coolCap15

EN la estación de la Unión encontré un espacio libre para mi coche.

Continuaba sin ser perseguido.

Recorrí la caldeada acera bajo el sol intenso y me sumé al chorro de gente que penetraba en la estación. Una vez en el interior, me acerqué al concurrido bar.

Tomé una Coca˗Cola y dos aspirinas.

Nadie se fijaba en mí.

Me encaminé hacia las cabinas telefónicas.

En mi opinión había el ordinario vaivén de personas. A aquella hora la estación no rebosaba de gente. Los trenes de la mañana habían descargado ya sus pasajeros y hasta las tres o las cuatro los de la tarde no comenzarían su viaje transcontinental con su cargamento de viajeros.

Encontré una cabina vacía y llamé a mi apostador.

—¿Cómo está Fair Lady para la segunda carrera de esta tarde? —le pregunté.

—Cinco contra uno. ¿Cuánto quiere?

—Cien dólares.

Lanzó un silbido.

—Eso es en usted jugar fuerte, Lam.

—De los cobardes no se ha escrito nada.

—Repita eso y sólo le ofrezco dos a uno —me amenazó el apostador—. Estoy seguro de que escogió ese caballo no más que para soltarme esa frasecita. Muy bien; de acuerdo. Adiós.

Salí de la cabina sin ser notado.

Anduve hasta la sección de los armarios de alquiler y localicé el número veintitrés. Nadie lo vigilaba. Me llené los pulmones de aire, recordando lo que había dicho al apostador: «De los cobardes no se ha escrito nada».

Me encaminé en derechura al armario con la llave en la mano y la introduje en la cerradura. Se negaba a girar. Descubrí un aviso que anunciaba que había un recargo de diez centavos por cada doce horas. Puse una moneda en la rendija y oí el chasquido del mecanismo de la cerradura.

Di la vuelta a la llave. La puerta cedió.

No se veía nada en el interior.

Metí mi brazo y recorrí el hueco; después me agaché hasta estar a su nivel.

Estaba vacío.

Cerré la puerta sin sacar la llave y me alejé.