A la mañana siguiente de mi juramento contra los Seis di ciertas órdenes, y luego descansé con mayor contento del que había experimentado durante los últimos tiempos. Estaba actuando; y la acción, aunque no cura el amor, al menos lo adormece. Sapt, que estaba frenético, se quedó estupefacto al verme repantigado en un sillón, al sol, y escuchando las amorosas tonadas que con suave voz cantaba uno de mis amigos y que me provocaban una placentera melancolía. En eso estaba cuando el joven Rupert Hentzau, que no temía ni a hombre ni a demonio, y que cabalgaba por los dominios del château como si se hallara en el parque de Strelsau, sabiendo perfectamente que podía haber un tirador detrás de cada árbol, llegó al trote hasta nosotros, me dedicó una burlona reverencia y solicitó hablar en privado conmigo para transmitirme un mensaje del duque de Strelsau. Hice que nos dejaran solos y entonces dijo, sentándose a mi lado:
—¿El rey está enamorado, según parece?
—No de la vida, señor mío —respondí sonriendo.
—Eso está bien —contestó—. Venga, Rassendyll, nadie nos oye…
Me incorporé vivamente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Iba a pedir a un miembro de mi séquito que le trajera su caballo, señor. Si ignora cómo dirigirse al rey, mi hermano debe buscar otro mensajero.
—¿Por qué continuar la farsa? —preguntó sacudiéndose displicentemente las botas con un guante.
—Porque todavía no ha concluido y, en el ínterin, seré yo quien escoja mi propio nombre.
—Como queráis. Sin embargo, mis palabras no pretendían ser un insulto, porque verdaderamente somos dos almas gemelas.
—Tal vez lo seamos, señor mío —respondí—, si dejamos a un lado el hecho de que yo conservo cierta honra, y de que guardo lealtad a los hombres y respeto a las mujeres.
Me lanzó una mirada repleta de ira.
—¿Ha muerto vuestra madre? —le pregunté.
—Sí, por desgracia.
—Vuestra madre puede dar gracias a Dios —comenté yo, oyéndole maldecirme por lo bajo—. Bien, ¿cuál es el mensaje? —continué.
Le había herido en lo más vivo, porque era de dominio público que había roto el corazón de su madre obligándola a aceptar en casa la presencia de su amante; sus aires displicentes se habían esfumado por el momento.
—El duque os ofrece mucho más de lo que yo os ofrecería —gruñó—. Mi sugerencia para vos, majestad, fue el patíbulo, pero el duque os brinda un salvoconducto hasta el otro lado de la frontera y un millón de coronas.
—Prefiero vuestra oferta, señor, si he de elegir alguna.
—¿Rehusáis?
—Naturalmente.
—Le advertí a Michael que así lo haríais. —Y el malvado, habiendo recobrado la compostura, me dedicó la más esplendorosa de las sonrisas—. Lo que ocurre es que, hablando en confianza —continuó—, Michael es incapaz de entender a un caballero.
Me eché a reír.
—¿Y vos? —pregunté.
—Yo sí —respondió—. Bien, que sea entonces el patíbulo.
—Deploro que no vayáis a vivir para verlo —señalé.
—¿Me honra vuestra majestad desafiándome a un duelo?
—Lo haría si tuvierais algunos años más.
—Oh, Dios da años, pero el diablo los multiplica —se mofó—. Sabré estar a la altura de las circunstancias.
—¿Cómo está vuestro prisionero? —inquirí.
—¿El rr…?
—Vuestro prisionero.
—Olvidaba vuestros deseos, majestad. Está vivo.
Se levantó; yo lo imité. Entonces, con una sonrisa, me dijo:
—¿Y la bella princesa? A fe mía, apuesto que el próximo Elphberg será pelirrojo, por mucho que Michael el Negro sea tenido por el padre.
Di un salto hacia él, apretando los puños. No retrocedió ni un milímetro, y en sus labios se dibujó una sonrisa insolente.
