Ruritania no es Inglaterra; si lo hubiera sido, el antagonismo entre el duque Michael y yo no hubiera podido acaecer, teniendo en cuenta los graves incidentes que lo rodearon, sin haber suscitado un mayor interés público. Entre las clases altas los duelos eran frecuentes, y las contiendas entre grandes hombres seguían la vieja costumbre de extenderse a sus amigos y sirvientes. Con todo, tras la refriega que acabo de contar, empezaron a propagarse tales habladurías, que considere necesario ponerme en guardia. Imposible ocultar a sus familiares la muerte de aquellos caballeros, así que hice publicar un edicto tajante declarando que la práctica del duelo había alcanzado niveles sin precedentes (el canciller redactó el documento por mí, y lo hizo muy bien) y prohibiéndola, salvo en caso de gravedad extrema. Envié a Michael mis disculpas, públicas y regias, y él me devolvió una respuesta deferente y cortés. Nuestro único punto en común —que subyacía a todas las diferencias y daba lugar a que nuestras acciones compartieran una armonía no deseada— era que ninguno de los dos podía permitirse el lujo de poner las cartas sobre la mesa. Como yo, él también era un «actor», y, a pesar de nuestros respectivos odios, nos confabulábamos para embaucar a la opinión pública. Ahora bien, desgraciadamente, la necesidad del secreto comportaba la necesidad de dilaciones; el rey podía morir en la prisión, o bien desaparecer misteriosamente sin llegar a recibir ningún género de ayuda. Durante algún tiempo me vi obligado a observar una tregua; mi único consuelo era que Flavia aplaudía calurosamente mi edicto contra los duelos y, cuando le expresé mi gozo por haber merecido su aprobación, me rogó que, si esta complacencia significaba algo para mí, prohibiera por entero aquella práctica.
—Espera hasta que nos casemos —le dije, sonriendo.
Un resultado de la tregua y del secreto que era su causa, y no el menos peculiar, fue que la ciudad de Zenda se convirtiera durante el día —y no sería yo quien se aventurara allí de noche— en una especie de zona neutral donde ambas partes podían sentirse a salvo. Yo mismo, cabalgando un día junto a Flavia y Sapt, me encontré con un conocido; el encuentro tenía su lado divertido, pero a la vez era embarazoso. Mientras cabalgaba, como digo, vi a un personaje de aspecto digno guiando un coche de dos caballos, que detuvo al verme y, apeándose, se acercó a mí haciendo una profunda reverencia. Reconocí al jefe de policía de Strelsau.
—El edicto de su majestad referente a los duelos está recibiendo, por nuestra parte, la atención más devota.
Si su atención más devota incluía su presencia en Zenda, decidí de inmediato prescindir de ella.
—¿Es eso lo que le trae a Zenda, prefecto? —pregunté.
—No, señor; he venido para complacer al embajador británico.
—¿Qué está haciendo el embajador británico dans cette galére[10]? —dije, sin darle importancia.
—Un joven compatriota suyo, señor, un hombre de cierta posición, ha desaparecido. Hace dos meses que sus amigos no tienen noticias suyas y hay motivos para creer que fue en Zenda donde lo vieron por última vez.
—¿Qué motivos?
—Un amigo suyo, de París, un tal mister Featherly, nos ha informado que es muy posible que viniera aquí, y los empleados de ferrocarril recuerdan haber visto su nombre en unas maletas.
—¿Cómo se llamaba?
—Rassendyll, señor —contestó.
Me di cuenta de que aquel nombre no le decía nada. Pero miró hacia Flavia, bajó la voz y continuó:
—Se cree que pudo haber venido siguiendo a una dama. ¿Ha oído hablar su majestad de una tal madame de Mauban?
—Pues sí —dije, y mi mirada se dirigió involuntariamente hacia el castillo.
—Llegó a Ruritania más o menos al mismo tiempo que ese Rassendyll.
Mi mirada se cruzó con la del prefecto. Me estaba observando con una expresión realmente inquisitiva.
—Sapt —dije—, he de comunicarle algo al prefecto. ¿Le importaría adelantarse un poco con la princesa? —y agregué, dirigiéndome al funcionario—: Vamos, ¿qué quiere decir?
Se aproximó, y yo me incliné sobre mi montura.
—¿Y si estuviera enamorado de la dama? —musitó—. Nadie sabe nada de él desde hace dos meses…
Esta vez fue la mirada del prefecto la que se dirigió al castillo.
—Sí, la dama está allí —dije, tranquilamente—. Pero no creo que mister Rassendyll… ¿era ése su nombre?…, esté también…
—Al duque —susurró— no le gustan los rivales, señor.
—En esto está en lo cierto —dije, con toda sinceridad—. Pero, sin duda, insinúa usted una acusación muy grave.
Extendió las manos como disculpándose. Entonces le susurré al oído:
—Se trata de un asunto serio. Vuelva a Strelsau.
—Pero, señor, ¿y si hubiera encontrado aquí una pista?
