Con Fritz von Tarlenheim y el coronel Sapt pisándome los talones, salí del buffet al andén. Lo último que hice fue comprobar si tenía el revólver a mano y podía desenvainar mi espada con facilidad. Me aguardaba un vistoso grupo de oficiales y dignatarios al frente del cual se erguía un anciano de elevada estatura, cubierto de medallas y de porte militar. Exhibía la banda gualda y carmesí de la Rosa Roja de Ruritania que, a propósito, ornaba también mi indigno pecho.
—El mariscal Strakencz —susurró Sapt, lo que me indicó que estaba en presencia del veterano más célebre del ejército ruritano.
Justo tras el mariscal se hallaba un hombre delgado y bajo, envuelto en una flotante vestimenta negra y púrpura.
—El canciller del reino —cuchicheó Sapt.
El mariscal empezó dirigiéndome unas palabras de lealtad y continuó enseguida ofreciendo disculpas en nombre del duque de Strelsau. Parecía que éste se había visto afligido por una indisposición súbita que no le había permitido estar en la estación, pero suplicaba venia para esperar a su majestad en la catedral. Manifesté mi preocupación, acepté untuosamente las excusas del mariscal y recibí los honores de gran número de personajes distinguidos. Nadie dio muestras de la menor sospecha, lo que fue calmando mis nervios y sosegando el violento golpeteo de mi corazón. Fritz, sin embargo, seguía pálido y vi su mano temblar como una hoja cuando se la tendió al mariscal.
Al poco, formamos el cortejo y nos dirigimos hacia la salida de la estación. Allí me encaramé a mi caballo mientras el mariscal sostenía el estribo. Los dignatarios civiles se encaminaron a sus respectivos carruajes; inicié mi recorrido por las calles con el mariscal a mi derecha y Sapt a mi izquierda, tal como le correspondía como primer ayudante de campo. La ciudad de Strelsau es en parte nueva y en parte vieja; las pintorescas calles, estrechas y tortuosas, del casco viejo son abrazadas por los espaciosos bulevares y los barrios residenciales modernos. Las clases altas moran en los círculos exteriores, el comercio radica en los interiores; tras sus prósperas fachadas se ocultan pasajes y callejones que, populosos y míseros, rebosan una humanidad desposeída, turbulenta y, en gran medida, delincuente. Sapt me informó de que estas divisiones sociales y locales se correspondían con otra división más importante para mí: la Ciudad Nueva estaba a favor del rey pero, para la Ciudad Vieja, Michael de Strelsau era una esperanza, un héroe y un afecto.
A nuestro paso por el Gran Bulevar camino de la espaciosa plaza donde se alza el palacio real, la escena era espléndida. Me hallaba rodeado de partidarios fervientes, todas las casas exhibían distintivos rojos e inscripciones de bienvenida, se habían dispuesto gradas en las aceras y yo cabalgaba entre todo ello saludando con la cabeza a un lado y a otro bajo una lluvia de vítores, bendiciones y ondulantes pañuelos. Los balcones rebosaban de damas vistosamente ataviadas que aplaudían, hacían venias y me dirigían sus miradas más fervientes. Caía sobre nosotros un torrente de rosas rojas; tomando un capullo que se había enredado entre las crines de mi montura, lo coloqué en un ojal de mi guerrera. El mariscal sonrió torvamente. Le había dirigido algunas miradas a hurtadillas, pero nada en sus impasibles facciones me había permitido vislumbrar si contaba con sus simpatías o no.
—La Rosa Roja para los Elphberg, mariscal —dije jovialmente, haciendo él un signo de asentimiento.
