coolCap13

RUTH Otis esperaba frente a mi casa, mirando en otra dirección. Detuve el coche casi a su lado. Se volvió como si notara la presencia del vehículo, con el rostro crispado.

—¡Donald! —exclamó al verme.

Me deslicé por el asiento y abrí la portezuela. Ruth me atenazó el brazo y apretó hasta que noté que sus dedos se clavaban en mi carne.

—¡Oh! ¡Cuánto me alegro de que esté aquí! —inspiró.

—¿Hace mucho que llegó?

—No mucho —repuso Ruth, nerviosa—. Unos cinco o diez minutos, pero los segundos me han parecido siglos… ¿Hice algo malo?

—Sí.

—Pero ¡Donald, no podrán encontrar el paquete! —protestó Ruth tartamudeando—; en cambio yo lo puedo buscar cuando quiera. Nadie pensará en buscar en el sitio en que está.

—Hubiera llegado antes, pero me entrevisté con Carl Keetley —indiqué, mirándola con fijeza.

—¿Quién es?

—El señor Keetley —aclaré— es el hermano de la primera mujer de Gerald Ballwin.

—¡Oh!

—Y da la casualidad de que es el hombre que la siguió anoche —agregué con indiferencia—, cuando salió de la clínica del doctor Quay con el paquete de veneno.

—¿Me… me siguió?

—Eso es.

—Pero, Donald, no es posible. Yo… ¿Pretende usted decir…?

Incliné la cabeza.

—Exacto. La siguieron dos personas: una era Keetley, otra un detective que contraté para que le vigilara.

—Pero ¿Keetley sabe… sabe lo que hay en el paquete?

—Temo que sí.

—¿Ha hablado con él?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—Nada. No enseña sus cartas.

Ruth hizo un gesto de desesperación.

—Entonces tal vez no sepa quien soy. Quizá…

—No sea niña —repliqué—. Usted le interesaba tanto que la siguió desde la clínica hasta la estación donde usted guardó el paquete en un armario de alquiler.

Ruth parecía a punto de rehusar el sostén de sus piernas y desplomarse en la acera.

—Siento insistir —continué con acento glacial—, pero la situación sería mucho menos complicada si me hubiera obedecido. Tal como está, ignoro lo que sucede y lo que sucederá.

Ruth se pasó la mano por la frente.

—Si él va a la policía y les cuenta que yo…

—En efecto.

—Pero, Donald, el paquete no fue abierto. Estaba intacto.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque se hallaba igual que cuando lo saqué de la farmacia.

—¿Cómo lo sabe? —repetí.

—Lo abrí, examiné la botellita y lo rehíce.

—¿Lo limpió?

—¿Por qué?

—Por sus huellas dactilares.

Ruth se puso más pálida aún. Meneó débilmente la cabeza.

—No. Estaba tan segura de que no lo habían tocado…

—¿Lo pesó?

—No.

—¿Cuánto arsénico pidió?

—El doctor Quay me ordenó doscientos granos.

—Bueno, tenemos cogido un toro por la cola —suspiré—. Si la botella contenía doscientos granos le será imposible asegurar si se sacó una pequeña dosis.

—¿No podría ir a buscar el arsénico? —propuso Ruth.

—¿Qué haría con él?

—No lo sé. Tirarlo, destruirlo, librarme de él de una forma u otra. O avisar a la policía como usted indicó.

—Es imposible predecir si Keetley ha hablado o no —comenté—. Quizá ha recurrido a la policía y ésta ha tendido una trampa. Puede esperar a que usted vaya a recobrar el arsénico. En tal caso, en cuanto abra el armario y coja el paquete, le darían un golpecito en el hombro y un hombre apartaría la solapa de su chaqueta para enseñarle un escudo dorado y…

—¡Calle Donald! —gimió Ruth—. Ya tengo los nervios de punta.

—Pues así estamos —dije—. Ignoramos la situación. Debemos avanzar a tientas.

—¡Cuánto lo siento, Donald! Cuando vi el veneno en el estante, sin haber sido abierto, pensé que podría librarme de él y…

—¿Y qué hubiera dicho cuando encontrasen su nombre en el registro de la farmacia?

—La verdad. ¿No podríamos hacerlo ahora?

