coolCap10

LA oficina de Gerald Ballwin, propietario y gerente de la nueva urbanización de la West Terrace Drive se abrió exactamente a las ocho en punto.

Lo comprobé porque desde las siete esperaba en mi automóvil.

La encargada de abrir fue la esbelta y silenciosa joven que copiaba contratos a máquina durante mi visita de la víspera.

Le concedí dos minutos para que se quitase el sombrero, se empolvase la nariz y destapase la máquina de escribir. Después empujé la puerta.

Por la velocidad a que tecleaba se deducía que había puesto manos a la obra sin los preliminares usuales.

Levantó los ojos al verme entrar.

—Buenos días —me saludó.

—Hola. ¿Está el señor Ballwin?

—No. Tardará una hora y media en llegar.

—Su secretaria… ¿Cómo se llama?

—Worley.

—¿Está?

—Viene a las nueve.

—¿Y los dependientes?

—No hay ninguno de momento —me respondió—. Pero por lo general comparecen entre las ocho y las ocho y media.

Consulté mi reloj.

—Lo siento. No puedo esperar.

—¿Puedo servirle en algo?

—Deseo comprar un solar.

—Ayer estuvo aquí, ¿verdad?

—Sí.

—¿No salió con el señor Keetley?

—Exacto.

—¿Conoce entonces el solar que desea adquirir?

—No.

La joven enarcó las cejas cortésmente, como sorprendida.

Carraspeé antes de responder.

—El señor Keetley tiene un modo de abordar las cosas heterodoxo y poco convencional.

—Sí, lo supongo —contestó la muchacha con sequedad.

—Me llamo Lam, Donald Lam.

—Y yo Mary Ingram. Tal vez le gustará estudiar alguno de los planos. Puesto que ha visto los terrenos, podré informarle sobre ellos con el plano.

—Está bien —dije.

Hizo retroceder su silla y de un estante cogió un plano que extendió sobre el mostrador.

—Procuraré orientarle con la experiencia que poseo, señor Lam —anunció la señorita Ingram—. Es decir, si le interesa ponerse al corriente de ciertos detalles que se deben considerar al elegir un terreno en una nueva urbanización.

—Me encantaría conocerlo —murmuré.

La señorita Ingram trazó una línea sinuosa con un lápiz.

—Quizá no sea muy ético, pero creo que el arte de vender consiste en efectuar una transacción satisfactoria para ambas partes, que llene en especial de agrado al cliente.

—Un criterio muy elogiable —aprobé.

Me lanzó una rápida mirada, pero no descubrió ninguna expresión en mi rostro.

—Notará que en urbanizaciones encaradas con el paisaje, los terrenos orientados al panorama están sumamente divididos.

—Se comprende.

—El urbanizador piensa que de ese modo consigue más dinero. No obstante, nace el inconveniente siguiente: el edificio y el garaje tiene espacio de sobra, pero resulta difícil llegar a ellos y en tiempo lluvioso… Es un factor que se debe tener en cuenta. Por otra parte, habrá advertido que los solares dotados de buena vista se hallan en sitios inclinados, originando un problema arquitectónico muy peculiar: la porción posterior del edificio se encontrará mucho más alta que la fachada. Además, el garaje ofrece otro. O bien se lo coloca en la fachada o se ha de trazar un camino en la pendiente, con resultado poco satisfactorio.

Afirmé con gravedad.

—La experiencia me enseña —continuó la señorita Ingram— que si una persona elige uno de los solares menos deseables a primera vista, pero en una superficie más uniforme, tiene espacio para construir la casa y el garaje de forma verdaderamente accesible. En suma, a la larga, el comprador se alegra de poseer un terreno de este género. Y encima su precio es más razonable. Cuando se anuncia por primera vez una urbanización, la gente recorre los caminos y admira el paisaje. Desde luego, un panorama bello tiene mucha importancia, pero quizá tenga más valor la comodidad. ¿No le parece, señor Lam?

Se me escapó un suspiro.

—Oiga, señorita Ingram. Es usted una buena chica. Me falta valor para seguir adelante.

—¿Cómo? —se aturdió la joven.

—Soy detective —confesé—. Gerald Ballwin y su mujer fueron envenenados anoche y busco detalles que aclaren el crimen. Imaginé que me informaría de más cosas usted que otra persona cualquiera. Y así me aproveché de la ocasión que me ofrece su negocio.

