XXII

Los pormenores de mi regreso a casa carecen de interés. Me trasladé directamente al Tirol, donde pasé una quincena tranquila, la mayor parte del tiempo en cama, pues padecía un fuerte resfriado. Era también víctima de una depresión nerviosa que me dejó tan débil como un bebé. Nada más llegar a mi retiro envié a mi hermano una tarjeta aparentemente trivial, comunicándole que mi salud era buena y que esperaba regresar pronto. Ello serviría para satisfacer las preguntas sobre mi paradero, probablemente motivo todavía de molestias para el prefecto de la policía de Strelsau. Volví a dejarme crecer el bigote y la perilla. Como quiera que mi barba crece con cierta rapidez, cuando fui a visitar a mi amigo George Featherly en París ya eran, si no espesos, respetables. Mi entrevista con éste fue inolvidable, debido al número de falsedades, involuntarias pero necesarias, que hube de contarle. Me burlé de él despiadadamente cuando me confió que… en su opinión… yo había ido a Strelsau siguiendo a madame de Mauban. Al parecer, la dama había regresado a París, pero vivía recluida en casa, algo que los rumores no tuvieron ninguna dificultad en explicar. ¿Acaso no sabía todo el mundo de la traición y muerte del duque Michael? Sin embargo, George conminó a Bertram Bertrand a que diera vítores de aplauso «porque —dijo frívolamente— un poeta vivo es mejor que un duque muerto». Después, volviéndose hacia mí, me preguntó:

—¿Qué has hecho con tu bigote?

—A decir verdad —contesté, adoptando un aire malicioso—, a veces un hombre puede tener motivos para cambiar de aspecto. Pero ahora está creciendo de nuevo, como es debido.

—¿Cómo dices? Entonces yo no andaba tan desencaminado, y si no es la bella Antoinette, habrá alguna más encantadora…

—Siempre hay alguna más encantadora.

Pero George no se sintió satisfecho hasta que no me hubo sonsacado (tenía en mucho su ingenio) un asunto amoroso totalmente imaginario, salpimentado de la debida soupçon[13] de escándalo, que me había retenido todo este tiempo en la pacífica región del Tirol. A cambio de aquella historia George me obsequió con una buena cantidad de lo que él llamaba «información interna» (conocida sólo por los diplomáticos) sobre la verdadera situación y el desarrollo de los acontecimientos en Ruritania, sobre los complots y contra complots. Según me aseguró con un gesto significativo, había mucho más que decir sobre Michael el Negro de lo que la gente imaginaba, y apuntó la bien fundada sospecha de que el misterioso prisionero de Zenda, acerca del cual se habían escrito no pocas páginas, no era un hombre, sino (y aquí no pude por menos de esbozar una sonrisa) una mujer disfrazada de hombre y que, en el fondo de aquella disputa, estaba la lucha entre el rey y su hermano por conseguir los favores de tal dama.

—Quizá fuera madame de Mauban —indiqué.

—No —dijo con decisión—. Antoinette de Mauban tenía celos de ella y por tal motivo traicionó al duque en favor del rey. Cosa que confirma sobradamente el hecho de que la princesa Flavia se muestre ahora tan fría con el rey, cuando de todos es sabido que estaba muy encariñada.

Llegado a este punto, cambié de conversación para zafarme de las «inspiradas» fantasías de George; si la información que obtienen los diplomáticos normalmente es tan fidedigna como aquélla, me parecen un lujo bastante caro.

Estando en París escribí a Antoinette, pero no me atreví a pedirle que me recibiera. Contestó con una carta muy afectuosa donde me aseguraba que la gentileza y la generosidad del rey, no menos que su cariño por mí, la obligaban a guardar el más absoluto secreto. Manifestaba su intención de establecerse en el campo y retirarse totalmente de la vida social. Nunca supe si había realizado su propósito; pero, como desde entonces no la he vuelto a encontrar ni he oído hablar de ella, es muy probable que así sea. No hay duda alguna de que estaba muy enamorada del duque de Strelsau; su conducta cuando él murió prueba que ni siquiera el hecho de conocer la verdadera naturaleza del hombre amado logró arrancarle este sentimiento del corazón.

Todavía tenía yo que librar una batalla más, batalla donde tal vez hallara mi definitiva derrota. ¿Acaso no volvía yo del Tirol sin haber realizado estudio alguno de sus habitantes, instituciones, paisajes, fauna, flora y demás peculiaridades? ¿Acaso no me había limitado a derrochar el tiempo en triviales banalidades que no llevan a ninguna parte? Éste era un aspecto de la cuestión, que, me veía obligado a admitir, se presentaba sin paliativos ante mi cuñada. No era posible refutar un veredicto basado en tal cúmulo de pruebas condenatorias. Como es de suponer, por tanto, me presenté en Park Lane con una actitud entre avergonzada y contrita.

