Llegó la noche, hermosa y clara. Yo había rezado para que se me concediera la ventaja del mal tiempo, como en mi anterior excursión al foso, pero esta vez la fortuna me volvía la espalda. Sin embargo, calculé que, manteniéndome pegado al muro, podía pasar sin ser visto desde las ventanas del château que daban sobre el escenario de mis afanes. Cierto es que si exploraban el foso mi plan se vendría abajo, pero no creí que lo hicieran. Se habían asegurado de que la escala de Jacob resistiría cualquier ataque. El propio Johann había contribuido a fijarla sólidamente a la fachada por la parte inferior, de modo que tanto por arriba como por abajo era inamovible; sólo un asalto con explosivos o un prolongado golpeteo de los picos podría sacarla de su sitio. Lo ruidoso de estas dos operaciones las descartaba por completo. ¿Qué daño, pues, podía hacer un hombre en el foso? Confiaba en que, si Michael el Negro se había hecho esta pregunta, la habría desechado confiadamente con un: «Ninguno». Por otra parte, aun en el caso de que Johann intentara traicionarme, no conocía mi plan y sin duda esperaría verme conduciendo a mis compañeros ante la puerta principal del château. Allí, le dije a Sapt, residía el verdadero peligro.
—Y allí —añadí— estará usted. ¿Satisfecho?
Pero no lo estaba. Hubiera preferido venir conmigo, gustosamente, y yo me negué tajantemente a llevarle. Un hombre solo podría pasar inadvertido; doblar el número duplicaría el riesgo con creces. Cuando se aventuró a insinuar una vez más que mi vida era demasiado valiosa, yo, que conocía los pensamientos secretos que albergaba, le ordené callar con severidad, repitiéndole que, si el rey moría durante aquella noche, también yo moriría.
A media noche, el grupo que comandaba Sapt abandonó el château de Tarlenheim y marchó hacia la derecha, cabalgando por caminos poco frecuentados y evitando la ciudad de Zenda.
Si todo iba bien, estarían frente al castillo alrededor de las dos menos cuarto. Dejarían sus caballos a una media milla de distancia y, ocultándose, alcanzarían la entrada, quedando a la espera de que la puerta se abriera. Si, llegadas las dos, no ocurría tal cosa, enviarían a Fritz von Tarlenheim al otro lado del castillo, donde se reuniría conmigo… ¡si para entonces yo estaba vivo! Decidiríamos entonces si tomarlo por asalto o no. Si yo no estaba allí, regresarían a toda prisa a Tarlenheim, despertarían al mariscal, y todas marcharían a tomar el castillo, pues mi no comparecencia significaba mi muerte. El rey, por otra parte, no viviría más de cinco minutos después de que yo hubiera expirado.
Debo dejar ahora a Sapt y a sus amigos para contar lo que hice aquella noche cargada de lances. Salí a lomos del buen caballo que la noche de la coronación me había llevado a Strelsau volviendo del pabellón de caza. Llevaba un revólver en la silla y mi espada. Iba envuelto en una gran capa, bajo la cual vestía un jersey de lana muy tupido y cálido, pantalones bombachos, gruesos calcetines y unos ligeros zapatos de lona. Me había untado de aceite de pies a cabeza y había cogido una gran licorera de whisky. La noche era cálida, pero era de prever que habría de permanecer sumergido un buen rato en el agua y era preciso tomar toda suerte de precauciones contra el frío, que no sólo mina el valor de un hombre, caso de que deba enfrentarse a la muerte, sino que menoscaba sus energías cuando son otros los destinados a la muerte, además de producirle reumatismo si Dios decide que viva. También me había enrollado al cuerpo un buen trozo de cuerda delgada pero resistente, sin olvidarme de la escala de mano. Partí después que Sapt; tomé un atajo y, bordeando la ciudad por la izquierda, a eso de las doce y media fui a salir al lindero del bosque. Até al caballo en una pequeña y espesa arboleda, dejé el revólver enfundado en la silla —de nada iba a servirme— y escala en mano anduve hasta el borde del foso. Allí desenrollé la cuerda, que llevaba a la cintura, la aseguré, atándola con firmeza al tronco de un árbol junto a la orilla y bajé por ella. El reloj del castillo daba la una menos cuarto cuando sentí el agua bajo mis pies y empecé a nadar rodeando la fortaleza, empujando la escala delante de mí, pegado al muro. Avanzando de esta guisa, llegué hasta tu vieja amiga, la escala de Jacob, y noté bajo los Pies el resalte de la fachada. Me agazapé a la sombra del ancho canalón —traté de moverlo, pero resultó imposible…— y esperé. Recuerdo que mi sentimiento más intenso no era ni de ansiedad por el rey ni de añoranza por Flavia, sino un imperioso deseo de fumar, anhelo que, por supuesto, no pude ver cumplido.