Negué con la cabeza.

—¿Por qué no? —protestó Ruth.

—Porque ahora parecería una invención suya para tener una coartada.

—No lo entiendo.

—Suponga que hubiese envenenado a Gerald Ballwin y esposa —expliqué—. La habían despedido de la clínica en que trabajaba. De improviso ella comprendió que en el estante del laboratorio estaba el veneno que había utilizado y que la policía, al examinarlo, descubriría que faltaba un poco. Usted se proponía reemplazar la dosis empleada quizá hoy mismo pero, como ayer la echaron a la calle, no tendría ocasión de hacerlo. Así, pues, antes de devolver la llave de la clínica, fue a tomar el veneno del laboratorio para llevarlo a la estación. Eso lo hizo anoche. A primeras horas de esta mañana o a las últimas de ayer, sacó el paquete del armario, llenó el vacío y llamó a la policía.

»En cuanto reconozca que está enterada del envenenamiento y de que el arsénico por usted comprado fue el utilizado, estará perdida. No podrá explicar de manera satisfactoria su visita de noche a la clínica, el haber tomado el paquete del estante, conservándolo en su poder doce o quince horas, y avisar después a la policía.

Ruth hizo un gesto que indicaba que estaba de acuerdo. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de una luz patética.

—Suba al coche —la aconsejé—. Descanse. Tenemos que pensar algo.

—¿Qué haremos?

—Sólo cabe una cosa —contesté—: quedará fuera de circulación hasta que sepamos algo más.

—¿Sospecha que el hombre que me siguió ha avisado a la policía?

—¡Que me aspen si lo sé! —repuse—. Lleva algo entre manos y es inteligente. No debemos olvidarlo.

—Pero ¿dónde me esconderé? ¿Adónde iré?

—Precisamente eso es lo que tenemos que pensar.

Ruth posó una mano sobre la mía.

—Haré lo que usted decida, Donald.

Callé un segundo para escuchar los gritos de un vendedor de periódicos y solté suavemente mi mano para sacar una moneda del bolsillo. El muchacho se aproximaba voceando:

—¡Prensa, prensa! ¡Entérense del reciente asesinato!

Llamé al muchacho, inclinándome sobre Ruth y recibí por la ventanilla un ejemplar a cambio de la moneda. A la derecha de la primera página en grandes letras, se leía:

«DAFNE BALLWIN FALLECE».

Ruth vio el título y contuvo con dificultad un chillido.

Coloqué el periódico sobre el volante para que los dos pudiésemos leerlo.

—Donald… eso significa que… ¡Oh! —gimió Ruth.

—Ahorre energías —le ordené—. No hay tiempo para dramas.

Por lo que se deducía, la noticia había sido recibida en el último instante y la redacción había agregado unos cuantos párrafos a una información preparada y compuesta con anterioridad.

«Cuando la muerte sorprendió inesperadamente a la señora de Gerald Ballwin esta mañana, la policía tuvo la seguridad de que se enfrentaba con uno de los crímenes más misteriosos de la década.

»Dafne Ballwin, que ingresó en el hospital anoche sufriendo envenenamiento por arsénico, había pasado el período crítico cuando una recaída repentina, unida al estado precario de su corazón, le produjo la muerte.

»Su esposo, Gerald Ballwin, prominente hombre de negocios, llegó al hospital una hora y pico antes de que se descubriese intoxicada a la señora Ballwin, si bien la policía cree que ambos fueron envenenados al mismo tiempo. Los médicos opinan que Gerald Ballwin se recobró más pronto debido a su rápido traslado al hospital. Entrada la mañana se nos comunicó que mejoraba y que estaba en disposición de telefonear a sus socios referente a sus negocios importantes de fincas.

»Hablaba con su secretaria cuando se enteró de la muerte de su mujer. Inmediatamente ordenó que se cerraran sus oficinas hasta después del entierro.

»La verdad del envenenamiento de Gerald Ballwin, de treinta y cuatro años, y de Dafne Ballwin, de treinta y dos, que residen en el 2319 de la Avenida de Atwell, sigue siendo un misterio, a pesar de haber transcurrido más de doce horas desde que la policía inició sus investigaciones.