En conjunto, la recepción de que fui objeto no presentó un cariz tan alarmante como temía. Resultó que yo no había hecho lo que Rose deseaba, pero —y esto es lo bueno— sí lo que ella había vaticinado. El pronóstico de Rose fue que regresaría sin nota alguna, horro de informes u observación, ayuno de material recopilado. Por el contrario, mi hermano había sido lo bastante débil para defender que, por fin, una firme resolución de hacer algo inspiraba mis actos.

Cuando regresé con las manos vacías, Rose se sentía tan ufana de su triunfo sobre Burlesdon que me dejó a mi aire y dedicó la mayor parte de sus reproches a mi negligencia por no haber notificado mi paradero a las amistades.

—Hemos perdido muchísimo tiempo tratando de encontrarte —dijo.

—Bien lo sé —contesté—. La mitad de nuestros embajadores han estado muy ocupados por mi causa. George Featherly me lo dijo. Pero ¿por qué estabais inquietos? Sé cuidarme.

—Oh, no era por eso —exclamó despectiva—. Queríamos hablarte de sir Jacob Borodaile. Por si no lo sabes, van a concederle una embajada. A lo sumo dentro de un mes. Escribió diciendo que confiaba en que lo acompañaras.

—¿Adónde va?

—Sustituirá a lord Topham en Strelsau —contestó Rose—. No puedes encontrar mejor destino, a un tiro de piedra de París.

—Strelsau. ¡Oh! —dije, mirando de soslayo a mi hermano.

—¡Oh! Y eso qué importa —se impacientó Rose—. Bueno, irás, ¿no?

—Creo que no me apetece mucho.

—Oh, eres exasperante.

—Me parece, querida Rose, que no puedo ir a Strelsau. ¿Piensas que sería apropiado?

—¡Oh! Vamos, nadie se acuerda ya de aquella horrible historia.

Al oír esto, saqué de mi bolsillo un retrato de Rudolf de Ruritania, tomado uno o dos meses antes de ascender al trono. Rose no pudo soslayar la cuestión cuando dije, poniéndolo en sus manos:

—En caso de que no lo hayas visto o no te hayan informado, he aquí un retrato del rey Rudolf V. ¿No piensas que si me presento en la corte de Ruritania pueden volver a sacar a relucir la historia?

—Dios sea loado —dijo, y arrojó la foto sobre la mesa.

—¿Qué piensas tú, Bob? —pregunté.

Burlesdon se levantó, fue hacia un rincón de la estancia y rebuscó en una pila de periódicos hasta dar con un ejemplar del Illustrated London News. Abriéndolo por la mitad, desplegó una doble página que contenía un fotograbado de la coronación de Rudolf V en Strelsau. Puso el retrato y el fotograbado juntos. Sentado frente a ellos, contemplándolos, me quedé totalmente absorto. Mi vista iba de mi propia fotografía a Sapt, a Strakencz, a los ricos ropajes del cardenal, al rostro de Michael el Negro, y a la figura majestuosa de la princesa, a su lado. Los contemplé durante un largo rato, lleno de ansiedad. La mano de mi hermano, apoyada sobre mi hombro, me despertó de mi éxtasis. Me escudriñaban con expresión de asombro.

—El parecido es más que notable, como puede verse. Pienso que es preferible que no vaya a Ruritania.

Rose, medio convencida, no quería darse por vencida.

—¡Es sólo una excusa! —dijo, malhumorada—. Nunca quieres hacer nada. ¿Cómo vas a llegar a ser embajador?

—Yo no quiero llegar a ser embajador.

—Nunca serás nada —replicó.

Muy probablemente tal cosa sea verdad, pero también es cierto que sí había sido mucho más. La idea de ser embajador me dejaba impávido. ¡Yo había sido rey!

De modo que la linda Rose nos dejó, toda enojada, y Burlesdon, encendiendo un cigarrillo, me miró una vez más con curiosidad y asombro.

—¡La foto del periódico! —dijo.

—¿Qué le pasa? Demuestra que el rey de Ruritania y este humilde servidor se asemejan como dos gotas de agua.

—Sí, así lo creo. Pero puedo distinguirte del sujeto del retrato.

—¿Y no del fotograbado del periódico?

—La persona de la fotografía se parece a la del retrato, pero…

—¿Y bien?

—¡Se parece más a ti! —dijo mi hermano.

Mi hermano es un buen hombre y un hombre veraz, de modo que aunque esté casado y ame mucho a su esposa, puedo confiarle cualquier secreto. Pero precisamente aquél no me pertenecía y no podía contárselo.

—Yo no creo que se parezca más a mí que la foto —dije con valentía—. Pero, en cualquier caso, Bob, no iré a Strelsau.

—No, mejor que no, Rudolf —respondió.

Si sospecha algo o tiene algún barrunto de la verdad, lo desconozco. De ser así, se lo guardó; ninguno de los dos volvió a referirse nunca a ello y dejamos a sir Jacob Borodaile buscar otro attaché.