He escrito «jovialmente» y tal vez parezca un adverbio extraño, pero lo cierto es que estaba ebrio de excitación. En aquel momento creía —casi creía— que yo era verdaderamente el rey y, con aire de jubiloso triunfo, alcé de nuevo la mirada buscando los balcones cargados de bellezas… y entonces sufrí un sobresalto, porque, contemplándome desde arriba con sus hermosos rasgos y orgullosa sonrisa, se hallaba la que había sido mi compañera de viaje, Antoinette de Mauban. Vi que también ella se sobresaltaba y noté el movimiento de sus labios; se inclinó entonces hacia adelante y clavó sus ojos en mí. Yo, sacando fuerzas de flaqueza, sostuve su mirada sin pestañear mientras palpaba de nuevo mi revólver, pensando en qué sucedería si proclamaba a gritos mi impostura.
Nada ocurrió, sin embargo. Seguimos sin tropiezos hasta que, en un momento dado, el mariscal, volviéndose en la silla, hizo una señal con la mano y los coraceros se apiñaron en torno a nosotros para que la multitud no pudiera acercarse a mí. Estábamos saliendo de la zona de la ciudad que me apoyaba y empezábamos a penetrar en la del duque Michael, y la orden del mariscal me indicó más elocuentemente que las palabras lo caldeados que estaban los ánimos. Pero, si el destino me convertía en rey, lo menos que podía hacer era desempeñar mi papel con gallardía.
—¿Por qué este cambio en la formación, mariscal? —inquirí.
El mariscal se mordió su blanco bigote.
—Es más prudente, señor —murmuró. Tiré de las riendas.
—Que los que van al frente —dije— cabalguen hasta que hayan ganado cuarenta metros. Pero usted, mariscal, el coronel Sapt y mis amigos se quedarán donde están hasta que yo me haya adelantado igual distancia y cuidarán entonces de no acercárseme. Le haré ver a mi pueblo que tiene la confianza de su rey.
La mano de Sapt se posó en mi brazo.
Me libré de ella con una sacudida. El mariscal pareció vacilar.
—¿No me explico con claridad? —pregunté altivamente.
El mariscal, mordiéndose el bigote de nuevo, dio las pertinentes órdenes. Vi que el viejo Sapt se sonreía, aunque meneó desaprobadoramente la cabeza. Si me mataban en las calles de Strelsau a plena luz del día, su posición no sería fácil.
Tal vez deba decir que iba vestido enteramente de blanco, con la excepción de las botas. Un casco de plata con adornos dorados me cubría la cabeza, y el efecto que producía la ancha banda de la Rosa cruzada sobre mi pecho era admirable. Flaco favor haría al rey si no admitiera, dando la modestia de lado, que componía una atractiva estampa. Así lo creyó también el pueblo porque, cuando cabalgando solo penetré en las calles oscuras y míseras de la Ciudad Vieja, hubo primero murmullos, luego un hurra y una mujer, que se asomaba por una ventana situada sobre una tasca, gritó el viejo dicho local:
—¡Si es rojo, está bien!
Yo respondí con una carcajada y quitándome el casco, para que comprobara que mis cabellos eran del color adecuado, lo que me granjeó nuevos vítores.
Cabalgar solo me brindaba además oportunidad de oír los comentarios de la multitud.
—Está más pálido que de costumbre —decía uno.
—Tú también estarías pálido si vivieras como él —fue la poco respetuosa respuesta.
—Es más alto de lo que pensaba —dijo otro.
—Así que tenía una buena mandíbula bajo la barba después de todo —comentó un tercero.
—Los retratos no le hacen justicia —proclamó una bonita muchacha, poniendo buen cuidado en que la oyera. Se trataba sin duda de mera adulación.
Pero, a despecho de estos signos de aprobación e interés, el grueso de los espectadores me recibió en silencio y con expresión hosca; el retrato de mi querido hermano adornaba la mayor parte de las ventanas, lo que resultaba una irónica forma de dar la bienvenida al rey. Me pareció estupendo que se hubiera ahorrado el ingrato espectáculo: era un hombre de genio vivo y quizá no se lo hubiera tomado tan plácidamente como yo.
