XVIII

La posición en que me hallaba no parecía la más favorable para pensar; con todo, durante unos minutos cavilé al máximo de mis posibilidades. Me había anotado un punto, pensé. Fueran cuales fueran las órdenes de Rupert Hentzau y la villanía que hubiera tramado, me había anotado un tanto a mi favor. Él estaba al otro lado del foso y yo no cometería el error de permitirle volver a poner el pie en este otro lado, donde se hallaba el rey. En cuanto a mí, tenía que habérmelas con tres: dos montaban guardia, y De Gautet dormía. ¡Ah, si al menos consiguiera las llaves! Lo hubiera arriesgado todo atacando a Detchard y Bersonin antes de que sus amigos pudieran reunirse con ellos, pero estaba atado de pies y manos y tenía que esperar hasta que la llegada de los míos indujera a alguno a cruzar el puente…, alguien que trajera las llaves. Aguardé lo que me pareció una media hora, aunque en realidad fueran unos cinco minutos, antes de que se levantase el telón del acto siguiente de aquel drama vertiginoso.

Al otro lado todo estaba en calma. Tras los postigos, la habitación del duque aparecía inescrutable. En la ventana de madame de Mauban ardía una luz. Entonces escuché un ruido muy, muy débil: procedía de detrás de la puerta que conducía al puente levadizo, al otro lado del foso. Apenas si alcanzaba a oírlo, pero no me cabía duda sobre su origen. Lo producía una llave que giraba muy despacio y con sumo cuidado. ¿Quién la manejaba? ¿A qué habitación pertenecía? Ante mis ojos apareció la imagen del joven Rupert, en una mano la llave, en la otra su espada, y una sonrisa diabólica en el rostro. Pero ignoraba qué puerta era y a cuál de sus pasatiempos favoritos pensaba dedicar Rupert las horas de aquella noche. No tardé en enterarme, porque al instante, antes de que mis amigos pudieran aproximarse a la puerta del château, antes de que Johann, el guardián, se armara de valor para cumplir su cometido, se produjo un repentino estrépito en la habitación de la ventana iluminada. Sonó como si alguien hubiera derribado una lámpara, y la ventana quedó en tinieblas, al tiempo que un grito desgarrador hendía la noche: «¡Socorro, socorro, Michael, socorro!», seguido de un alarido de terror extremo.

Tenía los nervios de punta. Me encaramé al último peldaño y trepé hasta el umbral de la puerta, agarrándome con la mano derecha mientras sostenía la espada con la izquierda. De golpe, me di cuenta de que el pasadizo era más ancho que el puente levadizo, y de que en el lado opuesto había un rincón en tinieblas donde podía esconderse un hombre. Lo crucé y me agazapé allí. Desde aquella posición dominaba el pasadizo y nadie podría ir desde el château al viejo castillo sin habérselas conmigo.

Se oyó otro grito. Después, se abrió una puerta que rebotó violentamente contra la pared y escuché cómo alguien intentaba abrir con furia un picaporte.

—¡Abre la puerta! En nombre de Dios, ¿qué ocurre? —gritó una voz…, la de Michael el Negro.

Le contestaron con las palabras exactas indicadas en mi carta.

—¡Socorro, Michael…! ¡Hentzau!

El duque profirió un juramento feroz y se abalanzó furiosamente contra la puerta. Al mismo tiempo, oí cómo justo encima de mí se abría una ventana y una voz exclamaba: «¿Qué ocurre?». Percibí en ese momento los pasos presurosos de un hombre. Empuñé mi espada. Si De Gautet se dirigía hacia donde yo estaba, los Seis sufrirían una nueva baja.

Se oyó entonces entrechocar de espadas, el roce de pies sobre el suelo y… sucedió todo tan deprisa, que me resulta difícil explicarlo con claridad. De la habitación de la dama salió un grito de horror, el grito de un hombre herido; la ventana se abrió de par en par y apareció el joven Rupert, espada en mano. Se dio media vuelta y vi cómo se preparaba para asestar una estocada.

—¡Ah, Johann, aquí hay una para ti! ¡Vamos, Michael!

Así pues, Johann estaba allí, había acudido en ayuda del duque. ¿Cómo me iba a abrir la puerta? Mucho me temía que Rupert le hubiera asesinado.

—¡Socorro! —clamaba la voz del duque, débil y ronca.