El puente levadizo todavía estaba echado. Acurrucado contra el muro de la celda del rey, veía su graciosa y esbelta estructura sobre mí, unos diez metros a mi derecha. Casi al mismo nivel, a unos dos metros, divisé una ventana que, si Johann decía la verdad, debía corresponder a los aposentos del duque; al otro lado, más o menos a la misma altura, debía estar la ventana de madame de Mauban. Las mujeres son criaturas descuidadas y olvidadizas. Recé para que no se olvidara de que a las dos en Punto iba a ser la víctima de un brutal ataque. Me divertía bastante el papel que le había asignado a mi joven amigo Rupert Hentzau, pero tenía que devolverle un golpe: aun entonces, allí sentado, mi hombro se resentía de aquella ocasión en que, con Una audacia que ocultaba a medias su traición, me atacó, a la vista de todos mis amigos, en la terraza de Tarlenheim.
De pronto, se iluminó la ventana del duque. Las persianas estaban sin echar, así que la habitación se hizo en parte visible a mis ojos cuando, cautelosamente, me levanté hasta ponerme de puntillas. En esta posición mi campo visual comprendía un metro, tal vez algo más, del interior de la estancia, mientras que la luz no me alcanzaba. La ventana se abrió de par en par y alguien se asomó a ella. Percibí la graciosa figura de Antoinette de Mauban y, aunque su rostro quedaba en la penumbra, el fino contorno de su cabeza se perfilaba contra la luz. Deseé con todas mis fuerzas decirle quedamente: «Recuerde», pero no me atreví. Y con muy buen tino, pues un instante después alguien entró y se situó a su lado. Aquella persona, un hombre, intentó rodearle el talle con su brazo, pero ella, con un rápido movimiento, dio un salto y se recostó contra los postigos, ofreciéndome su perfil. Calibré quién podía ser el recién llegado: ni más ni menos que el joven Rupert. No me cupo la menor duda al escuchar su risa sorda mientras se inclinaba hacia adelante y le tendía la mano.
—Despacio, despacio —murmuré—. ¡Llegas demasiado pronto, muchacho!
Sus cabezas estaban una junto a otra y pude figurarme lo que le susurraba al oído, porque vi que ella apuntaba al foso y le oí decir en tono bajo pero muy claro:
—¡Antes me tiraría por esa ventana!
Él se acercó a la ventana a mirar.
—Parece que está muy fría —dijo—. Vamos, Antoinette, ¿hablas en serio?
No le contestó o yo no la oí; Rupert, a la vez que golpeaba, petulante, el alféizar de la ventana, prosiguió con voz de niño mimado.
—¡Al diablo con Michael el Negro! ¿No tiene bastante con la princesa? ¿Es que lo quiere todo? ¿Qué has visto en Michael?
—Si le contara lo que has dicho… —empezó ella.
—Está bien, díselo —contestó Rupert, con desenfado; y, cogiéndola desprevenida, se abalanzó sobre ella, besándola, riéndose y gritando—: ¡Aquí tienes algo que contarle!
De haber tenido mi revólver no sé si hubiera podido resistir la tentación. Como no podía ceder a ella, me limité a añadir un nuevo agravio en su cuenta.
—Aunque, a fe mía —dijo Rupert—, a él poco le importa todo esto. Está loco por la princesa, lo sabes mejor que nadie; no habla de otra cosa más que de degollar al actor.
¿Así que era eso?
—Y si yo lo hago por él, ¿sabes lo que me ha prometido?
La desdichada mujer se llevó las manos a la cabeza en señal de súplica o desesperación.
—Pero a mí no me gusta esperar —dijo Rupert, y vi que estaba a punto de agredirla de nuevo cuando se oyó abrirse una puerta y una voz áspera preguntó:
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Rupert se volvió de espaldas a la ventana, hizo una profunda reverencia y con tono alto y alegre dijo:
—Disculparos por vuestra ausencia, señor. ¿Acaso podía dejar sola a la dama?
El recién llegado no podía ser otro que Michael el Negro. Pude verlo de frente, cuando se acercó a la ventana. Cogió al joven Rupert por el brazo:
—El foso puede acoger a otros además del rey.
—¿Me estáis amenazando, alteza? —preguntó Rupert.
—Una amenaza es la advertencia más inocua que la mayoría de los hombres obtienen de mí.
—Sin embargo —observó Rupert—, a Rudolf Rassendyll le habéis amenazado muy seriamente, ¡y todavía está vivo!
¿Es culpa mía que mis criados sean unos ineptos?
—Su alteza no ha corrido el riesgo de ser un inepto —se mofó Rupert.
