coolCap16

ANSIABA que Berta hubiese salido a almorzar.

Pero no era así.

—La señora Cool quiere verle inmediatamente —me anunció la nueva telefonista—. Le espera en su despacho.

—Gracias. Dentro de un momento iré —contesté.

—La avisaré de que está usted aquí.

—No, no se moleste. Inmediatamente pasaré a hablarle —prometí.

—Pero deseaba saber cuándo llegaría usted.

—Tengo que hacer algo antes —repuse—. Cuestión de un minuto. A continuación entraré en su despacho. No le diga nada ahora.

La telefonista me miró con las facciones contraídas como si se dispusiera a llorar.

Me reí.

—Muy bien, anúncieselo si se lo ha mandado —accedí.

Penetré en mi despacho. Elsie Brand palideció.

—¡Dios mío! ¡Donald! Tiene una cara espantosa. ¿Qué ha sucedido? —exclamó.

—He sufrido un contratiempo.

—¿Necesita hablar de él?

—No —contesté, y agregué, notando su expresión de simpatía—: Alguien me atizó un porrazo en la coronilla y me mandó al país de los sueños. Tengo dolor de cabeza; mi espina dorsal empieza a estar como si la hubiesen almidonado.

—¿Por qué no toma un baño turco? —me aconsejó Elsie.

—Me agradaría.

—Búsquelo en ese caso —me ordenó Elsie—. Se puede pensar tanto en un baño turco como…

La puerta se abrió de par en par.

—¡Maldito alfeñique! —tronó Berta—. ¿Qué te propones al desertar cuando todo empeora?

—He estado trabajando en el caso.

—¡Trabajando en el caso! —vociferó Berta con desprecio—. ¿Qué sabes tú de éste? Trabajas en el de ayer. ¿Qué especie de antro es el nuestro si no podemos estar en contacto cuando sucede algo? ¿Por qué diablos no me dices dónde estarás? ¿Por qué no telefoneas de vez en cuando?

Ocupé mi silla giratoria y la empujé atrás para poner los pies sobre el escritorio. Hice una mueca cuando el respaldo apretó mi espina dorsal.

—¿Qué te pasa? —preguntó Berta.

—Tiene dolor de cabeza —informó Elsie.

—¡Dolor de cabeza! —aulló Berta—. ¡De cabeza! ¿Qué cree que tengo yo?

—Cierre el pico —ordené a Berta—. Debo pensar.

—¿Has de pensar? —se sorprendió—. ¡Si todavía no sabes acerca de qué!

—Muy bien, cuénteme de qué se trata —exclamé con cansancio—. Prefiero escuchar a que sus chillidos me perforen los tímpanos. Veamos, ¿qué debo meditar?

—Nuestra cliente está en un apuro —respondió Berta—. Nos necesita perentoriamente, ahora mismo. Y me he visto en la obligación de ganar tiempo.

—¿Quién es nuestra cliente? —pregunté.

—¿Te has vuelto loco?

—No, deseo saber quién es nuestra cliente.

—La misma de antes: Carlota Hanford.

—¿Qué quiere?

—Se halla en un aprieto y anhela que la saquemos de él. ¿Qué otra cosa puede ser? —rugió Berta—. ¿Por qué supones que vino a aflojar todo el dinero que pudo reunir? ¡Quinientos ochenta y cinco dólares en dinero contante y sonante!

—¿Eso hizo?

—Al pie de la letra —afirmó Berta con severidad—. Su tope eran doscientos cincuenta, pero le apreté los tornillos hasta que soltó quinientos ochenta y cinco dólares. Y mientras tanto no podía yo apartar los ojos del reloj asegurándole que eras un detective muy espabilado. Finalmente, me entregó el dinero, firmé un recibo y me estuve con las manos en el regazo sin saber dónde te habías metido intentando dirigir nuestra sociedad sin mercancía que ofrecer.

—¿Por qué no se hizo cargo del asunto? —la acusé.

—¿Cómo? —chilló Berta—. ¿Pues qué he hecho? ¿No acabo de contarte que transformé doscientos cincuenta dólares en quinientos ochenta y cinco? No seas estúpido. Pruébalo alguna vez si crees que es fácil.

—¿Qué decía el recibo, Berta? —indagué.

—Que habíamos recibido quinientos ochenta y cinco machacantes.

—¿Por qué?

—Por representar a Carlota Hanford.

—No debió hacerlo —la amonesté.

