La buena gente de Ruritania se hubiera sorprendido de haber tenido conocimiento de la conversación mencionada, pues, de acuerdo con los informes, yo estaba grave y dolorosamente herido debido a un lance accidental acaecido mientras practicaba mi deporte favorito. Me ocupé de que en los informes se describiera mi herida como grave, provocando una gran expectación entre la población, y a raíz de esto sucedieron tres cosas: primero, que ofendí seriamente al cuerpo médico de Strelsau al negarme a llamar a ninguno de sus miembros, con excepción de un joven amigo de Fritz en quien podíamos confiar; en segundo lugar, recibí un mensaje del mariscal Strakencz en el sentido de que mis órdenes no surtían más efecto que las suyas, de modo que la princesa Flavia venía contra su voluntad hacia Tarlenheim protegida por su escolta (lo que no pude evitar que me hiciera sentir contento y orgulloso); y, en tercer lugar, mi hermano, el duque de Strelsau, si bien conocía perfectamente el origen de mi enfermedad, estaba persuadido tanto por los informes como por mi aparente inactividad de que yo era incapaz de actuar y mi vida corría cierto peligro. Esto lo supe por Johann, en quien me veía obligado a confiar y que había regresado a Zenda donde, a propósito, Rupert Hentzau le había azotado de lo lindo por atreverse a infringir las normas del castillo y pasar toda la noche fuera en aventuras amorosas. La paliza había hecho nacer en Johann un fuerte resentimiento, y el hecho de que el duque lo aprobara hizo más por inclinar al guardabosque a mi favor que todas mis promesas.
No me extenderé sobre la llegada de Flavia. La alegría que manifestó al encontrarme en pie y en posesión de mis fuerzas, y no postrado en el lecho luchando con la muerte, es algo que todavía hoy me produce tal turbación que me resulta difícil rememorar la imagen con claridad. Sus reproches por no haber confiado en ella bastan para excusar los medios que hube de emplear para acallarlos. La verdad es que tenerla junto a mí una vez más era como el consuelo celestial para un alma condenada, más dulce si se piensa en la inevitable fatalidad que había de seguir; me regocijé de poder estar dos días enteros con ella. Cuando estos dos días hubieron pasado, el duque de Strelsau dispuso una cacería.
El ataque se acercaba, por lo que Sapt y yo, tras agitadas consultas, decidimos que debíamos arriesgarnos a dar un golpe, impulsados sobre todo por las noticias que Johann trajo de que el rey cada vez estaba más pálido, ojeroso y enfermo, y de que su salud se resentía debido al riguroso confinamiento a que estaba sometido. Pues un hombre —sea o no sea rey— puede morir con rapidez de una bala o de una estocada, como corresponde a un caballero, o pudrirse en una celda. Este pensamiento hacía aconsejable emprender una pronta acción en interés del rey. Desde mi punto de vista era cada vez más necesaria, pues Strakencz me urgía a casarme a la mayor brevedad y mis propias inclinaciones le secundaban con tal insistencia que mi resolución peligraba. No creo que hubiera llegado a realizar lo que soñaba, pero sí es posible que hubiera huido y mi huida habría arruinado la causa. Además, yo no soy ningún santo (y si no, pregunten a mi cuñadita) y todavía podían haber sucedido cosas peores.
Tal vez la cosa más extraña que puede haber pasado en la historia de un país, cuando los demás países están en paz y la vida parece transcurrir plácida y tranquila, en una región en calma, sea que el hermano del rey y quien sustituye a éste libren una batalla desesperada por la persona y la vida del rey, todo ello bajo una aparente amistad. Porque así fue la batalla que acababa de empezar entre Zenda y Tarlenheim. Cuando vuelvo la vista al pasado, me parece que debía de estar loco. Sapt me había aconsejado que no aceptara interferencia alguna, ni escuchara ninguna reconvención, de modo que, si hubo una vez en Ruritania un rey que gobernara como un déspota, aquel hombre fui yo. Mirara donde mirase, nada veía que me hiciera grata la existencia, así que tomé mi vida en mis manos y la conduje sin el más mínimo cuidado, como un hombre que deja en cualquier parte un par de guantes viejos. Al principio se afanaban por cuidarme, por mantenerme a salvo, por persuadirme de que no corriera riesgos, pero cuando supieron lo que había dispuesto —tanto si conocían la verdad como si no— creció en ellos la convicción de que aquello era el destino y debían dejarme jugar mi juego con Michael a mi manera.
