastante.

—Pare el carro —le rogué—. Piense que andaba desorientado y sin base. Tenía que pisar sobre seguro antes de hacerle intervenir. No quería darle una pista falsa.

—No, no lo deseaba. En absoluto —repitió Sellers con plúmbea ironía.

—Oiga, sargento, deje a la muchacha aquí. No tratará de escapar. Los periódicos no sabrán nada. Ayúdeme durante dos horas y el caso quedará resuelto.

—Por mí ya lo está —sonrió Sellers—. Nos iremos quietecitos a la Jefatura.

—¡Tenga corazón, Sellers!

—¡Uf! Tengo cabeza. El corazón me sobra.

—Si arresta a esta joven, y los periodistas se enteran, jamás detendrá al asesino.

—¿Para qué si ya lo cacé? Incluso pienso que tengo dos. ¿Sabe lo que opino, Donald?

—¿Qué?

—Pues que fue con esta chica a su piso y atraparon a Ethel Worley en él. La golpeó en la cabeza para huir sin contratiempos, pero con fuerza excesiva. Se le ocurrió atarla para que no diera la voz de alarma… incluso pudo estrangularla deliberadamente. Lo ignoro. No es usted un ángel de pasta flora. Berta no ha tenido sino quebraderos de cabeza desde que se asoció con usted.

—Pero ha ganado dinero.

—No esta vez —acusó Sellers.

—Sólo dos horas —supliqué.

—Ni un minuto.

—Permítame telefonear —dije.

Se me rió en las barbas.

—No más que una llamada.

—¿A quién?

Comprobé en mi reloj la hora que era.

—A mi apostador. Me gustaría saber cómo acabó la carrera.

—¿Ya es tan tarde? —se asombró Sellers.

—Sí, sargento.

—Yo me encargo de eso —dijo Sellers, pero cambió de pensamiento—. No, yo tampoco. Telefonee usted, Berta.

Berta se aproximó el aparato e hizo volar el disco bajo sus dedos.

—¿Oiga? ¿Oiga?… Póngame con… ¡Ah! Es usted. De sobra sabe quién soy yo. ¿Cómo se portó Fair Lady?

Estudié el rostro de Berta con una ansiedad que jamás había sentido por el resultado de una carrera. Cuando comprobé que se animaba, permití a mis piernas que me dejaran caer en la silla y busqué un cigarrillo.

—¡Este mequetrefe! —exclamó Berta, cortando la comunicación admirada.

—¿Cuándo? —apremió Sellers.

—Ganó por una cabeza —respondió Berta—. Cinco a uno. Doscientos cincuenta dólares. Percibirá cien, Frank.

—¿Cien? ¡Bobadas! —chilló Sellers—. Le dije que nos repartiríamos los otros diez.

—¿Sí? —murmuro Berta con dulzura—. Ya imaginé que no me había entendido. Pensé que sólo apostaba veinte.

—¡Narices! —bramó Sellers.

—No discutiremos por cincuenta dólares —le aplacó Berta.

—No sabe cuán verdad es eso.

—Ahí tiene —me inmiscuí—. Obstínese y sea un policía pobre toda su existencia.

—¿De qué habla? —se sorprendió Sellers.

—Detenga a esta joven y todo se sabrá.

—¡Qué pena! —se burló Sellers—. Ya veo los titulares en los periódicos: «Sellers arresta a una asesina. Moderna Borgia capturada gracias a la habilidad del sargento Sellers» —y agregó sonriendo—: ¿Le agrada, superhombre? Usted empezó; yo no hago más que devolverle la pelota.

—En efecto, conseguirá usted una gran publicidad —convine—. Pero ¿y después?

—Quizá me asciendan y me aumenten el sueldo. ¡Sería terrible! Présteme su pañuelo, Berta, que voy a echarme a llorar.

—Arruinará el único sistema matemático inventado para apostar en las carreras —le recordé—. Su autor está metido en este caso hasta el cuello. Pondrá los pies en polvorosa en cuando lea que Ruth y yo hemos sido detenidos. Sus colegas, sargento, le perseguirán así que yo declare, irán a su despacho. Quizá sea usted inteligente quizá dirija el registro, pero aun en tal caso ya sabe lo que ocurrirá.

»En cuanto los demás se enteren de su descubrimiento, el capitán le ordenará: “Sargento, presénteme las pruebas”. Y cuando el capitán tenga, aparecerá el jefe diciendo: “Capitán, lleve esos indicios de culpabilidad a mi despacho”.

Sellers se rascó la mollera.

—Aquí tiene a esta joven. Aquí me tiene —continué—. Átenos, amordácenos, pero use su cacumen y tendrá ése sistema para usted sólito. Lo único que se debe hacer es introducir unas tiras de celuloide en una máquina, dar unas vueltas a unos discos, apretar un botón y leer la respuesta.

—Veinticinco dólares convertidos en ciento veinticinco, Frank —casi sollozó Berta—. ¡Diablos! ¡Si hubiera arriesgado quinientos los hubiese multiplicado por cinco!

Sellers se paseó, se sentó, sacó una cerilla, la raspó en la suela de su zapato y aproximó la llamita a su cigarro medio devorado. Durante media docena de segundos se dedicó a expeler nubarrones de humo azul. Por fin preguntó:

—¿Dónde está ese antro, Donald?

Le contesté con una carcajada.

—No le servirá de nada —me avisó Sellers—. Tardará muchísimo tiempo en poder apostar a los caballos.

—No le servirá de nada, sargento. No servirá a nadie, excepto, tal vez, al jefe.

—Podría presentarme al jefe y decirle que… —murmuró.

—Si es el primero en llegar.

—No se preocupe, lo seré.

—Usted y los periodistas —remaché.

Sellers cambió de posición y miró a Berta pasándose los dedos por su espesa cabellera.

—No más que apretando un botón —susurró Berta—. ¡Enloquezco!

—Todavía no la he escuchado, Ruth —dijo Sellers volviéndose hacia la joven—. Tiene la palabra.

—Cállese, Ruth —ordené.

Sellers se puso encarnado.

—¿Quién diablos cree usted que es? —rugió.

Procuré formar un anillo de humo.

—Soy la persona que le dijo que apostara por Fair Lady.

Sellers y Berta dialogaron con los ojos.

—¿Cuánto tiempo necesita? —preguntó al fin el sargento.

—Puede dejar a Berta aquí mismo con Ruth —propuse—. Demasiado sabe que Berta le será leal. Yo le acompañare para mostrarle ese sitio.

—¿Y luego?

—Lo invadimos.

—¿Usted y yo?

—Usted busca pruebas. Yo seré el testigo —respondí.

—¿Testigo? ¡Usted es mi preso! —aulló Sellers.

—Como le plazca, pero siga mis consejos durante la investigación.

—¿Por qué debo hacerlo?

—¿Por qué apostó por Fair Lady? Porque deseaba obtener beneficios, ¿no? —repliqué.

—En lo que me atañe… —comenzó Ruth.

—¡Silencio! —gritó Sellers.

Ruth obedeció.

—Puede confiar en mí, Frank —terció Berta suplicante—. Si la diablilla intenta alguna jugarreta, la aplasto como si fuera un mosquito. Soy capaz de ello.

Sellers midió, admirado, los anchos hombros de Berta Cool.

—¡No lo dudo! —admitió meditabundo.