XVI

Dado que se me había visto cabalgar por Zenda y allí había hablado con Rupert Hentzau, era inútil seguir fingiéndome enfermo. Advertí el efecto que ello tenía en la guarnición de Zenda: cesaron las salidas, y los que de entre mis hombres se acercaron al castillo pudieron comprobar lo estricto de la vigilancia. Conmovido por la súplica de madame de Mauban, constataba, con pesar, que mis posibilidades de acudir en su ayuda eran exiguas, como lo habían sido en el caso del rey. Michael me desafiaba y, aunque también a él se le había visto fuera de los muros de la fortaleza cuidando, por cierto, las apariencias muchísimo menos de lo que hasta entonces había demostrado, no se tomó la molestia de enviar excusa alguna por no cumplimentar al rey. El tiempo transcurría en una inactividad desesperante cuando más urgía hacer algo, pues no sólo me enfrentaba al nuevo peligro creado por el alboroto de mi supuesta desaparición, sino que arreciaban las murmuraciones por mi continuada ausencia de la capital y, de no ser porque Flavia estaba conmigo, los rumores hubieran sido mucho más graves. Por esta razón toleré que se quedase, si bien odiaba verla envuelta en tanta zozobra y cada día transcurrido de nuestra tierna relación ponía a prueba mi fortaleza hasta llegar al límite. Como golpe final, nada parecía satisfacer a mis consejeros —Strakencz y el canciller, venidos de Strelsau para tratar un tema urgente—, excepto que señalara el día de solemnizar públicamente mis esponsales, ceremonia que en Ruritania es casi tan vinculante como la propia boda, y algo que —Flavia estaba sentada a mi lado— me vi forzado a aceptar fijando la fecha para dos semanas después en la catedral de Strelsau. Cuando esta formalidad se proclamó a los cuatro vientos, causó gran júbilo por todo el reino y fue el comentario obligado de todos. Calculé que sólo había dos hombres crispados por ello: Michael el Negro y yo mismo; y sólo uno que lo desconociera: el hombre cuya identidad yo suplantaba, el propio rey de Ruritania.

A decir verdad, algo sabía de la recepción que la noticia había tenido en el castillo: transcurridos tres días, Johann, ávido de recibir más dinero, y temiendo por su vida, encontró una vez más la manera de visitarnos. Estaba atendiendo al duque cuando llegaron las noticias. El rostro de Michael el Negro se había vuelto más sombrío que de costumbre, y empezó a blasfemar horriblemente.

No se sintió más contento cuando el joven Rupert le juró que yo tenía intención de cumplir mi palabra y, volviéndose hacia madame de Mauban, la felicitó por haberse librado de su rival. La mano de Michael se había deslizado hacia la empuñadura de su espada (a decir de Johann) pero Rupert no se inmutó, pues le aseguró que yo sería mucho mejor soberano que los que en el pasado reinaron en Ruritania. «Y —continuó con una significativa reverencia a su exasperado señor— ¡el demonio envía al que los cielos le tenían reservado! ¡Por mi alma que lo es!». Entonces Michael le conminó a que sujetara su lengua y les dejara, pero, antes de irse, Rupert besó la mano de madame como si fuera su rendido admirador, mientras Michael le contemplaba con mirada feroz.

Tal era el lado bueno de las noticias que nuestro hombre traía; la parte más seria venía después, y no dejaba lugar a dudas de que, si el tiempo obraba sus efectos en Tarlenheim, no lo hacía con menos rigor en Zenda. El rey estaba sumamente enfermo: Johann lo había visto y era un despojo incapaz de moverse. Ahora no había la menor posibilidad de que alguien lo suplantara. Tan alarmados estaban, que habían enviado a buscar un médico a Strelsau y, cuando le llevaron a la celda del rey, palideció y se puso a temblar, rogando que le permitieran regresar y no le mezclaran en aquel asunto; pero el duque no accedió y le hizo su prisionero, informándole de que su vida no correría peligro si mantenía al rey vivo mientras él lo ordenara y le dejaba morir cuando él lo deseara; tales eran sus condiciones. Por otra parte, y a ruegos del médico, habían permitido que madame de Mauban visitara al rey y le prestara los cuidados que su estado precisaba y que sólo una mujer puede dar. De modo que su vida pendía de un hilo mientras yo estaba fuerte, entero y libre. El abatimiento cundía en Zenda por doquier y, salvo cuando discutían, a lo que eran muy aficionados, apenas si hablaban. Pero cuanto más profundo era el abatimiento de los demás, más perversos se volvían el brillo de los ojos de Rupert y la sonrisa de sus labios. A decir de Johann, «se desternillaba de risa» porque el duque enviaba siempre a Detchard a vigilar al rey cuando madame de Mauban estaba en la celda con él: precaución en modo alguno injustificada por parte de mi cauto hermano. Esto nos contó Johann; aunque aceptó sus coronas, nos suplicó que le permitiéramos quedarse en Tarlenheim y no jugarse otra vez la cabeza en la guarida del león; pero le necesitábamos allí y, aunque no quise obligarle, le convencí, aumentando la recompensa, para que regresara a Zenda e informara a madame de Mauban de que me ocupaba de ella, rogándole que, si le era posible, tuviera alguna palabra de consuelo para el rey, pues, si la incertidumbre es mala para el enfermo, peor es aún la desesperación. Muy bien podía ser que el rey estuviera postrado y a punto de morir por mera desesperanza, pues según mis noticias no padecía ninguna enfermedad concreta.

