XII

A unos ocho kilómetros de Zenda, en el lado opuesto al lugar donde está el castillo, hay una gran extensión boscosa. El bosque crece por la pendiente y en el centro de la heredad, en la cima de la colina, se eleva un bello château de estructura moderna, propiedad del conde Stanislas von Tarlenheim. El conde Stanislas era un estudioso solitario que apenas visitaba su mansión y, a petición de Fritz, de inmediato y con toda cortesía, nos ofreció su hospitalidad a mí y a mi séquito. Así pues, allá nos dirigimos, con la intención aparente de cazar jabalíes (ya que el bosque estaba admirablemente conservado y los jabalíes, antaño abundantes en toda Ruritania, todavía se encontraban allí en número considerable), pero, en realidad, porque nos hallábamos a una distancia muy conveniente de la magnífica mansión del duque de Strelsau al otro lado de la ciudad. Un nutrido grupo de sirvientes con caballos y equipaje salieron por la mañana temprano; nosotros los seguimos a mediodía, viajamos en tren cincuenta kilómetros y el resto del recorrido hasta el château lo hicimos a caballo.

Éramos una partida aguerrida. Además de Sapt y Fritz me acompañaban diez caballeros, todos ellos elegidos con sumo tacto y sondeados por mis dos amigos con no menor detenimiento, y todos ellos partidarios devotos de la persona del rey. A fin de espolear su lealtad y su animadversión contra Michael, se les puso al tanto de una parte de 3 la verdad: que habían atentado contra mi vida en el cenador. También se les dijo que se sospechaba que en el castillo de Zenda se encontraba retenido, a la fuerza, un amigo del rey y que uno de los objetivos de la expedición era rescatarle; sin embargo, se añadió, el objetivo del rey era, principalmente, llevar a buen término ciertas medidas contra su traicionero hermano, medidas sobre cuya naturaleza no podía dárseles mayor información por el momento. Por ahora les bastaba saber que el rey requería de sus servicios y confiaba en que, llegado el momento, sabrían demostrar su lealtad. Jóvenes de buena cuna, valientes y leales, no hicieron preguntas; estaban prestos a probar su obediencia ciega y deseaban que fuera el combate el medio que se les diera para ponerlo de manifiesto.

De modo que el escenario se trasladó de Strelsau al château de Tarlenheim y al castillo de Zenda, que se alzaba ante nosotros amenazante, al otro lado del valle. También yo intenté ignorar mis sentimientos, olvidar mi amor y hacer acopio de todas mis energías para la tarea que se avecinaba, que no era otra que sacar al rey del castillo con vida. Habíamos descartado la fuerza; se trataba de utilizar alguna estratagema, y yo me había hecho mi composición de lugar sobre nuestra empresa; pero, al mismo tiempo, me sentía coartado debido a la repercusión pública de mis movimientos. A estas alturas, Michael debía de estar ya al corriente de mi llegada; y lo conocía lo bastante bien para saber que no se dejaría engañar por el señuelo de la caza del verraco, y estaría perfectamente al tanto de la verdadera naturaleza de la presa. No obstante, había que correr el riesgo —y todo lo que entrañaba—, pues tanto Sapt como yo habíamos llegado a la conclusión de que el presente estado de cosas era insostenible. Y había aún algo que yo sospechaba, no del todo injustificadamente, como ahora sé: Michael el Negro no creería que yo abrigaba buenas intenciones hacia el rey, pues era incapaz de apreciar, no diría yo a un hombre honrado —ya he revelado los pensamientos que albergaba mi corazón—, sino a un hombre que actuaba con honradez. Al igual que yo y que Sapt, él se daba cuenta de la oportunidad que se me brindaba; conocía a la princesa y, más aún (y confieso que sentí por él una especie de confusa piedad), a su modo, él también la amaba. Se imaginaría que Fritz y Sapt eran sobornables, ya que la recompensa sería sustanciosa. Puestas así las cosas, ¿se atrevería a matar al rey, que era para mí un rival y una amenaza? Sí, claro que lo haría; no sentiría mayor pesar que si aplastara a una rata, pero antes tenía que acabar con Rudolf Rassendyll y sólo la certeza de que el rescate del rey y su restitución al trono acabaría de hundirle podría llevarle a descartar la baza que mantenía en reserva para estorbar el previsible juego del insolente impostor Rassendyll. Reflexionando sobre todo esto, mientras cabalgaba, recobré el ánimo.

Ni que decir tiene que Michael sabía de mi llegada. No llevaba más de una hora en la casa cuando recibí una aparatosa embajada suya. Sin embargo, no cometió el atrevimiento de enviarme a los que pudieron ser mis asesinos, sino que mandó a los otros tres de los famosos Seis: los caballeros ruritanos Lauengram, Krafstein y Rupert Hentzau. Formaban un trío soberbio: fornidos, con sus cabalgaduras espléndidas y equipados hasta el menor detalle. El joven Rupert, que parecía un diablo intrépido y osado y que no tendría más de veintidós o veintitrés años, iba a la cabeza y nos espetó una perorata de lo más correcto e impecable. Mi amado hermano y súbdito leal, Michael, duque de Strelsau, me rogaba le perdonara por no acudir en persona a recibirme, aún más, por no poner a mi disposición su castillo; la razón de estos aparentes descuidos era que él y algunos de sus servidores padecían escarlatina y se encontraban en un estado lamentable, además de contagioso. Así lo anunció el joven Rupert con una sonrisa insolente torciéndole la boca y sacudiendo su espesa cabellera; se trataba de un villano de buen ver y corría el rumor de que más de una dama le había entregado su corazón sin dudarlo.

