VIII

La vida de un rey es en verdad dura, pero la de un rey fingido es todavía más dura, puedo asegurarlo. Al día siguiente, y durante tres horas, Sapt me puso al tanto de mis obligaciones, de lo que debía y no debía hacer. A continuación engullí a toda prisa mi desayuno, mientras Sapt, todavía junto a mí, me explicaba que el rey siempre bebía vino blanco por la mañana y que era de todos sabido su aborrecimiento por los alimentos muy aderezados. Siguieron otras tres horas con el canciller, a quien hube de explicar que mi dedo accidentado (supimos sacar buen partido de aquella bala) me impedía escribir, lo cual suscitó un grave problema. Fue necesario buscar precedentes y demás, para concluir el asunto decidiendo que yo «estampara mi sello» y el canciller diera fe testificando decorativa profusión de juramentos solemnes. Siguió la visita del embajador francés, que venía a presentar sus cartas credenciales. Aquí mi ignorancia importaba muy poco, ya que el rey era también inexperto en estos menesteres (durante unos cuantos días hubimos de vérnoslas con el corps diplomatique, porque la sucesión a la corona exigía de tales embrollos).

Y, por fin, quedé solo. Llamé a mi nuevo criado (para sustituir al pobre Josef habíamos elegido a un joven que no había conocido al rey), quien me trajo un coñac con soda. Indiqué a Sapt que confiaba en poder tomarme un descanso. Fritz von Tarlenheim se hallaba también presente.

—¡Cielo santo! —exclamó—. Perdemos el tiempo. ¿Es que no vamos a darle su merecido a Michael el Negro?

—Calma, hijo mío, calma —dijo Sapt, frunciendo el ceño—. Sería un placer, pero podría costarnos caro. ¿Crees que Michael caería dejando al rey con vida?

—Además —indiqué yo—, mientras el rey esté aquí en Strelsau ocupando su trono, ¿qué puede aducir en contra su querido hermano Michael?

—Entonces, ¿es que no vamos a hacer nada?

—Eso es, no vamos a hacer ninguna estupidez —gruñó Sapt.

—¿Sabe, Fritz? —dije—. Se trata de una situación semejante a la desarrollada en una de nuestras obras de teatro, El Crítico, ¿la conoce? O, si lo prefiere, similar a dos hombres que se apuntaran el uno al otro con sus revólveres. Lo cierto es que no puedo desenmascarar a Michael sin descubrirme a mí mismo.

—Y al rey —añadió Sapt.

—Y que me cuelguen si Michael no se descubriría si intentara delatarme.

—Menuda situación —dijo el viejo Sapt.

—Si me descubren —añadí—, confesaré la verdad y lucharé con el duque; pero, por ahora, espero sus movimientos.

—Matará al rey —dijo Fritz.

—No, no lo hará —contestó Sapt.

—La mitad de los Seis están en Strelsau —añadió Fritz.

—¿Sólo la mitad? ¿Estás seguro? —preguntó Sapt, esperanzado.

—Sí, sólo la mitad.

—¡Entonces el rey vive y los otros tres le están custodiando! —exclamó Sapt.

—Claro… ¡Está en lo cierto! —exclamó Fritz, alegrándosele el semblante—. Si el rey estuviera muerto y enterrado, todos ellos estarían aquí, con Michael. ¿Sabe que Michael ha regresado, coronel?

—Sí, lo sé. Un momento, caballeros —dije yo—. ¿Quiénes son los Seis?

—Me parece que pronto tendrá ocasión de conocerlos —dijo Sapt—. Son los seis caballeros que constituyen el séquito de Michael; le pertenecen en cuerpo y alma. Tres son ruritanos, uno es francés, otro belga y el otro paisano de usted.

—Todos ellos degollarían a quien Michael les ordenase —completó Fritz.

—Tal vez me rebanen el cuello —indiqué yo.

—Nada más probable —asintió Sapt—. ¿Quiénes están aquí, Fritz?

—De Gautet, Bersonin y Detchard.

—¡Los extranjeros! Está claro como el agua. Los trajo a ellos y dejó a los ruritanos con el rey porque quiere comprometerlos hasta el fondo.