Oí pasos en las escaleras encima de mí y un gran revuelo abajo, a mi izquierda, procedente de la celda del rey. Pero antes de que pudiera suceder nada en el lado del foso donde me encontraba, vi cómo cinco o seis hombres rodeaban a Rupert en el alféizar de la ventana. Tres o cuatro veces atacó con arrojo y destreza incomparables. Entonces, por un instante, los otros retrocedieron, formando un círculo en torno a él, que saltó al alféizar de la ventana riendo y blandiendo la espada. Estaba borracho de sangre y se reía como un salvaje cuando se zambulló en el foso.

¿Qué le sucedió entonces? Ya no lo veía, pues, según saltaba, el rostro delgado de De Gautet apareció frente a mí en la puerta, y, sin dudarlo un momento, le asesté un mandoble con toda la fuerza que Dios me daba: cayó muerto, sin una palabra ni un gemido. Me arrodillé junto a él. «¿Dónde están las llaves?», me oí musitar. «¡Las llaves, hombre, las llaves!», como si aquel tipo estuviera vivo y pudiera oírme; al no encontrarlas —que Dios me perdone—, creo que golpeé el rostro de un muerto.

Por fin di con ellas: eran únicamente tres. Tomé la mayor y tanteé la cerradura de la puerta que llevaba a la celda. Acerté: después de entrar, cerré la puerta tras de mí haciendo el menor ruido posible y me guardé la llave en el bolsillo.

Me encontraba en lo alto de un tramo de escaleras de piedra. En un soporte del muro ardía con luz pálida una lámpara de aceite. La cogí, sosteniéndola a la altura de la cara, y permanecí unos instantes escuchando.

—¿Quién demonios podrá ser? —oí que decía una voz.

Procedía de algún lugar situado frente a mí, al pie de la escalera. Otra voz contestó:

—¿Lo matamos?

Agucé el oído tratando de escuchar la respuesta y suspiré con alivio cuando la voz de Detchard se oyó áspera y fría.

—Espera un poco. Puede haber problemas si actuamos tan pronto.

Por un instante reinó el silencio. Entonces oí cómo corrían sigilosamente el cerrojo de una puerta. Apagué inmediatamente la lámpara de aceite y la devolví a su soporte.

—Está oscuro…, la lámpara se ha apagado. ¿Tienes luz? —contestó otra voz, la de Bersonin.

Sin duda tenían otra luz, pero no tendrían ocasión de utilizarla. Habíamos llegado a un punto crítico. Bajé corriendo las escaleras y me precipité contra la puerta: Bersonin había descorrido el cerrojo y cedió bajo el embite. El belga estaba en pie, espada en mano, y Detchard se hallaba sentado en un sofá, a un lado de la habitación. Al verme, Bersonin retrocedió sorprendido. Detchard se adelantó a coger su espada, mientras yo me abalanzaba como enloquecido sobre el belga, que reculó. Lo acorralé contra la pared y peleó con bravura, pero no era un buen espadachín y no tardó en desplomarse ante mí. Me volví, pero Detchard ya no estaba allí.

Obedeciendo las órdenes que había recibido, no quiso arriesgarse a combatir conmigo; en vez de ello, se dirigió rápidamente a la puerta del rey, la abrió y la cerró tras de sí con un portazo. Y allí estaba, dentro, cumpliendo su tarea.

Sin duda habría matado al rey, y también a mí, de no haber sido por un hombre leal que dio la vida por su rey. Cuando forcé la puerta, la escena que se presentó ante mis ojos fue la siguiente: el rey estaba de pie, en una esquina de la habitación. Quebrantado por la enfermedad, era incapaz de hacer nada; sus manos aherrojadas se movían arriba y abajo, inútilmente, mientras en su delirio reía como un demente. Detchard y el médico estaban en medio de la habitación; el médico se había abalanzado sobre el asesino, asiéndolo por los costados durante un instante. Detchard se desembarazó muy pronto de su débil presa y, en el momento de entrar yo, atravesaba el cuerpo de aquel desventurado. Después se volvió hacia mí, exclamando:

—¡Por fin!

Luchamos acero contra acero. Por suerte, ni él ni Bersonin llevaban pistolas. Yo mismo las encontré poco después listas para disparar sobre la chimenea de la habitación exterior, a mano junto a la puerta, pero mi inesperada irrupción les había impedido cogerlas. Sí, éramos un hombre contra otro, y empezamos a batirnos en silencio, furiosamente, con violencia. Mi recuerdo es difuso, pero sí sé que aquel sujeto me igualaba con la espada; es más, era mejor que yo, pues sabía muchos más trucos y me obligó a retroceder contra la reja que guardaba la entrada de la escala de Jacob: vi su sonrisa y sentí que me había herido en el brazo izquierdo.

