coolCap12

LA clínica del sacamuelas estaba en el sexto piso. Las puertas iluminadas tenían una de ellas un letrero de vidrio esmerilado:

«DR. JORGE L. QUAY, Dentista, particular».

y otra un cuadrado del mismo material con la inscripción:

«DR. JORGE L. QUAY, Dentista, entrada».

y en el ángulo de la izquierda:

«Sólo previo aviso».

Empujé ésta. La antesala era diminuta, provista de un canapé de mimbre, un par de sillas de respaldo alto y tieso y un montón de revistas maltratadas. A un lado un espejo, a cuya derecha se veía una puerta. Estaba entreabierta.

Sonó un timbre en otra habitación al penetrar yo en aquélla.

—Pase —gritó un hombre.

Avancé por el pasillo hasta la habitación, en que una mujer, tendida casi en un sillón de dentista, tenía la boca abierta. El doctor Quay, alto y esbelto, se inclinaba sobre ella examinando su dentadura con un espejito cuando pregunté:

—¿Me dijo que entrara?

Sus ojos ardientes e inquietos parecieron clavarse en cada una de mis facciones.

—Mi enfermera se despidió ayer sin concederme ni diez minutos de plazo —exclamó irritado el dentista—. Procuro hacerme cargo de todo sin conseguirlo. ¿Cómo se llama y qué desea?

—Mi apellido es Lam —contesté—. Deseo concertar hora para que me vea una muela. Si es posible, me gustaría que me hiciera un examen previo y…

—Tome asiento en la antesala —me ordenó—. Le atenderé dentro de cinco minutos. Ahora mismo acabo.

Aguardé en la minúscula salita de espera.

Tres minutos después salía la ocupante de la silla del doctor Quay. Era una elegante y joven matrona, de unos treinta años, con un anillo de prometida y una sortija de boda, cuajada de diamantes, en su mano izquierda.

Sonreía débil, maliciosamente, y me pasó revista mientras se marchaba. Percibí el sonido de agua al lavarse las manos el dentista.

Desde mi sitio, podía ver el oscuro bulto de un hombre en la puerta de entrada, la sombra de alguien que acopiaba valor para penetrar o que esperaba la llegada de otra persona.

Quay se detuvo en el umbral, con una bata de manga corta y las manos olorosas de un antiséptico perfumado.

—Adelante, joven —me dijo—. Veamos qué le sucede.

La entrada se abrió, sonó el timbre. El doctor Quay frunció el ceño.

Era Carl Keetley.

—Buenos días —saludó el dentista.

—Hola —respondió Keetley, y me contempló sorprendido—. ¡Vaya! ¡Donald Lam! ¿Cómo está?

—No muy bien —contesté.

Keetley me estrechó la diestra. El dentista se apartó esperando que terminara. Observaba cortésmente al intruso.

—Trátele bien, doctor —recomendó Keetley—. Pocas veces habrá tenido un detective de primera categoría como paciente.

Quay se sobresaltó.

—Deseo hablar con usted cuando sea posible —agregó Keetley volviéndose al dentista.

El rostro de éste era tan inexpresivo como una hoja de papel secante blanco para estrenar.

—Siéntese —invitó—. Dentro de unos segundos estaré con usted.

Echamos a andar por el pasillo.

—¿Me hace el favor de repetir su nombre? —me rogó Quay.

—Donald Lam.

—¿Dirección?

Le entregué una de las tarjetas de la agencia: «Cool y Lam».

—Somos investigadores privados.

—Ya. ¿Para qué viene a verme?

—Por mi dentadura.

—¿Qué le pasa?

—Me gustaría que le echase una mirada.

—Tome asiento.

Ocupé el sillón dental. El doctor Quay ató un babero a mi cuello, echó atrás el apoyo de la nuca y examinó con un espejito el interior de mi boca. Luego exploró con un punzón largo y delgado las junturas de las muelas.

—¿Cuándo le reconoció un dentista por última vez? —preguntó mientras lo hacía.

—Jamás me he preocupado por eso —respondí con dificultad a causa del instrumento.

—Ya lo veo. Pero poco más o menos.

—Hará unos dos años.

—Es necesario que le reconozcan cada seis meses —exclamó Quay con autoridad—. ¿Qué le ocurre?