La señorita Ingram me miró con la menor expresión de sorpresa, pero en sus ojos brillaba el dolor.

—¿Le parece decente? —preguntó.

—No —dije.

Recogió el plano y lo lanzó desde el mostrador a un estante.

—Al fin y al cabo, le agradezco que me avisara —murmuró.

—No esconda el plano —supliqué—. Quiero dejar un depósito por un solar.

—¿Por cuál?

—El que usted me indique.

—¿Es otro ardid? —inquirió.

Busqué mi billetero.

—No llevo encima más que ciento cincuenta dólares. ¿Bastarían cien como depósito inicial?

—Le reservaría el lote hasta el primer pago. Generalmente reclamamos un tercio.

—¿Hay alguno que esté bien y no sea muy caro?

—Adquiera uno por dos mil quinientos dólares —me aconsejó.

—¿Cien dólares bastarán como paga y señal?

—Sí.

—Extienda el contrato —indiqué, depositando cinco billetes de a veinte en el mostrador.

—¿Por cuál terreno?

—Escójalo usted.

Me miró a los ojos.

—Señor Lam, ¿hace usted esto para… para serme agradable?

—Pensé que emplearía el disco acostumbrado y, de mi parte, intentaba hacerla hablar para sonsacarla.

—¿Y cambió de modo de pensar?

—Usted lo cambió —repuse—. Comienzo a creer que ganaré dinero siguiendo sus consejos.

Colocó de nuevo el plano sobre el mostrador. Buscó dos o tres números, consultó unas fichas en un casillero y trazó con lápiz encarnado los límites de un lote.

—Éste es excelente.

—¿A cuánto asciende su precio?

—A dos mil setecientos cincuenta.

—Prepare el contrato. Lo firmaré.

La señorita Ingram arrancó de la máquina el papel que estaba escribiendo, sustituyéndolo por un contrato impreso, cuyos blancos llenó con veloz eficacia. Después, comparó lo escrito con el número del solar en el plano.

—Como ve, el contrato ya ha sido firmado por el señor Ballwin —me explicó—. Firme aquí, por favor, señor Lam, y le daré un recibo por los cien dólares.

La obedecí.

De nuevo se puso a la máquina para redactar el recibo, que firmó por orden.

—No se lo recomendaría, señor Lam, si no estuviera completamente convencida de que es una inversión inmejorable.

—Lo creo —sonreí—. Ahora, ¿podría responder a algunas preguntas sin ser desleal a su jefe?

—Mi lealtad para con él consiste en procurar que las cosas de la oficina marchen bien y que el archivo esté en orden.

Fruncí el entrecejo.

—¿Qué hace la señorita Worley?

—La señorita Worley es la secretaria personal del señor Ballwin —contestó sin comprometerse.

—¿Se cuida también de la urbanización?

—Sí, en cierto sentido.

—¿De su correspondencia privada? —indagué.

—De parte de ella.

—¿Hace mucho que está con el señor Ballwin?

—Unos tres meses.

—¿Y usted?

—Doce años.

Modulé un silbido.

—Debe de conocer perfectamente el negocio.

—Así es.

Lo dijo sin vanidad ni énfasis. Y la creí.

—Perdone mi curiosidad —me excusé por anticipado—, pero ¿no es más remunerativo el empleo de secretaria particular del señor Ballwin, y más importante en líneas generales, que el de usted?

Me devolvió la mirada sin titubear y guardó silencio, muy discreto.

—Sí —contestó al fin.

—Sin duda conoció usted a la primera esposa del señor Ballwin.

—Sí.

—Y, por tanto, al señor Keetley.

—Sí.

—¿Le odia usted?

—No.

—La señorita Worley sí.

—Ya lo sé —respondió Mary Ingram.

—¿Verdad que aparece de tarde en tarde a dar un sablazo a Gerald Ballwin?

—Sí.

—Pero ¿usted no le aborrece?

—No.

—¿Por qué? —me sorprendí.

—Porque, sobre todo, el señor Keetley no es lo que parece. No se emborracha regularmente. Finge hacerlo —sonrió la señorita Ingram—. No siempre necesita el dinero que pide. Creo que intenta exasperar al señor Ballwin.

—¿Por qué?

—Regístreme.

Callé por un momento.

—¿De modo que piensa que lleva algo entre manos? —pregunté al fin.

