Si describiera con detalle los acontecimientos que configuraban mi vida cotidiana en aquellos días, el asunto tal vez fuera instructivo para quienes desconocen cómo es un palacio por dentro; algunos secretos de los que me enteré podrían ser de sumo interés para los estadistas europeos. No tengo intención de hacer ni una cosa ni otra. Me encontraría entre la Escila de lo pedestre y la Caribdis de la indiscreción y creo que haré mucho mejor en limitarme estrictamente al drama que se representaba bajo la superficie de la política ruritana. Baste decir que era imposible descubrir el secreto de mi impostura. Cometí errores. Pasé momentos malos: hube de recurrir a todo el tacto y a toda la gentileza de que era capaz para reparar ciertos aparentes lapsos de memoria e inexplicables olvidos de viejas amistades que cometía recurrentemente. No salí malparado, sin embargo; y, como he dicho anteriormente, lo atribuyo a la osadía misma de la empresa. Tengo por cierto que, dado que contaba con el imprescindible parecido físico, era mucho más fácil suplantar al rey de Ruritania que pasar por mi vecino de rellano.
Un día el viejo Sapt entró en mi habitación con una carta:
—Para usted… —dijo, tendiéndomela—. Letra de mujer, diría yo. Pero antes tengo noticias que comunicarle.
—¿Cuáles?
—El rey está en el castillo de Zenda —dijo él.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque allí se encuentra la otra mitad de los Seis de Michael. He dispuesto las pertinentes indagaciones y allí están todos: Lauengram, Krafstein y el joven Rupert Hentzau. Tres bribones que, por mi honor, bien pueden incluirse entre lo más granado de Ruritania.
—¿Y bien?
—Pues que Fritz desea que usted ataque el castillo con infantería, caballería y artillería.
—¿Y qué drene el foso? —pregunté.
—Es más que probable —dijo Sapt haciendo una mueca— que ni siquiera así encontráramos el cadáver del rey.
—¿Tiene usted la certeza de que su majestad está en el castillo?
—Probablemente. Dejando aparte el hecho de la presencia de esos tres, el puente levadizo se mantiene subido y nadie lo cruza sin una orden del joven Hentzau o del propio Michael el Negro. Es preciso atar corto a Fritz.
—Iré a Zenda —dije.
—Está usted loco.
—Algún día.
—Oh, tal vez. Sin embargo, es muy probable que, si lo hace, no vuelva a salir.
—Pudiera ser, querido amigo —concedí despreocupadamente.
—Vuestra majestad tiene aspecto cariacontecido —observó Sapt—. ¿Cómo va el affaire amoroso?
—¡Maldito sea, mida sus palabras! —exclamé.
Tras contemplarme un instante, encendió la pipa. Era del todo cierto que yo estaba de mal humor. Proseguí perversamente:
—Vaya donde vaya, me pisan los talones media docena de sabuesos.
—Ya lo sé; están a mis órdenes —replicó Sapt con toda tranquilidad.
—¿Para qué?
—Es evidente —dijo Sapt expulsando bocanadas de humo— que a Michael el Negro no le vendría del todo mal que usted desapareciera. Con usted eliminado, reanudaría la vieja partida que nosotros interrumpimos… o al menos lo intentaría.
—Sé cuidarme solo.
—De Gautet, Bersonin y Detchard están en Strelsau y cualquiera de ellos, muchacho, le rebanaría el pescuezo de tan buena gana…, de tan buena gana como yo se lo rebanaría a Michael el Negro, y mucho más traicioneramente. ¿De quién es la carta?
La abrí y la leí en voz alta:
Si el rey desea saber algo que le afecta profundamente, ha de seguir las instrucciones contenidas en esta carta. Al final de la Avenida Nueva, hay una casa construida sobre una gran parcela.
Tiene un pórtico con la estatua de una ninfa. En la parte trasera del muro que rodea los jardines hay una pequeña puerta. Esta noche, a las doce en punto, el rey debe penetrar solo por esa puerta. Una vez dentro, torcerá a la derecha y, a unos diez metros, verá una glorieta, a la que se accede ascendiendo un tramo de seis escalones. Si lo sube y entra en la glorieta, se encontrará con alguien que le contará algo de una gran trascendencia para su vida y su trono. Esta carta procede de una amiga leal. El rey debe acudir solo. Si desdeña esta invitación pondrá su vida en peligro. No enseñará a nadie esta misiva si no quiere hundir a una mujer que le ama: Michael el Negro no perdona.
