ELSIE Brand tenía la puerta del despacho entornada de modo que le era posible vigilar la entrada. En cuando aparecí, me guiñó el ojo, haciendo gestos en dirección del despacho de Berta Cool e indicándome que retrocediese. La obedecí cuando se abrió la oficina de Berta y oí decir a Frank Sellers:
—Pues así que llegue…
El lento cierre automático interceptó mi retirada. Sellers me descubrió antes de que desapareciera de su campo visual.
—Aquí está —exclamó.
—Hola, sargento —saludé avanzando.
—Pasa, Donald —dijo Berta con el rostro ceñudo e impenetrable.
Entré con indiferencia en su despacho.
—¿Encontró el cadáver? —pregunté a Sellers.
—Sí, no tenía perdida —contestó el sargento.
Nos sentamos los tres. Sellers, con el sombrero echado, atrás y la frente arrugada, mascullaba su húmedo cigarro y lo trasladaba nervioso de una comisura a otra de la boca.
—¿Bien? —exclamó.
—Bien, ¿qué? —le pregunté sorprendido.
—¿Qué se propone? —gruñó—. Informa a la policía de que ha encontrado un cadáver, y corta en plena comunicación. No me dice dónde está, cómo puedo encontrarle ni cómo tropezó con el fiambre, lo mismo que si se tratara de un perro extraviado. Después viene a esta oficina, no intenta reanudar la comunicación con la policía y ni siquiera refiere a su socio el descubrimiento. ¿Qué diablos se propone?
—¡Vaya una porción de preguntas! —protesté aburrido.
—Bueno, empiece a hablar.
—Una cosa después de otra.
—¿Por qué colgó?
Di a mi cara una expresión de asombro.
—¿Que yo colgué? Imaginé que deseaba actuar rápidamente. Le había proporcionado toda la información esencial, de manera que no me sorprendió que interrumpiera la comunicación.
—No me dijo dónde le encontraría esperándome. Cuando una persona halla un cadáver debe avisar a la policía y explicarle quién es y todo lo demás.
—Avisé a la policía a los diez segundos del descubrimiento —afirmé—. Le dije quién era. Luego me dejó con la palabra en la boca y…
—Nos quitaron la comunicación —gruñó el sargento.
—¿Cómo podía saberlo? —desafié.
—Repitiendo la llamada.
—¿Para que me arrancasen la cabeza de los hombros? —me mofé—. Usted ya conocía todos los detalles imprescindibles.
—¿Por qué no se lo contó a Berta?
—No tuve ocasión —respondí—. No quise hablar de ello en presencia de nuestro cliente. Pensé que preferiría que la policía lo hiciese de nuestro modo. Si después resultaba que el culpable escapaba y que él estaba enterado del asesinato, no podría explicar que lo había sabido por nosotros.
—¡Qué considerado! —bufó Sellers.
—Lo soy.
—¿Cómo fue a la casa?
—Deseaba ver a una chica que vive en ella.
—¿A Ruth Otis?
—Sí, señor.
—¿Por qué?
Carraspeé.
—Es enfermera del doctor Jorge L. Quay.
—¿Y qué? —inquirió Sellers.
—El doctor Quay es el dentista de la señora Ballwin.
—Continúe —mandó el sargento.
—Ella compró veneno en la farmacia Acme.
—¿Conque lo sabía?
—Sí.
—¿Algo más? —surgió Sellers.
—¿No es bastante? —me sorprendí.
—¿Qué hizo usted? —insistió Sellers.
—Ir a su casa.
—¿Tocó el timbre?
—Nones.
—¿Cómo entró?
—La puerta de su piso estaba ligeramente abierta.
—¿Cómo cruzó la entrada del edificio?
Levanté los ojos al techo.
—La empujé y cedió.
—¡Bah! —protestó Sellers—. Mejor será que cante muchacho.
Suspiré.
—Bueno, si se pone así, confieso que usé una llave.
—Eso está mejor —refunfuñó el sargento—. ¿Qué buscaba?
—Pruebas.
—No me dijiste nada de eso —gritó furiosa Berta.
—No tuve tiempo —me excusé.
—Ahora lo tiene —afirmó Sellers.
Eché una mirada a mi reloj.
—Ya que hablamos de tiempo, tengo un soplo seguro para la segunda carrera. Deseo telefonear en cuanto acabe para cobrar.
—Frank es amigo nuestro, querido —arrulló Berta—. Nuestro cliente está a salvo. Colaboramos los unos con los otros. ¿Cuál es tu caballo, Donald?
