No sé si dormí un minuto o un año, pero me desperté dando un respingo y completamente estremecido; mi cara, mi pelo y mis ropas chorreaban agua. De pie, frente a mí, estaba el viejo Sapt con una burlona sonrisa en el rostro y un cubo vacío en las manos. Y cerca de él, sentado en la mesa, Fritz von Tarlenheim, pálido como un fantasma, con unas ojeras tan negras como las de un cuervo.
Me puse de pie más que enfadado.
—¡Está llevando las cosas demasiado lejos, señor! —protesté.
—Vamos, hombre, no hay tiempo para discutir. No conseguíamos despertarle de otra forma. Son las cinco de la mañana.
—Muchas gracias, coronel Sapt.
Notaba que el ánimo me ardía aunque sentía el cuerpo desapaciblemente frío.
—Rassendyll —interrumpió Fritz bajándose de la mesa y cogiéndome del brazo—, mire aquí.
El rey yacía cuan largo era, tendido sobre el suelo. Su rostro estaba tan rojo como su pelo y respiraba con dificultad. Sapt, el viejo perro, olvidándose del más mínimo respeto, le pateaba sin consideración alguna, pero no conseguía ninguna respuesta, ningún movimiento, ningún cambio en su respiración. Me fijé en que su cara y sus cabellos estaban tan empapados como los míos.
—Llevamos media hora intentándolo —dijo Fritz.
—Bebió tres veces más que usted —refunfuñó Sapt.
Me arrodillé y le tomé el pulso: era inquietantemente lento y débil. Los tres nos miramos.
—¿Contenía alguna droga la última botella? —pregunté en un susurro.
—No sé —contestó Sapt.
—Es preciso que venga un médico.
—No hay ninguno en diez millas a la redonda y, aunque los hubiera a cientos, ninguno sería capaz de hacerle llegar a Strelsau en estas condiciones. Yo sé lo que tiene y no se recobrará hasta dentro de seis o siete horas por lo menos.
—¿Y la coronación? —grité, horrorizado.
Fritz se encogió de hombros, y me di cuenta de que tal era su costumbre en muchas ocasiones.
—Tenemos que enviar un mensaje advirtiendo que está enfermo —dijo.
El viejo Sapt estaba fresco como una rosa, mientras sostenía su pipa con una mano y echaba grandes bocanadas de humo.
—Si hoy no le coronan —aseguró—, apostaría un doblón a que nunca lo harán.
—Pero ¿por qué?
—Toda la nación está esperándole, más la mitad del ejército, con Michael el Negro a la cabeza: ¿Vamos a enviar recado de que el rey está bebido?
—Que está enfermo —corregí yo.
—Enfermo —repitió Sapt, con risa sardónica—. Todos conocen muy bien su enfermedad. ¡Ya ha estado enfermo otras veces!
Sapt levantó la mano.
—Contésteme —me dijo—, ¿cree que han drogado al rey?
—Sí, lo creo —contesté a mi vez.
—¿Y quién lo hizo?
—Ese maldito perro de Michael el Negro —dijo Fritz entre dientes.
—Ya —dijo Sapt—, y así no podrá ser coronado. Nuestro amigo Rassendyll no conoce a Michael el Negro. ¿Tú qué piensas, Fritz? ¿No crees que Michael tiene otro rey? ¿Qué media Strelsau tiene otro candidato? Por Dios le juro, señor, que si el rey no se presenta hoy en Strelsau pierde el trono. Conozco muy bien a Michael el Negro.
—Podemos llevarle allí —dije.
—Pues vaya espectáculo que iba a dar —se burló Sapt.
Fritz von Tarlenheim escondió el rostro entre sus manos. El rey respiraba ruidosa y pesadamente. Sapt le volvió a zarandear, tirándole de los pies.
—¡El muy borracho! —continuó—. ¡Pero es un Elphberg y el hijo de su padre y que Dios me condene si Michael el Negro ocupa su puesto!
Durante un instante los tres callamos; entonces Sapt, frunciendo sus pobladas cejas grises, retiró la pipa de su boca y me dijo:
—A medida que el hombre envejece, más cree en el destino. El destino le ha enviado a usted aquí. El destino le envía ahora a Strelsau.
Retrocedí unos pasos, tambaleándome y murmurando «Santo Dios».
Fritz levantó la vista perplejo, desconcertado y ansioso.
—Imposible —musité—. Me reconocerán.
—Es un riesgo… contra una certeza —dijo Sapt—. Apuesto a que cuando se afeite nadie podrá reconocerle. ¿Tiene miedo?
—¡Por Dios!
