coolCap11

A LAS nueve y veinte llegué a la agencia y, saludando a la telefonista de la antesala, entré en mi despacho privado.

Jim Fordney se hallaba en él charlando con Elsie Brand, mi secretaria.

—El señor Fordney deseaba verle —me informó Elsie—. Supuse que usted preferiría que no esperase en la sala. El sargento Sellers habló por teléfono con la señora Cool y pensé que tal vez viniera.

—Es usted una chica lista —aprobé—. ¿Qué hay de nuevo, Fordney?

Elsie se retiró. Mi ayudante guardó silencio hasta que hubo desaparecido.

—Seguí a aquel individuo —me dijo.

—¿Lo notó?

—No. Andaba muy pensativo.

—¡Magnífico! Creí que le costaría mucho seguirle. ¿Adónde fue?

—Entró en el Edificio Pawkette.

Lancé un silbido.

—Subió en el ascensor —prosiguió Fordney—. Estacioné mi coche y, cuando me convencí de que estaría en el interior un buen rato, me dirigí al encargado del ascensor ordenándole que me llevase al piso sexto. Me indicó que firmase en el libro que había en el aparato y me preguntó a qué parte de él iba.

—¿Qué le contestó?

—Que el doctor Quay tenía que reconocer una de mis muelas. Me aseguró que no estaba, pero repliqué que me había citado, dándome toda clase de seguridades. El empleado se obstinó en que era inútil subir mientras el dentista no regresase. Mientras hablaba leí el registro. La última firma en él inscrita era «Compañía de Inversiones Alfa», con las iniciales «C. K.».

—Continúe.

—Permití que el encargado me convenciera. Le anuncié que saldría a esperar al doctor Quay —explicó Fordney con voz monótona—. Examiné el tablero. La Compañía de Inversiones Alfa tiene sus oficinas en 610. El doctor su clínica en el 695. ¿Habrá alguna relación o coincidencia?

—¡Que me aspen si lo sé! —proferí—. ¿Qué sucedió después?

—Volví a mi auto. Al poco rato apareció una joven. Desconozco cómo se las compuso, pero no firmó en el registro. No formulé preguntas para no despertar las sospechas del empleado nocturno. Si lo hacía, tal vez avisase a los inquilinos que había un detective por los andurriales.

Aprobé su decisión.

—Por lo tanto —continuó Fordney—, regresé a esperar en mi coche. Poco después salió la muchacha, llevando a Keetley pegado a sus talones. La chica tomó un taxi que la aguardaba. Un momento después Keetley la seguía.

—Sí.

—¿Lo hizo usted?

—¿Hasta dónde?

—A la estación de la Unión.

—¿Y luego?

—La joven despidió el taxi y entró en la estación. Keetley saltó de su automóvil y echó tras ella. Yo me arriesgué. Me apeé de mi cacharro dejando el motor en marcha. La chica introdujo una moneda en uno de los armarios patentados, de esos automáticos, en los que basta un centavo…

—Los conozco —interrumpí—. ¿Qué hizo entonces?

—Guardó algo en él, lo cerró con llave, que metió en el bolso, y tomó un autobús.

—¿Y Keetley?

—Por lo visto, había perdido su interés en ella. Se alejó en su automóvil.

A renglón seguido, Fordney sacó de su cartera una cartulina encarnada, que me entregó.

—Me multaron por dejar mi coche con el motor en marcha —explicó—. ¿Tiene algo que objetar?

—No —respondí—. La agencia se encargará de cubrirla.

—Muchas gracias. No sé si hice bien o no.

—Lo primero.

—Ahora bien —reanudó Fordney—, Keetley se dirigió a su casa, que está en los Pisos Prospect Arms. Me aseguré que vive en ellos. Su nombre está en un buzón. Piso 321.

Tintineó el teléfono.

Elsie Brand me anunció antes de contestar:

—Una joven le ha estado llamando. Se negó a dar su nombre o su número. Prometió volver a telefonear. En efecto, lo hizo cada ocho o diez minutos. ¿Le pongo en comunicación si es ella?

—Sí —y dije a Fordney—: ¿Qué aspecto tenía la mujer vigilada por Keetley?

—Buena figura, vestido gris, pelirroja y…

Elsie Brand, que había empuñado el aparato, me hizo un gesto, mientras decía:

—Un momento. El señor Lam hablará con usted.

Le señalé que esperara un segundo y recité a Fordney en tono llano:

—Un metro cincuenta y siete, cincuenta y dos kilos, medias oscuras, zapatos verdes…

—Es ella.