De aquel combate no obtuve gloria alguna.

Creo que mi oponente podía haberme vencido y aun asesinado rematando su tarea de carnicero, pues era el mejor espadachín con quien yo me había tropezado; pero hasta en los momentos en que Detchard me atacaba con más furia, aquel ser medio loco, destrozado, y macilento del rincón, no dejó de dar brincos y de reír, mientras gritaba:

—¡Es el primo Rudolf! ¡Primo Rudolf! Yo te ayudaré, primo Rudolf.

Y, agarrando una silla (apenas si pudo alzarla del suelo y mantenerla inútilmente frente a sí), se acercó a nosotros. Sentí renacer la esperanza.

—¡Vamos! —exclamé—. ¡Lánzasela contra las piernas!

Detchard replicó con un mandoble furioso que a punto estuvo de alcanzarme.

—¡Vamos, vamos, hombre! ¡Ven a divertirte tú también!

El rey reía gozoso mientras empujaba la silla ante sí.

Lanzando un juramento, Detchard dio un salto hacia atrás y, antes de que me apercibiera de sus intenciones, volvió su espada contra el rey, propinándole una feroz cuchillada. El monarca, dando un grito lastimero, cayó redondo al suelo. El corpulento rufián se volvió nuevamente contra mí, pero él mismo había cavado su tumba, porque, al girar, pisó el charco de sangre del médico, resbaló y cayó. Como una flecha, me abalancé sobre él, le agarré por la garganta y, antes de que pudiera recobrarse, dirigí mi espada a su cuello: profiriendo un juramento ahogado, cayó sobre el cuerpo de su víctima.

¿Estaba muerto el rey? Tal fue mi primer pensamiento. Corrí a comprobarlo. ¡Ay! Todo parecía indicar que sí, pues un corte enorme le cruzaba la frente y seguía inmóvil en el suelo, como un informe montón de harapos.

Me arrodillé junto a él, y acerqué el oído a su boca para ver si respiraba. Pero antes de que pudiera llegar a saberlo, un gran estrépito llegó desde el exterior: estaban bajando el puente. Un instante después se escuchó el retumbo final al encajar en el muro del lado del foso donde yo me hallaba. Quizá había caído en una trampa y el rey conmigo, si es que aún vivía. Y era preciso ofrecerle la oportunidad de vivir o morir. Empuñé mi espada y pasé a la otra habitación. ¿Quiénes bajaban el puente? ¿Mis hombres? Si así era, todo iba bien. Vi las pistolas, cogí una y me detuve junto a la puerta a escuchar. ¿A escuchar, he dicho? Sí, y a recobrar el aliento. Desgarré mi camisa y con una tira vendé mi brazo herido, que sangraba; volví a escuchar. Habría dado todo el oro del mundo por oír la voz de Sapt, pues estaba rendido, agotado, sin fuerzas, y aquel gato salvaje de Rupert Hentzau campando aún por sus respetos dentro del castillo. Y como vi que podría defender la estrecha puerta de lo alto de la escalera mejor que la entrada más ancha de la habitación, me arrastré como pude hasta arriba y me puse tras ella, al acecho.

¿Y qué se oía? Una vez más era un ruido extraño para el lugar y la hora. Una risa fácil, alegre, despectiva: la risa del joven Rupert Hentzau. Me costaba trabajo creer que un hombre en su sano juicio pudiera reírse en aquellos momentos. Pero la risa me dijo que mis hombres no habían llegado aún, pues de ser así ya habrían disparado contra Rupert. El reloj dio las dos y media. ¡Dios mío! ¡No habían abierto la puerta! ¡Se habían ido hacia la orilla! No me habían encontrado y ahora estarían regresando a Tarlenheim con la noticia de la muerte del rey… y la mía. Bueno, así sería antes de que regresaran. ¿Acaso Rupert no se reía triunfalmente?

Por un instante me hundí, descorazonado, contra la puerta, pero el sobresalto de oír cómo Rupert exclamaba, lleno de desprecio: «¡Bien, aquí está el puente! Atravesadlo, y, en nombre de Dios, veamos a Michael el Negro. ¡Vuelve, Michael, perro de mala raza, y lucha por ella!», me ayudó enormemente a superar mi momentáneo desfallecimiento y, si además la batalla que iba a librarse era a tres bandas, tal vez no todo estuviera aún perdido. Hice girar la llave de la puerta y miré hacia fuera.