—Regrese a Strelsau —repetí—. Dígale al embajador que ha encontrado una pista, pero que debe darle carta blanca durante una semana o dos. Entretanto, yo me encargaré de averiguar lo que pueda.
—El embajador es muy insistente, señor. —Tendrá que tranquilizarle. Mire, prefecto, si sus sospechas son acertadas, se trata de un asunto que debemos considerar con cautela. No podemos permitirnos un escándalo. Regrese esta misma noche.
Prometió obedecerme, y piqué espuelas para reunirme con mis amigos, un punto menos preocupado. Como quiera que fuese, las pesquisas sobre mi persona cesarían durante una o dos semanas; aquel inteligente funcionario se había acercado a la verdad de forma sorprendente. Quizá algún día su intuición fuera de utilidad, pero, si ahora la seguía, al rey podía sucederle lo peor. Maldije de todo corazón a George Featherly por haberse ido de la lengua.
—Bien —preguntó Flavia—, ¿has terminado tus asuntos?
—Del modo más satisfactorio posible —contesté—. ¿Regresamos? Casi estamos cruzando el territorio de mi hermano.
Nos encontrábamos, de hecho, en el límite de la ciudad, justamente donde las colinas empiezan su ascenso hasta el castillo. Miramos hacia arriba, gozando de la imponente belleza de sus viejos muros y vimos que un cortege[11] descendía, serpenteante, colina abajo. Lentamente, se iba aproximando a nosotros.
—Regresemos —dijo Sapt.
—Preferiría quedarme —dijo Flavia.
Yo aproximé mi caballo al suyo.
Ahora podíamos distinguir al grupo, cada vez más próximo. Delante iban dos criados a caballo, con uniforme negro adornado únicamente con una escarapela de plata. Les seguía un carruaje tirado por cuatro caballos, donde, bajo un pesado palio, yacía un féretro; detrás cabalgaba un hombre, todo enlutado, con el sombrero en la mano. Sapt se descubrió, y nos quedamos quietos. Flavia, a mi lado, posó su mano sobre mi brazo.
—Supongo que será uno de los caballeros muertos en la reyerta —dije.
Hice a un lacayo señas de que se aproximase.
—Llégate hasta ellos y pregunta a quién escoltan.
Cabalgó hacia los sirvientes y después vi cómo se dirigía al caballero que marchaba detrás.
—Es Rupert Hentzau —musitó Sapt.
Era Rupert, en efecto, e inmediatamente después detuvo el cortejo con un gesto y vino hacia mí al trote. Llevaba levita abotonada hasta el cuello y pantalones. Parecía muy triste y, haciendo una reverencia, me saludó con profundo respeto. Pero súbitamente, sonrió, y yo sonreí también, porque Sapt se había llevado la mano al bolsillo izquierdo de su chaqueta y ambos imaginamos lo que allí guardaba.
—Su majestad pregunta que a quién acompañamos. Se trata de mi querido amigo Albert de Lauengram.
—Caballero —dije—, nadie lamenta más que yo este desdichado asunto. Buena prueba de ello es mi edicto; estoy decidido a hacerlo cumplir.
—¡Pobre hombre! —dijo Flavia quedamente.
Vi que Rupert le dirigía una mirada relampagueante que me hizo sonrojar, pues, si de mí hubiera dependido, Rupert Hentzau ni con la mirada siquiera la hubiera mancillado. Pero lo hizo, y aún tuvo la osadía de dejar traslucir la admiración en sus ojos.
—Las palabras de su majestad son de agradecer. Lloro por mi amigo, pero pronto otros yacerán como él.
—Sin duda es algo que todos debemos recordar —repliqué.
—Incluso los reyes, señor —dijo Rupert en tono admonitorio.
Al lado, el viejo Sapt soltó un juramento apenas perceptible.
—Cierto —dije—. ¿Cómo está mi hermano, caballero?
—Mejora, señor.
—Me congratulo.
—Pronto espera partir para Strelsau; en cuanto se encuentre plenamente restablecido.
—Así pues, ¿sólo está convaleciente?
—Quedan una o dos pequeñas secuelas —contestó aquel insolente, en el tono más condescendiente del mundo.
—Exprésele mi más sincero deseo —dijo Flavia— de que desaparezcan pronto esas molestias.
—El deseo de su alteza real es, humildemente, el mío propio —dijo Rupert, con una insolente mirada que encendió las mejillas de Flavia.
Incliné la cabeza a modo de despedida y Rupert, con una inclinación más pronunciada, hizo retroceder su caballo e indicó al cortejo que siguiera su camino. En un impulso repentino, cabalgué tras él. Rápidamente se dio media vuelta, temeroso de que incluso en presencia del finado y ante los ojos de una dama intentara sorprenderle.
—La otra noche luchó como un valiente —dije—. Vamos, caballero, todavía es usted muy joven. Si me entregara al cautivo con vida, nadie le haría a usted daño.
Me miró con sonrisa burlona; pero, de súbito, se acercó a mí.
—Estoy desarmado —dijo— y nuestro viejo Sapt podría acabar conmigo en un minuto.
—Yo nada temo —dije.