—¡Ah, entiendo! —exclamó Berta—. No te gusta el color de su pelo o algo parecido, ¿verdad?

—No estará de más que se acostumbre a reflexionar antes de comprometernos.

—Ya he reflexionado —me desafió Berta—. El resultado son quinientos ochenta y cinco dólares y una inocente jovencita a la que se desea complicar.

—¿Quién lo desea?

—Es lo que debes averiguar.

—¿Cómo se trata de hacerlo?

—Falsificando pruebas. Frank Sellers me saca de quicio. Es incapaz de reconocer a un inocente cuando lo tiene ante las narices.

—¿Dónde está ahora Carlota?

—La envié a almorzar. Le aseguré que volverías. ¡Dios mío! Yo estaba tan nerviosa que ni siquiera acababa los cigarrillos. Los soltaba en cuanto los encendía ¡Quince centavos de cigarrillos medio fumados!

—El cincuenta por ciento de quince centavos son siete centavos y medio —le dije con acento de fatiga y los ojos cerrados.

—Ésa es la verdad —gruñó Berta—. Ya era hora de que lo comprendieses.

Hubo una pausa de unos segundos mientras Berta acumulaba fuerzas para otro asalto.

—Me alegro de que estemos de acuerdo en algo —murmuré.

—Frank Sellers ha estado curioseando en la casa de Ballwin —anunció Berta—. ¿Qué imaginas que ha encontrado?

—¿Qué?

—Una taza con pasta de anchoas y arsénico pegados a los bordes.

—¿Dónde la descubrió?

—En un estante superior de la alacena.

—Eso es espléndido —aprobé—. Una prueba magnífica para él, podrá añadir una nueva pluma a su colección. Concédame diez minutos, Berta; diez minutos para meditar y me dedicaré luego a esa taza.

—¡Diez minutos! —gritó Berta—. Has tenido toda la mañana para pensar.

—Sólo diez minutos —supliqué.

—Carlota puede volver en cualquier momento —continuó Berta—. La he retenido todo lo posible; incluso le mandé que dictase una porción de hechos a la secretaria de la antesala para tenerlo todo a mano. He hecho todo lo posible, mientras ella perdía los estribos. Pide acción y…

—Me tomaré diez minutos para pensar —interrumpí—. Lo haré inmediatamente si me deja en paz. Si no consiente, lo haré en otro sitio y no me verá en toda la tarde.

Berta inhaló estruendosamente y vació los pulmones poco a poco.

—Oye encanto —suplicó—. No harás eso a tu Berta. Berta dirige la firma, consigue el dinero para que te compres esos magníficos trajes, pierda la cabeza… ¿Y qué ocurre? Llegas y…

—Tengo que reflexionar, Berta —gemí—. Hay un lío. Algo no casa. Dentro de unos minutos podré contar algo a la policía.

—Pues bien, dentro de unos minutos habremos de contar algo a…

Llamaron a la puerta. La espantada telefonista metió la cabeza en el despacho.

—¿Se puede? —preguntó.

Berta se dispuso a gritarle, pero la joven se deslizó por la abertura y comunicó en un murmullo:

—La señorita Hanford acaba de llegar y ustedes hablaban muy fuerte. Yo… yo no sabía qué hacer…

—Dígale que entre —ordenó Berta.

—Diez minutos, Berta —insistí—. Métala en su despacho, reténgala ahí sólo diez minutos. Eso es muy importante y…

—He aguantado todo lo que podía —replicó Berta malhumorada.

Apartó de un empujón a la aterrorizada telefonista, abrió la puerta de un tirón y dijo con una voz toda mieles y almíbares:

—¡Ah! Es usted, señorita Hanford. El señor Lam y yo hemos estado discutiendo su caso. No hemos pasado nada por alto. Llegó a poco de irse usted. La seguí por el pasillo, pero ya había entrado en el ascensor. ¿Almorzó bien, querida? Pase. El señor Lam desea hablar con usted: tiene un proyecto que hemos estado estudiando.

Carlota Hanford avanzó por el despacho. La telefonista se escabulló por una rendija. Berta dio un portazo.

—Hola —saludó Carlota, sonriéndome.

—Hola.

Se sentó en la butaca de los visitantes, cruzando las piernas.

Cerré los ojos.

—Está pensando —dijo Berta en voz baja.

Oí un roce cuando Carlota Hanford se arregló la falda y cambió de posición en el asiento.

—Bueno, en resumen, ¿a qué conclusión ha llegado? —indagó la joven.

