XXI

Era de noche y yo me hallaba en la estancia del castillo de Zenda donde el rey había sufrido su cautiverio. El grueso canalón que Rupert Hentzau había apodado la escala de Jacob había desaparecido, y las luces de la habitación que se encontraba al otro lado del foso parpadeaban en la oscuridad. Todo estaba tranquilo: había acabado el estruendo y el fragor de la lucha. Desde el momento en que Fritz me llevó con él, había permanecido oculto en el bosque, dejando a Sapt con la princesa. Al amparo de las sombras, me habían llevado al castillo, todo embozado, alojándome en la estancia donde ahora yacía. No me preocupaban los fantasmas, aunque allí mismo habían muerto tres hombres, dos de ellos por mi mano. Tendido en un jergón, junto a la ventana, miraba hacia fuera, hacia las negras aguas; Johann, el guardabosque, todavía pálido a causa de su herida, pero por lo demás no excesivamente maltrecho, me había traído la cena. Me contó que el rey se iba recuperando, que había visto a la princesa y que ésta, el rey, Sapt y Fritz habían estado juntos mucho tiempo. El mariscal Strakencz se había marchado a Strelsau; Michael el Negro yacía en su ataúd y Antoinette de Mauban le velaba. ¿No había llegado hasta mí nada de la misa que unos sacerdotes cantaban en la capilla por él?

Fuera circulaban todo tipo de extraños rumores. Unos decían que el prisionero de Zenda había muerto; otros, que había desaparecido, pero estaba vivo; otros aún aseguraban que se trataba de un amigo del rey que le había prestado un buen servicio en Inglaterra; algunos afirmaban que había descubierto las maquinaciones del duque y éste le había secuestrado. Un par de listillos menearon la cabeza y no quisieron opinar nada, pero precisando, eso sí, que tenían la sospecha de que, si el coronel Sapt contara todo lo que sabía, se iban a descubrir muchas cosas.

Johann siguió charlando hasta que le ordené marcharse; me quedé solo, pensando no en el futuro, sino —como acostumbra a hacer un hombre a quien le han sucedido cosas emocionantes— repasando los acontecimientos de las pasadas semanas, perplejo por el modo en que se habían desarrollado. El silencio nocturno me permitía percibir los estandartes batiendo contra sus mástiles, pues la insignia de Michael el Negro colgaba a media asta y, sobre ella, la enseña real de Ruritania ondeaba una noche más sobre mi cabeza. Uno se habitúa tan pronto a las cosas, que hube de hacer un gran esfuerzo para recordar que ya no ondeaba por mí.

Un rato después, Fritz von Tarlenheim entró en mi aposento. Estaba yo en aquel momento junto a la ventana; la tenía abierta y acariciaba perezosamente con los dedos el cemento pegado al lugar donde había estado la escala de Jacob. En pocas palabras me dijo que el rey quería verme; juntos cruzamos el puente levadizo y entramos en la habitación que había sido de Michael el Negro.

El rey estaba echado; el médico de Tarlenheim le atendía y me susurró que mi visita tenía que ser muy breve. El rey me tendió la mano, y estrechó la mía. Fritz y el doctor se retiraron junto a la ventana.

Me quité del dedo el anillo real y lo puse en el suyo.

—He tratado de no deshonrarlo, señor —dije.

—No puedo hablar mucho —contestó, con voz débil—. He tenido una terrible discusión con Sapt y el mariscal (quien está al tanto de todo). Yo quería llevarte a Strelsau y tenerte a mi lado, y decir a todos lo que has hecho; primo Rudolf, hubieras sido mi mejor amigo, el más íntimo. Pero me han asegurado que no debo hacerlo, que es preciso guardar el secreto…, si es que puede guardarse.

—Tienen razón, señor. Permitidme marchar. Ya he cumplido mi misión.