—Vamos, hombre, vamos; pero es que está en riesgo su vida, y usted bien lo sabe, si le reconocen… y la mía, y la de Fritz. Ahora bien, si usted no va, le juro que Michael el Negro se sentará esta noche en el trono mientras el rey queda preso, si no lo manda directamente a la tumba.
—El rey nunca nos lo perdonará —balbucí.
—¿Acaso somos mujeres? ¿Quién se preocupa de su perdón?
El tictac del reloj sonó cincuenta veces, y sesenta, y setenta, mientras yo meditaba sobre la situación. Después, supongo que algo traslució mi semblante, porque el viejo Sapt me cogió de la mano y exclamó:
—¿Viene?
—Sí que voy —contesté, volviendo a contemplar la figura del rey postrada en el suelo.
—Esta noche —continuó Sapt con un susurro impaciente— nos alojaremos en palacio. En cuanto nos quedemos solos, usted y yo montaremos nuestros caballos (Fritz se quedará allí para vigilar las habitaciones del rey) y vendremos aquí al galope. El rey estará ya listo (Josef le tendrá al tanto), regresará conmigo a Strelsau y usted cabalgará como alma que lleva el diablo hasta la frontera.
Comprendí lo que decía y asentí con la cabeza.
—Tenemos una oportunidad —dijo Fritz, dando por vez primera muestras de esperanza.
—Si consigo no ser descubierto —dije.
—Si nos descubren —dijo Sapt—, enviaré a Michael el Negro al infierno, antes de que él me envíe a mí, ¡por todos los cielos! Siéntese en esa silla, buen hombre.
Le obedecí.
Salió disparado de la habitación, llamando a Josef a voz en cuello. Regresó unos tres minutos después y con él Josef, que traía una jarra con agua caliente, jabón y navajas de afeitar. Temblaba cuando Sapt le puso al tanto de la situación y le ordenó afeitarme.
De pronto, Fritz se dio una palmada en el muslo.
—Pero ¿y la guardia? ¡Se darán cuenta! ¡Lo descubrirán!
—¡Bah! No vamos a esperar a la guardia. Cabalgaremos hasta Hofball y allí alcanzaremos el tren. Cuando ellos lleguen, el pájaro habrá volado.
—Pero ¿y el rey?
—El rey permanecerá en las bodegas. Ahora mismo voy a llevarlo allí.
—¿Y si lo encuentran?
—¿Por qué van a encontrarlo? Josef los mantendrá alejados.
—Pero…
Sapt dio una patada en el suelo.
—No estamos jugando —gruñó—. ¡Santo Dios! ¿Cree que no conozco los riesgos? Si lo encuentran no será peor que si no lo coronan hoy en Strelsau.
Y, al decirlo, abrió de golpe la puerta, se agachó y, haciendo gala de una fuerza que nunca hubiera imaginado en él, levantó al rey con sus propias manos; estando en ello, se presentó la vieja madre de Johann. Durante un instante, permaneció inmóvil, después giró sobre sus talones y, sin el menor signo de sorpresa, salió con gran estrépito.
—¿Lo ha oído? —exclamó Fritz.
—La haré callar —dijo Sapt con determinación, llevándose al rey a cuestas.
En cuanto a mí, me senté en un sillón y, mientras estaba allí, medio aturdido, Josef tijereteó y rasuró hasta que mi mostacho y mi perilla fueron cosa del pasado, y mi cara quedó tan pelada como la del rey. Cuando Fritz me vio así, lanzó un profundo suspiro y exclamó:
—¡Por todos los santos! ¡Lo hemos logrado!
Eran ya las seis y no teníamos tiempo que perder. Sapt me llevó en volandas al dormitorio del rey. Me vestí con el uniforme de coronel de la Guardia Real y aún hallé tiempo mientras me calzaba las botas del rey para preguntarle a Sapt qué había hecho con la vieja.
—Juró que no había oído nada —dijo— pero para estar más seguro la he atado de pies y manos, le he puesto un pañuelo en la boca y la he encerrado en la bodega, cerca del rey. Josef se cuidará de ambos.
Entonces me eché a reír y hasta el propio Sapt se sonrió con expresión torva.
—Me imagino —continuó— que cuando Josef les diga que el rey se ha ido creerán que nos olimos que había gato encerrado. Pues puede jurar que Michael el Negro no espera verle hoy en Strelsau.
Me puse el casco del rey y el viejo Sapt me acercó su espada, mientras me miraba con detenimiento.
—A Dios gracias que se había afeitado la barba.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté.
—Porque la princesa Flavia le dijo que le raspaba la mejilla cuando graciosamente consentía en que le diera un beso de primos. Pero vamos, que hemos de cabalgar.