—Desea que le explique los hechos —intervino Berta—. Usted misma.

—Pero ya los he dictado. Todo está escrito —objetó Carlota.

—No se trata de esos detalles —replicó Berta apurada—. El señor Lam está al corriente de ellos. Desea oírla hablar, escuchar el tono de su voz cuando le refiera lo de la taza… ¿Verdad, querido?

—Sí —convine.

Carlota suspiró.

—Alguien procura meterme en un lío —exclamó.

—Es evidente —simpatizó Berta.

—Y no me gusta.

—Lo imagino, querida. Hable al señor Lam de ello.

—¡Ese antipático, entrometido y sarcástico sargento Sellers! —estalló Carlota.

—Comprendo sus sentimientos, hija —consoló Berta Cool.

—Registró toda la casa hasta encontrar la taza con la pasta y el arsénico. Después descubrió la cucharilla.

—¿Dónde estaban? —intervine.

—La taza en el estante superior de la alacena, detrás de unos platos raras veces usados. Sin duda la colocó allí alguien que deseaba ocultarla y carecía de tiempo para encontrar un sitio mejor.

—Continúe —ordené.

—Yo la había usado —dijo Carlota—. Es decir, tiene mis huellas dactilares.

—¡Ah! —exclamé.

—Sí, la había usado —repitió Carlota—. Anoche, después de cenar, subí con ella a mi habitación. Me gusta el café muy dulce; le pongo tanto azúcar que lo convierte en un jarabe. Luego lo tomo sin prisas.

—¿Dónde estaba la cucharilla? —inquirí.

—En un cajón del escritorio de mi alcoba.

—¿Había otras huellas digitales en la taza además de las suyas?

—Lo ignoro. El sargento Sellers no se refirió a eso. Me mostró las fotografías de las mías.

—¿Eran ampliaciones?

—Sí.

—¿Y le permitió compararlas con otras suyas para probar que no se echaba un farol?

—Sí. —Me agité un poco en la silla giratoria—. Al principio, no lo entendía. Pero al reflexionar, recordé que había dejado la taza en mi habitación. Cualquiera pudo cogerla.

—¿Se lo dijo así al sargento Sellers?

—Sí.

—¿No forja un cuento?

—No, digo la verdad —afirmó Carlota dignamente.

—¿Está segura de que es toda la verdad? —insistí sin impresionarme.

—Sí.

—¿No ha inventado nada?

—No.

—¿Tiene idea de quién puso la taza en el estante de la alacena?

—No.

Bajé los pies del escritorio.

—Pues, si eso es exacto —le comuniqué—, tiene medio de probarlo.

—¿Cómo? —preguntó Carlota con avidez.

—La prueba que obra en poder de la policía demostrará que su relato es cierto —aseguré—. Ella misma se encargará de confirmarlo.

—¿Cómo? —repitió Carlota esperanzada.

—Ya le dije que tiene sesos —arrulló Berta.

—La pasta de anchoas tendrá veneno porque el criminal mezcló el arsénico con ella —comencé.

—Naturalmente —aseveró Carlota.

—Pero cuando el sargento Sellers —proseguí— examine la cucharilla, descubrirá que no hay pasta en ella. Eso dará fuerza a su explicación. Si usted fuese culpable hubiera empleado la cucharilla que tenía en su habitación. La persona que intentara complicarla, no pensaría en la cucharilla, sino que se haría con la taza por tener sus huellas dactilares y usaría otro cubierto.

—¡Bravo, encanto! —murmuró Berta.

Carlota Hanford guardó silencio.

—¿Bien? —le pregunté.

Cambió de posición.

—Suéltelo —la animé.

—La persona que trató de complicarme no es tonta —repuso Carlota.

—¿Por qué?

—La cucharilla tenía pegados trocitos de pasta cuando el sargento la encontró —aclaró Carlota—. También contenían arsénico.

—¡Que me aspen! —masculló Berta con acento explosivo.

—Es lástima que no pensase otra mentira antes de hablar con Sellers —comenté.

—¡Cállese! —me ordenó Carlota.

—Piensa, amor mío —me suplicó Berta—. Piensa, por el amor de Dios. Tenemos que encontrar el medio de sacarla del paso.

Me volví hacia ella.

—Sólo tenemos licencia de detectives.

—¿Qué quieres decir? —se asombró Berta.

—Si quiere convertirse en cómplice, tendrá que buscar otro género de licencia —aclaré.

