A fin de comprender plenamente lo que ocurrió en el castillo de Zenda, es preciso complementar el relato de lo que vi e hice aquella noche refiriendo brevemente lo que después me contaron Fritz y madame de Mauban. El relato de ésta explica sin ninguna duda cómo el grito de auxilio que yo había preparado como estratagema, como algo fingido, sucedió con toda la crudeza de la realidad, pero antes de tiempo, de modo que, así al menos lo pareció en su momento, daba al traste con mis esperanzas, si bien a la postre vino a reforzarlas. Nuestra infeliz dama, exaltada por una auténtica atracción hacia el duque de Strelsau, y tal vez también por las maravillosas perspectivas que la conquista de aquel amor le hacía vislumbrar, había seguido al duque de París a Ruritania, a petición suya. Michael era hombre de fuertes pasiones y de férrea voluntad, gobernadas unas y otras por una cabeza fría y calculadora. Le satisfacía pedirlo todo y no dar nada, y madame de Mauban no tardó en descubrir que tenía una rival: ni más ni menos que la princesa Flavia. Y, al borde de la desesperación, fue incapaz de encontrar nada que le permitiera conservar o ejercer algún poder sobre el duque.
Ya he dicho que éste tomaba, pero no daba nada a cambio. Al mismo tiempo, Antoinette se vio envuelta en los audaces planes urdidos por Michael. Incapaz de abandonarlo, encadenada a él por vínculos de vergüenza y esperanza, no quería sin embargo servir de señuelo, ni mucho menos atraerme a la muerte cuando él se lo ordenara. Ello explica sus mensajes de advertencia. No sé con exactitud si las palabras que envió a Flavia se las dictó un sentimiento generoso o cicatero, si fueron los celos o la compasión, pero también en este punto fue una preciosa aliada nuestra. Cuando el duque volvió a Zenda, ella le acompañó; fue allí donde por vez primera conoció con toda exactitud la medida de su crueldad, y sintió compasión por el desdichado rey. Desde entonces estuvo de nuestra parte, si bien, según me confesó, aún amaba a Michael (porque así aman las mujeres), y confiaba en que el rey le concediera la vida del duque, si no su perdón, como recompensa a sus desvelos. No deseaba el triunfo del duque, pues abominaba el crimen que perpetraba y, si cabe, odiaba aún más el premio que éste conllevaría: el matrimonio con su prima Flavia.
En Zenda entraron en juego nuevas fuerzas: la lascivia y la osadía del joven Rupert. Es posible que la belleza de ella le hubiera subyugado; tal vez para él era suficiente aliciente el hecho de que perteneciera a otro hombre o de que le odiara. Durante muchos días, las disputas y la inquina entre el duque y él no habían conocido tregua: la escena que presencié en los aposentos del duque fue sólo una entre tantas. Cuando le conté las proposiciones de Rupert, ella, aunque sin duda las desconocía, no se extrañó en absoluto. La verdad es que ya había prevenido a Michael, aun cuando también había solicitado mi ayuda para verse libre de ambos. Aquella noche, finalmente, Rupert se había propuesto satisfacer su deseo; así que, cuando ella se retiró a sus aposentos, él, que había tenido la precaución de hacerse con una llave, la siguió. Los gritos de auxilio de Antoinette habían atraído al duque y, allí mismo, en aquella habitación, se enzarzaron en una pelea mientras ella gritaba; Rupert, que había herido de muerte a su señor, escapó por la ventana, como ya conté, perseguido por los sirvientes del duque. Era su sangre la que manchaba su camisa, pero el joven, que ignoraba haber herido de muerte a Michael, estaba ansioso por acabar aquella escaramuza. Desconozco cuáles eran sus intenciones respecto a los otros tres miembros de la banda, si pensaba llegar a algún tipo de pacto con ellos; me atrevería a decir que no, porque la muerte de Michael no fue intencionada. Cuando Antoinette se quedó a solas con el duque intentó cortar la hemorragia, y en ello estuvo hasta que Michael murió. Entonces, al escuchar los dicterios de Rupert, salió para vengarlo. A mí no me había visto hasta que abandoné mi escondite y salté tras de Rupert al foso.
