VII

Pasé mi brazo alrededor de la cintura de Sapt y le saqué de la bodega, cerrando la maltrecha puerta tras de mí. Durante diez minutos o más permanecimos sentados en el comedor sin decir palabra. Por fin, el viejo Sapt se frotó los ojos con los nudillos, inhaló profundamente y volvió en sí. Cuando el reloj de la repisa de la chimenea daba la una, estampó el pie en el suelo diciendo:

—¡Tienen al rey!

—Sí —dije—. Todo bien, como decía el mensaje de Michael. ¡Cómo debe de haberse sentido cuando esta mañana retumbaron en Strelsau las salvas reales! Me pregunto cuándo le habrá llegado el mensaje.

—Habrá sido enviado por la mañana —dijo Sapt—. Debieron mandárselo antes de que la nueva de vuestra llegada a Strelsau alcanzara Zenda… Supongo que el mensaje procedía de Zenda.

—¡Entonces lo ha sabido durante todo el día! —exclamé—. ¡Por mi honor que no he sido el único en tener un día difícil! ¿Qué habrá pensado, Sapt?

—¿Y eso qué importa? ¿Qué crees que Michael piensa ahora, muchacho?

Me puse en pie.

—Tenemos que volver —dije— y despertar a todos los soldados de Strelsau. Podemos estar persiguiendo a Michael antes de mediodía.

El viejo Sapt sacó su pipa y la encendió cuidadosamente con la vela que se derretía sobre la mesa.

—¡El rey puede morir asesinado mientras nosotros estamos aquí sentados! —urgí.

Sapt fumó en silencio unos momentos más.

—¡Esa maldita vieja! —estalló—. Tuvo que atraer su atención de algún modo. Imagino lo que pasó: llegaron para secuestrar al rey y, ya digo, de alguna forma dieron con él. ¡De no haber ido a Strelsau, usted, Fritz y yo estaríamos ahora en el cielo!

—¿Y el rey?

—¿Quién sabe dónde se halla el rey ahora? —preguntó.

—¡Venga, partamos! —dije yo.

Pero él continuó sentado. Súbitamente profirió uno de sus chirriantes cacareos:

—¡Por Júpiter que le hemos dado un buen susto a Michael el Negro!

—¡Salgamos de una vez! —repetí impaciente.

—Y le asustaremos un poquito más —agregó, mientras una taimada sonrisa crecía en su rostro curtido y arrugado y mordisqueaba un extremo de su bigote entrecano—. Sí, muchacho, regresaremos a Strelsau: El rey estará mañana en su capital nuevamente.

—¿El rey?

—¡El rey coronado!

—¡Está loco! —grité.

—Si volvemos y contamos nuestra bromita, ¿cuánto daría usted por nuestras vidas?

—Justo lo que valen —respondí.

—¿Y por el trono del rey? ¿Piensa usted que a los nobles y al pueblo va a complacerles mucho que los hayan engañado como usted ha hecho? ¿Cree usted que van a sentir amor por un rey demasiado borracho para ser coronado y que envió un sirviente para que lo suplantara?

—El rey se hallaba bajo los efectos de un narcótico… y yo no soy ningún criado.

—Mi versión sería la de Michael el Negro.

Se levantó, se acercó a mí y me puso la mano en el hombro.

—Muchacho —dijo—, si continúa fingiendo, aún puede salvar al rey. Vuelva y guárdele caliente el trono.

—Pero el duque sabe…, los villanos que ha contratado saben…

—Sí, ¡pero no pueden hablar! —bramó Sapt, torvamente triunfante—. ¡Los tenemos cogidos! ¿Cómo podrían denunciarle sin denunciarse a sí mismos? «Éste no es el rey, porque nosotros secuestramos al auténtico y dimos muerte a su criado». ¿Pueden decir eso?

Comprendí la situación instantáneamente. Tanto si Michael me reconocía como si no, sus labios estaban sellados. Excepto presentarse con el rey, ¿qué podía hacer? Y, si se presentaba con él, ¿en qué posición quedaba entonces? Por un momento me dejé llevar, pero percibí al punto cuán arduas eran nuestras dificultades.

—Seré desenmascarado —dije otra vez.

—Tal vez; pero cada minuto cuenta. Por encima de todo debemos tener un rey en Strelsau o la ciudad será de Michael en veinticuatro horas. ¿Y cuánto valdría entonces la vida del rey… o su trono? ¡Debe hacerlo, muchacho!

—Supongamos que matan al rey.

—Le matarán si usted no hace nada.

—Sapt, suponga que ya han acabado con el rey.

—Pues entonces, ¡por todos los cielos! Usted es tan buen Elphberg como Michael el Negro y será usted quien reine en Ruritania. Pero no creo que lo hayan matado; no lo harán mientras usted siga con vida. Si lo mataran, usted quedaría como rey.

Era un plan disparatado… Más disparatado y desesperado que el truco del que nos habíamos servido pero, mientras escuchaba a Sapt, comprendí cuáles eran nuestras mejores bazas. Además, era un hombre joven, amaba la acción y me estaban ofreciendo participar en una clase de juego que quizá nunca había jugado ningún otro hombre.