—Me duele.

—¿Cuál muela?

—Ésta de la derecha.

—¿Hace mucho?

—No ha parado en toda la noche. Es un dolor sordo, constante, como una palpitación.

El doctor Quay punzó, tocó y raspó.

—Sí, tiene un nervio al descubierto —diagnosticó al fin—. Tendremos que arrancarla y empastar dos o tres más. No estaría de más un examen con rayos X.

Casi me asusté.

—¿Es que no es una sola?

—Exacto.

—¿Cuántas? —pregunté levantando la cabeza.

—Veamos —murmuró Quay recurriendo al espejito—. Ésta… Recuerdo haber visto una pequeña cavidad… Sí, aquí está…

—¿Cuánto me costará? —puntualicé.

—¿Tiene eso mucha importancia? —repuso Quay con indiferencia.

—Naturalmente.

—De momento me es imposible decírselo. Tal vez deba someterla a un determinado tratamiento y haya que arrancarla.

—Ahora ya no me duele tanto —afirmé con vehemencia.

El doctor Quay llenó una jeringa con agua caliente y me roció la muela.

—¿Le molesta?

—Me proporciona consuelo.

Entonces utilizó agua fría.

—¿Y ahora?

—Apenas lo he notado.

—Entonces mejor será extraerla —decidió el dentista.

Suspiré, incorporándome.

—Doctor, hoy tengo que realizar una serie de cosas importantísimas. ¿No podría recetarme un calmante y arrancármela más tarde? Acaso unas pastillas…

—Desde luego, si tiene usted trabajo… —me interrumpió Quay—. Tenga este producto. Es Anacín. Tome las píldoras tal como están. Vuelva mañana por la mañana, a eso de las diez, y se la extraeré.

Me apresuré a abandonar el sillón.

—Mañana le inspeccionaré el resto de la dentadura —agregó el dentista—. Por lo que he visto, tendrá que recibir bastantes cuidados.

La puerta sé abrió y cerró, haciendo sonar un timbre. Quay frunció el ceño.

—Perdone, será otro paciente —gruñó—. Es un apuro no tener enfermera. He telefoneado a la agencia de colocaciones; dentro de un instante iré a hablar con cuatro o cinco aspirantes. Siempre es delicado contratar una enfermera nueva. Un minuto, por favor.

Quay se dirigió a la antesala. Me arranqué del cuello el babero y corrí tras él.

—El hombre que estaba aquí se acaba de marchar —me explicó—. Supongo que volverá ¿Le conoce usted?

—Sí.

—¿Quién es?

Aproveché la ocasión de vengarme.

—Se llama Keetley. Es cuñado de Gerald Ballwin.

—¿Su cuñado? —se asombró Quay—. La señora Ballwin es cliente mía. Ignoraba…

—Es cuñado por su matrimonio anterior. Es hermano de la primera esposa.

—Ya —murmuró Quay.

—Es muy simpático —comenté.

Quay no me hizo caso. Me abrió la puerta diciendo con acento definitivo:

—Mañana le sacaré esa muela. A las diez. Sea puntual, porque da la casualidad de que cancelaron una cita para esa hora. De otra forma, no conseguirá verme hasta dentro de tres semanas.

Carl Keetley me esperaba junto al ascensor.

—¿Cómo va su muela? —se rió.

—Mejor.

—¿Se la arrancó?

—No.

—Tuvo suerte.

—¿Por qué?

—Porque seguramente al doctor Quay le hizo muy poca gracia encontrarle en estos parajes —sonrió Carl Keetley.

Meneé la cabeza con vigor.

—Sí, después de su diplomática presentación, me dije que el doctor Quay se ponía innecesariamente violento —repliqué—. Presiento que no recibirá un gran desengaño si no vengo mañana.

—Ese dentista —me aseguró Keetley— no es tonto. No sería prudente intentar engañarle.

—¿Acaso dije que lo fuera? —exclamé.

—Tendrá que admitir que cuando un individuo que es detective privado decide comprar un solar en una urbanización dirigida por Gerald Ballwin, cuando le acomete de pronto un dolor de muelas y visita al dentista que cuida a la señora Dafne Ballwin, es ampliar demasiado el terreno de la coincidencia y de la casualidad.

