coolCap14

FRENÉ el coche delante de la casa de pisos de la Avenida de Lexbrook y corrí hacia la entrada, metiendo la llave de Ruth en la cerradura. Mientras ésta cedía, miré con indiferencia por encima del hombro.

No descubrí a nadie interesado en lo que yo estaba haciendo. En toda la manzana había coches parados, pero todos estaban vacíos.

Subí los escalones de dos en dos hasta la habitación de Ruth. Introduje la llave sin llamar previamente y miré a lo largo del pasillo a fin de cerciorarme de que nadie me observaba. Después empujé la puerta y penetré en la estancia.

El instinto me avisó. Me agaché.

Pero no fui lo bastante rápido. Se me antojó que la casa se me venía encima. Mis piernas perdieron vigor. La desteñida alfombra encarnada se disparó hacia mi rostro y chocó contra él. Las tinieblas me engulleron.

Comprendí de un modo vago que el tiempo había volado. Me era imposible calcular cuánto. Al fin y al cabo no tenía importancia. Estaba mareado. Un taladro me perforaba el cerebro con un agudo chirrido, callando de pronto. Era semejante a la broca de un dentista, perfectamente automático. No necesitaba que nadie lo manejase. Continuaba horadando mi cabeza.

Conseguí abrir los ojos. Poco a poco, mis sentidos respondieron a los dictados de mi voluntad.

Estaba de bruces en la delgada alfombra del piso de Ruth Otis. Olía a polvo. El ruido que había comparado a la broca de un dentista era el zumbido de un moscardón verde que revoloteaba en torno a mi cabeza, se posaba en ella y reanudaba sus vuelos circulares.

Me esforcé por descubrir si había alguien en la habitación.

Pero, exceptuando el moscardón, no oía nada.

Sólo distinguía las patas de las sillas, las pisadas y la parte inferior de la mesa.

Traté de flexionar los músculos de mis extremidades. Respondían, a pesar de mi terrible dolor de cabeza y de mi estómago revuelto.

Inhalé con fuerza y escuché un momento. Finalmente, recobrando vigor, me puse a gatas y salté en pie.

No ocurrió nada.

Por lo visto, estaba solo en el piso. La estancia tenía el aspecto huero y tristón característico de los departamentos vacíos al mediodía.

Había un ambiente de fantasmagórica irrealidad en todas las cosas. El aposento semejaba desnudo sin la presencia de Ruth. Era como ver los vestidos de un ser amado colgando flácidos e inanimados de una percha.

Mi cabeza continuaba aclarándose, sin dejar de dolerme. Anduve al cuarto de baño y lo abrí de un tirón.

Nadie.

Caminé de puntillas hasta el ropero, tiré de la puerta y salté atrás.

Nada.

Era dueño y señor del piso.

Alargué tímidamente el brazo y encontré el vestido gris que Ruth llevaba la víspera.

Introduje los dedos en el bolsillo de la izquierda y luego en el de la derecha.

No esperaba encontrar nada. Por consiguiente, me asombró sentir una suave y fría superficie metálica bajo las yemas de los dedos. Adelanté la mano esperando que sucediera algo. Me sorprendí de tener la llave sin que sonara un disparo, un timbre de alarma o los silbatos de los guardias.

Esperé, examinándola. Después, con un gesto violento, la eché en uno de mis bolsillos.

Lancé una última mirada a la habitación y me dije que si iba a registrar el piso, lo mejor era empezar por la habitación de la cama empotrable.

Pasé a ella. El lecho estaba bajado; lo habían arreglado y la sábana estaba doblada. En la cabecera había un hueco. Un zapato salía de él. Lo contemplé. Estaba ocupado.

Retrocedí de un brinco.

No aconteció nada. La pierna siguió inmóvil. Encendí una luz. Un cuerpo femenino yacía en el rincón, inerte.

Le tomé el pulso. Estaba aún tibio, pero sin vida. Le levanté la cabeza.

La luz hirió el rostro de Ethel Worley. Una media de nylon se anudaba a su garganta.

Me aseguré de que había fallecido y salí del hueco. Coloqué la cama en su posición primitiva y corrí el cerrojo de la puerta.

Empuñé con un pañuelo el tirador de la del pasillo y lo hice girar muy despacio, mientras con mi otra mano movía el pestillo automático.

Cuando lo tuve todo a punto, abrí de golpe.

El pasillo se hallaba desierto.

Bajé corriendo al vestíbulo. Había un teléfono en él. Eché una moneda y marqué el número de la Jefatura de Policía, pidiendo comunicación con el sargento Sellers, de la brigada de Homicidios.

Un momento después percibía la voz de Frank Sellers.

—Aquí Donald Lam, sargento.

—Hola, Donald —respondió Sellers—. Deseo verle. ¿Dónde está?

—En la Avenida de Lexbrook mil seiscientos veintisiete —respondí—. No estará de más que se apresure a venir.

—¡Qué ocurrencia! —gruñó Sellers—. ¿Por qué no viene usted aquí para variar? Tengo…

—El cadáver de Ethel Worley, secretaria de Gerald Ballwin —interrumpí—, ocupa el sitio de la cama de la pared, en un piso perteneciente a Ruth Otis y…

Mientras hablaba apreté el gancho del teléfono cortando la comunicación. Colgué el aparato y salí de la cabina y de la casa.

Al recibir el sol deslumbrante en los ojos, mi cabeza herida me obligó a hacer una mueca de dolor.

Un segundo después mi cerebro se había aclarado lo bastante para permitirme estudiar la calle llena de luz, ocupada por los autos estacionados, tranquila, indiferente.

El coche de la agencia seguía donde lo había detenido.

Agité la cabeza para aclararla y hube de confesar que había cometido un error. Descendí los peldaños y me lancé hacia mi auto. Me puse al volante.

Nadie me siguió cuando arranqué.