—¡Yo qué sé! —exclamó la señorita Ingram y agregó con un deje de ansiedad—: ¡Oh, señor Lam! ¡Ojalá lograse usted aclarar algunas cosas!

—¿Cuál, por ejemplo?

—¿Por qué hizo analizar el señor Keetley cabello humano?

—¿Eso hizo? —me asombré.

—Sí.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque escribió la carta en esta oficina —explicó a señorita Ingram—. Dijo que necesitaba una firma comercial.

—¿Qué carta?

—La que dirigía a unos químicos.

—¿La leyó?

—No. Ignoro su contenido. Sólo sé que la escribió durante la luna de miel del señor Ballwin… cuando se casó con Dafne. No llegó la respuesta hasta el regreso del señor Ballwin. La que entonces era secretaria suya abrió la correspondencia, entre ella iba esa carta, sin advertir que iba dirigida al señor Keetley. Hasta que comprendió que era un informe químico, no se dio cuenta de su error.

—¿Se enfadó Keetley al enterarse de que la había abierto?

—No le hizo mucha gracia.

—¿Cuánto tiempo lleva el señor Ballwin de casado por segunda vez?

La señorita Ingram sacudió la cabeza.

—Le responderán en el registro —soslayó.

—Desde el momento en que eso es posible, no será ningún secreto —objeté.

—Unos dos años. Dos y medio, más exactamente.

—¿Le contó su secretaria que había abierto la carta de Keetley?

—No lo sé.

—¿Murió de repente la primera señora Ballwin?

—Enfermó de improviso —puntualizó la señorita Ingram—. Mejoró durante un par de semanas y luego volvió a recaer.

—¿A qué se debió su fallecimiento?

—A algo relacionado con la gastroenteritis. Una dolencia muy grave.

—¿Le hicieron la autopsia?

—La cuidaba un médico. ¿No se elimina la necesidad de una autopsia cuando un facultativo extiende el certificado de defunción?

—Creo que sí. ¿La enterraron o la incineraron?

—Lo último.

—¿Y sus cenizas?

—Las aventaron en la montaña donde tenía una casita. La primera señora Ballwin era amante de la Naturaleza, en especial de los montes. Estudiaba la vida de las aves, en lo que era una autoridad.

—Entonces, no sería muy aficionada a alternar en sociedad —conjeturé.

—No.

—¿El señor Ballwin estaba muy ocupado con sus urbanizaciones?

—Sí.

Seguí presionando.

—¿Y la señora Ballwin se entregaba a su casita y al estudio de las aves?

—Sí.

—Debían de pasar bastante tiempo separados.

—Sí.

Orienté en otra dirección mis preguntas.

—¿Conocía el señor Ballwin a Ethel Worley antes de emplearla o medió una agencia de colocaciones?

—La conocía.

—¿Mucho tiempo?

—Unas dos semanas.

—¿Por casualidad? —continué en vista de su repugnancia a hablar de un tirón—. ¿O es que le demandó el empleo?

—Por casualidad.

—¿Por qué sigue trabajando aquí si le molesta la situación?

La señorita Ingram se irguió.

—Eso es un asunto personal, señor Lam.

—Claro que lo es. Mi pregunta también.

—Prefiero no contestar.

Me encogí de hombros.

—¿Es muy competente la señorita Worley?

Inesperadamente Mary Ingram dio suelta al torrente de palabras que había estado conteniendo hasta entonces. Y habló con gran pasión.

—Ethel Worley tiene una fachada preciosa, y supongo que comprende a qué me refiero. Los suéteres le sientan bien, tiene una gran figura, todo el descaro del mundo y una ignorancia absoluta, que jamás logrará remediar, de lo que compete a este negocio. Y como sabe que estoy al corriente de que no entiende una palabra, se da aires de gran señora en mi presencia. Pero siempre me ordena que haga su trabajo, no como un favor, sino como una reina a su esclava.

Se echó a llorar. Alargué el brazo por encima del mostrador para propinarle unos golpecitos cariñosos en el hombro.

—¿Y usted lo consiente?

La señorita Ingram afirmó entre lágrimas.

—Pero ¿no le sería posible cometer una equivocación adrede para que sufriera las consecuencias?

La atribulada joven sacó de un cajón de su escritorio un pañuelo de papel con el que se secó los ojos, se sonó y lo arrojó a la papelera.