—El vencedor.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he encontrado el sistema de ganar en las carreras. Me maravilla que no se le haya ocurrido a nadie lo mismo.
—¿Cuánto apuestas, amor?
—Un centenar.
—¡Cien dólares! Tiene que ser la fija —se entusiasmó Berta—. Jamás pasa de los diez, Frank.
—Opino que nos alejamos del asunto que nos interesa —indicó Sellers—. Explíqueme qué buscaba en el piso de esa Otis… Bueno, si tiene algo seguro para la segunda carrera, suéltelo.
—No tiene importancia —contesté—. Conocí a un individuo con un método de nuevo cuño para acertar los vencedores. Es matemático.
La silla de Berta Cool crujió al inclinarse adelante su propietaria.
—¿Cuál es el jaco? —preguntó Sellers.
—Fair Lady.
—No me gusta —gruñó el sargento, meneando la cabeza—. Es un saco de patatas.
—Debió haber visto cómo trabaja aquel individuo —respondí—. Tiene registradas todas las actuaciones de los caballos. Coloca en una máquina las curvas de las actuaciones trazadas en película, enciende una luz detrás y comprueba qué caballo ganará.
—¿No es más que eso? —preguntó Sellers.
—Exacto. Es un inventario perpetuo de lo que es capaz cada penco.
—¿Y apostaste cien dólares basándote en ese sistema? —exclamó Berta, entre asombrada y respetuosa.
—En efecto.
Berta empuñó el teléfono y ordenó a la telefonista:
—Póngame con la línea exterior.
Marcó frenéticamente un número y chilló:
—¿Oiga? ¿Es Fred? Aquí Berta Cool. Tengo algo para la segunda carrera… No, igual es… Dese prisa, quiero llegar a tiempo. Ya sé que urge mucho. Se trata de Fair Lady. Ponga sobre sus lomos veinte dólares de mi parte.
—Añada otros veinte de la mía, Berta —intervino.
—Apunte cuarenta —ordenó Berta.
Hubo otra pausa. Después dijo Berta:
—Ascienda mi apuesta a treinta. Mi amigo tendrá veinte. Así serán cincuenta dólares… Sí, inscriba a mi nombre, como si tratara sólo conmigo. Muy bien. Cincuenta. Cinco por uno. ¡Magnífico! Adiós.
Berta colgó el aparato.
—¿Quién es ese sujeto? —indagó Sellers.
—Posee una oficina en la que, aparentemente, no hace nada más que estudiar las marcas. Trabaja como un negro tomando notas, subiendo y bajando las tiras de celuloide en que están apuntadas las hazañas de los equipos. Es una idea descomunal.
—¿Por qué las sube y las baja? —se intrigó Berta.
—Porque si un caballo prefiere el terreno húmedo, puede ajustar la tira que a él se refiere con relación a los restantes. Cada vez que un jamelgo corre, examina su actuación y prolonga la curva de la misma, como él la llama. Después coge los celuloides pertenecientes a los que compiten, los apila y ajusta de forma que tenga la posición adecuada al estado de la pista y eso es todo. Enciende una luz y aparece en relieve el vencedor con precisión matemática.
Berta, mirando a Sellers, dijo:
—Parece factible.
—¿Por qué no? —pregunté—. Después de todo, lo mismo hacen todos los aficionados con lápiz, papel y sudores. Pero hay demasiados factores y es imposible coordinarlos. La respuesta es instantánea, cuando se reduce todo a una media que se puede superimponer.
—No entiendo ni jota —confesó Berta—. Lo que me convence es que hayas invertido cien dólares en ese cuadrúpedo. Está seguro de que triunfará.
—No se enfade conmigo si no vence —la avisé—. No le mandé que apostara. Ni siquiera estaba dispuesto a decirle su nombre hasta que el sargento me obligó.
—Pero ¿apostaste cien dólares?
—Sí, señora.
—Eso me basta —decidió Berta—. Arriesgamos cincuenta dólares.
—Veinticinco cada uno —exclamó Sellers.
Los ojos de Berta chispearon.
—Sólo dijo veinte, Frank.
—Supuse que íbamos a medias —repuso Sellers—. Tengo veinticinco de mi bolsillo.
—Ordenó veinte —insistió Berta—. El apostador me prometió cinco por si llegaba a los cincuenta.
—Ya sé que encargó veinte por barba. Pero, cuando el apostador aumentó la postura, esperé que nos aventuraríamos a la par.
—Bueno —rugió Berta—. Yo he puesto treinta dólares y de ellos respondo. Y usted juega los veinte que deseaba.
