X

El prefecto de policía enviaba todas las tardes de manera rutinaria un informe sobre la situación en la capital y sobre lo que pensaban mis súbditos. El informe contenía también una relación de los movimientos y andanzas de las personas que la policía vigilaba. Desde que yo había llegado a Strelsau, Sapt solía leer dicho informe y contarme lo que en él pudiera haber de interesante para mí. El día después de mi aventura en el cenador, Sapt entró mientras yo jugaba una partida de écarté[7a] con Fritz von Tarlenheim.

—Esta tarde el informe es ciertamente sabroso —observó, mientras tomaba asiento.

—¿Hay —pregunté— alguna referencia a cierto fracaso?

Sonriendo, asintió con la cabeza.

—Lo primero que se dice —dijo— es que su alteza el duque de Strelsau abandonó la ciudad (al parecer, repentinamente), acompañado de varias personas de su séquito. Se cree que su destino es el castillo de Zenda, pero el grupo marchó por carretera y no en tren. Los señores De Gautet, Bersonin y Detchard le siguieron una hora después, este último con un brazo en cabestrillo. Se desconoce la causa de su lesión, pero se sospecha que se batió en duelo, probablemente por algún asunto amoroso.

—No anda del todo desencaminado el informe —observé, muy satisfecho de haber dejado mi marca en aquel sujeto.

—Llegamos ahora al siguiente punto —prosiguió Sapt: «Madame de Mauban, cuyos movimientos se vigilaban siguiendo instrucciones, marchó a mediodía, en tren. Sacó billete para Dresde…».

—Es una antigua costumbre en ella —dije yo.

—El tren de Dresde tiene parada en Zenda.

—Muy astuto el individuo ese.

—Y, finalmente, escuche esto: «El ambiente de la ciudad no es muy satisfactorio. Se critica mucho al rey» (ya sabe usted que el prefecto tiene reputación de ser muy franco) «por no dar los pasos necesarios para casarse. Por los comentarios del entourage[8] de la princesa Flavia, parece que su alteza está muy ofendida por la negligencia de su majestad. La gente del pueblo está empezando a enlazar el nombre de la princesa con el del duque de Strelsau, con lo que éste gana popularidad. He hecho anunciar que el rey daría esta noche un baile en honor de la princesa, y ordenado que el anuncio se difunda por doquier; el efecto ha sido satisfactorio».

—Eso sí que es una buena noticia —dije.

—Todos los preparativos están ya hechos. Yo me he encargado de que así sea —rió Fritz.

Sapt se volvió hacia mí y dijo con voz cortante y autoritaria:

—Tiene que hacerle la corte esta noche, ya sabe…

—Creo que lo más probable es que así sea si estoy a solas con ella —contesté—. Santo Dios, Sapt, no pensará que va a resultarme difícil…

Fritz silbó un par de compases y a continuación añadió:

—Creo que incluso le resultará excesivamente fácil. Escuche: detesto decírselo, pero debo hacerlo. La condesa Helga aseguró que la princesa se sentía muy atraída por el rey. Desde la coronación, sus sentimientos han experimentado un notable progreso, y es una verdadera pena que se sienta tan profundamente herida por el aparente desdén del rey.

—Menudo embrollo —gruñí.

—¡Venga, venga! —dijo Sapt—. Supongo que habrá dicho alguna vez cosas bonitas a una muchacha. Eso es lo que ella quiere.

Fritz, como enamorado que era, entendía mejor mi aflicción. Puso su mano sobre mi hombro, pero no dijo nada.

—No obstante —prosiguió el viejo Sapt con sangre fría—, esta noche debe confesarle sus intenciones respecto a ella.

—¡Dios Santo!

—O, en cualquier caso, debe dejarlas entrever. Yo enviaré un comunicado «semi» oficioso a la prensa.

—No haré nada de eso… ¡ni usted tampoco! Me niego de plano a tomar parte en una burla a la princesa.