—¿Estamos seguros aquí?
—No hay lugar seguro —dijo Sapt—, pero nada podemos hacer para que mejoren las cosas.
Fritz se reunió con nosotros ataviado con uniforme de capitán del mismo regimiento que el mío. En unos minutos, también Sapt se había engalanado con su uniforme, y Josef anunció que los caballos estaban listos, de modo que montamos y cabalgamos a todo galope. El juego había empezado. ¿Cómo terminaría?
El frío aire de la mañana me despejó la cabeza, y pude comprender todo lo que Sapt me decía. Estuvo magnífico. Fritz apenas hablaba y cabalgaba como si estuviera dormido, pero Sapt, sin volver a referirse al rey, empezó a informarme minuciosamente sobre los hechos de mi vida pasada, sobre mi familia, mis gustos, empresas, debilidades, amigos, camaradas y sirvientes. Hizo referencia al protocolo de la corte de Ruritania, y me prometió que estaría siempre a mi lado para señalarme a todos los que debía conocer e indicarme el grado de efusividad que tenía que mostrar hacia ellos.
—A propósito —dijo—, supongo que es católico, ¿no?
—No —contesté.
—¡Dios! ¡Si es un hereje! —masculló Sapt y, a continuación, me ofreció una lección rudimentaria sobre las prácticas y ritos de la fe católica.
—Afortunadamente —dijo— no es preciso que sepa demasiado, pues son de sobra conocidos la negligencia y el descuido del rey en tales asuntos. Pero con el cardenal tiene que ser amable y obsequioso. Esperamos ganárnoslo, ya que Michael y él mantienen una constante disputa sobre quién debe estar por encima de quién.
Llegamos a la estación. Fritz había recobrado la energía suficiente para explicar al asombrado jefe de estación que el rey cambiaba de planes. El tren empezó a soltar vapor. Subimos a un vagón de primera clase y Sapt, apoyándose en los cojines, continuó con su lección. Miré el reloj, el reloj del rey, claro está. Eran las ocho en punto.
—Me pregunto si habrán ido a buscarnos.
—Confío en que no encuentren al rey —dijo Fritz con nerviosismo, y esta vez fue Sapt quien se encogió de hombros.
El tren iba a su hora, y a las nueve y media, al mirar por la ventanilla, divisé las torres y chapiteles de una gran ciudad.
—Su ciudad, mi señor —sonrió burlón el viejo Sapt, haciendo un gesto con la mano e, inclinándose hacia delante, me tomó el pulso—. Un poco acelerado —dijo con cierto malhumor.
—No soy de piedra —exclamé.
—Lo conseguirá —me dijo, asintiendo con la cabeza—. Parece que aquí Fritz tiene escalofríos. Fritz, muchacho, apura tu licorera, por el amor del cielo.
Fritz hizo lo que le ordenaban.
—Llevamos una hora de adelanto —dijo Sapt—. Enviaremos recado sobre la llegada de su majestad, pues, de otro modo, no habrá nadie para recibirnos. Y mientras tanto…
—Mientras tanto —contesté— el rey desfallecerá si no toma algo para desayunar.
El viejo Sapt se rió entre dientes e hizo un gesto con la mano.
—Es usted un Elphberg por los cuatro costados —hizo una pausa, nos miró y añadió quedamente—: Dios quiera que estemos vivos esta noche.
—¡Así sea! —contestó Fritz von Tarlenheim.
El tren se detuvo, Fritz y Sapt saltaron al andén con la cabeza descubierta y sujetaron la puerta para que yo bajara. Sentí como un nudo en la garganta, me ajusté el casco firmemente en la cabeza y (no me avergüenzo de decirlo) dirigí a Dios una breve plegaria. Seguidamente puse el pie en el andén de la estación de Strelsau.
Un instante después todo era bullicio y confusión: hombres que se apresuraban, se saludaban sombrero en mano y volvían otra vez a las prisas; hombres que me arrastraban al buffet; hombres que montaban sus caballos y cabalgaban volando a los cuarteles, a la catedral, a la residencia del duque Michael. En el mismo momento en que tomaba la última gota de mi café, todas las campanas de la ciudad empezaron a tañer jubilosamente, y los compases de una banda militar y los animados gritos de los hombres golpearon mis oídos.
El rey Rudolf V estaba en su querida ciudad de Strelsau y todos se deshacían en vítores.
—¡Dios salve al rey!
La boca del viejo Sapt esbozó una sonrisa.
—¡Dios salve a ambos! —musitó—. ¡Ánimo, muchacho!
Y sentí la presión de su mano sobre mi rodilla.