—Repito que quiero los otros cinco —se obstinó Sellers.
Berta exhaló un suspiro interminable.
—Muy bien. Veinticinco para cada uno.
—¿A cinco por uno? —aclaró Sellers.
—A cinco por uno —contestó Berta.
—Deberíamos echar una mirada a ese invento —propuso Sellers.
—Estoy dispuesta a hacerlo cuando gusten —intercalo Berta.
—¡Condenado me vea si no es una ocurrencia inmejorable! —gritó el sargento—. Cuanto más lo pienso tanto más plausible me parece.
—Yo puse cien dólares contantes —le recordé.
—¿Qué cara tenía Fair Lady en la máquina? —indagó Sellers.
—La carrera será disputada, no un paseo. Probablemente ganará por un cuerpo. Esa es la razón de que den cinco por uno.
—No me importa que gane por una pestaña —tronó Sellers—. La cuestión es que llegue en primer lugar. Volviendo al caso Ballwin lo tenemos resuelto.
—No debe usted fiarse de las pruebas circunstanciales, Frank —aconsejó Berta acariciadora—. Ya sabe. Muchísimas veces…
—Ésta es indiscutible —atajó Sellers.
—Lo que no entiendo —continuó Berta— es lo que me contaba del asesinato de la secretaria de Ballwin.
—En apariencia, sabía demasiado.
—¿Y cree que tiene relación con el envenenamiento de los Ballwin?
Sellers se rió sin ganas.
—¿Que si está relacionado? Lo juraría.
—¿Quién es el culpable? —pregunté.
—Ruth Otis —contestó Sellers con acento definitivo.
—¿Del envenenamiento y del otro asesinato?
—Sí.
Berta me lanzó una mirada significativa.
—Imaginaba que quería cargar a Carlota Hanford con el mochuelo.
—No se lo cargamos a nadie —protestó Sellers—. Actuamos sobre pruebas. Ahora me importa ver a Carlota Hanford. Si les visita o telefonea, comuníquenle que deseo hablar con ella cuanto antes.
Berta tornó a mirarme.
No respondí a su indicación.
—¿Está seguro de que Ruth Otis es la envenenadora? —inquirí.
—¡Claro! —afirmó Sellers—. En su piso nos esperaban todos los indicios necesarios, Incluso encontramos el paquete del veneno. Sabemos exactamente cuánto usó.
—¿Cuánto?
—Muchísimo —contestó Sellers—. Las autoridades en la materia afirman que más de dos granos es una dosis letal; menos no significa más que una grave intoxicación.
—¿Cuánto falta del que compró? —persistí.
—Ruth Otis adquirió doscientos granos. Faltan treinta granos.
—¿Y en su habitación estaba lo que sobró?
—Sí —respondió Sellers—. Y un tubo de pasta de anchoas a medio consumir. Ciertamente, odia a la señora Ballwin de todo corazón.
—¿Por qué? ¿Celos?
—No; perdió el empleo por su culpa. La señora Ballwin era cliente del doctor Quay, y por su posición social y económica gozaba de ciertos privilegios. Esto exasperaba a Ruth Otis quería ser la reina de la clínica. Se mostró grosera con la señora Ballwin convencida sin duda, la pobrecilla, de que el doctor la apoyaría.
—¿Y qué hizo el dentista?
—Naturalmente, defendió a la señora Ballwin y despidió a la enfermera.
—¿Por lo cual decidió envenenar a su enemiga?
—En efecto.
—¿Creía recobrar de ese modo su empleo?
Sellers retorció su cigarro en la boca y clavó sus ojos en los míos.
—¿Me toma el pelo?
—Sólo preguntaba.
—No me gusta el tono de su voz.
—Pero ¿y las otras pruebas? —intercaló Berta—. La que descubrió… ¡ejem!, el resto de ellas.
—¿Cuáles?
—La taza con la pasta de anchoas envenenada y las huellas dactilares de Carlota Hanford.
—¡Ah, eso! Carlota Hanford es su cliente —afirmó el sargento.
—No he dicho nada.
—No era necesario —sonrió Sellers—. ¿Dónde está? Necesito verla.
—Referente a la taza… —comenzó Berta mimosa.
—La habían preparado —declaró el sargento—. Casi me hicieron picar el anzuelo. De no ser por el asesinato de Ethel Worley, habría arrestado a Carlota. Estuve a punto de obtener el permiso de detención, lo cual demuestra los giros de la fortuna.
—¿Qué ha averiguado sobre Ethel Worley? —indagué.