—Sí, has concluido tu tarea, y sólo tú podías hacerlo. Cuando los demás me vean, me habrá crecido la barba. Estaré muy desmejorado por la enfermedad. Nadie se extrañará de que el rey parezca algo cambiado. Primo, haré todo lo posible para que no me vean cambiado en ninguna otra cosa. Me has enseñado cómo interpretar el papel de rey.

—Señor —dije—, no puedo aceptar vuestros elogios. Sólo Dios y su gracia infinita me han librado de ser un traidor aún peor que vuestro hermano.

Me miró con ojos inquisitivos, pero los enfermos no quieren saber nada de acertijos y no le quedaban fuerzas para interrogarme. Su mirada se posó en el anillo de Flavia que yo llevaba. Pensé que se iba a interesar por él, pero después de toquetearlo distraídamente con los dedos, dejó reposar la cabeza sobre la almohada.

—No sé cuándo volveré a verte —dijo, por fin, como si nada le importara.

—Si alguna vez puedo seros de utilidad —contesté.

Bajó los párpados. Fritz y el doctor se acercaron. Besé la mano del rey y me dejé llevar por Fritz. Nunca más le he vuelto a ver.

Ya fuera de la estancia, Fritz no giró a la derecha, para regresar al puente levadizo, sino a la izquierda y, sin decir ni una palabra, me llevó escaleras arriba por un bello pasadizo del château.

—¿Adónde vamos? —le pregunté.

Apartando la mirada, Fritz contestó:

—Ella ha enviado a buscarle. Cuando termine, regrese al puente. Estaré allí, esperándole.

—¿Qué quiere la princesa? —pregunté, respirando agitadamente.

Fritz movió la cabeza.

—¿Lo sabe todo?

—Sí, todo.

Abrió una puerta y me empujó lentamente al interior, cerrándola tras de sí. Me encontraba en un pequeño saloncito de estar, ricamente amueblado. Al principio creí hallarme solo, ya que la luz que procedía de dos tulipas encendidas sobre la chimenea era muy débil, pero enseguida distinguí una figura femenina, de pie, junto a la ventana. Supe que era la princesa y me adelanté hacia ella, doblé la rodilla y me llevé a los labios la mano que colgaba de su costado. Ella no se movió ni dijo una palabra. Me puse en pie y, a través de la penumbra, mi anhelante mirada se posó sobre sus pálidas facciones y se detuvo en sus brillantes cabellos. Sin darme cuenta, dije suavemente:

—¡Flavia!

Ella se estremeció ligeramente y desvió la mirada. Después se precipitó sobre mí y me tomó del brazo.

—No estés de pie, no puedes. Estás herido. Siéntate aquí, aquí mismo.

Me hizo sentar en un sofá y puso su mano en mi frente.

—¡Tu frente arde! —dijo, arrodillándose junto a mí—. Luego apoyó en mí su cabeza y la oí murmurar:

—¡Cariño, cuánta fiebre tienes!

De alguna forma, el amor hace que hasta un imbécil conozca el corazón de su amada. Yo había venido a postrarme ante ella, a pedirle perdón por mi osadía, pero lo que dije fue:

—¡Te amo con todo el corazón, con toda el alma!

Porque, ¿qué la turbaba? ¿De qué se avergonzaba? No era de su amor por mí, sino del temor a que yo hubiera fingido mi amor, lo mismo que había interpretado el papel de rey; de que hubiera tomado sus besos con una sonrisa engañosa.

—Con toda mi vida, con todo mi corazón —dije, mientras ella se aferraba a mí—. ¡Siempre! Desde el mismo momento en que te vi por vez primera en la catedral. Para mí no ha habido más que una mujer en el mundo, y nunca habrá otra. Pero ¡que Dios me perdone el mal que te he hecho!

—¡Te obligaron a hacerlo! —dijo ella apresuradamente. Y, levantando la cabeza para mirarme a los ojos, añadió—: Para mí nada hubiera cambiado de haberlo sabido. Siempre fuiste tú, no el rey.