—Pero no tanto —repuse— como el hecho de que la «Compañía de Inversiones Alfa» tenga sus oficinas tan ventajosamente situadas, que usted domina todo el pasillo, pudiendo ver quién entra en la clínica del doctor Quay.

—¿También sabe eso? —preguntó con suavidad.

—Sí.

—Interesante —murmuró Keetley—. No pierde usted el tiempo.

—Pensaba visitar hoy mismo esa compañía para comunicar que tengo unos dólares a su disposición.

—Eso hubiera completado el círculo —comentó Keetley—. Bueno, no nos quedemos aquí. Pasemos a mi oficina y discutiremos esa inversión.

Me precedió por el pasillo hasta un despacho espacioso situado al fondo del mismo. Abrió la puerta con la llave y, en lugar de cederme la entrada, exclamó irritado:

—¡Maldita sea! Otra vez olvidé de cerrar la radio. Estaba estudiando unos caballos.

Corrió hacia un aparato oblongo y dio la vuelta a un botón extinguiendo así una luz verde.

—Ocupe esa butaca, Lam.

Me dejé caer en un hondo sillón de cuero y eché una ojeada a la asombrosa «oficina».

En las paredes había grandes ampliaciones de caballos de carreras, convenientemente enmarcadas. Las fotografías no ocultaban ningún detalle interesante. En el extremo del despacho pendía un enorme mapa.

Al pie de la ventana se veía una gran mesa de dibujante, un bastidor, tintas de colores y el suelo estaba alfombrado por tiras de celuloide pintado.

—¿Le gusta mi taller? —preguntó Keetley apartando la radio, que acababa de apagar.

—Me interesa saber qué hace aquí.

—Estudio los jacos.

Señalé la mesa de dibujante.

—Ya que es tan suspicaz —rió Keetley—, le descubriré un secreto. ¿Desea saber una cosa?

—¿Cuál?

—Coja el periódico —me ordenó Keetley—. Dígame qué caballos corren en la segunda prueba esta tarde.

Le leí los nombres. Keetley compuso una lista de números y abrió un cajón largo que había debajo de la mesa de dibujante, eligiendo varios trozos de celuloide.

Lanzó una carcajada y dijo en son de excusa:

—Esto le demostrará lo que puede hacer el ser humano cuando tiene tiempo de sobra y una naturaleza activa.

Amontonó varias tiras de celuloide numeradas y las colocó en una especie de caja que había en la mesa, junto a la ventana. Movió con cuidado unas diminutas perillas, que adelantaban las tiras a milímetros. Finalmente las tuvo ajustadas a su gusto.

—Mire ahora —me encargó.

Giró un interruptor. La luz iluminó intensamente un oblongo detrás del celuloide coloreado. Sin duda se trataba de una lámpara de cuarzo paralela a una rendija de la máquina.

Gracias a ella pude ver media docena de líneas ondulantes con puntos que subían y bajaban, agudamente en ciertas partes.

Keetley recomenzó el proceso de ajustamiento con tornillos graduados. Las tiras de celuloide se meneaban imperceptiblemente a sus hábiles y precisas manipulaciones. En sus bordes había garabatos cabalísticos, que, sin duda, se referían a pesos, distancias y estado de la pista.

Cuando las películas estuvieron como deseaba. Keetley las apretó y siguió las líneas que las llenaban.

—Será una carrera reñida —exclamó—. Vea que todas las líneas están muy justas, pero note también que esa de la derecha tiene un ángulo algo más alto que las demás.

Afirmé con la cabeza y pregunté:

—Significa —respondió Keetley— que ése es el caballo vencedor.

Sonrió al reparar en la expresión de perplejidad que yo procuré asumir.

—Para mucha gente —dijo— buscar el triunfador es un proceso largo, lento y dificultoso. Yo he preparado algunos detalles medios que representan las hazañas de los jamelgos en las pistas. Y puedo aumentarlos y disminuirlos según las circunstancias aconsejen. Por ejemplo, cuando se trata de un caballo que prefiere el terreno enlodado, elevo la curva de sus éxitos con esta perilla un determinado tanto por ciento, atendiendo al estado de la pista. Si le desagrada la tierra húmeda, muevo de otro modo la manija que registra ese aspecto particular. Cada vez que un penco interviene en una competición, evalúo su actuación según su curva o media de resultados. O, si lo prefiere, su promedio. Así consigo un conocimiento apropiado de cuál será su actuación.