—Seré desenmascarado —dije otra vez.

—Puede —contestó Sapt—. ¡Partamos! ¡A Strelsau! Nos cogerán como a ratas si permanecemos aquí.

—Sapt —grité—, ¡voy a intentarlo!

—¡Así me gusta! —dijo él—. Confío en que nos hayan dejado los caballos. Iré a ver.

—Tenemos que enterrar a este pobre individuo —dije.

—No hay tiempo —replicó Sapt.

—Yo lo haré.

—¡Qué le ahorquen! —dijo, haciendo una mueca—. Le convierto en rey y… Bueno, enterrémoslo. Vaya a traerlo mientras yo echo un vistazo a los caballos. No podemos cavarle una fosa muy profunda pero no creo que le importe gran cosa. ¡Pobre pequeño Josef! Era un hombrecito decente.

Salió de la estancia y yo me dirigí a la bodega. Cogí en brazos al pobre Josef, lo saqué al pasillo y desde allí lo trasladé hasta la puerta de la casa. Me disponía a salir, cuando recordé que necesitábamos picos y palas para efectuar nuestra tarea; en aquel momento volvió Sapt.

—Los caballos, en orden; está entre ellos el hermano del que le ha traído a usted hasta aquí. Pero ahórrese ese trabajo.

—No me iré antes de enterrarlo.

—Sí lo hará.

—No, coronel Sapt. Ni por toda Ruritania.

—¡Loco! —dijo él—. Venga aquí.

Me condujo a la puerta. Aunque la luna estaba poniéndose, acerté a divisar un grupo de hombres que avanzaba por el camino de Zenda; se encontrarían a unos doscientos cincuenta metros. Eran siete u ocho: cuatro montaban caballos y el resto iba a pie. Llevaban a hombros utensilios de cierta longitud; supuse que se trataba de herramientas para cavar.

—Ellos le ahorrarán la molestia —dijo Sapt—. Venga.

Estaba en lo cierto. El grupo, que iba acercándose, debía con toda seguridad estar formado por hombres del duque Michael que venían a eliminar todo vestigio de su malvada fechoría. No dudé más, pero me poseyó un deseo irresistible. Señalando el pequeño cuerpo del pobre Josef, le dije a Sapt:

—¡Coronel, debemos asestar un golpe en su honor!

—¿Le gustaría proporcionarle compañía, eh?

Es demasiado peligroso, majestad.

—Tengo que infligirles algún daño —dije. Sapt vaciló.

—Bueno —dijo—; no es asunto suyo, ¿sabe? Pero se ha comportado usted muy adecuadamente y…, si la cosa se tuerce, ¡vaya!, que me ahorquen, nos ahorraremos muchas preocupaciones. Le mostraré cómo atacarlos.

Cerró cautelosamente la pequeña rendija de la puerta.

Retrocedimos hacia la parte trasera de la casa y llegamos a la entrada posterior. Allí estaban nuestras monturas. Un camino de carruajes rodeaba el pabellón.

—¿Listo el revólver? —preguntó Sapt.

—No; yo prefiero la espada —contesté.

—¡Diablos! ¡Esta noche está usted sediento! —dijo Sapt riendo entre dientes—. Muy bien, sea.

Montamos, desenvainamos las espadas y aguardamos en silencio un par de minutos. Oímos entonces pasos en el camino, al otro lado de la casa. Hubo un alto y alguien gritó:

—¡Venga! ¿Lo sacamos o qué?

—¡Ahora! —susurró Sapt.

Espoleando nuestros caballos, rodeamos la casa al galope y en un instante caímos entre los rufianes. Sapt me contó después que mató a un hombre, y le creo, pero le perdí de vista. De un tajo, abrí la cabeza a un individuo, derribándolo del caballo. Me encontré entonces frente a un tipo corpulento, y en cierta manera intuía que tenía otro a mi derecha. Como las cosas se me estaban poniendo demasiado feas para quedarme donde estaba, hundí las espuelas en los ijares de mi montura y la espada en el pecho del sicario corpulento simultáneamente. Su bala zumbó junto a mi oreja… podría jurar que la rozó. Intenté recuperar la espada pero, como no salía, la abandoné y me fui al galope tras de Sapt, que me sacaba unos diez metros de ventaja. Alcé la mano haciendo una señal de despedida y la bajé un segundo después mientras profería un alarido, porque una bala me había rozado un dedo y notaba la sangre. El viejo Sapt giró completamente sobre su silla. Alguien hizo fuego de nuevo, pero carecían de rifles y nos hallábamos fuera de su alcance. Oí la risa de Sapt.

—Con un poco de suerte, dos para usted y uno para mí —dijo—. Al pequeño Josef no le faltará compañía.

—Sí, serán partie carrée[6] —asentí.

Mi sangre bullía y me regocijaba de haber acabado con ellos.

—¡Y los demás tendrán una grata noche de trabajo! —dijo él—. Me pregunto si se habrán fijado en usted.

—El rufián fornido sí: al golpearlo le oí gritar: «¡El rey!».