En este mismo instante, mis amigos entraron en escena. Habían llegado al château en su debido momento, y esperaban la apertura de la puerta. Johann, ocupado como estaba en salvar al duque, no abrió, al contrario, en su afán por no levantar sospechas tomó parte en la refriega y luchó con mayor arrojo que ningún otro, y fue herido allí mismo, junto a la ventana. Sapt esperó hasta las dos y media; entonces, siguiendo mis instrucciones, envió a Fritz en mi busca a la orilla del foso. No me encontró y se apresuró a decírselo a Sapt; éste era partidario de seguir las órdenes y regresar a Tarlenheim enseguida, pero Fritz no quería abandonarme aunque yo lo hubiera ordenado. Discutieron durante unos minutos y, al final, Fritz logró persuadir a Sapt para que destacara una partida a las órdenes de Bernenstein, que marcharía al galope a Tarlenheim en busca del mariscal, mientras los demás caían sobre la puerta principal del château. Durante unos minutos ésta se les resistió; después, justamente cuando Antoinette de Mauban disparaba contra Rupert Hentzau en el puente, irrumpieron en el castillo. Eran ocho en total; la primera puerta que encontraron fue la del dormitorio de Michael y allí, en el umbral, estaba el duque muerto de una estocada en el pecho. Sapt anunció a gritos su muerte —yo lo oí— y seguidamente se abalanzaron sobre los criados, pero éstos, medrosos, entregaron las armas. La propia Antoinette se arrojó sollozando a los pies de Sapt. Lo único que pudo decir era que me había visto en el extremo del puente y me había zambullido en el foso. «¿Qué hay del prisionero?», preguntó Sapt, pero ella se limitó a hacer un gesto con la cabeza. A continuación, Sapt y Fritz y los caballeros que les acompañaban cruzaron el puente, sin hacer ruido, despacio, sigilosamente; Fritz tropezó con el cuerpo de De Gautet en la puerta. Tras un rápido examen se constató su muerte.
Entonces se detuvieron a cambiar impresiones, escuchando ansiosamente cualquier sonido llegado de las celdas; pero todo estaba en silencio y crecía entre ellos el temor de que los guardianes hubieran asesinado al rey, arrojándole por el gran canalón y escapando por la misma vía. Pero, como quiera que yo había sido visto allí, les quedaba alguna esperanza (como así me confesó mi amigo Fritz); y, volviendo donde estaba el cadáver de Michael, apartaron de él a Antoinette, que rezaba por él, y encontraron una llave de la puerta. Cuando la abrieron, la escalera estaba en penumbra. Al principio no quisieron utilizar antorchas, pensando que serían un blanco más fácil. Pero Fritz gritó entonces: «¡La puerta de abajo está abierta! ¡Veo luz!». Avanzaron animosamente y sin hallar resistencia. Cuando llegaron a la habitación de acceso y hallaron a Bersonin, el belga, muerto, dieron gracias a Dios y Sapt exclamó: «¡Ah, él ha estado aquí!». Después se precipitaron a la celda del rey y allí hallaron a Detchard, muerto asimismo, tendido sobre el doctor, y también al rey, tendido de espaldas junto a la silla. Fritz exclamó: «¡Está muerto!», pero Sapt hizo salir a todos menos a Fritz, se arrodilló junto al rey, y como sabía de heridas y conocía los síntomas de la muerte mucho mejor que yo, pronto se dio cuenta de que el rey no estaba muerto, más aún, de que, si se le atendía pronto y debidamente, viviría. Así que cubrieron su rostro, le llevaron al dormitorio de Michael y le acostaron. Antoinette dejó de rezar junto al cadáver del duque y acudió a limpiar y lavar la cabeza del rey y a atender sus heridas hasta que llegara el médico. Sapt, cuando vio que yo había estado allí, y tras oír lo que Antoinette le contara, envió a Fritz a registrar el foso y después el bosque. No se atrevió a enviar a nadie más. Fritz encontró mi caballo y temió lo peor. Más tarde, como ya he relatado, dio conmigo guiado por los gritos que yo profería conminando a Rupert a que se detuviera y peleara. No creo que ningún hombre que haya encontrado con vida a un hermano se haya sentido tan dichoso como se sintió Fritz al encontrarme; tan grandes eran su afecto por mí y su ansiedad por mi suerte, que creía que nada podría reconfortarle más que la muerte de Rupert Hentzau. Sin embargo, de haberlo matado Fritz, yo hubiera sentido envidia.