»Desde luego, una carrera de caballos no es una proposición matemática, algo reducible a una certeza absoluta. Siempre interviene la suerte, hay ciertos imponderables o factores desconocidos. Pero en términos generales me sale bastante bien.

»Comprenderá que el secreto de la eficiencia consiste en apreciar correctamente la intervención del caballo cada vez que corre, para obtener datos uniformes que sean aplicables a los demás competidores. Pero, en resumidas cuentas, eso es lo que hacen todos los aficionados en sus horas de insomnio. Esto no es más que un atajo, una especie de inventario perpetuo de lo que cada jaco puede ofrecer a los mejores.

»Algunos de los escritores deportivos también estudian los animales, y cuando llegan a la misma conclusión que yo, no apuesto porque las circunstancias están en contra mía. Si un caballo es el favorito del público, no resulta acertado apostar por él.

—¿Y gana dinero con este sistema? —indagué.

—Da mucho trabajo, bastante diversión y rinde beneficios —rió Keetley—. Vea, por ejemplo, la segunda carrera de esta tarde. La curva prueba que Fair Lady vencerá por… bueno, será muy disputado. Yo diría que vencerá por un cuerpo e incluso por menos. Consultemos las autoridades periodísticas.

Cogió uno de los periódicos y retomó la lista con la ayuda del pulgar.

—Este redactor se decanta por Satélite —anunció y leyó otro diario—, y éste también, también el especializado. Por consiguiente, Satélite es el favorito.

—Bien, ¿y qué?

—Pues que Fair Lady es una buena apuesta. Dará dinero —contestó Keetley y de improviso me miró fijamente—. ¿Por qué husmeaba en la clínica del doctor Quay? ¿Sospecha de él, Lam? ¿O es que no quiere pasar a nadie por alto?

—¿Se debe a la casualidad que usted tenga su despacho en el mismo edificio y en el mismo piso? —repliqué.

—Sí.

—¿No sabía que era el dentista de la señora Ballwin?

—Claro que sí. ¿Tiene eso de malo?

—Y puede, dejando la puerta abierta, vigilar a todos los que entran y salen de su clínica.

—¡Caramba! —exclamó Keetley—. Si me importara eso, me bastaría con curiosear en su libro de consulta para saber quién ha de venir con tres semanas de anticipación. No sea obtuso. Alquilo este despacho porque quiero trabajar sin ser molestado. Disfruto en este ambiente apacible, dedicando mis esfuerzos a ser más listo que los demás.

—¿No tiene una racha de mala suerte? —indagué.

—De vez en cuando —confesó Keetley— me encuentro en un apuro. Entonces me porto como un loco. Mi razón cesa de actuar.

—¿Y entonces da un sablazo a Gerald?

—En ocasiones es usted insultante, Lam —protestó Keetley.

—Tengo un oficio… y un trabajo.

—¿Cuál?

—En este preciso instante procuro averiguar quién envenenó a los Ballwin.

Keetley se encogió de hombros.

—También lo intenta la policía.

—¿Y qué?

—La policía está mejor organizada —repuso Keetley con sequedad—. Son más eficientes y poderosos. ¿Por qué no se lo deja a ellos?

—A veces se equivocan.

—Pero no es frecuente.

—A veces descubro algo que les ayuda —agregué.

—Sí, puedo creerlo —afirmó Keetley.

—¿Quién cree que les administró el veneno?

Keetley meditó un instante y contestó:

—Debió de ser alguien de la casa. Tengo entendido que los tubos de pasta de anchoas que usted regaló no estaban envenenados. Aunque, considerándolo con sangre fría y desapasionadamente, fue como si usted tratase de tentar a alguien.

—No lo pretendía —repliqué—. Sólo deseaba que la señora Ballwin…

—¿Qué?

—Mantuviese el statu quo de su hogar algún tiempo más.

Keetley reflexionó.

—Es sorprendente lo corta de alcances que es la gente.

—¿A qué se refiere? —exclamé, levantando la cabeza.

—Pues a que, personalmente, pienso que la policía arrestará al asesino dentro de tres horas.

—¿Acepta una apuesta? —sonreí.