Sapt clavó en mí sus ojillos perspicaces. Lentamente, en su rostro astuto se esbozó una media sonrisa.

—De acuerdo, amigo, muy bien —dijo—. No debemos presionarle demasiado. Tranquilícela un poco si puede… ya sabe. Y ahora hablemos de Michael.

—Oh, condenado Michael —exclamé—. Mañana verá. Fritz, vamos a dar un paseo por el jardín.

Sapt cedió sin más. Sus maneras bruscas ocultaban un tacto exquisito y, como fui observando poco a poco, un notable conocimiento de la naturaleza humana. ¿Por qué no insistió en lo que a la princesa se refería? Porque sabía muy bien que su belleza y mi amor me llevarían mucho más lejos que sus argumentos y cuanto menos pensara en ellos más fácil sería que me lanzara. Se daba perfecta cuenta de la infelicidad que podía causar a la princesa pero, para él, eso nada significaba. ¿Puedo decir, confidencialmente, que estaba en un error? En caso de rescatar al rey, la princesa debía volver con él, estuviera o no enterada de la sustitución. ¿Y si no lo rescatábamos? Hasta ahora nunca habíamos hablado de ello, pero yo tenía el convencimiento de que, llegado el caso, Sapt pensaba mantenerme en el trono de Ruritania hasta el fin de mis días. Antes hubiera entronizado al propio demonio que a su pupilo, Michael el Negro.

El baile fue un acontecimiento suntuoso. Lo abrí bailando una contradanza con Flavia, y a continuación un vals. Miradas curiosas y murmullos ansiosos nos seguían. Pasamos después al comedor y a mitad de la cena yo, que para entonces estaba ya medio trastornado, pues el brillo de los ojos de la princesa había respondido al de los míos y su respiración entrecortada contestaba a mis torpes frases, me puse en pie ante tan excelsa concurrencia y, tomando la banda de la Rosa Roja que llevaba, la puse, con su enjoyada escarapela, en torno al cuello de la princesa. Mientras tomaba nuevamente asiento rodeado de fervorosos aplausos, a través de las copas de vino pude ver cómo Sapt sonreía y Fritz fruncía el ceño. El resto de la cena transcurrió en silencio: ni Flavia ni yo nos sentíamos capaces de pronunciar palabra. Fritz me tocó en el hombro y yo me levanté, ofrecí a la princesa mi brazo y, atravesando el vestíbulo, pasamos a una salita donde nos sirvieron el café. Cortésmente, damas y caballeros se retiraron y quedamos a solas la princesa y yo.

La salita tenía ventanales de puerta que daban al jardín. La noche era hermosa, fresca y cargada de fragancias. Flavia se sentó y yo permanecí de pie frente a ella. Luchaba conmigo mismo y creo que, de no haberme mirado ella, me hubiera sobrepuesto. Pero, de pronto, involuntariamente, me dedicó una mirada apresurada, una mirada interrogante y apasionada que retiró de inmediato; sus mejillas se sonrojaron como si de verdad hubiera formulado la pregunta y contuvo el aliento. ¡Ah, si la hubieran visto! Me olvidé del rey que estaba en Zenda. Me olvidé del rey en Strelsau. Lo cierto es que ella era una princesa y yo un impostor, pero ¿creen que me acordaba de ello? Me arrojé a sus pies y, de rodillas, tomé sus manos entre las mías.

Nada dije. Los sonidos quedos de la noche hicieron de mi deseo una melodía sin palabras y apreté mis labios contra los suyos.

Me apartó de sí, de repente, exclamando:

—¡Ah! ¿Es un gesto sincero o sólo lo haces por deber?

—Es sincero —dije, con tono bajo y vehemente—. Es cierto que te amo más que a mi vida, más que a la verdad, más que al honor.