—Todavía trabajamos en eso —respondió Sellers—. Mis hombres buscaban huellas dactilares cuando me marché, porque deseaba enterarme de dónde se había metido. ¿Por qué no aguardó a que llegásemos?
—Porque no me lo mandó.
—Debió comprenderlo. Claro que quería hablarle.
—Lo hace ahora, ¿eh?
Sellers se puso encarnado.
—No se ponga tan guasón. Tal vez esté en un lío. Cuénteme algo sobre la llave maestra.
—Cuando desee verme a las horas de trabajo —dije virtuosamente—, venga aquí o telefonee y…
—¡Cállese! —aulló Sellers.
Enmudecí.
—Nos iba a hablar de Ethel Worley y Ruth Otis —recordó Berta con diplomacia.
—Gerald Ballwin mejora a pasos agigantados —empezó Sellers, mientras raspaba una cerilla en la suela del zapato y pretendía en vano, encender su ensalivado cigarro—. Está a punto para recibir el alta. En realidad, si no fuera por el choque espiritual, los médicos le hubieran permitido salir del hospital. Su mujer se hallaría en sus mismas condiciones si hubiera recibido los primeros auxilios tan pronto como él. Es notable. El chofer mayordomo sufrió un golpe más rudo que el marido. Lloriqueaba como un niño.
Sellers tomó aliento y cruzó las piernas.
—No me importa confesar que ese sujeto, Wilmont Mariville, nos llenó de sospecha, porque había servido las galletas envenenadas. Si hubiera fallecido el marido, le hubiésemos dado un mal rato. Pero fue al revés y… nos quedamos sin motivo. Cuando lloró como un mocoso, al conocer la muerte de la señora Ballwin, le borramos de la lista negra.
—¿No sería una comedia? —pregunté.
—¡Un cuerno! Las lágrimas chorreaban por sus mejillas.
—¿El marido lo soportó con más entereza?
—Tiene más dominio de sí mismo —contestó Sellers—. Pidió el teléfono y llamó a su oficina contando lo sucedido y mandando que la cerrasen.
—¿Con quién habló? —indagué.
—Con Ethel Worley, su secretaria.
—Y ¿qué pasó? —quiso saber Berta.
—En la oficina trabajan dos jóvenes: Ethel Worley y Mary Ingram. No están precisamente a partir un piñón; quizá sean celos de empleadas o algo por el estilo. Ethel en cuanto se enteró de la defunción de la señora Ballwin, declaró a Mary Ingram que ya estaba harta. Si era un asesinato, se hallaba al corriente de algunas cosas que no podía reservar para sí y que iba a hacer algo muy serio.
—¿Qué?
—A eso voy —nos calmó Sellers—. Ethel no pudo poner en marcha su automóvil. Mary tenía allí el suyo. Le rogó que la llevase a la ciudad.
—¿Accedió Mary?
—Sí, señores. Se dispuso a llevar a Ethel a su casa, pero ésta le suplicó que la condujera a ciertas señas de la Avenida de Lexbrook.
—¿Y qué?
—Mary satisfizo su petición. Ethel le demandó que esperara unos minutos. Los minutos se convirtieron en media hora. Mary se enfadó, convencida de que abusaban de ella y que la Worley se daba muchos humos, y se largó.
—¿Sin saber que Ethel se hallaba en peligro?
—Desde luego. Supuso que Ethel había ido a entrevistarse con un testigo, pues eso fue lo que dijo.
—¿Observaba Mary el edificio? ¿Puede decir si entró y salió alguien?
—No, eso es lo malo. Es una muchacha estudiosa. Está aprendiendo el español y llevaba una gramática de ese idioma. Se entregó al estudio en el interior del coche, sin fijarse apenas en la casa, por lo menos durante los primeros veinte minutos. Después se puso nerviosa y, finalmente, perdió los estribos. Cerró el libro, aguardó otros cinco minutos y acabó por accionar el embrague.
—¿Qué opina que pasó? —pregunté.
Sellers me disparó una mirada aniquiladora.
—¿Cómo voy a saberlo? No soy un genio, joven y brillante, como usted. Pero cuando una mujer odia a otra y ésta es envenenada; cuando aquélla compra el veneno; y cuando alguien que lo sabe va a su piso y es estrangulado, incluso un policía idiota como yo puede sumar dos más dos. Así es.