»Ballwin, conocidísimo entre los urbanizadores, se sintió mal a poco de haber comido unos entremeses preparados por su esposa. Le trasladaron inmediatamente al hospital.

(Continúa en la página cuarta)».

Doblé el periódico y lo arrojé a la parte posterior del coche.

—Bueno, ya está —exclamé—. Ahora se trata de un asesinato.

—Donald… —murmuró Ruth.

Abrí la portezuela del auto.

—Apéese.

Ruth saltó a la acera sin decir una palabra. Me puse a su lado.

—¿Adónde vamos? —me preguntó.

—A dar un paseo —respondí.

La cogí del brazo y la conduje a los cuatro peldaños de la entrada. Utilizando la llave, nos encontramos en el vestíbulo y poco después en el ascensor.

—¿Ésta es su casa? —preguntó Ruth.

Afirmé.

Me contempló con curiosidad, pero acabó por apoyarse en una esquina. Apreté el botón del tercer piso y la puerta se cerró lentamente. El aparato emprendió la ascensión.

Ruth guardó silencio.

Se paró el ascensor y la puerta deslizóse a un lado.

La cogí nuevamente del brazo y la conduje por el corredor. Entramos en mi piso.

—Está muy enredado —expliqué—. Sólo hacen la limpieza una vez a la semana, porque no quiero que me molesten. Si suena el teléfono, no responda; no se acerque a la puerta, si llaman. Hablemos del teléfono. Me pondré en comunicación con usted en caso de necesidad. Oirá el timbre, pero no haga caso; consulte su reloj. Dejaré que se repita la llamada cuatro o cinco veces y colgaré. Volveré a llamar exactamente dos minutos más tarde y haré lo mismo. Transcurridos otros dos, repetiré la maniobra. No aparte los ojos de su reloj. Podrá contestar a la tercera vez, si entre una y otra existe un intervalo de dos minutos. ¿Está claro?

Ruth repuso que sí con un ademán.

—Sólo se librará de este lío de una manera —añadí—. No sé si tendremos éxito. Depende de la cantidad de actriz dramática que lleve dentro.

—¿Qué desea que haga? —preguntó.

—No podemos hacer más que una cosa y debemos llevarla a cabo aprisa.

—¿Qué?

—No podrá presentarse a la policía explicando lo del paquete de arsénico, porque no le sería posible explicar la dilación.

—Ya habló de eso antes.

—Pues lo repito. Tendré que buscar el veneno para entregarlo a la policía.

—¿Qué dice? —chilló Ruth.

—Iré a la estación —expuse—. Me aseguraré de que no me siguen. Procuraré cerciorarme de que nadie vigila los armarios para arrestar a la persona que recobre el arsénico. Después lo sacaré.

—Pero ¿cómo sabrá que no vigilan? —gimió Ruth—. Siempre hay mucha gente y…

—Lo ignoro —contesté—. No puedo garantizar nada, pero haré lo que pueda.

—¿Y si falla?

—Si fallo —respondí—, me darán un golpecito en el hombro en el momento en que mi mano se cierre en el paquete. Diré que usted vino a contarme que usted había recordado que el doctor Quay la había mandado a comprar arsénico y que no sabía qué hacer. Al principio no se atrevía a consultar a la policía sin hablar conmigo. Anoche quiso ponerse en contacto conmigo sin conseguirlo. Entonces fue a la clínica, cogió el veneno, lo guardó en el armario y por fin consiguió hablarme. Me entregó la llave del armario explicándomelo todo y me preguntó si yo se lo referiría a la policía.

»Yo le contesté que investigaría. Si el veneno estaba en el armario y si parecía que usted lo había comprado y llevado a la clínica, lo notificaría a la policía. No quería arriesgarme a producir una falsa alarma. ¿Comprende?

Ruth inclinó la cabeza.

—En otras palabras —proseguí—, intento indicar que me sentía escéptico. Es decir, le respondí a usted que no quería convertirme en el hazmerreír de la policía. Por lo mismo, quería comprobar su relato antes de acudir a ella.

—¿Creerán eso? —exclamó Ruth con acento de duda.

—No, pero un jurado sí.

—Es demasiado peligroso, Donald.

—No, es el único medio de librarla.

—Tengo miedo. ¡Oh, Donald! Todo me da miedo.