—¡Esfúmate, mientras todavía estés entero! —mascullé. Me había devuelto, y con creces, mi alusión a su madre.
Aconteció entonces la cosa más audaz que he visto en mi vida. Mis amigos se hallaban apenas a una docena de metros; Rupert le indicó a un mozo que le trajera su montura, recompensándole con una corona. El caballo estaba cerca. Yo permanecí inmóvil, sin sospechar nada. Rupert hizo ademán de montar, pero súbitamente se volvió hacia mí, con la mano izquierda apoyada en el cinturón y la derecha extendida.
—Venga esa mano —dijo.
Yo incliné la cabeza, e hice lo que él había previsto: llevar ambas manos a la espalda. Entonces, con la rapidez del relámpago, su mano izquierda se disparó hacia mí y una pequeña daga centelleó en el aire, hiriéndome en el hombro; si no me hubiera hecho a un lado me habría atravesado el corazón. Lancé un grito y retrocedí tambaleándome. Saltó sobre su caballo sin tocar los estribos y partió como una flecha perseguido por gritos y disparos, tan inútiles los unos como los otros. Yo me desplomé sobre una silla sangrando profusamente, mientras aquel hijo de Satanás se perdía en la distancia. Mis amigos me rodearon y entonces perdí el conocimiento.
Supongo que me llevaron a la cama y que yací inconsciente, o semiinconsciente, durante muchas horas, porque había anochecido cuando recobré del todo la conciencia. Fritz se hallaba a mi lado. Aunque me sentía débil y exhausto, Fritz me ayudó a cobrar ánimos explicándome que mi herida sanaría pronto y que, entretanto, todo había ido bien, porque Johann, el guardabosque, había mordido el cebo que le habíamos preparado y ahora estaba en la casa.
—Y lo extraño —prosiguió Fritz— es que tengo la impresión de que no le disgusta del todo encontrarse aquí. Parece pensar que los testigos del coup de Michael el Negro (excepto, naturalmente, los Seis) no van a pasarlo excesivamente bien.
Esta posibilidad indicaba una sagacidad en nuestro cautivo que me hizo concebir esperanzas de colaboración por su parte. Ordené que lo trajeran al punto. Entró escoltado por Sapt, que lo hizo sentarse en una silla junto a mi lecho. Johann se mostraba atemorizado y hosco pero, a decir verdad, tras la hazaña de Rupert también nosotros abrigábamos nuestros temores y, del mismo modo que él se mantenía lo más alejado posible del descomunal revólver de Sapt, éste lo mantenía lo más lejos posible de mí. Es más, cuando entró, tenía las manos atadas, pero esto no lo permití.
No me extenderé en los pormenores de las garantías y las recompensas que le prometimos —todas las cuales fueron escrupulosamente mantenidas y satisfechas, de manera que hoy vive con holgura (aunque callaré dónde)—, y nos mostramos liberales al comprender que era un hombre más débil que malo; había actuado más por temor al duque y a su propio hermano Max que por voluntad de hacer lo que hacía. Pero había persuadido a todos de su lealtad y, si bien había sido excluido de sus conciliábulos secretos, su conocimiento de la organización interna del castillo le colocaba en situación de revelarnos los más importantes detalles de sus planes. Nos contó, en resumen, lo siguiente:
En el subsuelo del castillo, tras descender por un tramo de escaleras de piedra que nacían del extremo del puente levadizo, había dos pequeñas celdas talladas en la roca viva. La habitación exterior carecía de ventanas, pero estaba permanentemente iluminada con velas; la interior tenía un ventanuco cuadrado que daba al foso. En la primera estaban siempre, día y noche, tres miembros de los Seis. Las instrucciones de Michael eran que, en caso de ataque contra la estancia exterior, los tres debían defender la puerta cuanto pudieran sin arriesgar la vida, pero, en el momento en que la puerta corriera peligro, Rupert Hentzau o Detchard (pues siempre estaba allí uno u otro) debían dejar a los otros resistiendo, pasar a la celda interior y, sin alharacas, acabar con el rey, que, aunque bien tratado, no tenía armas y estaba inmovilizado por gruesas cadenas de acero que no le permitían separar los codos de los costados más que unos centímetros. De modo que, antes de que la primera puerta fuera derribada, el rey habría muerto. Pero ¿y su cuerpo? Porque su cadáver sería una prueba condenatoria tan irrefutable como él mismo.