—¡No, maldita sea! —contestó—. Mire, en cierta ocasión le transmití una propuesta del duque.
—No escucharé nada que venga de parte de Michael el Negro —contesté.
—En tal caso, escúcheme a mí. —Bajó la voz hasta convertirla en poco más que un susurro—. Ataque el castillo por las bravas. Deje que Sapt y Tarlenheim vayan en cabeza.
—Siga —dije.
—Usted y yo nos pondremos de acuerdo.
—¡Es tan grande mi confianza en usted, caballero!
—¡Vamos! Ahora estoy hablando de negocios. Sapt y Fritz caerían. Pero también Michael el Negro…
—¿Cómo?
—Caería como un perro, como lo que es; el cautivo, como usted le llama, se irá por la escala de Jacob —bien lo sabe— hasta el infierno. Sólo quedarán dos hombres: yo, Rupert Hentzau, y usted, el rey de Ruritania.
Hizo una pausa y, a continuación, con voz que temblaba de ansiedad, añadió:
—¿No es una buena baza? Un trono y una princesa. Y, por lo que a mí respecta, digamos un buen pasar y la gratitud de su majestad.
—No hay duda —exclamé— de que, mientras esté usted sobre la tierra, al infierno le falta su amo.
—Bueno, piénselo —dijo—. Y escúcheme bien: haría falta algo más que algunos escrúpulos para apartarme de esa muchacha. —Y sus malvados ojos se posaron otra vez en mi amada.
—¡Fuera de mi vista! —grité.
Pero, al cabo de un instante, me eché a reír de su increíble audacia.
—¿Se volvería entonces contra su amo?
Maldijo a Michael por ser algo que no debiera decirse del fruto de una unión legal, por más que fuera morganática, y me confesó en un tono casi confidencial y aparentemente amistoso:
—¿Sabe? Se interpone en mi camino. ¡Es un animal celoso! A fe mía, que ayer noche a punto estuve de apuñalarle; ese ser abominable se mostró de lo más mal á propos.
Para entonces yo ya tenía un perfecto dominio sobre mí mismo; me estaba enterando de algunas cosas.
—¿Una dama? —pregunté, casi con desgana.
—Sí, y una beldad —asintió con la cabeza—. Pero usted ya la conoce.
—¡Ah! Fue en aquella merienda donde algunos de sus amigos se pusieron en el lado equivocado de la mesa.
—¿Qué se puede esperar de insensatos como Detchard y De Gautet? Allí hubiera querido encontrarme yo.
—¿Y el duque está de por medio?
—Bueno —dijo Rupert, meditabundo—, tal vez no sea ésa la forma más exacta de expresarlo. Yo soy quien quiere interferir.
—¿Y ella prefiere al duque?
—Sí, la muy tonta. Bueno, ya conoce usted mi plan.
Y, haciendo una reverencia, espoleó a su caballo y marchó al trote tras el cadáver de su amigo.
Regresé junto a Flavia y Sapt, meditando sobre la naturaleza de aquel extraño sujeto. He conocido muchos hombres inicuos, pero ninguno como Rupert Hentzau. Y si en alguna parte hay otro como él, quiera Dios que lo atrapen y lo cuelguen en el acto.
—Es encantador, ¿verdad? —dijo Flavia.
Bueno, claro que ella no le conocía como yo; pero me sentía molesto porque había pensado que las insolentes miradas de Rupert la habrían puesto furiosa, pero mi amada Flavia era mujer, así que… no estaba irritada. Muy al contrario, creía que el joven Rupert era muy agradable y sí, ciertamente lo era aquel rufián.
—Y cuán triste estaba por la muerte de su amigo —añadió.
—Ya tendrá ocasión de entristecerse por sí mismo —comentó Sapt, con una torva sonrisa.
En cuanto a mí, sentía crecer la desazón, tal vez inmotivada, pues tanto derecho tenía yo a contemplar a Flavia con amor como Rupert con codicia. Seguí desasosegado hasta que, al caer la tarde, cabalgando hacia Tarlenheim con Sapt detrás de nosotros por si alguien nos seguía, Flavia, poniendo su caballo junto al mío, dijo dulcemente, con una risita medio avergonzada:
—Rudolf, si no sonríes me pongo a gritar.
Pero ¿por qué estás tan mohíno?
—Fue algo que ese tipo me dijo —contesté. Pero, para cuando llegamos a la puerta y desmontamos, yo ya sonreía. Un criado me entregó una misiva sin indicación de destinatario.
—¿Es para mí?
—Sí, señor. La trajo un muchacho.
Rasgué el sobre:
Johann lleva esta nota por encargo mío. En una ocasión fui yo quien le puso en guardia. En nombre de Dios, y si usted es un hombre, sáqueme de esta guarida de asesinos.
A. de M.
Tendí la nota a Sapt, pero todo lo que aquel viejo y endurecido espíritu dijo como respuesta a la lastimera súplica fue:
—¿Quién tiene la culpa de que esté allí?
En todo caso, no estando yo mismo libre de culpa, me permití sentir pena por Antoinette de Mauban.