Estábamos en el vestidor del rey Fritz von Tarlenheim, Sapt y yo. Me dejé caer, exhausto, en un sillón. Sapt encendió su pipa. Ni una sola felicitación por el éxito de nuestra arriesgada empresa, pero todo él rezumaba satisfacción. Su triunfo, añadido tal vez al buen vino, había hecho de Fritz un hombre nuevo.
—Un día memorable para usted, amigo —exclamó—. ¡Dios, cómo me gustaría ser rey, aunque fuera durante doce horas! Pero no las tiene todas consigo, Rassendyll. Michael el Negro tenía una expresión aún más oscura que de costumbre. Por cierto, usted y la princesa tenían mucho que decirse, ¿eh?
—¡Qué bella es! —exclamé.
—Olvídese de la mujer. ¿Está preparado para partir?
—Sí —dije, con un suspiro.
Eran las cinco y a las doce yo ya no sería más que Rudolf Rassendyll, observé en tono de broma.
—Tendrá mucha suerte —dijo Sapt, implacable— si no es el difunto Rudolf Rassendyll. ¡Cielos! Siento que la cabeza me da vueltas por cada minuto que pasa en la ciudad. ¿Sabe usted, amigo mío, que Michael el Negro ha recibido noticias de Zenda? Se retiró a una habitación para leerlas a solas, y cuando salió parecía trastornado.
—Estoy listo —dije, Porque las noticias no me producían otra cosa que ansiedad y no quería demorarme.
Sapt se sentó.
—Tengo que redactar tina orden para abandonar la ciudad. Ya sabe usted que Michael es el gobernador, y hemos de estar preparados para cualquier contratiempo. Tendrá usted que firmar la orden.
—Querido coronel, no he sido educado para falsificador.
Sapt sacó de su bolsillo una hoja de papel.
—Ésta es la firma del rey —dijo— y aquí —continuó, tras rebuscar en sus bolsillos— hay papel de calco. Si en diez minutos no consigue escribirlo, lo haré yo.
—Su educación ha sido más completa que la mía —contesté—. Firme usted.
Y nuestro polifacético héroe consiguió una imitación aceptable.
—Ahora, Fritz —dijo—, el rey va a acostarse. Está agotado. Nadie debe verle hasta las nueve de la mañana. ¿Comprendes…? Nadie.
—Comprendo —contestó Fritz.
—Michael puede presentarse y solicitar una audiencia inmediata. Le responderás que única mente los príncipes legítimos tienen derecho a ella.
—Eso molestará a Michael —se rió Fritz.
—¿Lo has entendido? —preguntó Sapt—. Si la puerta de este dormitorio se abre mientras estamos fuera, no vas a vivir para contarlo.
—No necesito lecciones, coronel —dijo Fritz con cierta arrogancia.
—Vamos, envuélvase en esta amplia capa —continuó Sapt dirigiéndose a mí— y póngase esta gorra. Esta noche mi ayudante va a cabalgar junto a mí hasta el pabellón de caza.
—Hay un impedimento —observé—. ¡No hay caballo que pueda llevarme setenta kilómetros!
—Sí, sí que lo hay; hay dos: uno aquí y otro en la posada. Bien, ¿está usted listo?
Fritz me tendió la mano.
—Por si acaso —y nos estrechamos las manos cordialmente.
—Dejémonos de sentimentalismos —masculló Sapt—. Vamos.
No se dirigió a la puerta, sino a uno de los paneles de la pared.
—En tiempos del viejo rey —dijo— conocía muy bien este camino.
Lo seguí y, según me pareció, caminamos unos cien metros por un estrecho corredor hasta llegar a una sólida puerta de roble, que Sapt abrió. Atravesamos el umbral y salimos a una calle tranquila que bordeaba la parte trasera de los jardines de palacio. Un hombre nos esperaba con dos caballos: el uno, un magnífico bayo de gran alzada y el otro, un vigoroso alazán. Sapt me indicó el primero: montamos sin decir palabra y nos alejamos cabalgando.
La ciudad bullía de ruido y alegría, pero nosotros buscamos los caminos apartados. El embozo de la capa me tapaba la mitad del rostro y la amplia gorra ocultaba el traicionero color de mi pelo. Siguiendo las indicaciones de Sapt, me acurruqué en la silla dejando caer los hombros en una postura en la que no creo que vuelva a cabalgar jamás. Bajamos por un sendero largo y angosto donde topamos con vagabundos y trasnochadores, y, mientras cabalgábamos, oímos las campanadas de la catedral tañendo todavía su bienvenida al rey. Serían las seis y media y el sol seguía brillando. Alcanzamos por fin las murallas de la ciudad y llegamos a una de sus puertas.
—Prepare su arma —susurró Sapt—, puede que tengamos que cerrarle la boca para evitar que hable.