Cogí el teléfono.

—¿Diga?

—¡Oh, Donald! ¡Cuánto me alegro de encontrarle! —exclamó con alivio Ruth Otis—. Temí que no estuviera en la oficina en toda la mañana. No he parado de telefonear a su despacho y a su piso.

—Estuve fuera, trabajando. ¿Qué hay de nuevo?

—Deseo hablar con usted.

—¿Obedeció a mis órdenes de anoche?

—Precisamente por eso deseo verle.

—Hable ahora.

—¿Por teléfono?

—Sí. No…

Sin ser anunciado, empujó la puerta el sargento Frank Sellers, con el sombrero en la coronilla, un cigarro mojado entre los dientes y una bondadosa y alegre expresión esparcida por todo su rostro.

—No se moleste, Donald. Ni quiero interrumpirle —exclamó con su voz atronadora—. Siga. Berta me dijo que estaba en la oficina. Sólo deseo hacerle unas preguntillas.

Ordené por teléfono:

—Trate de lo más importante; no se extienda demasiado. Tengo prisa.

—¿Entró alguien, Donald? —tartamudeó Ruth—. Me pareció oír…

—Sí. Prosiga.

Sellers se sentó en el borde de mi mesa y dijo:

—Hola, Fordney. ¿Cómo le va?

—Regular —respondió Fordney.

—Cállese —ordené—. Estoy hablando con una mujer. Un momento.

—¿Tiene una amiga? —rió Sellers.

—¿Cómo voy a saberlo? —protesté—. Primero debo hablar con ella. No puedo leer su pensamiento y ustedes alborotan tanto que no entiendo lo que intenta decirme.

Sellers se rodeó una rodilla con las manos y sonrió a Fordney.

—Quiere convencernos de que es un sultán. Pero probablemente se trata del Banco, que le pregunta qué significa su déficit de cinco dólares con diez centavos.

—Adelante —ordené a Ruth—. Veamos que le pasa.

—¿Recuerda el paquete de que tratamos? —me preguntó.

—Sí.

—Pues pensé que, a fin de cuentas, tal vez no hubiese sido… usado. Como tengo aún la llave de la clínica, me propuse enviarlo a… ya sabe a quién.

—Siga.

—Por consiguiente, en vez de armar tanto jaleo, fui a la clínica, rescaté el paquete y lo guardé en un sitio seguro, al que puedo ir en caso de necesidad.

—¡Toma! ¡Se ha metido en la boca del lobo! —la regañé.

—No, no, Donald. Se equivoca. Antes de hacer nada, comprobé si el específico estaba tal cual lo había comprado. En efecto, se hallaba en el mismo estado que cuando salió de la farmacia. Si ocurre algo, podré demostrar que no fue usado. Eso me librará de sospechas. Siempre estuve segura de que estaba intacto. Pensé que lo mejor que podía hacer, si era interrogada, consistía en presentar el paquete como se encontraba al principio, en la farmacia. Lo he llevado a un lugar que nadie descubrirá a no ser que… que nosotros queramos.

—No puedo discutir eso ahora —contesté—. Anoche le di una dirección.

—¿Una dirección?

—Sí.

—No la recuerdo.

—A la que podría ir si…

—¡Sí! ¡Ya me acuerdo!

—Pues vaya a ella.

—¿Quiere que…?

—Vaya.

—Muy bien, Donald.

—Inmediatamente —insistí—. Y no se lleve nada consigo. ¿Entiende?

—Sí.

—Pues eso es todo —dije.

—Gracias, Donald —exclamó Ruth preocupada—. Nos veremos allí. Adiós.

Colgó, pero yo continué hablando como si tal cosa.

—Lo malo es que él tiene tres testigos y usted uno sólo… Sí, es verdad. Tiene tres testigos, él y los dos hombres que le acompañaban en el auto… ¡Claro que lo hará! Es lo corriente en ese tipo de accidentes. No tiene nada que ver quién goza de precedencia. Él asegura que la tenía, el otro pretende que ya estaba en el cruce cuando se le echó encima a gran velocidad. Busque esa dirección y abra los ojos… Ya sé que los testigos suelen desaparecer inmediatamente, pero siempre hay los habitantes del barrio y los propietarios de los pequeños establecimientos. Muévase.

Esperé un instante, como si escuchase, y exclamé:

—No cuente a nadie que tiene la libreta llena de nombres… Ahora tengo demasiado trabajo para volver a repetirlo.