—Claro que sí —repuso Keetley con entusiasmo—. Le apuesto… Un momento; concédame cierto margen. Apuesto a que la policía descubrirá al envenenador y tendrá pruebas suficientes para acusarle dentro de tres horas. Ofrezco dinero a la par.

—¿Tiene alguna confidencia? —pregunté.

Keetley se rió.

—¿La tiene usted?

—No.

—Sólo confío en la policía, eso es todo —explicó Keetley—. Pensamos que los policías son estúpidos porque lo analizamos individualmente. Es una equivocación. En primer lugar, porque no son tontos. Muchos de ellos carecen de la educación de un hombre de ciencia, es decir, no tienen el mismo tipo de educación. Pero pasamos por alto la circunstancia de que la unidad constituye el poder. Cuando nos referimos a ellos, deberíamos considerarlos, no como un grupo de policías individuales, sino como toda la fuerza policíaca.

—Ya sé que son buenos —repuse—. No se moleste en convencerme.

—Bien puede afirmarlo —prosiguió Keetley—. Son mucho mejores de lo que opina la gente. Y, por otra parte, la inmensa mayoría de los asesinos son unos perfectos idiotas.

—¿Por qué?

—¡Diablos! —suspiró Keetley—. Aténgase a los hechos. Lea los periódicos los viernes por la mañana. ¿Qué encuentra? Escondido en un ángulo de una página interior verá unas líneas que notifican que un desgraciado ha sido electrocutado, ahorcado o encerrado en la cámara de gas. La trampa cedió a las diez y un minuto; se dictaminó su muerte a las diez y dieciséis.

»Cada viernes se reanuda la lúgubre procesión que sube tambaleándose los trece escalones del cadalso, es conducida a la cámara de gas entre dos asistentes o cubre la última y espantosa milla hacia la silla eléctrica. Son tontos. Emprenden el viaje a la eternidad en viernes, saboreando el único remedo de tortura que nuestra civilización ha imaginado. No sólo privan al culpable de su vida, sino que le obligan a pensar que parte hacia la muerte en un día nefasto. ¡Maldición! Me ponen enfermo con su asquerosa incompetencia.

—¿Cuál? —pregunté.

—La de los tontos que mueren en viernes —respondió Keetley, y sus ojos brillaban con extraña intensidad—. Son los fracasados de los asesinos, los que pierden la cabeza, los incompetentes…

—Y en ocasiones los desafortunados —indiqué.

—Sí, en ocasiones alguno tiene la suerte vuelta de espalda —concedió Keetley—; pero eso ocurre en todas las profesiones, en todas las actividades de la vida. En este mismo instante unos estupendos conductores de automóviles aparecen ante el juez. Siempre les fue bien, pero bastaron unos minutos de mala suerte, otro coche saliendo de una travesía, un chofer borracho y… ¡cras! Se rompen unos cristales y un automovilista feliz y descuidado se enfrentará con la ley.

»Lo mismo ocurre en todos los aspectos de la existencia. No se puede reprochar a los asesinos desventurados. Los más inteligentes tienen mala suerte; a otros les sonríe la fortuna. Vaya lo uno por lo otro. Pero los asesinos absolutamente buenos no se tambalean en viernes en los trece escalones… es sólo la hez de la profesión, los tontos.

»Supongo que a estas horas existe uno fracasado odiando a muerte a Carlota Hanford. Estoy convencido de que no es inteligente. La policía le echará el guante, aunque apenas sacará nada con ello, pues los Ballwin, según creo, no sufrirán más que un buen dolor de vientre. Se asegura que él está fuera de peligro y que ella mejora.

Keetley tomó aliento y se levantó.

—Gracias por la visita, Lam. Ahora debo empezar a trabajar en las carreras de mañana. Lo malo de mi sistema es que no se le puede descuidar un segundo. Me gusta leer y hablar de asesinatos, pero me gano la vida adivinando qué caballo llegará antes a la meta.

—Buena suerte —le deseé, estrechando su mano.

La puerta se cerró detrás de mí. Recorrí la mitad del pasillo. De pronto me volví para cerciorarme de si me vigilaba.

La entrada seguía tal como antes. Ni siquiera le interesaba enterarse de si me dirigía a la clínica del doctor Quay o tomaba el ascensor.