—Ethel Worley no era ninguna miniatura. Tenía mucha carne y numerosas curvas. Hubiera tenido algo que objetar si el culpable no era más grande y más fuerte…
—Un golpecito en la sien salvó esa dificultad —replicó Sellers—. Se lo propinaron desde atrás, evidentemente cuando ella no miraba ni esperaba nada. Tiene una contusión en el cráneo, exactamente sobre la oreja derecha, producido por un rompecabezas.
—La cuestión es que Carlota Hanford queda eliminada, ¿verdad? —exclamó Berta.
—Naturalmente —respondió el sargento—. Mas sigo interesado en entrevistarme con ella.
Berta me miró y moví negativamente la cabeza.
—¿Por qué no? —insistió Berta.
—¿Qué llevan entre manos? —gritó Sellers.
—Nada —afirmé.
—Estoy seguro de que Carlota Hanford es su cliente —dijo Sellers—. Ignoro cuáles son sus fines. Pero tengo el convencimiento de que sabía que habría un envenenamiento en el hogar de los Ballwin y deseaba impedirlo. Por un momento creí que estaba enamorada de Gerald, pero no es más que una buena chica que intentaba mantener la armonía familiar para que alguien no llevara luto. El apuro es que no comprendo por qué soltó dinero a fin de que no le ocurriese nada a Ballwin. Desde luego, el dinero no era suyo, lo cual implica que hay alguien en la sombra al corriente de un montón de cosas que ansío saber. Por consiguiente, busco a Carlota Hanford y deseo descubrirla cuanto antes.
Sus interlocutores observamos un silencio religioso.
—¿Es cliente de ustedes? —preguntó Sellers.
—Ya le expliqué una vez que no podemos ofrecer ese género de información, Frank —reprobé con suavidad.
—¡Narices! —bufó—. Bien pueden decírmelo ahora, sobre todo, porque afirmo que no tiene nada que temer. Sólo quiero cambiar unas palabritas con ella.
—¡Está en el piso de Donald Lam! —estalló Berta Cool.
—¡Rayos! —aulló Sellers, irguiéndose.
—No está —negué con vigor.
Sellers echó atrás la cabeza para reír sin estorbos.
—¡Tiene gracia, Donald! —jadeó—. ¡Le está bien! Ahora mismo iremos al encuentro de esa damita.
—Le repito que no está en mi casa.
—¡Bah! —gruñó Berta—. No seas tan puntilloso. Donald. Frank Sellers no nos traicionará. Nos ha aseverado que Carlota Hanford es inocente. Tú te empeñas siempre en echar la zancadilla a la policía, pero yo quiero cooperar con ella. Nos puede ayudar mucho si le caemos en gracia y, por otra parte, darnos muy malos ratos. Lo sabes tan bien como yo.
—Está bien —gemí—. Les conduciré adonde está Carlota. No se encuentra en mi piso.
—Sí, sí —sonrió Sellers—. Pretende hacernos andar de cabeza hasta que tenga ocasión de telefonear o avisar de un modo preconcebido. ¿Por qué intenta mantenerla fuera de circulación?
—No lo intento.
—No seas estúpido, Donald —dijo Berta—. Yo hablaré si tú no quieres.
Sellers se encaró con ella.
—Carlota estuvo aquí hace unos cuarenta minutos —explicó Berta—. Nos contó lo que todos sabemos. Donald decidió esconderla. Discutimos la cuestión y llegamos a la conclusión final de que el piso de Donald era el sitio más idóneo. Ése es el escondrijo.
—No la llevé a mi casa —repliqué—, sino a un campamento para automovilistas.
Sellers se rió.
—Vamos y se lo probaré.
—Claro, claro —contestó el sargento—, pero deteniéndonos antes en su piso.
—¿Con un permiso de registro? —pregunté.
Sellers enrojeció.
—Me es posible ponerle en un aprieto en esta ocasión, Lam. Tratándose de usted no necesito permiso de ningún género. Tome nota de ello. En cuanto proteste le haré cerrar el pico.
Sellers arrancó de sus dientes el cigarro empapado y, después de examinarlo disgustado, lo arrojó como una bala a la papelera de Berta.
—¡No haga eso! —vociferó Berta—. Le he dicho un centenar de veces que sus malditas colillas apestan toda la oficina.
—Vamos, Berta; en marcha —rió Sellers.
Berta abandonó su ruidosa silla y dio la vuelta al escritorio. Sellers le propinó un azote estruendoso.
—Adelante, jovencita.
Berta se volvió como un torbellino, asesinándole con los ojos.
—¡No me toque!
—No sea gazmoña —la calmó Sellers—. Ya sé que le gusta. Ande, vamos a curiosear en la vida amorosa de Donald.