—No podría —exclamó débilmente—. Sobre todo porque sería inútil. Ethel pensaría la mentira adecuada. Eso es lo de menos. Estoy aquí para ayudar al señor Ballwin, llevando a cabo mi trabajo de la mejor manera. Me paga el sueldo y yo hago lo que puedo. Creo que… creo que… he hablado demasiado —tartamudeó y rompió a llorar de nuevo.

Aguardé un segundo.

—¿El cabello que Keetley remitió pertenecía a su hermana? —pregunté.

—No. Mejor dicho, me parece que no. Lo envió medio año después de su fallecimiento. De todas formas no era un mechón, sino un enredijo de cabellos como el que queda en un peine… ¡Oh! Soy una desdichada. He charlado por los codos.

—Le sentó bien descargar el pecho —la tranquilicé, mirando por la ventana, y comuniqué—: Por lo visto llega uno de los vendedores. Se acerca un coche. Vaya al lavabo a mojarse los ojos con agua fría y empezaremos de nuevo como si no hubiese ocurrido nada.

La señorita Ingram le dedicó una rápida mirada.

—No entiendo cómo pudo hacerme hablar —suspiró—. Debe de ser su aspecto. Parece comprensivo.

—Lo soy.

—Estoy nerviosa y trastornada hoy —se excusó.

—¿Sabe lo del señor Ballwin?

—Sí.

—¿Cómo se encuentra hoy?

—Mejor, mucho mejor —sonrió.

—¿Y la señora Ballwin?

—No pregunté… —comenzó a decir—. ¡Dios mío! ¿Está mala?

—Sí. También fue envenenada.

—¿Una intoxicación?

—Ingestión de arsénico.

—¡Oh! ¡Lo que temía! —gimió Mary Ingram.

—¿Qué?

—El veneno. Temía que alguien intentase envenenar a… a la señora Ballwin.

—¿Por qué?

—No era más que una corazonada.

—¿Esperaba que también lo fuera el señor Ballwin?

—No, sólo su esposa.

—¿Por qué? —me obstiné.

—¡Oh!… Por su modo de tratar a la gente.

—Muy bien. Vaya a refrescarse los ojos —aconsejé.

Del coche que se detuvo junto a la estrambótica casita de la agencia no descendió un vendedor, sino Ethel Worley. Penetró como una céfiro en la oficina y me abrumó con la más magnética de sus sonrisas.

—¡Buenos días, señor Lam! —profirió ronroneando—. Ha vuelto.

Incliné la cabeza. Se volvió hacia el escritorio de Mary Ingram.

—¿Cómo? ¿Todavía no ha llegado esa chica? —exclamó con aspereza.

—Sí, está aquí, pero… Ahí viene.

La señorita Ingram salió del lavabo y se dirigió hacia su máquina de escribir.

—Buenos días, señorita Worley.

—¿Deseaba algo? —me preguntó Ethel acariciándome con la mirada.

—Sí, comprar un solar —repuse.

—Entonces, ¿vio algo que le atrajo?

—La señorita Ingram ya me ha atendido —contesté.

—¿Ya ha firmado un contrato?

—Sí.

—¿Puedo verlo, por favor?

Le entregué la copia que había guardado en mi bolsillo.

—¡Hum! —masculló Ethel—. Lote trece, manzana séptima. Señorita Ingram, ¿está segura de que se halla disponible?

—Segurísima —respondió Mary Ingram, poniendo un papel en la máquina—. He consultado el fichero.

—¿Le importaría dejarme un momento esta copia y su recibo, señor Lam? —preguntó Ethel—. Quiero comprobar una cosa.

Le cedí los documentos. Me lo agradeció con una sonrisa y un parpadeo que me pusieron la piel de gallina, y desapareció en el despacho de Ballwin. La señorita Ingram alzó los ojos del teclado.

—Por favor, no acepte otro solar, señor Lam —me suplicó llorosa.

—¿Otro solar? —protesté—. ¿Por qué? ¿Por qué voy a comprar otro solar?

—En lugar de éste —aclaró la señorita Ingram—. ¿No entiende lo que se propone? Quie…

Ethel surgió majestuosa del despacho.

—Señorita Ingram, en el escritorio del señor Ballwin hay un memorándum privado. Confirma mi idea de que ese solar no está libre.

Se aproximó al mostrador con un plano impreso y una vez más me beneficié de su sonrisa.

