XIX

Por un momento no pude distinguir nada, ya que, desde el otro lado del puente, el resplandor de las linternas y antorchas me daba de lleno en los ojos. Pero, de pronto, la escena se hizo visible, y en verdad era extraña. En el extremo del puente había un grupo de servidores del duque; dos o tres llevaban las luces que me habían deslumbrado, y otros tres o cuatro, picas en ristre. Se apretaban unos contra otros: las armas sobresalían delante del grupo; mostraban facciones pálidas y desencajadas. Dicho sin rodeos, parecían todo lo asustados que un pelotón de hombres puede llegar a sentirse. Contemplaban medrosamente a un joven que estaba en mitad del puente, espada en mano. Rupert Hentzau llevaba únicamente unos pantalones y una camisa salpicados de sangre, pero de su actitud, desenvuelta y triunfal, deduje que estaba ileso, que no había sufrido ni un rasguño siquiera. Allí estaba, defendiendo el puente frente a ellos, retándolos a que le enviaran a Michael el Negro; ellos, sin armas de fuego, se acoquinaban ante aquel hombre desesperado, sin atreverse a atacarle y cuchicheado entre sí. En la última fila distinguí a mi amigo Johann, apoyado contra el portal y restañando Con un pañuelo la sangre que manaba de una herida en la mejilla.

Por un azar maravilloso, dominaba la situación. Aquellos cobardes no osarían oponerme resistencia, como no se atrevieran a atacar a Rupert; sólo temía que apuntarle con el revólver y enviarle al infierno con todos sus pecados. Y Rupert ignoraba por completo mi presencia. Pero no hice nada, y ni siquiera hoy sabría decir por qué. Aquella noche había dado muerte a un semejante, valiéndome del sigilo, y a otro, más por suerte que por destreza. Quizá ésa fuera la causa. Además, por muy malvado que fuera aquel hombre, no me hacía gracia la idea de ser un miembro más de aquella turba… Tal vez fuera por eso. Pero por encima de estos sentimientos que me refrenaban, sentía una curiosidad y una fascinación que me mantenían como hechizado aguardando el desenlace de la escena.

—¡Michael, eh, tú, perro! ¡Michael, si puedes mantenerte en pie, ven aquí! —gritaba Rupert, mientras avanzaba un paso y el grupo retrocedía otro—. ¡Michael, bastardo! ¡Ven acá!

Un desesperado grito de mujer fue la respuesta a sus sarcasmos.

—¡Está muerto, Dios mío, está muerto!

—¡Muerto! —exclamó Rupert—. ¡Le atiné mejor dile lo que creía! —rió triunfante.

Luego prosiguió:

—Deponed las armas al instante. Ahora yo soy vuestro amo. ¡Vamos, soltadlas!

Creo que le hubieran obedecido pero, mientras Rupert hablaba, se produjeron un par de novedades. En primer lugar, se oyó un sonido distante, como de gritos y golpes, del otro lado del château. El corazón me dio un vuelco. Debían de ser mis hombres, que venían a buscarme, con feliz desobediencia. El ruido continuó, pero nadie parecía prestarle atención, pendientes como estaban de lo que ocurría ante sus ojos. El grupo se hizo a un lado y apareció en el puente una mujer tambaleante. Antoinette de Mauban llevaba un vestido blanco, suelto, el cabello oscuro le caía sobre los hombros, mostraba un rostro mortalmente pálido y sus ojos exhibían el brillo de la locura a la luz de las antorchas. Empuñaba un revólver con mano temblorosa y, mientras avanzaba con paso vacilante, lo disparó contra Rupert Hentzau. Erró el tiro y la bala dio en la madera, sobre mi cabeza.

—A fe mía, madame —se burló Rupert—, que si sus ojos hubieran sido más mortales que sus disparos, no estaría yo esta noche metido en este lío…, ¡ni Michael en el infierno!

La mujer ni se dio cuenta de lo que le decía. Con un supremo esfuerzo, Antoinette trató de dominarse y después, muy despacio, levantó otra vez el brazo y apuntó con sumo cuidado.

Rupert tenía que estar loco para arriesgarse a aquello. Tendría que abalanzarse sobre ella o retirarse hacia donde yo estaba. Le apunté con mi arma.

Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Antes de que ella tuviera tiempo de disparar, se inclinó haciendo una galante reverencia y exclamó:

—No puedo matar lo que he besado.

Y, sin darnos tiempo a detenerle, apoyó la mano en el pretil del puente y saltó ágilmente al foso.