La noche siguiente, ya muy tarde, me levanté de la mesa, donde había estado sentado con Flavia, y la acompañé a sus aposentos. Le besé la mano deseándole felices sueños y un despertar dichoso. Después me cambié y salí; Sapt y Fritz me estaban esperando con los caballos y seis hombres más. Sapt llevaba sobre su montura un largo rollo de cuerda, y todos iban fuertemente armados. Yo llevaba una porra, maciza y corta, y un largo puñal. Dando un rodeo evitamos la ciudad, y al cabo de una hora estábamos subiendo lentamente la colina que conducía al castillo de Zenda. La noche era oscura y tormentosa; ráfagas de viento y gotas de lluvia nos azotaban según arrostrábamos la pendiente, y los altos árboles gemían y ululaban. Al llegar junto a un grupo de árboles muy espeso, más o menos a unos cuatrocientos metros del castillo, ordenamos a nuestros seis amigos que se escondieran allí con los caballos. En caso de peligro, Sapt silbaría y en unos segundos se reunirían con nosotros, pero hasta el momento no habíamos encontrado a nadie. Confiaba en que Michael hubiera bajado la guardia, creyéndome a buen recaudo en mi lecho. Como quiera que fuera, llegamos a la cima sin ningún incidente y nos encontramos al borde del foso por el lugar donde se curva bajo la calzada y separa a ésta del viejo castillo. A orillas del terraplén crecía un árbol y Sapt, en silencio y con celeridad, aseguró fuertemente la cuerda a él. Me despojé de las botas, tomé un trago de brandy, desabroché el puñal dentro de la vaina y sujeté la porra entre los dientes. Estreché las manos de mis amigos y, sin prestar atención a una última mirada de súplica por parte de Fritz, me agarré a la soga. Iba a echar un vistazo a la escala de Jacob.
Suavemente me sumergí en el agua. Aunque la noche era infame, el día había sido cálido y soleado y el agua no estaba fría. Salí a la superficie y empecé a nadar rodeando los poderosos muros que se erguían amenazadores. Mi visión no alcanzaba más allá de un par de metros: tenía por tanto grandes esperanzas de no ser visto mientras me deslizaba pegado a la mampostería, húmeda y cubierta de musgo. Del otro lado, en la parte moderna del castillo, se veían luces y, de vez en cuando, oía risas y voces alegres. Me pareció reconocer el tono cantarín del joven Rupert Hentzau y le imaginé bajo los efluvios del vino. Recapitulando el asunto que me traía entre manos, me permití descansar un momento. Si la descripción de Johann era correcta, debía de estar muy cerca de la ventana. Me movía con gran lentitud; y allí, frente a mí, en la oscuridad, surgió una forma: era el canalón, que descendía curvándose desde la ventana al agua; podían verse unos cuatro pies de su superficie y su diámetro era tan grueso como dos hombres. Estaba a punto de acercarme, cuando divisé algo más y mi corazón se detuvo. Del otro lado del tubo, se destacaba la quilla de un bote; y, escuchando con atención, pude oír un débil resoplido, como el de un hombre que cambiaba de postura. ¿Quién era aquel hombre que hacía guardia frente al invento de Michael? ¿Estaba despierto o dormido? Comprobé si mi puñal estaba a punto y pedaleé en el agua y, al hacerlo, sentí que hacía pie en el fondo. Los cimientos del castillo se hundían unos cuarenta centímetros, configurando un saliente, y yo estaba allí, sobre él, con los hombros y la cabeza fuera del agua. Entonces me agaché para observar a través de la oscuridad bajo el tubo en un punto en que, al curvarse, dejaba un resquicio.
Había un hombre en el bote y, a su lado, un rifle: distinguí el brillo del cañón. ¡Era el centinela! Estaba sentado, inmóvil. Escuché: su respiración era pesada, regular, monótona. ¡Estaba dormido! Arrodillándome sobre el fondo, pasé por debajo del canalón hasta que mi rostro estuvo a unos sesenta centímetros del suyo. Era un hombre corpulento, según pude apreciar. Se trataba de Max, el hermano de Johann. Llevé la mano, furtivamente, al cinturón y saqué el puñal. De todos los actos de mi vida éste es el que menos me gusta recordar. Sin preguntarme si era la acción de un hombre o la de un traidor, me dije a mí mismo: «Es la guerra, y la vida del rey está en la picota». Así que me puse de pie junto al bote que estaba amarrado al saliente. Conteniendo la respiración, levanté el brazo. El hombretón se agitó y abrió unos ojos desorbitados de asombro, un asombro cada vez mayor. Jadeó con dificultad a la vista de mi cara y trató de empuñar su rifle. Lo apuñalé. Desde el otro lado de la orilla llegaba el estribillo de una canción de amor.
Le dejé allí tendido —una masa informe— y regresé a la escala de Jacob. No disponía de mucho tiempo. Era muy posible que el turno de vigilancia de aquel sujeto estuviera a punto de concluir y en cualquier momento podía llegar el relevo. Me incliné sobre el conducto y lo examiné desde el extremo que estaba próximo al agua hasta el extremo superior, por donde atravesaba o parecía atravesar la mampostería del muro: no tenía ni una grieta, ni un resquicio. Arrodillándome, comprobé la parte inferior y mi respiración se aceleró, pues por debajo, en el punto donde el tubo hubiera debido penetrar en la mampostería, había un destello de luz. ¡Y aquella luz tenía que proceder de la celda del rey! Apoyé mi hombro contra el tubo y empujé con todas mis fuerzas. El resquicio se ensanchó, pero muy poco y, sin pensarlo más, desistí. Bastante había hecho con comprobar que el tubo no estaba fijado a la mampostería por la parte inferior.