—¿No estaría alguno entre nuestros amigos del pabellón?

—¡Ojalá! —dijo Sapt, acremente—. A estas horas sólo quedarían cuatro en vez de seis.

Para entonces ya había adquirido yo una de las cualidades de la realeza, a saber, la convicción de que no era preciso revelar todos mis designios secretos ni siquiera a mis amigos más íntimos. Me había trazado un plan de acción: intentaría hacerme tan popular como pudiera y a la vez no mostrar ninguna enemistad hacia Michael. Confiaba así en debilitar la animadversión de sus partidarios y, caso de que se produjera algún choque, hacerle aparecer como ingrato, no como víctima.

Pero no era un conflicto abierto lo que yo deseaba.

En interés del rey, el secreto se hacía necesario. Mientras se mantuviera el secreto, de mí dependía jugar bien mis cartas. Michael no medraría ni se fortalecería con las dilaciones.

Di orden de que me ensillaran el caballo y, con Fritz von Tarlenheim como acompañante, cabalgué por la moderna avenida de Royal Park, devolviendo cuantos saludos recibía con esmerada cortesía. Después me entretuve por unas cuantas callejas, parándome a comprarle flores a una linda muchacha, a quien le entregué una moneda de oro. Luego, cuando hube atraído sobre mí toda la atención que me había propuesto (tras de mí venían unas quinientas personas), me llegué hasta la residencia de la princesa Flavia y solicité verla, acción que despertó mucho interés y fue coreada con hurras de aprobación. La princesa era muy popular y el propio canciller no se había recatado en hacerme ver que, cuanto antes pidiera su mano y antes llegara nuestra relación a feliz término, mayor sería el afecto de todos mis súbditos. Cierto que el canciller no comprendía las dificultades que entrañaba seguir su prudente y leal consejo. Concluí, sin embargo, que nada de malo había en visitarla, idea que Fritz apoyó con sorprendente vehemencia, terminando por confesar que también él tenía un motivo para visitar a la princesa: sencillamente, su gran deseo de ver a la dama de honor e íntima amiga de la princesa, la condesa Helga von Strofzin.

Las reglas de etiqueta vinieron a secundar las esperanzas de Fritz, pues, mientras me conducían a las habitaciones de la princesa, él se quedó en la antecámara junto a la condesa. A pesar de la gente y de los criados que bullían alrededor, no dudo que tendrían ocasión de mantener un tete-á-tete. No podía, sin embargo, dedicarme a pensar en ellos, pues me hallaba ante la jugada más difícil de mi partida. Tenía que poner y mantener a la princesa de mi parte y, sin embargo, permanecer indiferente. Tenía que mostrarle mi afecto, y no sentirlo. Tenía que enamorar por cuenta de otro a una muchacha que —princesa o no— era la mujer más bella que jamás había visto. Pues bien, me aplique a la tarea, aunque el encantador azoramiento con que fui recibido no contribuía a facilitar las cosas. El futuro diría si acerté a cumplir mi programa.

—Estás ganando laureles áureos —dijo la princesa—. Eres como aquel príncipe de Shakespeare que se transformó al hacerse rey[7]. Pero olvido que tú ya eres rey.

—Te suplico que no me digas más que lo que tu corazón te dicte, pero llámame por mi nombre.

Se quedó contemplándome un momento.

—Pues bien, estoy contenta y orgullosa, Rudolf —dijo—. Porque, como ya te he dicho, hasta tu rostro ha cambiado.

Agradecía el cumplido, pero me disgustaba la conversación, así que contesté:

—He oído que mi hermano ha vuelto. Ha hecho un viajecito, ¿no es así?

—Sí, está aquí —dijo ella, frunciendo ligeramente el ceño.

—Parece que no puede estar mucho tiempo lejos de Strelsau —observé, sonriendo—. Bueno, todos estamos contentos de verle. Cuanto más cerca esté, tanto mejor.

La princesa me dirigió una mirada un tanto divertida.

—¿Por qué, primo? ¿Es porque así puedes…?

—¿Saber mejor lo que está haciendo? Quizá —contesté—. Y tú ¿por qué te alegras?

—No he dicho que me alegrara. —Ciertas personas lo creen así.