—¡Bien, bien! ¡Oh, algo de trabajo vamos a darle a Michael el Negro antes de que acabe con nosotros!

Nos detuvimos un momento para vendar mi dedo herido, que sangraba profusamente y me dolía sobremanera, porque el impacto había lesionado el hueso. Hecho lo cual proseguimos, pidiendo a nuestros excelentes corceles cuanto eran capaces de dar. Como la excitación provocada por la pelea y por nuestra gran resolución se había esfumado, cabalgamos en sombrío silencio. El día amaneció claro y frío. Un granjero con quien nos cruzamos hubo de proporcionarnos alimento a nosotros y a nuestras bestias. Simulé un dolor de muelas, lo que me permitió hurtar el rostro a sus miradas. Después proseguimos nuestro camino, hasta que Strelsau apareció ante nosotros. Sería entre las ocho y las nueve de la mañana y todas las puertas se hallaban de par en par; así estaban siempre, salvo que el capricho o las intrigas del duque las cerraran. Entramos por el mismo camino que la noche anterior habíamos utilizado para salir. Los cuatro —hombres y monturas— nos hallábamos saturados y exhaustos. Las calles estaban aún más tranquilas que al irnos: todo el mundo dormía la jarana de la víspera y no vimos ni un alma casi hasta que llegamos a la puertecilla del palacio. El viejo lacayo de Sapt nos aguardaba.

—¿Todo bien, señor? —inquirió.

—Todo bien —contestó Sapt.

El hombre, acercándose, me aferró la mano para besarla.

—¡El rey está herido! —exclamó.

—No es nada —dije al tiempo que desmontaba—. Me pillé el dedo con una puerta.

—Recuerda… ¡Silencio! —advirtió Sapt—. ¡Ah, mi buen Freyler, no tengo necesidad de repetirlo!

El viejo criado se encogió de hombros, diciendo:

—Si a todos los jóvenes les gusta galopar sin rumbo de cuando en cuando, ¿por qué el rey iba a ser una excepción?

La risa de Sapt corroboró adecuadamente su opinión sobre los motivos.

—Se ha de confiar en cada hombre —comentó Sapt, metiendo la llave en la cerradura— tan sólo en la medida en que es posible confiar en él.

Una vez dentro, nos dirigimos al camarín. Al abrir la puerta vimos a Fritz von Tarlenheim que, completamente vestido, estaba tumbado en el sofá. Parecía haber estado durmiendo, pero nuestra llegada le despertó. Se irguió de un salto, me escudriñó un momento y, profiriendo un grito de júbilo, se arrojó de hinojos ante mí.

—¡Gracias a Dios, señor! ¡Gracias a Dios que estáis bien! —exclamó, adelantando su mano para asir la mía.

Confieso que me sentí conmovido. Fueran cuales fueran las faltas del rey, se había hecho querer por sus súbditos. Durante unos momentos me resultó insoportable la idea de hablar o de desengañar a aquel pobre hombre, pero el viejo y rudo Sapt desconocía este tipo de problemas.

Complacidísimo, se palmeó un muslo.

—¡Bravo, muchacho! —exclamó—. ¡Lo conseguiremos!

Fritz, estupefacto, levantó la mirada. Yo extendí la mano.

—¡Estáis herido, señor! —gritó.

—Sólo un rasguño —dije—, pero… —me interrumpí.

Se puso en pie con aire anonadado. Aferrando mi mano, me escudriñó de arriba abajo y de abajo arriba. A los pocos momentos me soltó profiriendo una exclamación ahogada y retrocedió tambaleándose.

—¿Dónde está el rey? ¿Dónde está el rey? —gritó.

—¡Calla, insensato! —siseó Sapt—. ¡No tan fuerte! ¡El rey está aquí!

Golpearon la puerta. Sapt me aferró la mano.

—¡Rápido, al dormitorio! ¡Fuera el gorro y las botas! ¡Métase en la cama y tápese hasta arriba!

Hice lo que se me ordenaba. Un momento después Sapt echó un vistazo, asintió con la cabeza, hizo una mueca y dio paso a un joven caballero sobremanera compuesto y deferente que, inclinándose una y otra vez, llegó hasta mi cama; me explicó que pertenecía a la casa de la princesa Flavia, y que su alteza real lo había enviado expresamente para que averiguara si las fatigas del día anterior habían tenido algún efecto adverso en la salud de su majestad.

—Transmítale a mi prima, señor, mi agradecimiento más sincero —dije yo—; y comuníquele a su alteza real que nunca me he encontrado mejor en mi vida.

—El rey —agregó el viejo Sapt (al que, empezaba a darme cuenta, le encantaba mentir por mentir)— ha dormido esta noche de un tirón.

Obtenida la información, el joven caballero (que me recordaba a Osric de Hamlet) se retiró inclinándose otra vez profusamente. La farsa había concluido y el lívido rostro de Fritz von Tarlenheim nos devolvió a la realidad…, aunque ahora, en verdad, la farsa había de hacerse realidad para nosotros.

—¿Ha muerto el rey? —preguntó con un hilo de voz.

—Cielo santo, no —respondí—. ¡Pero se halla en manos de Michael el Negro!