No soy persona tan poco razonable como para sentir animadversión hacia el guardabosque del duque porque le desagradara el color de mi cabello y, de haberlo sido, lo amable y servicial de su comportamiento (o así me lo pareció) a la mañana siguiente me habría desarmado por completo. Habiendo oído que me dirigía a Strelsau, vino a verme mientras desayunaba y me dijo que una hermana suya, casada con un comerciante rico y vecina de la capital, le había ofrecido una de las habitaciones de su casa, que él había aceptado gustosamente pero a la cual no tenía más remedio que renunciar porque sus deberes no le permitían ausentarse. Me rogó, por consiguiente, que si me daba por satisfecho con un alojamiento tan humilde (aunque cómodo y limpio, agregó) lo utilizara en su lugar. Me garantizó la conformidad de su hermana y recalcó las molestias y las aglomeraciones que habría de sufrir en mi viaje de ida y vuelta a Strelsau al día siguiente. Acepté su oferta sin dudarlo un momento y, mientras yo hacía la maleta y lo preparaba todo para coger el próximo tren, él salió a ponerle un telegrama a su hermana con las novedades. Seguía queriendo, sin embargo, ver el bosque y el pabellón de caza y, cuando mi doncellita me dijo que a unos dieciocho kilómetros a través del bosque llegaría a un apeadero donde podría subir al tren, decidí enviar mi equipaje directamente a las señas que Johann me había proporcionado, dar mi paseo y viajar luego a Strelsau. Johann ya se había ido y desconocía mi cambio de planes pero, como su única consecuencia iba a ser un retraso de algunas horas en mi llegada a la casa de su hermana, no había motivo para molestarme en comunicárselo. Ciertamente que la buena mujer no derrocharía ansiedad por mí.
Tras dar cuenta de un temprano almuerzo y despedirme de mis afables anfitrionas, prometiendo pasar a verlas en el trayecto de regreso, me encaminé hacia la colina que llevaba al castillo, y de allí al bosque de Zenda. Paseando tranquilamente, me bastó media hora para llegar al castillo. Antiguamente había sido una fortaleza; la imponente torre del homenaje se hallaba todavía en buen estado. Detrás se levantaba otra porción del castillo original y más atrás aún, separado de la parte antigua por un foso ancho y profundo excavado en torno a las edificaciones primitivas, se alzaba un hermoso château moderno, erigido por el último rey y que servía ahora como residencia campestre al duque de Strelsau.
El enlace entre una y otra porción del castillo estaba asegurado mediante un puente levadizo; esta vía indirecta de acceso constituía el único pasaje entre el castillo antiguo y el mundo exterior. Al château moderno se accedía mediante una bella y espaciosa avenida. Era la residencia ideal: cuando Michael el Negro deseaba compañía podía ocupar el sector moderno pero, si le asaltaba un acceso de misantropía, sólo tenía que cruzar el puente levadizo y subirlo después (corría sobre rodillos); resultaba inexpugnable para cualquier cosa que estuviera por debajo de un regimiento y una batería de artillería. Proseguí mi camino, alegrándome de que ese pobre Michael el Negro, aunque no pudiera tener ni el trono ni la princesa, poseyera una morada tan hermosa como la de cualquier príncipe europeo.
Al poco penetré en el bosque y, durante una hora o más, caminé sumergido en la penumbra fresca y melancólica. Los grandes árboles se entrelazaban sobre mi cabeza en una enramada tan tupida que los rayos del sol se colaban a duras penas entre las hojas, destellando como diamantes. Era un lugar encantador, por lo que, cuando descubrí un árbol caído, me senté con la espalda apoyada en él y, estirando las piernas, me entregué a la serena contemplación de la solemne belleza vegetal y a saborear un buen cigarro.
Cuando hube concluido el cigarro e inhalado (imagino) tanta belleza como pude, concilié el más delicioso de los sueños, indiferente a mi tren de Strelsau y al veloz transcurso de la tarde. Acordarse de un tren en un lugar así hubiera sido puro sacrilegio: en lugar de ello, soñé que estaba casado con la princesa Flavia, que vivía en el castillo de Zenda y que pasaba días enteros con mi amada en los claros del bosque, todo lo cual era muy agradable. De hecho, estaba justamente depositando un ferviente beso sobre los labios encantadores de la princesa cuando oí (y la voz parecía al principio formar parte del sueño) que alguien decía con tono áspero y estridente:
—¡Esto es diabólico! ¡Afeitadle y será el rey!