Por fin llegamos a la catedral. Su vasta fachada gris, ornada con centenares de estatuas y provista de unas puertas de roble que se cuentan entre las más bellas de Europa, se alzaba ante mí por primera vez y me abrumó casi la repentina comprensión de mi osadía. Cuando desmonté, lo veía todo como envuelto en bruma. Distinguí confusamente al mariscal, a Sapt y al grupo de eclesiásticos suntuosamente ataviados que me aguardaban. Aún enturbiaba mis ojos esa bruma cuando avancé por la nave central mientras el estrépito del órgano llenaba mis oídos. Nada distinguí de la colorista multitud que atestaba el templo, y la majestuosa figura del cardenal, que se levantó del trono arzobispal para saludarme, era sólo una imagen difusa. Únicamente percibí con claridad dos rostros que se hallaban muy próximos: el de una muchacha, pálido y adorable bajo una corona del glorioso cabello de los Elphberg (porque en una mujer es glorioso), y el de un hombre, cuyas sanguíneas mejillas, negros cabellos y oscuros ojos hundidos me indicaron que me hallaba por fin en presencia de mi hermano, Michael el Negro. Al verme, su cara se tornó pálida y dejó caer su casco al suelo, donde rebotó ruidosamente. Creo que hasta ese momento no había caído en la cuenta de que el rey llegaba verdaderamente a Strelsau.
De lo que siguió nada recuerdo. Me arrodillé ante el altar y el cardenal me ungió la cabeza. Luego me puse en pie y, extendiendo las manos, recibí de las suyas la corona de Ruritania, me la coloqué en la cabeza y pronuncié el antiguo juramento del rey. Tras esto (que se me perdone si pecado fue) comulgué delante de todos. Volvió a resonar entonces el gran órgano, el mariscal ordenó que los heraldos me proclamaran, y Rudolf V quedó proclamado rey. Hoy cuelga en mi comedor un excelente cuadro que recoge tan fausta ocasión: el retrato del rey es muy bueno.
Entonces, la dama de pálidas facciones y gloriosos cabellos se adelantó desde donde estaba y se encaminó —la cola del vestido sostenida por dos pajes— hacia mí. Un heraldo anunció:
—¡Su alteza real la princesa Flavia!
Se inclinó primero profundamente ante mí y después deslizó su mano bajo la mía, la alzó y la besó. Durante un momento no supe qué hacer, pero un instante después la atraía hacia mí y la besaba en ambas mejillas, con gran sonrojo por su parte. En este punto, el cardenal arzobispo se deslizó por delante de Michael el Negro, me besó la mano y me entregó una misiva del Papa… ¡La primera y la última que me haya dirigido remitente tan alto!
Vino luego el duque de Strelsau. Estaría dispuesto a jurar que le temblaban las rodillas y miraba nerviosamente de un lado a otro, como hace alguien que se dispone a huir. Tenía el rostro lívido, le temblaba tanto la mano que saltó bajo la mía y vi que tenía los labios resecos y cuarteados. Dirigí una mirada furtiva a Sapt, que sonreía de nuevo bajo su bigote, y, decidido a satisfacer las exigencias de la nueva posición a la que la vida me había tan sorprendentemente llamado, tomé las dos manos de mi querido Michael y le besé en la mejilla. Tengo la impresión de que a los dos nos encantó terminar con aquello.
Ni el rostro de la princesa ni ningún otro exhibía el menor signo de duda o de sospecha. Y sin embargo, si el rey y yo hubiéramos estado uno junto al otro, nos habrían distinguido inmediatamente o, como mucho, tras un breve examen. Pero ni ella ni nadie imaginaba que yo pudiera ser alguien distinto del rey. Así pues, el parecido cumplió su función; y durante una hora estuve allí de pie, sintiéndome tan cansado y tan blasé[5] como si hubiera sido rey toda mi vida. Todo el mundo me besó la mano y los embajadores me presentaron sus respetos. Entre ellos estaba lord Topham, en cuya mansión de Grosvenor Square había bailado yo una veintena de veces. Gracias al cielo el anciano era ciego como un topo y no dio señales de reconocerme.