—No, señor —dijo Johann—, su alteza ha pensado en ello. —Mientras los dos defienden el cuarto exterior, el que ha matado al rey abre el ventanuco, protegido por una reja que gira sobre sus goznes. Ahora bien, este ventanuco no deja pasar la luz porque ha sido cegado con una conducción de obra lo suficientemente ancha para permitir el paso de un cuerpo; este canalón desemboca en el foso, a ras mismo de agua. Muerto el rey, su asesino lastra rápidamente el cadáver, lo arrastra hasta el ventanuco, lo iza con una polea (que Detchard ha ordenado instalar en previsión de que el peso resulte excesivo) y, colocándolo ante la embocadura del conducto, lo introduce en ella con los pies por delante. El cuerpo se desliza hasta el agua silenciosamente y allí, sin chapoteos, se hunde como un plomo hasta el fondo del foso, que tiene en ese punto unos siete metros de profundidad. Una vez hecho esto, el asesino grita: «¡Todo bien!», y también él se deja caer por la conducción. Los otros, si el ataque no es demasiado violento, corren al cuarto interior, atrancan la puerta para ganar unos instantes y se deslizan asimismo conducción abajo. Aunque el rey no vuelve a la superficie, ellos sí, y alcanzan a nado la otra orilla, donde habrá hombres esperándoles con cuerdas para sacarlos del foso y con caballos. Si las cosas van mal, el duque se reunirá con ellos y buscarán la salvación a uña de caballo pero, si todo sale bien, regresarán al castillo, donde tienen atrapados a sus enemigos. Éstos, señor, son los planes que su alteza reserva para el rey en caso de necesidad. No se pondrán en práctica, sin embargo, más que en último extremo, porque, como todos sabemos, no pretende matar al rey, salvo que pueda acabar también con usted un poco antes o un poco después. Ahora, señor, pongo a Dios por testigo de que he dicho verdad y os suplico que me protejáis de la venganza del duque porque, si se entera de lo que he hecho y caigo en sus manos, sólo podría aspirar a una muerte pronta, ¡y eso no lo obtendría de él!
El hombre contó su historia a trompicones, pero con nuestras preguntas obtuvimos todos los detalles suplementarios. Lo que nos había dicho sucedería en caso de un ataque armado, pero, si se suscitaban sospechas y las fuerzas atacantes eran abrumadoramente superiores —tales como las que yo, el rey, podía reunir—, abandonarían toda idea de resistencia, asesinarían discretamente al rey y lanzarían su cadáver por la conducción. Entonces, y éste era un detalle en verdad ingenioso, uno de los Seis ocuparía su lugar en la celda y, frente a la partida de rescate, exigiría a gritos libertad y justicia; Michael, al ser interrogado, confesaría haber actuado precipitadamente, pero aduciría que el prisionero lo había encolerizado al requerir los favores de una dama del castillo (Antoinette de Mauban) y que le había confinado en aquella estancia suponiendo que, como señor de Zenda, tenía derecho a hacerlo. Pero si se disculpaba no tenía ningún empeño en retenerlo, poniendo así fin a las habladurías que, para exasperación de su alteza, aseguraban la existencia de un prisionero en Zenda y que habían inducido a sus visitantes a tomarse la molestia de efectuar una investigación. Éstos, chasqueados, se retirarían, y Michael podría librarse del cadáver del rey con entera tranquilidad.