Eché mano de mi revólver. Sapt llamó al portero. El cielo vino en nuestra ayuda, pues quien apareció no fue el portero, sino una muchacha de unos catorce años.
—Perdone, señor, mi padre ha ido a ver al rey.
—Mejor haría en estar aquí —dijo Sapt dirigiéndose a mí y sonriendo burlón.
—Pero dijo que no abriese la puerta a nadie, señor.
—¿Eso te dijo? —continuó Sapt apeándose—. Entonces dame la llave.
La llave estaba en la mano de la niña. Sapt le entregó una corona.
—Traigo una orden del rey; enséñasela a tu padre y abre la puerta.
Me bajé del caballo. Entre los dos hicimos girar el portón, sacamos los caballos llevándolos de las riendas y volvimos a cerrarlo.
—Me inquieta lo que pueda pasarle al guardabosque si Michael descubre que no estaba en su puesto. Ahora, amigo mío, pongamos los animales a medio galope. Mientras estemos cerca de la ciudad es mejor no forzar la marcha.
Una vez fuera de la ciudad no corríamos peligro, pues todo el mundo estaba dentro divirtiéndose, de suerte que, según atardecía, apretamos el paso Y comprobé que para mi hermoso bayo transportarme era coser y cantar. Hacía una noche espléndida y pronto salió la luna. Hablamos muy poco durante el camino, y, cuando lo hacíamos, nos limitábamos a comentar las incidencias del camino.
—Me gustaría saber lo que decían los mensajes del duque —manifesté en una ocasión.
—También a mí —respondió Sapt.
Nos detuvimos a beber un trago de vino y a dar pienso a los caballos; en ello consumimos una media hora. No me atrevía a entrar en la posada, así que me quedé en el establo junto a los animales.
Volvimos a reanudar la marcha y habríamos recorrido unos cuarenta y cinco kilómetros cuando Sapt se detuvo en seco.
—Escuche —exclamó.
Me detuve a escuchar. Allá lejos, a mucha distancia de nosotros y perturbando la quietud de la noche —eran las nueve y media— se oían los cascos de unos caballos. El fuerte viento que soplaba a nuestras espaldas traía su eco hasta nosotros. Miré a Sapt.
—Vamos —exclamó y espoleó a su caballo haciéndole salir al galope. Cuando nos detuvimos nuevamente a escuchar no se oían ya las pisadas y aminorarnos el paso. Pronto volvimos a escucharlas; Sapt desmontó y aproximó el oído al suelo.
—Son dos —dijo— y sólo están a una milla. Gracias a Dios el camino serpentea y el viento está a nuestro favor.
Volvimos a galopar. Habíamos llegado a la linde del bosque de Zenda; los árboles que se cerraban tras de nosotros en el sendero zigzagueante nos impedían ver a nuestros perseguidores, pero también nos ocultaban de su vista.
Media hora después llegamos a una bifurcación. Sapt tiró de las riendas.
—Nuestra ruta es a la derecha; a la izquierda, el camino conduce al castillo —dijo—. Apeémonos.
—Pero nos alcanzarán —dije yo.
—Bajemos —repitió con brusquedad.
Le obedecí. Los árboles llegaban al borde mismo del camino. Pusimos los caballos a cubierto, les vendamos los ojos y permanecimos inmóviles a su lado.
—¿Quiere saber quiénes son? —le pregunté.
—Sí, y adónde van —contestó. Vi que empuñaba su revólver.
El sonido de los cascos se acercaba cada vez más. La luna brillaba ahora en todo su esplendor iluminando el camino. El terreno estaba seco, de modo que no habíamos dejado huellas.
—Ya llegan —dijo Sapt.
—Es el duque.
—Eso pensaba yo —contestó.
Era el duque, acompañado por un hombretón fornido a quien yo conocía muy bien y quien tendría ocasión de conocerme posteriormente; Max Holf, hermano del guardabosque de su alteza. Se detuvieron frente al lugar donde nos habíamos ocultado. Vi cómo el dedo de Sapt se doblaba amorosamente sobre el gatillo. Y estoy convencido de que habría dado diez años de su vida por un disparo, y habría quitado de en medio a Michael con la misma facilidad con que yo me hubiera deshecho de una gallina de granja. Puse mi mano en su brazo. Movió su cabeza asintiendo: siempre estaba presto a sacrificar su inclinación ante el deber.
—¿Por dónde vamos? —preguntó el duque.
—Al castillo, alteza —le apremió su compañero—. Allí conoceremos la verdad.
Por un instante, el duque titubeó.
—Me pareció oír pisadas de caballos —dijo.
—Creo que no, alteza.
—¿Por qué no vamos al pabellón?
—Temo una trampa. Si todo va bien, ¿por qué hemos de ir a la cabaña? Y si no, será una estratagema para cazarnos.