Berta me fulminó con la mirada.

—¡Es usted horrible! —me acusó Carlota.

—Oye, Donald, ya lo has hecho otras veces —gimió Berta.

—¿Qué?

—Sacar conejos de tu sombrero.

—En tales casos, mis sombreros tenían conejos dentro —repliqué—. Sólo se trataba de saber dónde se debían buscar.

—Pues empieza ahora mismo —me animó Berta.

—¡Le he dicho la pura verdad! —insistió Carlota.

Crucé los brazos. Berta se adelantó hacia mí.

—Escucha, querido —suplicó—, no podemos abandonarla en su presente situación. Frank Sellers la… bien, no sería fácil de manejar.

—Sí, comprendo lo que Sellers pensará —contesté.

—Bien —chilló Berta—. ¡Haz algo!

—¿Qué quiere que haga?

—Ante todo, debemos hacer desaparecer a la señorita Hanford antes de que… hasta que podamos explicar ciertos detalles.

—Nosotros buscamos hechos —recordé—. Carlota tiene que explicarlos.

—¿No lo he hecho? —chilló Carlota.

—Usted convenció a Berta —repliqué—. Pero no a mí y estoy seguro, tampoco a la Policía.

—Le repito que conspiran contra mí.

—Llévala a un sitio imposible de encontrar hasta que todo quede aclarado, Donald —rogó Berta.

—¿Adónde?

—¡Qué sé yo! Llévala a… a tu piso.

—No —contesté, resuelto.

—No sé por qué —añadió Berta—. Tu piso es precioso y no hay portero que vigile las entradas y salidas.

—No quiero comprometer su reputación —contesté.

—¡Uf! —rió Carlota.

—Ya ves, querido —insistió Berta—. Llévala a tu piso.

—¿Por qué no la lleva al suyo? —contraataqué—. Sería más decente.

—¿Mi piso? —chilló—. ¿Qué estás diciendo? Es más arriesgado que llevarla a la Jefatura. Si Frank Sellers la sorprendiese en él, me… me…

—¿Y qué sería de mí si la encontrase en el mío?

—Nada. En primer lugar, nunca sabrá que está en él; y, en segundo, si lo averiguaba, saldrías del paso.

—Si no quieren representarme, devuélvanme mi dinero y recurriré a otra agencia —intervino Carlota.

—Claro que deseamos representarla —repuso Berta—. Donald la conducirá a su piso, pero procura que comprenda lo que eso significa. Quizá haya de estar en él… cierto tiempo.

—No digo nada —afirmó Carlota—. Estoy en el atolladero y ansío salir de él. Por eso les pago.

Berta Cool me miró, meneando afirmativamente la cabeza.

—A tu piso, amor —ordenó—. No tenemos mucho tiempo.

—Permítame pensar un par de segundos, Berta —contesté.

—Hazlo una vez esté ella en su casa. Ése será el momento indicado. En la actual situación, puede aparecer Frank Sellers mientras reflexionas y… ¡menudo apuro!

Me levanté de la silla giratoria y dije a Carlota:

—Vamos.

Se puso en pie con un movimiento rápido y gracioso.

—Gracias —dijo a Berta.

—No tiene importancia —respondió Berta—. Cuidaremos de usted.

Noté que Elsie Brand me miraba solícita mientras yo cruzaba el despacho y mantenía abierta la puerta de la oficina para que Carlota la cruzase. La joven andaba con pasos nerviosos y contenidos, como si se esforzara por no echar a correr.

El ascensor llegó casi inmediatamente después de apretar el timbre de llamada. Una vez en la calle la conduje hacia el auto de la agencia.

—¿Está muy lejos su piso? —preguntó Carlota.

—No iremos a él.

—¿Cómo?

—Reflexioné. Berta Cool es un trozo de pan, pero todo esto es muy importante para que confiemos en su discreción.

—¿Eh?

—Piense en que, si se va de la lengua, la policía conocerá su escondite.

—No será charlatana, ¿verdad?

—No.

—Entonces, ¿por qué no vamos a su casa?

—Porque no puedo exponerla a riesgos. Tengo la certeza de que Berta no charlará, pero, en caso contrario. Jamás me perdonaría a mí mismo, ni usted me perdonaría.

—¿Adónde iremos?

—A un campamento para automovilistas.

—¿Por qué?

—Por diversas razones —contesté—. Una, por ejemplo, es que no puedo permitirme el lujo de que se registre con nombre falso, porque eso sería un indicio de culpabilidad si la acusaran.