Aplasté el teléfono contra su soporte y dije a Elsie Brand:

—Elsie, rechace esta clase de llamadas. Averigüe quién me telefonea…

—Lo siento —se excusó Elsie—. Creí que era la mujer del desfalco.

—No lo era —refunfuñé—. Era un maldito accidente de tráfico.

Sellers tenía un aspecto excesivamente bondadoso e ingenuo.

—¿Qué noticias hay, Donald? —me sonrió.

—Casi nada —contesté—. Me encuentro mal.

—¿Qué le pasa?

—Anoche no dormí.

—¿Lo impidió su conciencia?

Meneé la cabeza.

—Dolor de muelas.

—Le compadezco. ¿Por qué no va a un dentista?

—Lo haré en cuanto haya dado unas instrucciones.

—Sí, mala cosa —comentó Sellers—. El dolor de muelas destroza los nervios.

—¿Cómo están Ballwin y su mujer? —indagué.

—Ella continúa inconsciente. Él se está recobrando. No hay duda de que las galletas y la pasta de anchoas fueron envenenadas. Lo curioso es que en el laboratorio no descubren arsénico en ninguno de los tubos. Debió ser espolvoreado una vez la pasta estuvo en las galletas.

—¿Cuándo la pusieron?

—No lo sabemos —contestó Sellers pensativo—. Las preparó la propia señora Ballwin. Pero sigue sin sentido y es imposible interrogarla. La criada asegura que las había empezado a arreglar cuando la cocinera penetró en la cocina. Había una docena de galletas, pequeñas y cuadradas. La cocinera se encargó del resto, colocando la pasta en tiras y espirales.

—¿Cuánto tardaron en servirlas?

—Ése es el problema —exclamó Sellers—. Ballwin llegó con algún retraso y la cocinera las guardó en la alacena. La señora Ballwin le comunicó que cenarían fuera, por lo que no volvió a acordarse de las galletas.

—¿Cuánto estuvieron en la alacena?

—Quizá un cuarto de hora. No pasó de la media hora en todo caso.

—¿Y luego?

—El mayordomo las sirvió al estar Ballwin en casa. Éste mezcló los combinados. Su mujer le pidió que probara la pasta. Le gustó. Parecía de mejor humor que en los últimos días.

—¿Y el mayordomo? —pregunté.

—No se preocupe, lo pasamos todo por un cedazo —sonrió Sellers—. También hemos pensado en la secretaria de la señora Ballwin.

—Seguramente esta tarde sabrá más —vaticiné.

—Seguramente. ¿Qué opina de Keetley?

—¿Qué le pasa?

—Es un inútil, ¿no lo cree?

—Lo ignoro.

—¿No habrá estado apretando las clavijas a Gerald?

—En tal caso —reflexioné—; no envenenaría su gallina de los huevos de oro.

—Ya se nos ha ocurrido —respondió Sellers—. Quizá apuntase a la señora Ballwin.

—Es imposible descubrir el veneno, si estaba en las galletas y en la pasta de anchoas.

—¿Cómo?

—Nadie puede predecir quién comerá una o varias galletas. Si Ballwin hubiese tenido apetito y hubiera comido seis, y su mujer no más de tres, él hubiera empinado las botas y Dafne hubiese sufrido un regular dolor de vientre.

—Todo eso nos da que meditar —informó Sellers—. Esperaba que usted nos ayudase un poco.

—¿Cómo?

—Pues —carraspeó el sargento— usted es listo e ingenioso, Donald. Supongamos que usted se propusiera envenenar a una persona, supongamos que quisiera envenenar a un hombre sin matar a su mujer y pudiera llegar a la caja de las galletas…

—¡Váyase al infierno! —chillé—. Me duelen las muelas. ¿Cuánto arsénico tragaron?

—Lo bastaste para dar el pasaporte a un caballo. Si no hubiera dicho Carlota Hanford que se trataba de arsénico, los médicos no habrían salvado a Ballwin. Tuvo mucha importancia que intervinieran a tiempo. Su mujer, al encerrarse en el cuarto de baño, empeoró su situación. Tomó una dosis terrible. El asesino se propuso no correr riesgos.

—Le avisaré sí se me ocurre algo —prometí—. Ahora voy a que me reconozcan la dentadura.

Sellers saltó del borde del escritorio.

—Buena suerte, Donald —deseó—. Comuníqueme cualquier idea.

Me despedí de Fordney.

—Voy a ver qué es capaz de hacer un dentista con mi muela —dije a Elsie Brand.