—Para que salga bien —continué—, tengo que adoptar una actitud de gran indiferencia para con usted y usted habrá de fingir que está fascinada por mí. Yo he ganado su confianza. Usted es una joven tímida, retraída y modesta. Le es insoportable la idea de recurrir a la policía, pero me pidió ayuda porque desea que se haga justicia. ¿Comprende el proyecto? Se mostrará chiflada por mí, me idolatrará. ¿De acuerdo?

Afirmó una vez más.

—Esa es su parte —añadí—. Todo depende de eso. Yo estoy abstraído en el caso, no me doy cuenta de que usted existe. Usted está loca por mí, por mí daría la vida. En cambio, yo no movería un dedo por usted: tengo trabajo y estoy angustioso. ¿Podrá representar ese papel?

La boca de Ruth se agitó en una débil sonrisa pensativa.

—Creo que mi actuación será convincente, Donald —prometió con tranquilidad—. No tendrá motivo de queja.

—Recuerde que no puede haber fallos. Usted vació y puso su corazón a mis pies. Mi escepticismo me impedía hablar con la policía hasta haber investigado. Pero la traje a mi piso ordenándole que no se fuese, porque si hallaba el veneno y las cosas resultaban como usted había dicho, yo iría a buscar al sargento Frank Sellers para que escuchase su relato. ¿Lo recordará?

—Sí.

—Eso es todo.

—Pero, Donald, usted corre un riesgo espantoso.

—No, si todo resulta como espero.

—Pero suponga que no es así.

—Entonces estaré en peligro.

—¿Por qué? —estalló Ruth—. ¿Por qué se preocupa tanto de mí?

—Lo desconozco —confesé—. Quizá se deba al beso de anoche.

Ruth me miró de hito en hito.

—Donald, no me gusta eso.

—¿Qué?

—No trataba de seducirle.

—Estoy convencido.

—Me gusta usted. Es maravilloso.

—Gracias.

—No quiero que se arriesgue por mi culpa —protestó Ruth con pasión—. No debo pedírselo.

—No me lo pide —repliqué—. Yo lo hago.

—Estoy segura de que hay más riesgos de los que usted dice.

Moví la cabeza.

—Deme la llave del armario —ordené.

Ruth abrió su gran bolso y registró el monedero. Se puso muy seria. Pero sonrió inmediatamente y dirigió su mano hacia el bolsillo de su traje sastre.

Noté la expresión de desfallecimiento de sus ojos.

—¿Qué ocurre? —me sobresalté.

—La olvidé en el bolsillo del otro vestido —respondió Ruth—. Me cambié esta mañana.

—¿Qué hizo con el que llevaba anoche? ¿Lo envió al tintorero?

—No; está en mi ropero.

—¿Con la llave?

Dijo que sí con la cabeza. Un segundo después me proponía:

—¿Voy a buscarla?

—No se acercará ni a cien metros de su piso —respondí con energía—. Entrégueme sus llaves.

Me las largó.

—¿Dónde está el vestido? —pregunté.

—Entre en la habitación y verá una puerta a la izquierda es la del ropero. Está colgado. Encontrará la llave en el bolsillo de la izquierda de la chaqueta.

—Bien. Espere a que regrese —mandé—. Recuerde lo que le dije sobre el teléfono.

—Donald, yo…

Se levantó de la silla y corrió hacia mí, con los labios entreabiertos y los ojos brillantes.

—¡Donald! —exclamó.

Pero de pronto dio media vuelta.

—¿Qué? —pregunté.

Me daba la espalda, mirando por la ventana. Meneó la cabeza.

—¿Qué le pasa, Ruth? —insistí.

—No puedo —murmuró—. No debí hacerlo anoche. Le… le emocionó y ahora se aventura por mí, sólo porque… por eso.

—Eso ocurrió anoche y ya había decidido a arriesgarme entonces —aseveré—. Eso no empeorará las cosas.

Pero ella siguió enfrentándose con la ventana.

—Donald, no lo repita —suplicó.

Y del tono de su voz deduje que estaba llorando.

Me aproximé a ella y la obligué a volverse, poniéndole las manos en los hombros.

—No, Donald. ¿No ve que… que también me emociona?