—¡Pensé decírtelo! —le contesté—. Estuve a punto de hacerlo aquella noche, en Strelsau, la noche del baile, cuando Sapt me interrumpió. Después no pude hacerlo, no pude arriesgarme a perderte antes…, antes de lo debido. ¡Amor mío! Por ti, casi dejo morir al rey.

—Lo sé, lo sé. ¿Qué haremos ahora, Rudolf? La rodeé con un brazo y la estreché contra mí, mientras le decía:

—Me voy esta noche.

—¡Ah, no, no! —gimió—. ¡Esta noche no!

—Debo irme esta noche, antes de que me vea más gente. Y, ¿cómo quieres que me quede, amor mío, a no ser que…?

—¡Si pudiera irme contigo! —dijo, en un susurro, apenas perceptible.

—¡Dios mío! —dije bruscamente, separándola un poco de mí—. ¡No hables de eso!

—¿Por qué no? ¡Tú eres tan buen caballero como el rey!

Y entonces fui desleal a todo lo que debía respetar, porque la tomé entre mis brazos y le rogué, con palabras que no puedo repetir, que se fuera conmigo, y desafié a toda Ruritania a que viniera a arrebatármela. Y durante un rato me escuchó, con ojos de asombro, turbados. Y según me miraba, con aquella expresión, yo me iba sintiendo cada vez más avergonzado, y mi voz se fue apagando, rompiéndose en murmullos, balbuceos, hasta que, por fin, callé.

Flavia se apartó de mí apoyándose contra la pared, mientras yo me sentaba en el borde del sofá, tembloroso, consciente de lo que había hecho… Aborreciéndome por haberlo hecho, pero obstinándome en no desdecirme. Así permanecimos largo rato.

—¡Estoy loco! —dije.

—Adoro tu locura, querido —contestó ella.

No veía su cara con claridad, pero adiviné el reflejo de una lágrima en su mejilla. Me agarré al brazo del sofá, me aferré a él.

—¿Es que el amor lo es todo? —preguntó, en un tono bajo, dulce, que parecía llevar la paz incluso a mi atribulado corazón—. Si el amor lo fuera todo, yo te seguiría, vestida de harapos, si fuera necesario, hasta el fin del mundo, porque tienes mi corazón en tus manos. Pero ¿lo es todo el amor?

—No —respondí.

Hoy me avergüenza pensar que no supe ayudarla.

Se acercó a mí y puso su mano sobre mi hombro. Tomé aquella mano y la retuve.

—Sé que la gente escribe y habla del amor como si así fuera. Tal vez el destino permita que para algunos lo sea. ¡Ah, si yo fuera uno de ellos!

Pero, si el amor lo fuera todo, tú hubieras dejado que el rey muriera en su celda.

Besé su mano.

—El honor también ata a las mujeres, Rudolf. Mi honor me exige que sea leal a mi país y a mi familia. No sé por qué Dios ha permitido que te ame, pero sé que debo quedarme.

Yo seguía callado; ella hizo una pausa, y después prosiguió:

—Tu anillo estará siempre en mi dedo, tu corazón en mi corazón, y el roce de tus labios en los míos. Pero debes irte y yo debo quedarme. Tal vez deba hacer algo que me horroriza pensar.

Sabía lo que quería decir, y sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Pero no podía seguir fallándole de ese modo. Me puse en pie y le tomé la mano.

—Haz lo que quieras, o lo que debas —dije—. Creo que Dios muestra sus designios a los que son como tú. Mi papel es más sencillo, porque tu anillo estará siempre en mi dedo y tu corazón en mi corazón, pero mis labios no conocerán más labios que los tuyos, así que quiera Dios ofrecerte su consuelo, querida mía.

Entonces llegó a nuestros oídos el sonido de un cántico. En la capilla, los sacerdotes oraban por las almas de los muertos. Parecía como si entonaran un réquiem por nuestra alegría, ya enterrada, como si pidieran clemencia por nuestro amor inmortal. La música, tierna, dulce, compasiva, ascendía y descendía mientras nosotros permanecíamos allí, de pie, uno frente al otro, con las manos entrelazadas.