En aquel preciso instante oí el golpeteo de unos pasos apresurados y una voz conocida —la de Sapt— que gritaba: «Dios mío, es el duque. ¡Está muerto!». Supe entonces que el rey ya no me necesitaba y, arrojando el revólver, me planté en el puente. Se oyó un grito de indecible asombro: «¡El rey!». Y, después, al igual que Rupert Hentzau, espada en mano, salté sobre la barandilla con intención de ajustarle las cuentas de una vez por todas. Distinguí su cabeza en el agua, unos quince metros más allá.

Rupert nadaba con agilidad y ligereza. Me sentía cansado y medio inválido con mi brazo herido. No podía alcanzarlo. Durante un rato no hice ningún ruido, pero, cuando doblamos la esquina del antiguo torreón, le grité:

—¡Deténte, Rupert, detente!

Le vi mirar por encima del hombro, pero siguió nadando. Ahora estaba junto a la orilla, buscando, supuse, un lugar por donde trepar. Yo sabía que no había ninguno, pero… la cuerda seguía donde yo la había dejado. Rupert llegaría el primero. Tal vez pasara de largo, tal vez diera con ella; si la retiraba después de escalarla, me llevaría bastante ventaja. Recurrí a las pocas fuerzas que me quedaban y continué avanzando. Por fin empezaba a ganarle terreno, pues él, ocupado como estaba en buscar un lugar por donde salir, había aflojado inconscientemente la marcha.

¡Ah! ¡La había encontrado! Soltó un grito de triunfo, se agarró a ella y empezó a trepar. Yo estaba lo bastante cerca como para oírle murmurar: «¿Cómo diablos ha llegado esto aquí?». Cuando conseguí llegar hasta la cuerda, él, que aún no había llegado arriba, me vio, pero no pude darle alcance.

—¡Hola! ¿Quién anda ahí? —exclamó, alarmado.

Por un momento, creo, me tomó por el rey. La verdad es que estaba tan pálido que muy bien podía pasar por él; pero un instante después exclamó:

—¡Vaya! ¡Si es el actor! Pero, hombre, ¿cómo ha llegado hasta aquí?

Y, mientras decía estas palabras, ganó la ribera.

Aferré la cuerda, pero me detuve. Rupert estaba arriba, de pie, en la orilla, espada en mano: podía hundírmela en el corazón o decapitarme mientras yo trepaba. Solté la cuerda.

—¡Qué más da! —dije—. El caso es que estoy aquí y pienso quedarme.

Sonrió sin dejar de mirarme.

—Las mujeres son el demonio… —empezó. Pero, de pronto, la gran campana del castillo empezó a repicar furiosamente, y, desde el foso, llegó hasta nosotros un terrible grito.

Rupert sonrió otra vez, y me hizo una seña con la mano.

—Me gustaría darle una oportunidad, pero esto está que arde elijo, y desapareció de mi vista.

En un instante, ignorando el peligro, así la cuerda y subí por ella. Rupert me llevaba unos veinticinco metros de ventaja y corría como un gamo hacia el abrigo del bosque. Por una vez, había preferido ser prudente. Puse los pies en la orilla y corrí tras él pidiéndole que se detuviera, pero no lo hizo. No estaba herido y era vigoroso, así que cada vez me llevaba más ventaja; pero, alentado por la sed que tenía de su sangre, perseveré. Y pronto las profundas sombras del bosque de Zenda nos engulleron a ambos, perseguido y perseguidor.

Eran las tres, y despuntaba el día. Me encontraba en un largo sendero, recto, cubierto de hierba. Un centenar de metros por delante de mí corría el joven Rupert, haciendo ondear sus rizos en la fresca brisa. Yo estaba exhausto, jadeante; él miró por encima del hombro y agitó otra vez la mano en señal de despedida. Se mofaba de mí, porque era consciente de su ventaja. Tuve que detenerme para tomar aliento. Un instante después, Rupert giró bruscamente a la derecha y dejé de verle.

Sentí que todo había acabado y me derrumbé en el suelo, sumamente frustrado. Pero, al instante, me puse de nuevo en pie, porque un chillido, un grito de mujer, atravesó el bosque. Haciendo uso de mis postreras fuerzas corrí hasta el lugar donde le había perdido de vista, giré a mi vez, y allí estaba él, una vez más. Pero ¡ay!, no podía atacarle. En ese momento Rupert estaba descabalgando a una muchacha; sin duda había sido ella la que había gritado. Parecía la hija de un granjero o de un campesino, y llevaba una cesta bajo el brazo. Seguramente iba, muy temprano, al mercado de Zenda. Su caballo era un animal fuerte, de buena estampa.

Maese Rupert la puso en el suelo, mientras ella chillaba estridentemente; estaba muy atemorizada. Él, sin embargo, la trató con delicadeza, se rió, la besó y le dio dinero. A continuación, montó de un salto, sentándose a la jineta, como una mujer, y se dispuso a esperarme. Yo, a mi vez, le esperé a él.