Luego regresamos a palacio por las calles por donde habíamos venido y oí vítores a Michael el Negro, pero éste, según me dijo Fritz, iba sentado mordiéndose abstraídamente las uñas; hasta sus amigos manifestaron que su estampa podría haber sido más lúcida. Un tosco individuo se aproximó a la carroza en que viajábamos la princesa Flavia y yo y gritó:
—¿Para cuándo la boda?
Aún no había terminado, cuando otro tipo le propinó un golpe en la cara, vociferando:
—¡Larga vida al duque Michael!
Flavia, que mostraba un rubor de tonalidad admirable, fijó decididamente la mirada en lo que tenía frente a ella.
Me encontraba ahora en graves apuros, porque había olvidado preguntarle a Sapt por el estado de mis asuntos amorosos, hasta dónde habían llegado las cosas entre la princesa y yo. Francamente, de haber sido el rey, cuanto más lejos más complacido me hubiera sentido. No soy hombre frío y no en vano había besado las mejillas de Flavia. Tales eran los pensamientos que pasaron por mi mente pero, como ignoraba en qué terreno me encontraba, nada dije; unos momentos más tarde, la princesa, habiendo recuperado su ecuanimidad, se volvió hacia mí.
—¿Sabes, Rudolf —dijo—, que hoy no pareces el mismo de siempre?
Que el hecho no fuera sorprendente no paliaba lo inquietante de la observación.
—Pareces —prosiguió— más sensato, más calmo; percibo un cierto agobio y puedo constatar que has adelgazado. Por supuesto, ello no se deberá a que hayas empezado a tomarte algo en serio, ¿verdad?
Aparentemente, la princesa tenía la misma opinión del rey que lady Burlesdon de mí.
Respiré hondo y me dispuse a la conversación.
—¿Te complacería que así fuera? —pregunté con dulzura.
—Oh, sabes bien lo que pienso —dijo ella apartando los ojos.
—Trataré de hacer todo cuanto te complazca —dije.
Al ver cómo sonreía y se ruborizaba, no pude por menos de pensar cuán beneficiosamente para el rey estaba desempeñando mi papel. Continué, por tanto; lo que dije después era perfectamente cierto.
—Te aseguro, querida prima, que nada en mi vida me ha impresionado tanto como la recepción de hoy.
Flavia sonrió alegremente, pero su rostro volvióse grave al punto y susurró:
—¿Te fijaste en Michael?
—Sí —respondí, agregando—: No pasó muy buen rato.
—¡Ten mucho cuidado! —me advirtió—. No, verdaderamente no lo vigilas cuanto debieras. ¿Sabes que…?
—Sé —dije— que codicia lo que tengo.
—Sí. ¡Calla!
Entonces (y no tengo excusa, pues comprometí al rey mucho más de lo que me estaba permitido; supongo que Flavia me hizo perder la cabeza), proseguí:
—Y quizá también desea algo que todavía no he obtenido, pero que confío en conquistar algún día.
El rey hubiera considerado alentadora la respuesta con que me contestó Flavia:
—¿No has adquirido suficientes responsabilidades para un día, primo?
Clangor y detonaciones. Habíamos llegado a palacio. Disparaban salvas y tañían trompetas. Hileras de lacayos aguardaban inmóviles. Ofrecí mi mano a la princesa para subir la amplia escalera de mármol y tomé formalmente posesión, como rey coronado, de la casa de mis ancestros. Me senté a mi propia mesa con Flavia a la derecha —Michael el Negro junto a ella— y su eminencia el cardenal a la izquierda. Sapt se quedó de pie detrás de mi silla; en un extremo de la mesa podía ver a Fritz von Tarlenheim apurando su copa de champán con mayor rapidez de la que hubiera sido apropiada.
Me pregunté qué haría en aquel momento el rey de Ruritania.