—Son personas muy insolentes —dijo, con una deliciosa altivez.

—Tal vez me consideras uno de ellos.

—Su majestad no podría serlo —dijo, inclinándose con deferencia fingida; pero, tras una pausa, añadió—: A no ser que…

—Bien, ¿a no ser que…?

—A no ser que afirme que me importa en lo más mínimo dónde se halle el duque de Strelsau. La verdad es que me habría complacido enormemente ser el rey.

—No te importa saber dónde está el primo Michael…

—Ah, el primo Michael. Yo le llamo duque de Strelsau.

—¿Le llamas Michael cuando hablas con él?

—Sí, por orden de tu padre.

—Ya veo. Y ahora siguiendo mis propias órdenes.

—Si tus órdenes son ésas.

—Sin ninguna duda. Debemos ser amables con nuestro querido Michael.

—Me ordenas también recibir a sus amigos, ¿no es así?

—¿A los Seis?

—¿También tú los llamas así?

—Para estar al día. Pero te ordeno que no recibas a nadie que no desees.

—¿Excepto a ti?

—No podría ordenarte que me recibieras, tan sólo puedo rogártelo.

Mientras yo hablaba, de la calle llegó el ruido de un alboroto. La princesa se acercó al balcón.

—¡Es él! —exclamó—. Es… ¡el duque de Strelsau!

Sonreí, pero no dije nada. Volvió a sentarse. Durante unos minutos permanecimos silenciosos. El ruido del exterior cesó, pero se oyeron pasos en la antesala. Yo retomé la conversación, y durante unos minutos hablamos de temas generales. Ya empezaba a preguntarme qué habría sido de Michael, pero no me parecía oportuno pedir explicaciones. Y de pronto, para mi sorpresa, Flavia preguntó con voz agitada y retorciéndose las manos:

—¿Te parece sensato enfurecerle?

—¿Cómo? ¿Quién? ¿Por qué le enfurezco?

—Vaya, haciéndole esperar.

—Querida prima, yo no quiero hacerle esperar…

—Entonces, ¿puede entrar?

—Claro, si tú quieres.

Me miró con curiosidad.

—¡Qué extraño estás! —contestó—. Nadie puede ser anunciado mientras yo esté contigo.

¡Encantadora prerrogativa de la realeza!

—Excelente norma de etiqueta —exclamé—, pero la había olvidado por completo. Y, si yo estuviera con algún otro, ¿no podrían anunciarte a ti?

—Sabes muy bien que sí, porque soy de la familia real —dijo desconcertada.

—Nunca consigo recordar todas esas normas estúpidas —contesté, bastante dubitativo, pues en mi interior maldecía a Fritz por no haberme puesto al corriente—. Pero repararé mi falta.

Dando un salto, abrí la puerta de par en par y salí a la antecámara. Michael estaba sentado ante una mesa, con el ceño fruncido. Todos los demás permanecían en pie, menos el imprudente de Fritz, quien, cómodamente repantigado en un sillón, galanteaba con la condesa Helga. En cuanto entré se levantó con tal celeridad y deferencia que su despreocupación anterior resultó aún más manifiesta. No me costó mucho darme cuenta de que al duque no le agradaba demasiado el joven Fritz.

Tendí la mano a Michael, que la estrechó; yo le abracé. A continuación le conduje al gabinete.

—Hermano —le dije—, de haber sabido que estabas aquí, no hubiera esperado ni un segundo en pedirle a la princesa que me permitiese hacerte pasar.

Me dio las gracias fríamente. El duque tenía muchas virtudes, pero era incapaz de ocultar sus sentimientos. Su odio hacia mí lo habría notado cualquiera, y que odiaba aún más verme junto a la princesa Flavia. Sin embargo, estoy convencido de que intentaba enmascarar sus sentimientos; e intentó persuadirme igualmente de que me creía el verdadero rey. No lo sé, claro, pero salvo que el rey fuera un impostor más inteligente y más audaz que yo (y en cierta forma yo empezaba a considerarme una autoridad en ese papel), Michael no podía creer tal cosa, y, si no la creía, ¡cómo debía sentirse en aquel momento, teniendo que rendirme pleitesía y tragarse mis «Michael» y mis «Flavia»!