Entonces escuché una voz, una voz dura y áspera:
—Muy bien, señor; si ya se ha cansado de mi compañía le dejaré que descanse. Pero antes tengo que asegurar un poco sus ornamentos.
¡Era Detchard! Percibí enseguida su acento inglés.
—¿Quiere pedir algo antes de que salgamos, señor?
Se oyó la voz del rey. Era la suya, sin duda, aunque débil y cavernosa, con un timbre muy distinto del firme y alegre que yo había escuchado en el claro del bosque.
—Ruegue a mi hermano —dijo el rey— que me mate de una vez. Aquí me estoy muriendo poco a poco.
—El duque no desea aún su muerte, señor —contestó Detchard burlándose—. Cuando llegue el momento, este camino os llevará hasta el cielo.
El rey contestó:
—Así sea. Y ahora, si tus órdenes te lo permiten, te ruego que me dejes.
—¡Que soñéis con el Paraíso!
La luz desapareció. Escuché correr hasta el fondo los cerrojos de la puerta. Y entonces oí al rey sollozar. Se creía a solas, ¿quién iba a mofarse de él?
No me atreví a hablarle. El riesgo de que se le escapara alguna exclamación, dada la sorpresa, era enorme. Aquella noche me pareció que ya había hecho suficiente; mi tarea consistía ahora en ponerme a salvo y llevarme el corpachón del muerto. Dejarlo allí hubiera sido demasiado elocuente. Desatranqué el bote y subí a él. El viento soplaba ahora como un vendaval y el riesgo de que oyeran el chapoteo de los remos era mínimo. Remé hasta donde me esperaban los míos, y en ese momento escuché un silbido agudo sobre el foso, detrás de mí.
—¡Hola, Max! —oí que gritaban.
A mi vez yo también llamé a Sapt en voz baja. Echó la cuerda, la até alrededor del cadáver y a continuación subí yo.
—Silbe usted también —susurré— para llamar a nuestros hombres y halad la cuerda. No diga nada ahora.
Izaron el cadáver. Justo cuando habíamos logrado subirlo hasta el camino, aparecieron tres hombres a caballo procedentes del castillo. Nosotros los vimos, mas como íbamos a pie ellos no advirtieron nuestra presencia. Pero también oímos acercarse a nuestros hombres.
—¡Por todos los demonios! ¡Qué oscuridad! —exclamó una voz resonante.
Era el joven Rupert. Un momento después empezaron a sonar disparos: nuestra gente se había topado con ellos. Me adelanté corriendo seguido por Sapt y Fritz.
—¡Al ataque! ¡Al ataque! —Era otra vez Rupert; el gruñido que siguió era una muestra más que elocuente de que él no remoloneaba.
—¡Me han dado, Rupert! —gimió una voz—. Son tres contra uno. ¡Sálvate tú!
Yo corría hacia allá, sujetando la porra. De pronto, un caballo vino hacia mí; en él un jinete se inclinaba sobre el hombro.
—¿También tú estás tocado, Krafstein? —gritó.
No hubo respuesta.
Yo salté a la cabeza del caballo. Era Rupert Hentzau.
—¡Por fin! —exclamé.
Pues todo indicaba que le habíamos atrapado. Sólo tenía su espada y mis hombres le rodeaban. Sapt y Fritz venían corriendo, y yo les había adelantado, por si se acercaban lo suficiente para dispararle: Rupert tendría que morir o rendirse.
—¡Al fin! —grité.
—¡Es el actor! —gritó él a su vez, asestando un mandoble a mi porra. La partió en dos limpiamente y yo, pensando que vale más cobarde vivo que valiente muerto, agaché la cabeza y (me sonroja decirlo) me escabullí corriendo para salvar la vida. Rupert Hentzau tenía el diablo metido en el cuerpo, porque espoleó a su caballo y, al volverme, le vi cabalgar a galope tendido hasta el borde del foso y saltar mientras los disparos de nuestros hombres caían sobre él, como si fueran pedruscos. De haber brillado un solo rayo de luna le hubiéramos acribillado a balazos, pero en aquella oscuridad, cuando llegamos al recodo del castillo, había desaparecido de nuestra vista.
—¡Que el demonio lo lleve! —se resignó Sapt.
—Es una lástima —dije— que sea un villano. ¿A quién hemos cogido?
Teníamos a Lauengram y a Krafstein. Los dos estaban muertos y, puesto que ya no había posibilidad de ocultarlo, los arrojamos al foso junto con Max, y, cabalgando todos en formación cerrada, descendimos por la colina, llevando entre los nuestros los cadáveres de tres aguerridos caballeros. Llegamos a casa con el corazón oprimido por la muerte de nuestros amigos, el alma dolorida por el estado del rey, y acongojados por la rapidez con que el joven Rupert había aceptado el envite y nos había vuelto a ganar.
En cuanto a mí, me sentía humillado y furioso por no haber matado a nadie en combate abierto, y haberme limitado a apuñalar a un hombre mientras dormía.