La idea parecía, en efecto, de una extravagancia onírica: ¡sacrificando mis poblados mostachos y mi perilla, esmeradamente recortada en punta, me transformaba en un monarca! Me disponía a besar nuevamente a la princesa cuando llegué de muy mala gana a la conclusión de que estaba despierto.
Al abrir los ojos me encontré con dos hombres, en traje de caza y armados, que me escrutaban con franca curiosidad. Uno era de corta estatura y de constitución muy robusta, con una gran cabeza en forma de bala, cerdoso bigote gris y pequeños ojos azul claro levemente inyectados en sangre. El otro era un joven esbelto de mediana estatura, moreno de tez y de porte airoso y distinguido. Sin duda el primero era un militar retirado, y el segundo, un caballero acostumbrado a frecuentar la alta sociedad, pero familiarizado también con la vida militar. Comprobé posteriormente lo acertado de mis conjeturas.
El hombre de más edad se acercó a mí, indicándole al otro con un gesto que lo siguiera. Así lo hizo él, saludando cortésmente con el sombrero. Me incorporé lentamente.
—¡Es también de la altura adecuada! —oí que murmuraba el de más edad, inspeccionando mis 187 centímetros de estatura.
Después, llevándose caballerosamente la mano a la gorra, se dirigió a mí.
—¿Puedo preguntarle cómo se llama?
—Puesto que han sido ustedes quienes han iniciado las presentaciones —dije, sonriendo—, espero que me den alguna pista en lo concerniente a los nombres.
El joven se adelantó con una agradable sonrisa.
—Éste es el coronel Sapt —dijo—, y mi nombre es Fritz von Tarlenheim: ambos estamos al servicio del rey de Ruritania.
Me incliné y, quitándome el sombrero, contesté:
—Me llamo Rudolf Rassendyll y vengo de Inglaterra. En otra época serví uno o dos años como oficial de Su Majestad la Reina.
—Entonces somos hermanos de armas —respondió Tarlenheim tendiéndome la mano, que acepté gustosamente.
—Rassendyll, Rassendyll… —repitió para sí el coronel Sapt; al punto, un relámpago de comprensión le iluminó el rostro.
—¡Por todos los cielos! —exclamó—. ¿Es usted miembro de la familia Burlesdon?
—Mi hermano es el actual lord Burlesdon —dije.
—Sus cabellos le han delatado —dijo riendo entre dientes mientras señalaba mi cabeza descubierta—. Fritz, ¿conoces la historia?
El más joven me dirigió una mirada cargada de disculpa. Poseía una delicadeza que mi cuñada habría admirado. A fin de tranquilizarlo, comenté sonriendo:
—¡Ah! Parece que la historia es tan conocida aquí como en mi país.
—¡Conocida! —exclamó Sapt—. Si se queda usted aquí, no habrá ni un maldito ruritano que la ponga en duda.
Comenzaba a sentirme incómodo. De haber sabido cuán claramente se traslucía mi ascendencia, me lo hubiera pensado dos veces antes de visitar Ruritania. De cualquier modo, allí estaba ahora.
En este preciso momento, una voz retumbante salió de la espesura situada a nuestras espaldas.
—¡Fritz, Fritz! ¿Dónde estás, hombre?
Tarlenheim se sobresaltó y dijo apresuradamente:
—¡Es el rey!
El viejo rió nuevamente entre dientes.
Entonces, un hombre joven salió de un salto de detrás de un tronco y avanzó hasta nosotros. Al mirarle, dejé escapar un grito de asombro y él, al verme, retrocedió estupefacto. Salvando los adornos capilares de mi rostro y el porte de consciente dignidad que le otorgaba su posición y a no ser también porque quizá fuera un par de centímetros —quizá, ni eso, pero sí un poquito— más bajo que yo, el rey de Ruritania habría podido pasar por Rudolf Rassendyll y yo, Rudolf, por el rey.
Permanecimos inmóviles un instante mirándonos de hito en hito. Después, me descubrí de nuevo y me incliné respetuosamente. El rey, que había recuperado el habla, inquirió asombrado:
—Coronel… Fritz… ¿Quién es este caballero?
Iba a contestar yo cuando el coronel Sapt se interpuso y empezó a hablarle al rey quedamente.