Luego cabalgó hacia mí, aunque guardando las distancias. Alzó la mano y dijo:

—Pero ¿qué hacía en el castillo?

—Maté a tres amigos suyos —contesté.

—¿Cómo? ¿Entró en las celdas?

—Sí.

—¿Y el rey?

—Detchard lo hirió antes de que yo le matara a él, pero confío en que esté vivo.

—¡Insensato! —dijo Rupert, divertido.

—Aún hice otra cosa.

—¿Qué otra cosa?

—Perdonarle la vida. Estaba detrás de usted en el puente y tenía un revólver.

—¡No me diga! ¡Santo Dios! Estaba entre dos fuegos.

—Baje del caballo —grité—, y bátase como un hombre.

—¿Ante una dama? —contestó él, señalando a la muchacha—. ¡Vamos, majestad!

Entonces, ciego de rabia, sin saber casi lo que hacía, me lancé hacia él. Por un momento pareció que vacilaba; luego tiró de las riendas y se quedó esperándome. Enloquecido, llegué hasta él, agarré la brida y le acometí. Esquivó el golpe y me propinó uno a su vez. Retrocedí un paso y volví a abalanzarme contra él. Esta vez le alcancé el rostro, haciéndole un tajo en la mejilla, y me puse a salvo antes de que él pudiera golpearme. Parecía desconcertado por la fiereza de mi ataque; de no ser así, creo que me hubiera matado. Me arrodillé jadeante, esperando que se abalanzara sobre mí. Y así lo hubiera hecho, y no me cabe la menor duda de que uno de nosotros, sino ambos, habría muerto; pero en ese momento sonó un grito a nuestras espaldas y, al volverme, justo a la vuelta del sendero, vi a un hombre a caballo. Venía al galope y empuñaba una pistola. Era Fritz von Tarlenheim, mi fiel amigo. Rupert lo vio, y vio también que el juego había terminado. Detuvo su montura, pasó la pierna por encima de la silla y todavía esperó un segundo. Se inclinó hacia adelante, se apartó el pelo de la frente, sonrió y dijo:

—¡Au revoir, Rudolf Rassendyll!

Entonces, chorreándole sangre mejilla abajo, pero sonriente y balanceándose en la silla con soltura y gracia, me saludó con una inclinación de cabeza; saludó también a la muchacha, que se había acercado temblorosa y fascinada, y le hizo una seña con la mano a Fritz, que, ahora que por fin lo tenía a tiro, disparó contra él. La bala estuvo a punto de cumplir su cometido, pues rebotó contra la espada y se la arrancó de la mano haciéndole proferir un juramento. Entonces Rupert apretó los puños, clavó espuelas a fondo y partió al galope.

Observé cómo se alejaba por la avenida, cabalgando como si diera un paseo de placer, tarareando una canción e ileso, salvo por el rasguño de la mejilla.

Se volvió una vez más para saludarnos; luego, se lo tragó la penumbra de los matorrales y le perdimos de vista. Se había esfumado, osado y cauteloso, arrogante y malvado, agraciado, vil e invicto. Lleno de ira, arrojé mi espada al suelo y grité a Fritz que le persiguiera, pero Fritz detuvo su montura, descabalgó y corrió hacia mí, se arrodilló y me abrazó. Y a decir verdad llegaba en el momento oportuno, pues se me había abierto la herida infligida por Detchard y estaba regando el suelo con mi sangre.

—¡Dame tu caballo, entonces! —grité, poniéndome de pie, tambaleante, apartando de mí sus brazos.

La fuerza de mi coraje me llevó hasta el caballo y allí mismo caí de bruces. Fritz se arrodilló nuevamente junto a mí.

—¡Fritz! —dije.

—¡Ay, amigo, mi querido amigo! —contestó, tierno como una mujer.

—¿Está vivo el rey?

Tomó su pañuelo, enjugó mis labios, se inclinó y me besó en la frente.

—Gracias al más valiente de los caballeros —dijo con suavidad—, ¡el rey vive!

La joven aldeana estaba a nuestro lado, sollozando medrosa y con los ojos desorbitados de asombro. Me había visto en Zenda, y ¿acaso no era yo —pálido, chorreante, sucio y ensangrentado—, acaso no era yo el rey?

Cuando oí decir que el rey vivía, hice cuanto pude para gritar un «¡Hurra!», pero me fue imposible hablar. Dejé caer la cabeza y, sostenido por los brazos de Fritz, cerré los ojos y gemí; pero, por miedo a que Fritz interpretara equivocadamente mi gesto, abrí los ojos y una vez más intenté gritar «¡Hurra!». Todo fue inútil. Estaba terriblemente fatigado y ahora, además, aterido de frío. Pegándome a Fritz, me hice un ovillo para entrar en calor, cerré los ojos otra vez y me quedé dormido.