Desde que acontecieron todos los sucesos que acabo de referir, he llevado una vida tranquila en una pequeña casa que alquilé en la región. Los hombres de mi posición suelen ambicionar cosas para mí tediosas y carentes de atractivo. Me atraían muy poco los vaivenes sociales y menos aún los encontronazos de la política. Lady Burlesdon desespera por completo de mí, mis vecinos me consideran un sujeto perezoso, soñador, insociable. Con todo, soy todavía joven y a veces fantaseo —los supersticiosos dirían que me asalta un presentimiento— con la sensación de que aún no he representado todo mi papel en la vida, que un día, de un modo u otro, me veré mezclado de nuevo en asuntos importantes, que otra vez haré girar la rueda de la política a toda marcha, que mediré mi talento con el de mis enemigos, que tensaré mis músculos para librar grandes batallas y para asestar potentes golpes. Tal es el jaez[14] de mis pensamientos cuando deambulo por los bosques o paseo a la orilla del río con una escopeta o una caña de pescar en la mano.

No sé si el sueño se cumplirá, ni mucho menos cuál será el escenario de estas nuevas proezas que, guiado por mis recuerdos, sitúo en el que fuera real, pues me gusta verme de nuevo en las concurridas calles de Strelsau, o bajo el imponente torreón del castillo de Zenda.

Llevado por esta fantasía, mis meditaciones melancólicas dejan el futuro y regresan al pasado. Ante mí pasan formas difusas en un desfile incesante: la extravagante juerga de mi encuentro con el rey; la pelea en el cenador y aquella oportuna mesa de té; la noche en el foso; la persecución en el bosque; mis amigos y mis enemigos; la gente que supo amarme y honrarme, los desesperados que intentaron asesinarme. Y, finalmente, se presenta el único de todos ellos que todavía está vivo, aunque no sé dónde, que todavía trama iniquidades (de ello no tengo la menor duda); que conmueve aún los corazones de las mujeres y despierta odios y miedos entre los hombres. ¿Dónde estará Rupert Hentzau…, el joven que tan cerca estuvo de derrotarme? Cuando su nombre acude a mi mente, mis puños se aprietan y la sangre corre a toda prisa por mis venas y esa idea sobre mi destino, ese presentimiento, parece agrandarse y hacerse más preciso, y oigo susurrar en mi oído que aún he de jugar una mano con el joven Rupert, por lo que no dejo de practicar con las armas, tratando de retrasar el día en que me abandone el vigor de la juventud.

Todos los años, mi tranquila rutina se interrumpe durante algunos días: me marcho a Dresde y allí me reúno con mi querido amigo y gran camarada Fritz von Tarlenheim. La última vez vino con él su bella esposa Helga, que traía un robusto bebé del que podían sentirse orgullosos. Durante una semana estuvimos juntos Fritz y yo y me contó todo lo que sucedía en Strelsau. Por las tardes, mientras paseábamos, me hablaba de Sapt y del rey y, a menudo, del joven Rupert y, cuando finalmente llegaba el anochecer, de Flavia, porque todos los años Fritz trae a Dresde una pequeña caja que contiene una rosa en torno a cuyo tallo se arrolla una tira de papel con las palabras «Rudolf - Flavia - Siempre». Yo envío con Fritz otra semejante. Este mensaje y los anillos que los dos llevamos son todo cuanto hoy compartimos la reina de Ruritania y yo, porque Flavia —y la considero ennoblecida por ello— ha cumplido con la responsabilidad debida a su pueblo y a su linaje y es la esposa del rey. Al aglutinar a todos sus súbditos en torno a éste gracias al amor que despierta en ellos, su sacrificio ha representado paz y tranquilidad para muchos. Hay momentos en que no me atrevo a pensar en ello, pero en otros mi espíritu asciende hasta donde ella mora y, entonces, doy gracias a Dios por amar a la mujer más noble, más maravillosa y más bella del mundo y porque en mi amor no hubiera nada que le hiciera faltar al cumplimiento de su deber.

¿Volveré a ver alguna vez su rostro, su tez pálida y su glorioso cabello? No lo sé. El destino no me envía ninguna señal; mi corazón no alberga el más mínimo presentimiento. En este mundo quizá… no, probablemente… nunca. ¿Existirá un lugar donde podamos reunirnos ella y yo, de forma que nuestras mentes, encarceladas en nuestros cuerpos, sean libres, donde no exista nada que perturbe nuestra dicha, nada que estorbe nuestro amor? Ni yo lo sé, ni lo saben mentes más poderosas que la mía. Pero si tal cosa no llegase a suceder, si jamás puedo volver a conversar dulcemente con ella, ni a contemplar su rostro, ni a oírle decir que me ama, entonces, de este lado de la tumba seguiré viviendo como corresponde al hombre al que ella dio su amor; y del otro, suplicaré que me sea otorgado un sueño sin sueños.

FIN