El rey era mucho más alto que Sapt y, mientras escuchaba, su mirada buscó varias veces la mía. Yo le miré larga y detenidamente. El parecido era ciertamente asombroso, aunque también existían diferencias. El rostro del rey, algo más lleno que el mío, tenía una forma menos ovalada y, a mi juicio, su boca carecía de la firmeza (u obstinación) que revelaban mis apretados labios. Pero, por encima de todas las pequeñas diferencias, el parecido se imponía patente, impresionante, rotundo.
Sapt dejó de hablar y el ceño del rey continuaba fruncido. Entonces, gradualmente, le empezaron a temblar las comisuras de la boca, descendió su nariz (como hace la mía cuando me río), le chispearon los ojos y prorrumpió al fin en un irreprimible ataque de carcajadas que resonaron a través del bosque, proclamando la jovialidad de su carácter.
—¡Bien hallado, primo! —exclamó, situándose junto a mí, palmeándome la espalda y riendo todavía—. Perdona mi desconcierto, pero un hombre no acostumbra a toparse con su doble a esta hora del día, ¿eh, Fritz?
—Os suplico que perdonéis mi atrevimiento, majestad —dije yo—. Confío en que ello no me prive de la gracia de vuestra majestad.
—¡Por todos los cielos! Siempre disfrutarás de ella —dijo riendo—, tanto si me gusta como si no. Será un placer, señor mío, agregar a ello cuantos servicios pueda prestarte. ¿Adónde te diriges?
—A Strelsau, majestad…, a la coronación.
El rey miró a sus amigos: aunque aún sonreía, su expresión dejaba traslucir cierta inquietud. Con todo y eso, el lado humorístico del asunto se impuso nuevamente.
—¡Fritz, Fritz! —gritó—. ¡Mil coronas por la cara de mi hermano Michael cuando nos vea por duplicado! —y dejó oír de nuevo su alegre risa.
—Hablando seriamente —observó Fritz von Tarlenheim—, me pregunto si es sensato que el señor Rassendyll visite Strelsau justamente ahora.
El rey encendió un cigarrillo.
—¿Y bien, Sapt? —inquirió.
—No debe ir —gruñó el viejo.
—Vamos, coronel, quiere usted decir que quedaría en deuda con el señor Rassendyll si…
—¡Oh, sí! Y digámoslo claramente —dijo Sapt, extrayendo una enorme pipa del bolsillo.
—Me basta, majestad —dije yo—. Dejaré Ruritania hoy mismo.
—Ni por pienso, no harás tal… y lo digo sans phrase[4], como a Sapt le gusta, porque, ocurra lo que ocurra después, tú cenas conmigo esta noche. ¡Vamos, hombre, que no todos los días conoce uno a un pariente nuevo!
—Esta noche tenemos una cena ligera —dijo Fritz von Tarlenheim.
—¡Ni hablar, teniendo de invitado a nuestro nuevo primo! —exclamó el rey, que, al ver a Fritz encogerse de hombros, agregó—: ¡Oh! No olvidaré que tenemos que salir temprano, Fritz.
—Yo también… mañana a primera hora —dijo el viejo Sapt, dando una chupada a su pipa.
—¡El viejo y prudente Sapt! —exclamó el rey—. Vamos, señor Rassendyll. A propósito. ¿Qué nombre de pila recibiste?
—El mismo que vuestra majestad —respondí, inclinándome.
—Bien, eso prueba que no estaban avergonzados de nosotros —dijo riéndose—. Ven, pues, primo Rudolf; no tengo casa aquí, pero mi querido hermano Michael nos deja un lugar de su propiedad.
—Haremos todo lo posible para que lo pases bien. —E inició la marcha en dirección oeste, cogiéndome del brazo y haciendo señas a los demás para que nos acompañaran.
Anduvimos durante más de media hora; el rey fumaba cigarrillos y parloteaba incesantemente. Demostraba franco interés por mi familia y se rió de muy buena gana cuando le hablé de los retratos con el cabello de los Elphberg en nuestra galería y más estridentemente aún cuando oyó que mi expedición a Ruritania era secreta.
—Tenías que visitar a la deshonra de tu primo a escondidas, ¿no? —dijo.
Salimos súbitamente del bosque, y nos encontramos frente a un pabellón de caza pequeño y rústico; una especie de bungaló de un piso construido enteramente de madera. Antes de que llegáramos a él salió a nuestro encuentro un hombrecillo ataviado con una sencilla librea. Vimos también a una mujer gruesa y entrada en años que, según luego supe, era madre de Johann, el guardabosque del duque.