Habiendo coronado tan felizmente la operación de rescatar al rey, era responsabilidad del coronel Sapt guardar el secreto de que el rey había sufrido cautiverio durante una temporada. Antoinette de Mauban y Johann (tan malherido estaba que un ataque de charlatanería era sumamente improbable) juraron no decir ni palabra. Fritz seguía buscando, no al rey, sino al amigo sin nombre de éste, que había estado cautivo en Zenda y que durante un momento se había aparecido en el puente ante los ojos asombrados de los sirvientes del duque Michael. La metamorfosis se produjo, y el rey, herido casi de muerte por los ataques de los caballeros que custodiaban a su amigo, había conseguido vencerlos y ahora descansaba maltrecho, pero vivo, en el dormitorio de Michael el Negro, en el castillo. Allí le habían conducido, desde su celda, envuelto en una capa; y desde allí se emitieron órdenes en el sentido de que, si encontraban a su amigo, debían llevarle directamente y en secreto ante el rey y, mientras tanto, se enviaron mensajeros a Tarlenheim a toda prisa a fin de que el mariscal Strakencz pudiera tranquilizar a la princesa en lo referente a la integridad del rey y acudiera él mismo a presentarle sus respetos. En cuanto a la princesa, se le ordenaba permanecer en Tarlenheim y esperar allí a que su primo se reuniera con ella, o bien sus instrucciones. De este modo, el rey podía volver a ser dueño de la situación, después de haber luchado denodadamente, acometido valerosas empresas y escapado casi milagrosamente al artero ataque de un hermano desnaturalizado.
Esta astuta recapitulación de mi viejo amigo fue un éxito en todos los sentidos, salvo allí donde chocó con una fuerza que suele echar por tierra los planes mejor urdidos. Me refiero ni más ni menos que al capricho de una mujer: cualesquiera que fuesen las órdenes que su primo y soberano hubiera dispuesto (o las que el coronel Sapt dispusiera por él), y aunque el mariscal Strakencz insistió como sabía hacerlo, no estaba en el ánimo de la princesa Flavia permanecer en Tarlenheim mientras su pretendiente yacía herido en Zenda; y cuando el mariscal, con una reducida suite, salió desde Tarlenheim a Zenda, el carruaje de la princesa Flavia salió inmediatamente después. En este orden atravesaron la villa, donde ya se sabía que el rey había visitado a su hermano la noche anterior, para quejarse amistosamente de que éste mantuviera confinado en el castillo a uno de sus amigos; que había sido atacado traidoramente, que se había producido un violento combate y el duque y algunos de sus caballeros habían muerto; y que el rey, herido como estaba, había sitiado y tomado el castillo de Zenda. Como puede suponerse, la historia había originado un gran alboroto; los telégrafos se pusieron en movimiento y las noticias llegaron a Strelsau justamente después de que se enviara la orden de hacer salir las tropas para controlar a los cuarteles desafectos de la ciudad mediante un despliegue de fuerza.
Así pues, la princesa Flavia marchó a Zenda. Subía la colina en su carruaje con el mariscal cabalgando a su lado implorándole que regresara y obedeciese las órdenes reales, cuando Fritz von Tarlenheim y el prisionero de Zenda llegaban a la linde del bosque. Yo había superado mi desvanecimiento y podía caminar apoyándome en el brazo de Fritz y, al amparo de los árboles, pude ver a la princesa. Una mirada al rostro de mi amigo me hizo comprender de inmediato que no debíamos encontrarnos con ella, así que me dejé caer de rodillas tras un macizo de arbustos. Pero había alguien de quien nos habíamos olvidado y que nos seguía, alguien que no estaba dispuesta a perder la oportunidad de ganarse una sonrisa o quién sabe si una corona o dos; mientras seguíamos escondidos, la joven aldeana pasó a nuestro lado y después corrió junto a la princesa, gritando:
—Señora, el rey está aquí, entre los arbustos.
¿Quiere que la guíe hasta él, madame?
—No digas tonterías, niña —atajó el viejo Strakencz—; el rey está herido en el castillo.
—¿Está en dos lugares, o es que hay dos? —inquirió Flavia, perpleja—. ¿Y por qué había de estar ahí?