Mis palabras no significaban para ella otra cosa que las tiernas extravagancias de un alma enamorada. Se acercó a mí susurrando:

—¡Oh, si no fueras el rey! Entonces sí que podría mostrarte cuánto te amo. ¿Por qué te amo ahora de este modo, Rudolf?

—¿Ahora?

—Sí, últimamente. Antes no te amaba así.

El triunfo me embargaba. Era yo, Rudolf Rassendyll, quien la había conquistado. Le rodeé el talle.

—¿Es cierto que antes no me amabas? —le pregunté.

Me miró con detenimiento, sonriente, y susurró:

—Debe de ser la coronación. Me siento así desde ese día.

—¿Y no antes? —inquirí con ansiedad. Se rió en voz baja.

—Hablas como si te gustara oírme decir «sí».

—¿Es verdad ese «sí»?

—Sí —la oí musitar, y a continuación añadió—: Rudolf, ten cuidado, cariño. Ahora se volverá loco.

—¿Quién? ¿Michael? Si fuera él lo peor…

—¿Qué puede ser peor?

Todavía me quedaba una oportunidad. Haciendo un supremo esfuerzo para controlarme, aparté mis manos de ella y me mantuve a un par de metros. Aún recuerdo el susurro de los álamos en el jardín.

—¿Y si yo no fuera el rey? ¿Y si fuera tan sólo un hombre corriente?

No había acabado de hablar cuando sus manos habían tomado las mías.

—Si fueras un convicto de la prisión de Strelsau, serías igualmente mi rey —contestó.

Conteniendo el aliento, gemí:

—¡Que Dios me perdone!

Y, sujetando su mano entre las mías, repetí:

—Si no fuera el rey…

—¡Calla, calla! —suspiró—. No lo merezco, no merezco que dudes de mí. ¡Ah, Rudolf! ¿Crees que una mujer que se casa sin amor mira a su amado como yo lo hago?

Y escondió su rostro a mi mirada.

Estuvimos así, enlazados, más de un minuto, y yo, todavía abrazándola, hice acopio de todo el honor y la conciencia que su belleza y las fatigas que me ocupaban me habían dejado.

—Flavia —dije, con una voz seca y extraña que no parecía la mía—, yo no soy…

Y, mientras hablaba, mientras la princesa levantaba la vista para mirarme, afuera, en la grava, se oyeron unas fuertes pisadas y un hombre apareció en el ventanal. Flavia ahogó un grito entrecortado y se apartó de mí. La frase que había iniciado murió en mis labios.

Allí estaba Sapt, haciendo una reverencia, pero con el ceño fruncido.

—Mil perdones, señor —dijo—, pero su eminencia el cardenal hace un cuarto de hora que espera para ofrecer a su majestad su respetuosa despedida.

Nuestras miradas se encontraron y en sus ojos leí una furiosa advertencia. No sabía cuánto tiempo había estado escuchando, pero nos había interrumpido en el momento oportuno.

—No hagamos esperar a su eminencia —dije.

Pero Flavia, en cuyo amor no había nada de qué avergonzarse, con el rostro encendido y los ojos radiantes, tendió su mano a Sapt. Nada dijo, pero ningún hombre que hubiera visto a una mujer en el éxtasis de su amor habría errado en su significado. El viejo soldado esbozó una sonrisa amarga y triste, aunque su voz estaba llena de ternura cuando se inclinó para besarla, y dijo:

—En la alegría y en la tristeza, en la fortuna y en la desdicha… ¡Dios salve a vuestra alteza!

Hizo una pausa y añadió, mirándola y cuadrándose al estilo militar:

—Pero ante todo está el rey. ¡Dios salve al rey!

Y Flavia me tomó la mano y la besó.

—¡Así sea, buen Dios, así sea!