—¿Cómo va esa cena, Josef? —preguntó el rey.
El pequeño criado nos comunicó que se hallaba dispuesta y a no mucho tardar nos encontramos sentados ante una abundante mesa, si bien el menú no podía ser más sencillo. El rey comió con buen apetito, Fritz von Tarlenheim delicadamente, y el viejo Sapt con voracidad. Por mi parte, hice amplio uso de cuchillo y tenedor, lo que el rey observaba aprobadoramente.
—Nosotros los Elphberg somos todos buenos trinchadores —dijo—. ¡Pero si estamos cenando a palo seco! ¡Vino, Josef! ¡Venga, hombre, el vino! ¿Es que hemos de comer sin beber, como las bestias? ¿Somos ganado acaso, Josef?
Tras esta regañina, Josef cubrió la mesa de botellas.
—¡Debemos pensar en mañana! —dijo Fritz.
—Sí… ¡Mañana! —repitió el viejo Sapt.
El rey vació una copa a la salud del «primo Rudolf», apelativo que me aplicaba no sé si por broma o por gentileza. Yo devolví el brindis a la salud de «Elphberg el Rojo», lo que celebró con grandes carcajadas.
Fuera como fuere la comida, verdad es que el vino era inmejorable y le hicimos cumplida justicia. Fritz osó una vez detener la mano del rey.
—¿Qué sucede? —exclamó el rey—. No olvides que vosotros partís antes que yo, maese Fritz… Has de madrugar dos horas más que yo.
Fritz se apercibió de que yo no entendía.
—El coronel y yo —explicó— salimos a las seis; cabalgaremos hasta Zenda y regresaremos con la guardia de honor a las ocho, para recoger al rey. Luego cabalgaremos todos juntos hasta la estación.
—¡Qué ahorquen a la guardia de honor! —gruñó Sapt.
—¡Oh! Es muy considerado por parte de mi hermano solicitar el honor para su regimiento —dijo el rey—. Venga, primo, que no tienes que salir temprano. ¡Otra botella!
Tomé otra botella o, más bien, parte de otra, porque casi toda se deslizó velozmente por el real gaznate. Fritz se dio por vencido: de intentar persuadir pasó a dejarse persuadir y apenas un poco más tarde, habíamos bebido tanto que el vino nos salía por las orejas. El rey empezó a parlotear sobre lo que haría en el futuro, el viejo Sapt sobre lo que había hecho en el pasado, Fritz de tal o cual buena moza, y yo de los maravillosos méritos de la dinastía Elphberg. Hablábamos todos a la vez siguiendo al pie de la letra la exhortación de Sapt: el mañana nos importaba un rábano.
Finalmente, el rey dejó su copa y, echándose hacia atrás en su asiento, anunció:
—Ya he bebido bastante.
—Mucho me guardaré de contradecir a su majestad —dije yo.
No cabía la menor duda de que esta observación contenía un gran fondo de verdad.
No acababa yo de pronunciar la última frase cuando entró Josef y puso ante el rey una botella envuelta en mimbre, de aspecto muy antiguo. Había permanecido tan largo tiempo en alguna oscura bodega que parecía parpadear ante las velas.
—Su alteza el duque de Strelsau me ordenó que, cuando el rey se hubiera cansado de todos los vinos, pusiera éste ante él y le suplicara que brindara con esta prueba del amor de su hermano.
—¡Bien hecho, Michael el Negro! —afirmó el rey—. Descórchala, Josef. ¡El muy condenado! ¿Creía acaso que no iba a poder con su botella?
Se abrió la botella, y Josef llenó la copa del rey, que lo probó al punto. Entonces, con una solemnidad producto de la hora y de su propia condición, nos fue mirando de hito en hito y habló así:
—Caballeros, amigos míos… Rudolf, primo (¡por mi honor que es una historia escandalosa, Rudolf!), todo os lo daré, hasta la mitad de Ruritania. Pero no me pidáis ni una sola gota de este divino néctar, que beberé a la salud de ese taimado bribón, mi hermano, Michael el Negro.
El rey aferró la botella y, llevándosela a la boca, la apuró a largos tragos, arrojándola después lejos de sí. Acto seguido, se acomodó sobre la mesa apoyando la cabeza en los brazos.
Y brindamos porque su majestad tuviera felices sueños… No recuerdo más de aquella velada. Quizá baste.