—¡Mi reina y beldad! —dije.

—Mi rendido y leal caballero —contestó—. Tal vez nunca más volvamos a vernos. ¡Bésame, amor mío, y vete!

La besé como me pidió; pero después se aferró a mí susurrando mi nombre… Era lo único que decía, una y otra vez, y otra… y otra. Finalmente, me marché.

Bajé apresuradamente hasta el puente. Allí me esperaban Sapt y Fritz. Siguiendo sus instrucciones me cambié de ropa y, con el rostro embozado, como había hecho en más de una ocasión, monté a caballo junto a ellos a la puerta del castillo. Los tres cabalgamos durante toda la noche y el alba, hasta llegar a un apeadero situado exactamente en la frontera de Ruritania. El tren aún no había llegado, así que estuvimos paseando por un prado cerca de un arroyuelo mientras esperábamos. Me prometieron mantenerme bien informado de lo que pasara, me abrumaron con sus amabilidades: el viejo Sapt estaba incluso conmovido, dulcificado, mientras que Fritz estaba a punto de venirse abajo. Los oía hablar en una especie de duermevela. Todavía sonaba en mis oídos aquel insistente «Rudolf, Rudolf, Rudolf», como una pesada carga de amor y de aflicción. Finalmente se dieron cuenta de que yo no estaba en condiciones de prestarles atención y paseamos en silencio, arriba y abajo, abajo y arriba, hasta que Fritz rozó mi brazo y yo vi, a poco más de un kilómetro, la azulada humareda del tren. Les tendí una mano a cada uno.

—Esta mañana somos hombres sólo a medias —dije, sonriendo—. Pero hemos sido caballeros, ¿no, Sapt?, ¿no, Fritz? ¡Mis viejos amigos! Hemos hecho algo bueno entre los tres.

—Hemos derrotado a los traidores y hemos devuelto al rey su trono —dijo Sapt.

Entonces Fritz von Tarlenheim, de súbito, y antes de que yo pudiera adivinar sus intenciones, o detenerle, se quitó el sombrero, se inclinó como solía hacerlo y me besó la mano; y, mientras yo la retiraba a toda prisa, dijo, esforzándose por reír:

—No siempre el cielo hace reyes a los hombres que lo merecen.

El viejo Sapt hizo una mueca con la boca mientras me estrechaba la mano con fuerza.

—El diablo se entromete en casi todo —dijo.

En la estación, la gente contemplaba con curiosidad a aquel hombre alto, embozado, pero nosotros ignoramos sus miradas. Aguardé junto a mis dos amigos la llegada del tren. Luego nos volvimos a estrechar las manos, en silencio; y ambos esta vez —y de verdad que viniendo de Sapt parecía extraño— se quitaron los sombreros y así permanecieron de pie hasta que el tren se hubo perdido de su vista. De modo que la gente pensó que aquella mañana y en aquella modesta estación alguien muy importante viajaba de incógnito. Y por placer. Cuando la verdad es que era sólo yo, Rudolf Rassendyll, un caballero inglés, segundón de buena familia, pero sin riquezas ni posición, ni de rango muy alto. De haberlo sabido, tal vez se hubieran sentido desilusionados. Pero si hubieran estado al corriente de todo lo demás todavía me hubieran observado con mayor curiosidad. Porque, fuera yo lo que fuera en ese momento, durante tres meses había sido rey, lo cual, si no es algo de lo que sentirse orgulloso, sí al menos resulta una experiencia digna de vivirse. Sin duda habría meditado más sobre ello de no haber resonado en mis oídos y en mi corazón aquel grito de amor de mujer: «¡Rudolf, Rudolf, Rudolf!», resonaba en el aire llegado desde las torres de Zenda, esas torres que ya íbamos dejando atrás, cada vez más lejos.

¡Oh, Dios mío! ¡Todavía lo oigo!