Regresamos a la sala de baile. Obligado a los saludos, me aparté de Flavia, y todos, después de dirigirse a mí, se acercaban a ella. Sapt iba y venía entre la concurrencia, y con él iban las miradas, las sonrisas y los murmullos. No me cabía duda de que, de acuerdo con sus inexorables objetivos, estaba difundiendo las noticias que conocía. Su meta era mantener en pie la corona y asestar un golpe a Michael el Negro. Flavia y yo, y el auténtico rey, en Zenda, éramos los peones de su juego; los instrumentos no hacen buenas migas con las pasiones. No le bastaron los muros de palacio, pues, cuando finalmente acompañé a Flavia por la escalinata de mármol hasta su carruaje, una gran multitud nos esperaba y sus ensordecedores aplausos nos dieron la bienvenida. ¿Qué podía hacer? De haber hablado entonces se habrían negado a admitir que yo no era el rey; hubieran creído que me había vuelto loco. Me había dejado llevar por las artimañas de Sapt y mi incontrolada pasión, ya no había posible salida, y avanzaba exactamente hacia donde él lo había dispuesto. Aquella noche yo contemplaba Strelsau como si de verdad fuera el rey y el pretendiente dichoso de la princesa Flavia.

Finalmente, a eso de las tres de la mañana, cuando el frío albor del amanecer empezaba a deslizarse por la estancia, me encontraba en mi vestidor con la sola compañía de Sapt. Me senté, perplejo, mirando el fuego fijamente. Sapt dio unas chupadas a su pipa; Fritz se había ido a acostar, negándose prácticamente a hablarme; cerca de mí, sobre la mesa, yacía la rosa que había estado en el vestido de Flavia y que, al despedirse, ella besó antes de ofrecerme.

Sapt tendió su mano hacia ella, pero yo, con un rápido movimiento, me adelanté para cogerla.

—Es mía —le dije—, no de usted, ni siquiera del rey.

—Nos hemos batido bien por el rey esta noche —contestó.

—¿Qué me impide batirme por mí mismo? Asintió con la cabeza.

—Sé lo que pasa por su pensamiento —añadió—. Sí, amigo, y también sé que su honor le ata de pies y manos.

—¿Me ha dejado usted una brizna de honor?

—Vamos, amigo, ¿por engañar un poco a una muchacha…?

—Ahórrese sus comentarios, coronel Sapt, si no quiere que me convierta del todo en un villano, si no quiere ver a su rey pudrirse en Zenda, mientras Michael y yo nos repartimos aquí fuera la tarta. ¿Me sigue?

—Sí, le sigo.

—Hemos de actuar y deprisa. Ya ha visto lo que ha sucedido esta noche.

—Cierto —contestó.

—Su maldita sagacidad le dijo lo que yo haría. Bien, sigamos así una semana más y se enfrentará a un nuevo problema. ¿No se lo imagina?

—Sí, lo imagino —contestó ceñudo—. Pero, si lo hace, tendrá que luchar antes contra mí y matarme.

—Muy bien y… ¿si lo hiciera? ¿Y a una cuadrilla de hombres? Podría levantar a todo Strelsau en una hora y hacerle comerse sus mentiras. Sí, sus insensatas mentiras.

—Dios sabe que es verdad, amigo —contestó—. Gracias a mi asesoramiento podría hacerlo.

—Podría casarme con la princesa y enviar a Michael el Negro y a su hermano al…

—No lo niego, amigo —contestó.

—Pues bien, en el nombre de Dios —exclamé, tendiéndole ambas manos—, vayamos a Zenda, aplastemos a ese Michael y regresemos con el rey para que ocupe su puesto.

El anciano se me quedó mirando durante un minuto.

—¿Y la princesa? —preguntó.

Incliné la cabeza hasta alcanzar mis manos y aplasté la rosa entre mis dedos y mis labios.

Sentí su mano sobre el hombro. Y cuando me susurró estas palabras al oído, su voz sonaba ronca.

—Dios sabe que es usted el mejor Elphberg de todos. Pero yo he comido de la mano del rey y soy su siervo. Vamos a Zenda.

Alcé la vista y tomé su mano; los dos teníamos húmedos los ojos.