—Tenéis la mano herida, señor —observó, preocupado.

—Sí, fue jugando con un perro mestizo —dije con intención de soliviantarlo—, y bien sabes, hermano, que suelen ser de muy poco fiar.

Sonrió con acritud, y, por un instante, clavó en mí sus negros ojos.

—Pero la mordedura no será peligrosa, ¿verdad? —exclamó Flavia, llena de ansiedad.

—No, esa clase de mordeduras no son peligrosas —contesté—. Si le hubiera dejado hincarme los colmillos, las cosas serían distintas, prima.

—Pero le habrán matado, ¿verdad?

—No todavía; queremos averiguar si es peligroso.

—¿Y si lo es? —preguntó Michael con su torva sonrisa.

—Le daremos un golpe en la nuca —contesté.

—No jugarás más con él —apremió Flavia.

—Tal vez sí.

—Te puede volver a morder.

—Por lo menos lo intentará, no cabe duda —contesté sonriendo.

Después, temiendo que Michael dijera algo ante lo que debiera mostrarme resentido (porque, aun cuando podía expresarle mi odio, tenía que aparentar buena disposición hacia él), empecé a cumplimentarle por las magníficas condiciones físicas de su regimiento y por su efusiva lealtad el día de mi coronación. A continuación pasé a hacer una entusiasta descripción del pabellón de caza puesto a mi disposición, pero, de pronto, Michael se puso de pie y, dando una excusa, se despidió.

Al llegar a la puerta, se detuvo para decir:

—Tres amigos míos están muy ansiosos por tener el honor de conoceros, señor. Están en la antesala.

Me reuní con él sin dudarlo y le cogí del brazo. La expresión de su rostro era bálsamo puro para mí. Entramos en la antesala enlazados fraternalmente. A una señal de Michael, los tres hombres se adelantaron.

—Estos caballeros —dijo Michael, con una cortesía solemne que, para hacerle justicia, ponía en juego con toda gracia y naturalidad— son los más leales y devotos servidores de su majestad y mis amigos más fieles y entrañables.

—Tanto por lo uno como por lo otro —dije— me complace mucho conocerles.

Uno por uno se acercaron a besar mi mano. De Gautet, un muchacho alto y delgado, el pelo cortado a cepillo y un bigote engomado. Bersonin, el belga, un hombre fornido de estatura mediana, calvo (pese a que no debía de estar muy por encima de los treinta). Finalmente, el inglés Detchard, un tipo de cara larga y afilada, de pelo rubio muy corto y tez bronceada. Era hombre bien formado, con hombros anchos y caderas estrechas. Buen luchador, pero tortuoso y poco honrado, según me pareció. Le hablé en inglés con un ligero acento extranjero y hubiera jurado que él se sonrió, aunque su sonrisa se borró al instante.

«¡Así que el señor Detchard conoce el secreto!».

Cuando me desembaracé de mi querido hermano y de sus amigos, regresé a despedirme de mi prima. Estaba de pie junto a la puerta. Tomé su mano entre las mías y le dije adiós.

—Rudolf —susurró, en voz muy baja—, ten cuidado.

—¿Por qué?

—Sabes bien que no puedo decírtelo. Pero no olvides lo mucho que significa tu vida para…

—¿Para quién?

—Para Ruritania.

¿Hacía bien en seguir con mi actuación o no? Ambas opciones tenían inconvenientes, y no quise arriesgarme a contarle la verdad.

—¿Sólo para Ruritania? —pregunté quedamente. Su bellísimo rostro se ruborizó de súbito.

—Y también para tus amigos —añadió.

—¿Amigos?

—Y para tu prima —musitó—, tu devota servidora. No pude hablar. Le besé la mano y salí maldiciéndome.

Fuera me encontré con maese Fritz, que, indiferente a la presencia de los lacayos, le hacía arrumacos a la condesa Helga.

—¡Caramba! —decía—. No vamos a estar siempre tramando algo. El amor exige sus derechos.

—Me inclino a pensar que así es —contesté.

Y Fritz, que había acudido a mi lado, me cedió el paso respetuosamente.