—No —observó Sapt cuando concluí la lectura—, pero sabe dictar muy bonitas cartas.
Yo había llegado a idéntica conclusión, y me disponía a deshacerme de la misiva cuando vi que había algo más escrito al dorso.
—¡Demontre! ¡Si tenemos más!
«Si duda —proseguía la autora—, consulte al coronel Sapt…».
—¡Eh! —exclamó el mencionado caballero, genuinamente atónito—. ¿Es que me considera más insensato que usted?
Le indiqué con un gesto que se callara.
Pregúntele qué mujer podría hacer más para impedirle al duque que despose a su prima y, por consiguiente, para impedirle convertirse en rey. Pregúntele si su nombre de pila empieza por… A.
Me puse en pie de un salto. Sapt dejó su pipa.
—¡Antoinette de Mauban, por todos los cielos! —grité.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió Sapt.
Le conté cuanto sabía de la dama y cómo había llegado a mi conocimiento. Asintió con un gesto.
—Cierto es que ha tenido una fuerte disputa con Michael —afirmó pensativo.
—Si quisiera, podría resultar muy útil —dije.
—Creo, sin embargo, que Michael es el autor de la carta.
—También yo, pero pretendo cerciorarme. Iré, Sapt.
—No, iré yo —dijo él.
—Usted puede llegar hasta la puerta.
—Iré a la glorieta.
—¡Qué me ahorquen si lo permito!
Me puse en pie y apoyé la espalda contra la repisa de la chimenea.
—Sapt, creo en esa mujer e iré.
—Yo no creo en ninguna mujer —dijo Sapt—, así que no irá.
—O voy a la glorieta o me vuelvo a Inglaterra —amenacé.
Sapt empezaba a saber exactamente hasta dónde podía llegar y cuándo debía callar y hacer lo que le decían.
—No tenemos el tiempo a nuestro favor —agregué—. Cada día que el rey pasa allí representa un nuevo riesgo. Sapt, tenemos que apostar fuerte; debemos forzar la mano.
—Sea —se rindió él con un suspiro.
Abreviando: a las once y media de aquella noche, Sapt y yo montamos nuestros caballos. Fritz, que ignoraba adónde nos dirigíamos, se quedó nuevamente de guardia. Era una noche muy oscura. Aunque no llevaba espada, iba pertrechado con un revólver, un cuchillo de hoja larga y una linterna sorda. Llegamos frente a la puerta; desmonté. Sapt me tendió la mano.
—Esperaré aquí —dijo—. Si oigo un disparo, yo…
—Quédese donde está; es la única oportunidad del rey. No puede pasarle algo a usted también.
—Tiene razón, muchacho. ¡Buena suerte!
Empujé la puertecilla. Se abrió a la primera y al entrar me encontré metido entre unos matorrales. Divisé un sendero cubierto de hierba que seguí cautelosamente y torcí a la derecha, según las instrucciones. Llevaba la linterna y el revólver empuñado. No oí un solo ruido. Poco tiempo después, algo negro y de grandes dimensiones surgió amenazadoramente de la penumbra que tenía frente a mí: se trataba de la glorieta. Alcancé los escalones, subí por ellos y me encontré frente a una puerta de madera, carcomida y desvencijada, que colgaba del picaporte. La abrí con un empujón y entré. Una mujer se precipitó sobre mí y me asió la mano.
—Cierre la puerta —susurró.
Tras obedecer su orden, dirigí hacia ella el haz de mi linterna. Iba ataviada con un vestido de noche suntuosamente confeccionado, y el resplandor de la linterna realzaba maravillosamente su enigmática belleza. La glorieta era un sencillo cuartito amueblado solamente con un par de sillas y una pequeña mesa de hierro, como las destinadas a los jardines o las terrazas.
—No hable —dijo—. No tenemos tiempo. ¡Escuche! Le conozco, señor Rassendyll. Escribí esa carta obedeciendo órdenes del duque.
—Así lo supuse —dije yo.
—Dentro de veinte minutos llegarán aquí tres hombres para matarle.
—Tres… ¿Los tres?
—Sí. Para entonces tiene que haberse marchado ya. Si no lo hace, esta noche será la última de su vida…
—O la de ellos.