—¿Y cómo custodian ahora al rey? —pregunté, recordando que dos de los Seis estaban muertos, además de Max Holf.

—Detchard y Bersonin vigilan de noche, Rupert Hentzau y De Gautet de día, señor —fue su respuesta.

—Sólo dos en cada turno.

—Sí, señor, pero los demás permanecen en la estancia superior y están atentos a la menor llamada, a la más mínima señal.

—¿Una estancia superior? No lo sabía. ¿Comunicada con la de abajo?

—No, señor. Hay que bajar unos cuantos escalones y atravesar la puerta próxima al puente levadizo y de allí pasar a la celda del rey. —¿Está cerrada la puerta?

—Sólo los cuatro caballeros tienen llave, señor. Me acerqué más a él. —¿Y tienen las llaves de la reja?

—Creo que sólo Detchard y Rupert. —¿Dónde están los aposentos del duque?

—En el château, en el primer piso. Sus habitaciones quedan a la derecha según se va hacia el puente levadizo.

—¿Y madame de Mauban?

—Enfrente justo, a la izquierda. Pero una vez que ella entra, la puerta se cierra con llave. —¿Para que no salga?

—Sin duda, señor. —¿Tal vez haya otro motivo?

—Es posible.

—Supongo que el duque tendrá la llave.

—Sí; y el puente se levanta por la noche y también el duque guarda la llave, de modo que no se puede cruzar el foso sin que él lo sepa. —¿Y dónde duermes tú?

—En el vestíbulo del château con cinco sirvientes. —¿Armados?

—Tienen lanzas, señor, pero no armas de fuego. El duque recela de proporcionárselas. Finalmente me hacía cargo de la situación con todos los riesgos que entrañaba. Ya había fracasado una vez en la escala de Jacob y podía volver a fracasar ahora. Tenía que atacar por otro lado.

—Te he prometido veinte mil coronas —le dije—. Tendrás cincuenta mil si mañana por la noche haces lo que te diga. Pero antes que nada, ¿saben los sirvientes quién es el prisionero?

—No, señor. Creen que es un enemigo del duque. —¿Y no dudan de que yo sea el rey?

—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó.

—Escucha, pues: mañana, a las dos de la mañana exactamente, abre la puerta principal del château. No te retrases ni un segundo.

—¿Estará usted allí, señor?

—No hagas preguntas. Actúa como te digo.

Di que el vestíbulo está cerrado o lo que tú quieras.

Es todo lo que te pido.

—¿Y podré escapar por la puerta cuando la haya abierto, señor?

—Sí, tan deprisa como tus piernas te lo permitan. Una cosa más. Lleva a madame esta nota (ah, está en francés, así que no puedes leerla) y encarécela para que haga exactamente lo que en ella se le dice, ya que en sus manos están nuestras vidas.

El hombre temblaba, pero yo tenía que confiar en el valor y la honradez que le quedaran. No me atrevía a esperar más, pues mucho me temía que el rey pudiera morir.

Cuando nuestro amigo se hubo ido, llamé a Sapt y a Fritz y les expuse el plan que había ideado. Sapt sacudió la cabeza.

—¿Porqué no hemos de esperar? —preguntó.

—El rey puede morir.

—Michael se verá abocado a actuar antes de que tal cosa ocurra.

—Entonces —dije— el rey tiene posibilidades de vivir.

—Bien, ¿y si es así?

—¿Durante dos semanas? —me limité a preguntar. Sapt se mordió el bigote.

De súbito, Fritz von Tarlenheim puso su mano sobre mi hombro.

—Intentémoslo —dijo.

—Vendrás conmigo, no temas —dije.

—Sí, pero usted se quedará aquí para cuidar de la princesa. Los ojos del viejo Sapt brillaban con extraños destellos.

—De una manera o de otra atraparemos a Michael —farfulló—. Pero si usted acude allí y le matan, y también matan al rey, ¿qué será de los que quedemos?

—Servirán a la reina Flavia —contesté—. Ya quisiera Dios que yo fuese uno de ellos.

Siguió una pausa que el viejo Sapt rompió diciendo tristemente, aunque con un involuntario rasgo de ingenio que nos hizo reír a Fritz y a mí:

—¿Por qué el viejo Rudolf III no se casaría con su abuela?

—Vamos —contesté—, ahora lo que importa es el rey.

—Cierto —dijo Fritz.

—Hay más —contesté—. He sido un impostor para ayudar a otro, pero no quiero serlo en beneficio mío y, si el rey no está vivo y sentado en su trono antes del día de los esponsales, diré la verdad pase lo que pase.