Sapt, Fritz y yo cruzamos miradas de horror y estupefacción ante lo cruel y lo astuto del plan. Ya fuera yo allí en son de paz o de guerra, mandando abiertamente un corps o al frente de un ataque subrepticio, el rey estaría muerto antes de que pudiera acercarme a él. Si Michael demostraba ser el más fuerte y vencía a los míos, todo habría terminado. Si era yo el vencedor, no tendría modo de castigarle, ni medio de probarle culpa alguna sin poner de manifiesto la mía. Por otra parte, yo seguiría siendo el rey, (¡ah!, por un momento se me aceleró el pulso) y correspondería al futuro ser testigo del combate final entre él y yo. Michael parecía haberse asegurado el triunfo y haber excluido toda posibilidad de fracaso. En el peor de los casos, quedaría en la misma situación que antes de que me cruzara en su camino: sólo un hombre se interpondría entonces entre el trono y él, y ese hombre sería un impostor. Si, finalmente, el desenlace resultaba ser el más favorable para el duque, no quedaría nadie que se le opusiera.
Había empezado a pensar que Michael el Negro era más que aficionado a dejar la lucha a cargo de sus amigos, pero ahora me daba cuenta de que el cerebro de la conspiración, si no sus manos, era él.
—¿Sabe el rey todo esto? —inquirí.
—Mi hermano y yo —contestó Johann— levantamos la conducción siguiendo instrucciones de mi señor de Hentzau, que aquel día estaba de guardia. El rey quiso saber qué significaba aquello. «A fe mía —respondió el duque con una carcajada burlona—, que se trata de una versión mejorada de la escala de Jacob, que como sabréis, majestad, los hombres usan para subir de la tierra al cielo. No hemos creído adecuado que vuestra majestad se marchara, en caso de que hubiera de abandonarnos, por la ruta acostumbrada, así que os estamos preparando un bonito pasadizo privado en el que no habréis de sufrir ni las miradas ni el estorbo del vulgo. Éste, señor, es el propósito del conducto». Dicho lo cual se echó a reír, hizo una reverencia y solicitó permiso para llenarle nuevamente la copa, pues en ese momento el rey estaba cenando. Y aunque el rey es, como todos los de su dinastía, hombre valeroso, enrojeció primero y se puso lívido después mientras sus ojos iban del conducto al jovial demonio que se mofaba de él. Ah, señor —y el guardabosque se estremeció—, no es fácil dormir tranquilo en el castillo de Zenda, pues cualquiera de ellos degollaría a un hombre con la misma facilidad con que jugaría una partida de cartas. Para mi señor Rupert ese pasatiempo es preferible a cualquier otro…, incluso, ay, al de mancillar el honor de una mujer, aunque también lo practique con frecuencia.
El hombre calló. Le pedí a Fritz que se lo llevara y lo mantuviera estrechamente vigilado; volviéndome hacia él, añadí:
—Si alguien le preguntara si hay un prisionero en Zenda, puede responder que sí; si le interrogaran sobre la identidad de este prisionero, guardará silencio, porque todas mis promesas no le salvarán si revela la verdad sobre el prisionero de Zenda a alguno de mis hombres. ¡Lo mataré como a un perro si se atreve a susurrarlo siquiera en esta casa!
Después, cuando se hubo marchado, miré a Sapt.
—¡Es duro de pelar! —dije.
—Tan duro —respondió él, meneando su canosa cabeza— que, o mucho me equivoco, o el año que viene por estas fechas ¡continuará usted siendo rey de Ruritania! —y prorrumpió en maldiciones contra el artero Michael.
Yo me recosté en las almohadas.
—Me parece —observé— que son dos los caminos por los que el rey puede salir vivo de Zenda. Uno, la traición de algún seguidor del duque.
—Ése ya puede descartarlo —dijo Sapt.
—Espero que no —repliqué—, porque iba a decir que el otro es… ¡un milagro divino!