—¡Escuche, escuche! Una vez que le hayan dado muerte, transportarán su cadáver a los barrios bajos, donde será encontrado. Michael dará inmediatamente la orden de arrestar a todos sus amigos… El coronel Sapt y el capitán Von Tarlenheim en primer lugar… Proclamará el estado de sitio en Strelsau y enviará un emisario a Zenda. Los otros tres asesinarán al rey en el castillo y el duque se proclamará a sí mismo o proclamará a la princesa… A sí mismo, si posee la fuerza suficiente. Sea como fuere, se casará con ella, se convertirá en monarca de hecho y también de derecho a no mucho tardar. ¿Lo entiende ahora?
—Es una bonita conspiración pero ¿por qué, señora, usted…?
—Digamos que porque soy cristiana… o digamos que porque estoy celosa. ¡Dios mío! ¿Debo quedarme impasible viendo cómo se casa con ella? Váyase ya, pero recuerde…, y esto es lo que tengo que decirle…, que jamás, ni de día ni de noche, se halla usted seguro. Tres hombres le siguen para protegerle, ¿no? Pues otros tres les siguen a ellos.
Los tres de Michael nunca se separan más de un centenar de metros de usted. Su vida no valdrá un adarme si alguna vez le encuentran solo. Ahora márchese. Supongo que alguien estará ya vigilando la puerta. Descienda con cuidado, siga por la parte posterior de la glorieta y, unos cuarenta metros más adelante, encontrará una escalera apoyada en el muro. Sírvase de ella y aléjese de aquí como alma que lleva el diablo.
—¿Y usted? —pregunté.
—También tengo una partida que jugar. Si Michael averigua lo que he hecho, no volveré a verle. Si no, quizá todavía… Pero da lo mismo. Váyase inmediatamente.
—Pero ¿qué le dirá a Michael?
—Que usted no se presentó…, Que se olió la encerrona.
Le cogí una mano y se la besé.
—Madame —dije—, esta noche le habéis hecho no pequeño servicio al rey. ¿En qué parte del castillo está?
Bajando la voz hasta convertirla en un medroso susurro al que yo atendía ansiosamente, dijo:
—Cruzando el puente levadizo se llega a una pesada puerta; tras ella… ¡Espere! ¿Qué es eso?
Fuera se oía ruido de pasos.
—¡Aquí están! ¡Llegan antes de lo previsto! ¡Santo cielo, llegan antes de lo previsto!
El rostro de Antoinette había adquirido una palidez mortal.
—A mí me parece —dije— que llegan justo a la hora.
—Apague su linterna. ¡Mire, la puerta tiene una grieta! ¿Puede verlos?
Pegué un ojo a la grieta; en el escalón inferior vislumbré confusamente tres figuras. Amartillé mi revólver, lo que hizo que Antoinette posara apresuradamente una de sus manos sobre mi diestra.
—Quizá mate a uno —dijo—, pero ¿y después? Del exterior llegó una voz, una voz que hablaba un inglés perfecto.
—Señor Rassendyll —empezó. No contesté.
—Queremos hablar con usted. ¿Promete no disparar hasta que hayamos acabado?
—¿Tengo el placer de dirigirme al señor Detchard? —inquirí.
—Los nombres no importan. —Entonces deje en paz el mío.
—Muy bien, señor. Tengo una oferta que hacerle.
Yo continuaba atisbando por la grieta. Los tres habían subido dos peldaños más; tres revólveres apuntaban directamente hacia la puerta.
—¿Nos permitirá entrar? Nos comprometemos por nuestro honor a respetar la tregua.
—No se fíe de ellos —susurró Antoinette. Súbitamente se me ocurrió una idea; tras considerarla unos momentos, me pareció factible.
—Podemos hablar a través de la puerta —dije.
—Pero usted puede abrir y disparar —objetó Detchard—. Y aunque es posible que le matemos, usted podría matarnos también a alguno de nosotros. ¿Nos da su palabra de que no disparará mientras hablamos?
—No confíe en ellos —susurró de nuevo Antoinette.
—Me comprometo por mi honor a no abrir fuego antes que ustedes —dije—, pero no les permito entrar. Permanezcan fuera y hablen.
—Es usted sensato —dijo la voz.
Los tres subieron el último escalón y se colocaron frente a la puerta. Pegué un oído a la grieta, pero a pesar de ello me resultaba imposible oírles. Sí observé que la cabeza de Detchard se hallaba ahora junto a la del más alto de sus compañeros. (De Gautet, supuse).