—Sé que lo hará, amigo mío —dijo Sapt.

He aquí el plan que había trazado. Un nutrido grupo, a las órdenes de Sapt, se acercaría sigilosamente hasta la entrada del château. Si les descubrían antes de tiempo, matarían a todo el que se les pusiera por delante, a espada, ya que yo no deseaba ningún ruido de disparos. Si todo iba bien, estarían ante la puerta cuando Johann la abriera. Tenían que actuar deprisa y mantener a raya a los sirvientes en caso de que su sola presencia y el nombre del rey, que habría de servirles de escudo, no bastara. En el mismo instante —y de ello dependía todo el plan— tenía que oírse un grito de mujer, agudo y penetrante, procedente de las habitaciones de Antoinette de Mauban. Una y otra vez debería gritar «Socorro, socorro, Michael» y, a continuación, mencionar el nombre de Rupert Hentzau. Entonces (ésa era mi esperanza), Michael, hecho una furia, saldría de su aposento, frente al de ella, y caería en manos de Sapt. Los gritos continuarían mientras mis hombres bajaban el puente levadizo y muy raro sería que Rupert, al oír mencionar su nombre en vano, no bajara desde el lugar donde dormía e intentara cruzarlo. En cuanto a De Gautet, quizá viniera con él o quizá no: había que dejarlo al azar.

¿Y qué pasaría cuando Rupert pusiera los pies en el puente? Allí estaría yo; pues mi idea era volver a zambullirme en el foso y, para no acabar agotado, había resuelto llevar una pequeña escala de madera, para dar descanso a los brazos mientras estuviera en el agua y a los pies cuando saliera de ella. La sujeta ría al muro justo debajo del puente y, cuando éste bajara, podría izarme hasta él sigilosamente. Si Rupert o De Gautet lo cruzaban sanos y salvos sería mala suerte, la verdad. Muertos ellos, sólo queda rían dos hombres y, en este punto, habríamos de confiar en la confusión que se originaría para pillar les desprevenidos. Teníamos que hacernos con las llaves de la puerta que conducía a los aposentos principales. Tal vez consiguiéramos escapar. Si cumplían las órdenes que les habían dado, la vida del rey dependía de la celeridad con que forzáramos la puerta exterior; di gracias a Dios de que no estuviera de guardia Rupert Hentzau, sino Detchard, pues, si bien éste era un hombre frío, implacable, y en modo alguno cobarde, no tenía ni el arrojo ni la temeridad de aquél. Además, si alguno de ellos apreciaba realmente a Michael el Negro era él, y era muy probable que dejara a Bersonin al cuidado del rey y cruzara el puente para participar en la refriega que tendría lugar al otro lado.

Tal era mi plan, un plan desesperado. Y, pensando que confundir al enemigo contribuiría a nuestra seguridad, di orden de iluminar brillantemente nuestra residencia, de arriba abajo, como si estuviéramos celebrando una fiesta; y así debía ser durante toda la noche; música tocando y gente yendo y viniendo de un lado para otro. Strakencz estaría allí y se las arreglaría para ocultar a Flavia nuestra partida, si es que podía. Si a la mañana siguiente no habíamos regresado, tendría que marchar abiertamente a forzar el castillo y exigir que le entregaran al rey y, en caso de que Michael el Negro no se encontrara allí, como yo presumía que sucediera, el mariscal tomaría a Flavia con él y marcharía a toda prisa a Strelsau, donde desenmascararía la traición de Michael y anunciaría la posible muerte del rey, reuniendo a cuantos fueran honestos y leales en torno a la enseña de la princesa y, a decir verdad, esto es lo que yo pensaba que sucedería con toda probabilidad, ya que tenía serias dudas de que tanto al rey, como a Michael el Negro, como a mí, nos quedara más de un día de vida.

Pero, en fin, si Michael el Negro moría y yo, el actor, mataba a Rupert Hentzau con mis propias manos y, a mi vez, también moría después, cabía la posibilidad de que el destino fuera benévolo con Ruritania, a pesar de haber intentado cobrarse la vida del rey… Si ése era el precio que yo había de pagar, no me resistiría.

Era ya muy tarde cuando dimos por finalizada la reunión y me dirigí a las habitaciones de la princesa. Aquella noche estaba pensativa; no obstante, al despedirme me echó las manos al cuello y, por un instante, mientras tímidamente deslizaba en mi dedo una sortija, me pareció radiante. Llevaba yo el anillo del rey y, además, una alianza de oro donde estaba grabado el lema de nuestra familia, «Nil Quae Feci[12]», en el dedo meñique; me lo quité y se lo puse, pidiéndole por señas que me permitiera irme. Ella lo comprendió y se apartó de mi lado contemplándome con arrebatados ojos.

Llévalo siempre, aunque cuando seas reina uses también otro.

—Sea cual sea el anillo que lleve, siempre tendré puesto éste hasta que muera y aún después de muerta —prometió, estampando un beso sobre él.