Nunca había visto a nadie decirle a alguien de un modo más claro y directo que esquivaba el peligro. Michael el Negro mantenía el control sobre sí mismo. Yo hubiera dicho que rechinaba los dientes —era una lástima que no pudiera ver sus rostros—, pero su voz parecía tranquila, sin ira, cuando contestó:
—¡Basta, basta! No hemos de pelearnos. ¿Detchard y Bersonin están en sus puestos?
—Sí, señor.
—Ya no te necesito para nada.
—Oh, no me siento cansado —dijo Rupert.
—Por favor, déjanos —dijo Michael en tono más impaciente—. Dentro de diez minutos retirarán el puente levadizo y me figuro que no te apetecerá nadar para llegar a tu lecho.
La figura de Rupert desapareció; oí abrir y cerrar la puerta de nuevo. Michael y Antoinette de Mauban se quedaron solos. Para mi pesar, el duque cerró la ventana. Se quedó hablando con Antoinette un par de minutos. Ella meneó la cabeza y él se volvió, impaciente. Después ella se apartó de la ventana. Se oyó otra vez la puerta y Michael cerró las persianas.
—¡De Gautet, De Gautet, escucha! —se oyó decir a alguien en el puente—. ¡Date prisa si no quieres un baño antes de acostarte!
Era la voz de Rupert, que sonaba al otro extremo del puente levadizo. Un momento después, él y De Gautet lo cruzaban.
Rupert había cogido a De Gautet del brazo; en medio del puente detuvo a su compañero y se inclinó para mirar al agua. Me deslicé para resguardarme tras la escala de Jacob.
Entonces maese Rupert quiso divertirse un poco. Tomó una licorera que llevaba De Gautet y se la llevó a los labios.
—Apenas si tiene una gota —exclamó, desilusionado, arrojando la botella al foso.
A juzgar por el ruido y los círculos del agua, debió caer a menos de un metro del canalón; Rupert sacó su revólver y se puso a disparar contra ella. Los dos primeros disparos no dieron en el blanco, pero sí en el canalón. El tercer disparo la hizo añicos. Yo esperaba que el joven rufián se diera por satisfecho, pero no fue así. Vació el resto del cargador contra el canalón y una de las balas, que lo rozó por la parte superior, silbó entre mis cabellos mientras yo me agazapaba por el otro lado.
—¡Atención al puente! —gritó una voz, para mi alivio.
Rupert y De Gautet exclamaron:
—¡Un momento!
Y echaron a correr. El puente se elevó y todo quedó en silencio. El reloj dio la una y cuarto. Me puse de pie, estiré los brazos y lancé un bostezo.
Creo que habrían transcurrido unos diez minutos cuando, a mi derecha, oí un leve ruido. Atisbando por encima del canalón, alcancé a ver una figura oscura de pie en la entrada que conducía al puente. Era un hombre y, por su actitud negligente y garbosa, pensé que de nuevo se trataba de Rupert. Empuñaba una espada y durante un par de minutos permaneció allí, de pie, inmóvil. Me asaltaron feroces pensamientos. ¿Qué tramaba ahora aquel joven desalmado? Entonces se rió por lo bajo, se volvió de cara a la pared, dio un paso en mi dirección y, para mi sorpresa, empezó a bajar por el muro. Al instante comprendí que éste tenía escalones; había de ser forzosamente así. Estaban cortados en el muro, o añadidos a él a intervalos de unos veinticinco centímetros. Ahora Rupert pisaba el peldaño inferior; a continuación sujetó la espada con los dientes, se dio media vuelta y, sin hacer el menor ruido, se introdujo en el agua. Si sólo hubiera estado en juego mi vida, habría nadado para salirle al encuentro. ¡Cómo me hubiera gustado luchar con él entonces! Con el acero, en aquella hermosa noche, sin nadie que se interpusiera entre nosotros. Pero estaba el rey. Me contuve, pero me era más difícil controlar mi agitada respiración mientras le observaba lleno de impaciencia.
Rupert nadaba despacio, con despreocupación. Al otro lado del foso había también peldaños; subió por ellos. Cuando llegó a la puerta se llevó la mano al bolsillo y sacó algo de él sosteniéndose en el puente levadizo. Le oí abrir una puerta con llave, pero no pude escuchar que la cerrara tras él. Desapareció de mi vista.
Dejando mi escala —comprendí que ahora no la necesitaba— nadé hasta el lado del puente y empecé a subir los escalones; a medio camino me quedé en suspenso empuñando la espada, escuchando ansioso. La habitación del duque estaba oscura y tenía las persianas echadas, pero en la ventana del otro lado del puente había una luz. Ni el más mínimo ruido quebró aquel silencio hasta que dieron la una y media en el gran reloj de la torre del château.
Aquella noche, en el castillo, aparte de la mía, se estaba tramando alguna otra conspiración.