«¡Hum! Un conciliábulo secreto», pensé. Luego dije en voz alta:
—Bien, caballeros: ¿cuál es la oferta?
—Un salvoconducto hasta la frontera y cincuenta mil libras inglesas.
—No, no —musitó Antoinette con una vocecilla apenas audible—. Son traicioneros.
—Eso no suena nada mal —dije, sin perder de vista ni un segundo el limitado panorama que la grieta me permitía contemplar. Estaban muy juntos, justo al otro lado de la puerta.
Yo había recibido ya reveladoras muestras de la calaña de aquellos rufianes; no necesitaba la advertencia de Antoinette. Se proponían distraerme con la conversación para que bajara la guardia.
—Concédanme un minuto para pensarlo —dije; me pareció oír una risilla.
Me volví hacia Antoinette.
—Permanezca tan cerca de la pared como le sea posible, para evitar la línea de fuego de la puerta —susurré.
—¿Qué va a hacer usted? —preguntó asustada.
—Ya lo verá —respondí.
Así la mesita de hierro y la levanté sosteniéndola por las patas; no pesaba excesivamente para un hombre de mi fuerza. La parte superior, que se proyectaba ante mí, constituía un blindaje perfecto para la cabeza y el tronco. Me sujeté al cinturón la linterna apagada e introduje el revólver en un bolsillo, de donde podía extraerlo con facilidad. De pronto, noté que la puerta se movía imperceptiblemente: tal vez se tratara del viento o tal vez de una mano que tanteaba desde fuera.
Me alejé de la puerta cuanto me fue posible sosteniendo la mesa en la posición descrita. Entonces hablé.
—Caballeros, acepto su oferta confiando en su honor. Si abren la puerta…
—Ábrala usted —dijo Detchard.
—Se abre hacia fuera —dije—. Retrocedan un poco, caballeros, porque podría golpearles al empujarla.
Me acerqué a la puerta y trasteé un poco con el picaporte. Luego volví de puntillas a mi posición.
—¡No puedo abrirla! —grité—. El picaporte está atascado.
—¡Bueno! ¡Yo la abriré! —exclamó Detchard—. Disparates, Bersonin, ¿por qué no? ¿Te amedrenta un solo hombre?
Sonreí para mis adentros. Un instante después, la puerta se abrió violentamente: el haz de una linterna me los mostró agrupados allí fuera, blandiendo los revólveres. Dando un alarido, cargué a toda carrera hacia delante: tres impactos repiquetearon en mi coraza. Un momento después atravesaba la puerta y los embestía de lleno, con lo que los rufianes, mesa y yo rodamos escalones abajo hasta dar con nuestros huesos en el suelo. Antoinette de Mauban chillaba; yo me puse en pie, riendo de buena gana.
De Gautet y Bersonin yacían como aturdidos. Detchard, que tenía la mesa encima, la apartó a un lado e hizo fuego de nuevo. Levanté mi revólver y disparé al azar: le oí maldecir. Luego empecé a correr como una liebre, riéndome todavía y pegado al muro. Como oía pasos tras de mí, giré en redondo y efectué un nuevo disparo al buen tuntún. Los pasos cesaron.
—¡Quiera Dios que me haya dicho la verdad sobre la escalera! —dije, viendo que el muro, además de alto, estaba coronado por aguzados vástagos de hierro.
Sí, allí estaba la escalera. Trepé por ella y salté al otro lado en un instante. Al doblar la esquina vi los caballos; en ese momento oí un disparo. Era Sapt, que nos había oído y luchaba furiosamente con la puerta cerrada, aporreándola y disparando contra la cerradura como un poseso. Se había olvidado por completo de que no debía participar en el combate. A la vista de aquello me eché a reír de nuevo y, dándole una palmada en el hombro, le dije:
—Viejo amigo, vámonos a casa a dormir. ¡Tengo la mejor historia de mesa de té que haya oído jamás!
Sufrió un sobresalto y exclamó:
—¡Está usted a salvo! —Y me estrechó la mano. Pero un momento después añadió:
—¿De qué demonios se ríe usted?
—Cuatro caballeros alrededor de una mesa de té —dije riéndome aún, porque ver al formidable trío derrotado y disperso por un arma tan letal como una mesa de té ordinaria había resultado insospechadamente hilarante. Deseo además recalcar que yo supe hacer honor a mi palabra y no disparé antes que ellos.