De pronto, el caballo del duque relinchó. Inmediatamente, envolvimos las cabezas de nuestros caballos con las capas y, sujetándolos, apuntamos al duque y a su ayudante. Si nos descubrían, serían hombres muertos o les haríamos prisioneros.
Michael esperó un rato más antes de exclamar:
—¡A Zenda, pues!
Y, picando espuelas, partió al galope. Al alejarse, Sapt levantó su arma y le siguió con ella con tal expresión de disgusto que tuve que refrenarme para no echarme a reír.
Durante diez minutos permanecimos en aquel lugar.
—Como ve —dijo Sapt—, le han enviado noticias de que todo iba bien.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunté.
—Sólo Dios lo sabe —contestó Sapt, frunciendo el ceño—. Pero sea lo que sea, ha hecho que acuda desde Strelsau con bastante desconcierto.
A continuación montamos nuestros caballos y nos alejamos a todo galope. Durante los últimos quince kilómetros no nos dijimos ni una palabra. Nuestras mentes rezumaban inquietud y desasosiego. «Todo va bien». ¿Qué significaría aquello? ¿Que todo iba bien para el rey?
Por fin avistamos el pabellón. Espoleamos las monturas pidiéndoles un último esfuerzo y alcanzamos la entrada. Todo estaba en calma y nadie vino a nuestro encuentro. Descabalgamos aprisa y, de pronto, Sapt me cogió por el brazo:
—Mire —dijo, señalando el suelo.
A mis pies había cinco o seis pañuelos de seda, hechos trizas. Lo miré interrogante.
—Son los pañuelos que utilicé para atar a la vieja —dijo—. Amarre los caballos y vamos allá.
El picaporte se abrió sin dificultad. Entramos en la habitación que fue escenario de la borrachera de la noche anterior. Todavía estaba sembrada de restos de comida y botellas vacías.
—Vamos —rugió Sapt, que a estas alturas había perdido por fin su imperturbable compostura.
Atravesamos corriendo el pasadizo hasta llegar a las bodegas. La puerta de la carbonera estaba abierta de par en par.
—Encontraron a la vieja —exclamé.
—Eso ya lo sabíamos cuando hemos visto los pañuelos —contestó.
Entonces nos volvimos a la puerta de la bodega. Permanecía cerrada y todo parecía estar igual que cuando lo habíamos dejado por la mañana.
—Vamos, todo está en orden —aseguré.
Sapt lanzó una maldición. Su rostro palideció y una vez más señaló al suelo. Una mancha roja que procedía de debajo de la puerta se había extendido por el pasadizo. Sapt, trastornado, se apoyó contra la pared de enfrente, mientras yo intentaba abrir la puerta. Estaba cerrada.
—¿Dónde está Josef? —musitó Sapt.
—¿Dónde está el rey? —respondí.
Sapt sacó una licorera y se la acercó a los labios. Por mi parte, regresé al comedor y cogí un atizador de la chimenea. Excitado y aterrado, la emprendí a golpes con la cerradura e introduje en ella una bala, que surtió efecto y permitió abrir la puerta.
—Alúmbreme —dije; pero Sapt continuaba apoyado contra la pared.
Estaba aún más conmocionado que yo, pues él amaba, claro está, a su señor. No temía por sí mismo —nadie le vio nunca asustado—, pero sólo de pensar lo que podía haber en aquella oscura bodega hubiera hecho palidecer a cualquiera. Cogí un candelabro de plata de la mesa del comedor y encendí una vela; al regresar, sentí que la cera caliente me corría por la mano, pues la vela oscilaba a uno y otro lado, de modo que no podía permitirme el lujo de burlarme de la turbación del coronel Sapt.
De nuevo me hallaba ante la puerta de la bodega. La mancha roja se iba haciendo cada vez más oscura, hasta volverse pardo negruzca y se iba extendiendo hacia dentro. Caminé unos dos metros dentro de la habitación mientras sostenía la vela por encima de la cabeza. Vi las cubas llenas de vino. Vi las arañas trepando por la pared y vi también un par de botellas vacías en el suelo. Allí, en un rincón, vi el cuerpo de un hombre tendido de espaldas, con los brazos abiertos y un tajo carmesí en la garganta. Me acerqué a él y, arrodillándome, encomendé a Dios el alma de un hombre leal: se trataba de Josef, el menudo sirviente del rey, asesinado por velar por su soberano.
Sentí que una mano me tocaba el hombro y, al darme la vuelta, vi junto a mí a Sapt, con ojos brillantes y desorbitados por el terror.
—¿El rey? ¡Dios mío! ¿El rey? —susurró con voz ronca.
Con la vela fui iluminando hasta el último centímetro de la bodega.
—El rey no está aquí —contesté.