—Escuche, señor Lam —comenzó a decir Ethel—, lamento mucho lo ocurrido. El solar que le ofreció la señorita Ingram no está en venta. Cómo se ha visto defraudado, haremos lo siguiente…

Levantó la mirada del plano para ejecutar maravillas con los labios y las pestañas, y prosiguió:

—Aquí hay unos terrenos que cuestan setecientos cincuenta dólares más que el elegido por usted. Éste es uno inmejorable. Pero cancelaron su adquisición cuando ya habían pagado parte del precio, por lo cual puedo cedérselo al mismo precio que el que deseaba.

Ethel enmudeció para buscar un talonario.

—Le extenderé un recibo por cien dólares —y ordenó a la señorita Ingram—. Prepare el contrato para el señor Lam por el solar tercero de la manzana diecinueve, sin olvidar que el depósito y los pagos ascienden a la misma cantidad que en el caso anterior.

Reinó el silencio. Mary Ingram, a continuación, me envió una mirada de impotencia y comenzó a introducir un contrato impreso en la máquina.

De pronto meneé la cabeza.

—No quiero ese solar, señorita Worley —protesté con energía—. Me atengo al que ya tenía.

—Lo siento, pero no está libre, señor Lam —repuso Ethel.

—Quizá lo esté cuando yo haya completado el pago y usted se halle dispuesta a cerrar el trato —repliqué.

—Pero, señor Lam, ¿no lo entiende? —trinó Ethel—. El que le ofrezco es infinitamente mejor. Está en una altura y goza de una vista perfecta…

—Si no obtengo ése, no quiero nada —anuncié.

—Vamos a tener muchas dificultades, señor Lam…

—Lo lamento, pero elegí ese terreno.

—Tendré que telefonear al señor Ballwin para que decida. En su despacho hay orden de que no lo ofrezcamos.

—No puedo evitarlo —respondí.

La voz de Ethel estaba alcanzando temperaturas glaciales.

—Muy bien. Llamaré al señor Ballwin —notificó y penetró en el despacho de su jefe.

Mary Ingram concentró en sus ojos todo el agradecimiento expresable.

—¿Qué se propone? —le pregunté.

—No hay ninguna orden en ese sentido —aseveró—. Yo sabía que procuraría ponerme obstáculos.

—¿Por qué?

—Porque entonces sería ella la que le haría firmar el contrato y quien le entregaría el recibo del depósito. Rompería el que firmamos y el archivo demostraría que ella logró la venta.

—¿A tanto llegaría para coronarse de laureles? —me asombré.

—Y para impedir que yo los consiguiera.

La animé con una sonrisa.

—Pues bien, no se preocupe. No daré mi brazo a torcer —le prometí.

La señorita Ingram experimentó lo que es quedarse sin palabras. De pronto me tiró un beso. Fue un gesto de agradecimiento bastante torpe, como si no tuviera a menudo ocasión de repartir sus besos por línea aérea al sexo masculino.

Se abrió la puerta del despacho.

—Bueno, como usted quiera, señor Lam —dijo Ethel Worley con acento helado—. Tuve que telefonear al señor Ballwin a fin de obtener su permiso. De todos modos, el solar es suyo.

Pedí con el ademán la devolución del contrato y del recibo. Me los echó por encima del mostrador como si yo sufriera de fuerte halitosis, sudase y me hubiese hartado de ajos.

—¿Habló con el señor Ballwin? —pregunté con inocencia.

Lo afirmó.

—¿Cómo está?

—Muy bien —contestó Ethel fríamente.

—¡Cuánto me alegro! —exclamé—. Lo último que me dijeron es que dudaban de que se salvase.

—¿Cómo? —chilló Ethel.

—Ya sabrá que anoche le envenenaron —aclaré.

El color desapareció de su rostro. Sus manos se aferraron al borde del mostrador en busca de apoyo. Por un momento sospeché que se le doblarían las piernas, pero consiguió reponerse.

—¿Está usted seguro de que fue el señor Ballwin y no la señora Ballwin? —susurró.

—Los dos.

—¿Está seguro? —insistió.

—Sí.

—Gracias —murmuró.

Giró sobre sus talones, penetrando en el despacho, cuya puerta cerró cuidadosamente.

Doblé el contrato para guardarlo en el bolsillo. En aquella ocasión fui yo quien arrojó un beso a la consternada joven sentada a la máquina de escribir.