—Ya lo hacen.

—Por consiguiente, no debe huir. También lo usarían en contra suya.

—¿Cómo se las compondrá?

—Procuraré dar en el campamento la sensación de que somos un grupo. Me inscribiré con el nombre de «Donald Lam e invitados» y entregaré el verdadero número de la matrícula de mi automóvil.

»Si, por casualidad, nos descubren, diré que me proponía reunir a todos los testigos para comparar sus declaraciones, precisamente allí para no ser interrumpido. La llevé a usted antes que a nadie y después salí en busca de los demás testigos. Berta y yo deseábamos hacerlo a últimas horas de esta tarde.

Carlota meditó.

—¡Es usted muy inteligente! —aprobó—. La idea es magnífica.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —afirmó Carlota.

Entré en la fila del tráfico.

—Sellers tiene motivos de sobra para llevar a cabo un arresto —proseguí, notando que me contemplaba con coquetería—. La circunstancia de que la deje en libertad indica que prepara una trampa. Debemos tener cuidado.

—Confío en usted, Donald.

Afirmé inclinando la cabeza y me encerré en el silencio.

—¿Qué le pasa? —se sorprendió Carlota—. La última vez que le vi rezumaba biología. Ahora es la imagen de la corrección.

—Me duele muchísimo la cabeza —me excusé.

—¡Qué pena! —exclamó Carlota burlona.

Volví los ojos hacia ella. Me sonreía, maliciosa.

—Yo misma he usado ese ardid unas tres o cuatro veces.

—Mi dolor de cabeza es traumático.

—¿Qué género es ése?

—Es un término médico.

—¿Qué significa?

—Dolor debido a la violencia.

—¿Es que alguien le pegó?

—En la coronilla con una porra.

—¿Cuándo?

—Hará un par de horas.

—¿Dónde?

—Ya le dije dónde —contesté haciéndome el tonto.

—En la coronilla.

—¿Por qué le golpearon, Donald?

—Sospecho que no les soy simpático.

Carlota no volvió a hablar mientras cruzábamos el puente, dejamos atrás los suburbios y nos detuvimos en un importante campamento para automovilistas.

—Una cabaña doble con cabida para seis personas —demandé al encargado.

—Tenemos una de dieciocho dólares.

—¿Eso es todo?

—En absoluto. Esa cabaña es…

Firmé en el registro «Donald Lam e invitados». El encargado copió la matricula de mi automóvil.

—¿Dónde están los demás? —indagó.

—Ahora llegarán.

—Hay tres camas dobles —comunicó el hombre.

—Perfectamente.

—Le enseñaré dónde está. Es la número seis.

Tomó una llave y nos guió hasta una aran construcción de madera. Constaba de dos duchas enlosadas, una sala y dos alcobas.

—¿Le gusta? —preguntó.

—Es lo que andaba buscando —contesté.

Se retiró el empleado. Carlota Hanford se puso a mi lado.

—Bueno, eso es todo —le dije—. Tendrá que esperar aquí. Prométame que no saldrá bajo ningún pretexto.

—Prometido. ¿Qué hará ahora?

—Volver a la oficina.

—Pobrecillo. Debería usted acostarse un poco.

—Tengo mucho trabajo —gruñí.

Carlota me acarició la coronilla con suavidad.

—¿Le duele?

—Sí, y el dolor se prolonga a lo largo de la columna vertebral. Debió de ser un golpe seco.

—¡Es una lástima! —murmuró Carlota—. Tal vez se encuentre mejor cuando regrese esta noche. Me gusta más en su estado normal.

—Pues no lo parecía cuando lo estaba —repuse.

—Eso es propio de las mujeres —sonrió Carlota.

—Lo supongo —contesté, avanzando hacia la puerta.

—¿A qué hora volverá?

—No puedo decirlo. Hay una cocinita; traeré comida. No salga, quédese aquí y mantenga la puerta cerrada. Si llama alguien, responda que se está bañando y se encuentra desnuda.

Carlota me cortó el camino.

—Donald, ha sido usted muy bueno conmigo —exclamó.

—Es mi obligación.

—Me es igual. Jamás lo olvidaré. Es… es un cielo. Sabía que yo debía pensar en… en ciertos detalles. Engañé a Berta Cool, pero a usted no, ¿verdad, Donald?

—No se preocupe de eso —repliqué—. A quien debe engañar es a Frank Sellers.

La aparté para llegar a la puerta.