—Perseguía a un caballero, madame, y lucharon hasta que llegó el conde Fritz; el otro caballero me robó el caballo de mi padre y huyó al galope; pero el rey está aquí con el conde Fritz. Porque, madame, ¿es que en Ruritania hay otro igual al rey?
—No, hijita —contestó Flavia, con dulzura (así me lo contaron después) y, sonriendo le dio algún dinero—. Iré a ver a ese caballero.
Y se levantó para apearse del carruaje.
Pero en aquel instante llegaba Sapt cabalgando desde el castillo y, al ver a la princesa, no se le ocurrió más que decirle que el rey estaba postrado, pero bien atendido y que no corría ningún peligro.
—¿En el castillo? —preguntó ella.
—¿Dónde, si no? —contestó haciendo una reverencia.
—Pero la niña dice que está ahí, con el conde Fritz.
Sapt se volvió a mirar a la muchacha sonriendo incrédulamente.
—Para esta gente cualquier caballero elegante es un rey —dijo.
—¡Pero cómo! Ese señor se parece al rey como dos gotas de agua, madame —exclamó la niña, un tanto turbada, pero insistiendo aún.
Sapt dio media vuelta. El rostro del viejo mariscal era un interrogante mudo. La mirada de Flavia no era menos elocuente: la sospecha había calado en ella de inmediato.
—Iré a ver a ese hombre —dijo Sapt, apresuradamente.
—Ni hablar, iré yo misma.
—Entonces, vamos los dos —musitó él.
La princesa, obedeciendo la extraña súplica que veía en la expresión de Sapt, rogó al mariscal y a los demás que esperaran, y ambos se acercaron andando hasta donde nos hallábamos, mientras Sapt hacía señas a la campesina para que se mantuviera a distancia. Cuando les vi aproximarse me senté en el suelo como un bulto triste y escondí la cabeza entre las manos. No era capaz de mirarla. Fritz se arrodilló junto a mí y me puso la mano en el hombro.
—Lo que tengan que decir, díganlo en voz baja —oí musitar a Sapt.
Y la primera cosa que escuché fue un grito, medio de alegría medio de temor, proferido por la princesa.
—¡Es él! ¿Estás herido?
Y se dejó caer en el suelo, a mi lado. Muy despacio, me apartó las manos del rostro, pero yo seguía con la vista fija en el suelo.
—¡Es el rey! —exclamó—. Por favor, coronel Sapt, explíqueme dónde está la gracia.
Nadie respondió: todos guardamos silencio. Sin importarle un ápice los demás, Flavia me rodeó el cuello con los brazos y me besó.
Entonces Sapt habló en un susurro ronco:
—No es el rey. No le bese. No es el rey.
Ella retrocedió por un momento; su brazo todavía rodeaba mi cuello cuando preguntó indignada:
—¿Acaso no conozco yo a mi amor? Rudolf, amor mío…
—No es el rey —volvió a repetir Sapt.
Un sollozo repentino brotó del tierno corazón de Fritz. Y aquel sollozo le reveló que no se trataba de ninguna comedia.
—¡Es el rey! —gritó—. Es la cara del rey, el anillo del rey…, mi amor. ¡Es mi amor!
—Su amor, señora, pero no el rey —dijo el viejo Sapt—. El rey está en el castillo de Zenda. Este caballero…
—¡Mírame, Rudolf, mírame! —exclamó, tomando mi cara entre sus manos—. ¿Por qué permites que me atormenten? ¡Dime qué significa todo esto!
Entonces yo hablé, mirándola fijamente a los ojos.
—Que Dios me perdone, señora —dije—. No soy el rey.
Sentí que sus manos me apretaban las mejillas. Escudriñó mi rostro como nunca antes ha escudriñado nadie el rostro de un hombre; y yo, mudo, vi nacer el asombro, crecer la duda, y estallar el terror mientras me miraba; de pronto, se tambaleó hacia delante y cayó en mis brazos; con un dolor inmenso la atraje hacia mí y besé sus labios. Sapt me cogió por el brazo y, suavemente, la deposité en el suelo y me puse en pie, contemplándola y maldiciendo al cielo porque la espada del joven Rupert me hubiera dejado con vida, cuando habría podido evitarme este tormento.