—Si mi hermano padece escarlatina —dije—, tendrá un tono de cutis más parecido al mío de lo que él quisiera. Confío en que no sufra.

—Está en condiciones de atender sus asuntos, señor.

—Espero que no todos en su casa se encuentren enfermos. ¿Qué hay de mis nuevos amigos De Gautet, Bersonin y Detchard? He oído que este último ha sido herido…

Lauengram y Krafstein parecían taciturnos e incómodos, pero la sonrisa del joven Rupert se amplió generosamente.

—Espera encontrar el remedio que lo cure de inmediato, señor —contestó.

Y no pude por menos de reírme, pues conocía muy bien el nombre de la medicina que Detchard anhelaba: se llamaba revancha.

—¿Cenarán con nosotros, caballeros?

El joven Rupert se deshizo en disculpas: tenían asuntos muy urgentes que atender en el castillo.

—Entonces —dije, haciendo un gesto con la mano—, hasta la próxima vez que nos veamos. Tal vez entonces tendremos oportunidad de conocernos mejor.

—Pues que sea pronto —apuntó Rupert con ligereza, y pasó a grandes zancadas junto a Sapt con tal expresión de sarcasmo, que vi cómo el viejo coronel cerraba el puño y su rostro se ensombrecía.

En cuanto a mí, pensé que, si en algún momento un hombre se halla en la necesidad de convertirse en un villano, es preferible que sea un villano agradable, y Rupert Hentzau me resultaba infinitamente más agradable que sus dos compañeros, con sus caras largas y sus ojos mezquinos. A mi modo de ver, el pecado no es más grave cuando se comete á la mode y con estilo.

El caso es que no dejaba de ser curioso que en mi primera noche, en vez de disfrutar de la excelente cena que mis cocineros habían preparado, tuviera que dejar que mis caballeros comieran solos bajo la supervisión de Sapt, mientras cabalgaba con Fritz hasta una pequeña posada en la villa de Zenda que yo conocía bien. La excursión no entrañaba excesivo peligro: las tardes eran muy largas y luminosas y aquella parte de la carretera de Zenda estaba muy frecuentada. De modo que emprendimos el camino con un lacayo que nos seguía. Yo me envolví en una gran capa.

—Fritz —le dije, al entrar en la villa—, en esta posada hay una muchacha cuya belleza se sale de lo común.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Porque he estado aquí —le dije.

—¿Después de…?

—No, antes.

—Entonces, ¿podrían reconocerle?

—Naturalmente. Está bien, no discuta, mi buen amigo; limítese a escucharme. Somos dos caballeros del séquito real y a uno de nosotros le duelen las muelas. El otro pedirá la cena y una habitación y, más aún, una botella del mejor vino para el enfermo. Y, si es tan inteligente como a mí se me antoja, será la bella joven y no otra quien nos la servirá.

—¿Qué pasaría si no es ella? —objetó Fritz.

—Querido Fritz —le dije—. Si no lo hace por usted, lo hará por mí.

Entramos en la posada. Embozado como estaba, los ojos eran lo único visible de mi rostro. La posadera nos recibió; dos minutos más tarde, mi pequeña amiga hizo su aparición (aunque, mucho me temo, pensando en la perspectiva de que aquellos huéspedes pudieran ser interesantes). Pedimos vino con la cena.

Me acomodé en la habitación reservada. Un minuto más tarde, Fritz se reunió conmigo.

—Aquí viene —dijo.

—De lo contrario, me hubiera visto obligado a poner en duda el buen gusto de la condesa Helga.

La muchacha entró. Consideré más oportuno esperar a que dejara el vino, porque no quería que se derramara. Fritz llenó un vaso y me lo ofreció.

—¿Sufre mucho el caballero? —preguntó la muchacha, dando muestras de simpatía.

—El caballero no está peor que cuando la vi por última vez —dije, echando a un lado el embozo de mi capa.

Asustada, lanzó un gritito.

—¡Así pues, era el rey! Se lo dije a mi madre cuando vi este retrato. ¡Oh, señor, perdónenos!

—Ten por seguro que no hiciste nada que me lastimara mucho —le contesté.

—Pero ¿y las cosas que dijimos?

—Ya he olvidado el motivo por el cual las dijiste.

—Debo ir a prevenir a mi madre.

—¡Deténte! —le dije, adoptando un tono grave—. Esta noche no estamos aquí para pasar el rato. Tráenos la cena, pero no digas ni una sola palabra de que el rey está aquí.

Regresó a los pocos minutos; parecía muy seria, pero devorada por la curiosidad.

—Y bien, ¿qué es de Johann? —pregunté, mientras empezaba a cenar.

—¡Ah, sí, aquel tipo, señor…, quiero decir, majestad!

—Con señor es bastante, si haces el favor. ¿Cómo está él?

—Apenas si le vemos ahora, señor.

—¿Y cuál es la razón?

—Le dije que venía demasiado a menudo, señor —contestó ella con un movimiento de cabeza.

—¿De modo que está mohíno y se mantiene alejado?

—Así es, señor.

—Pero puedes hacerle volver —inquirí, con una sonrisa.

—Tal vez sí —contestó.

—Bien sé cuántos son tus encantos. —Y ella se sonrojó, halagada.

—No es ésa la razón de que se mantenga lejos.

Tiene mucho trabajo en el castillo.

—Pero allá no se caza ahora.

—No, señor, pero Johann está a cargo de la casa.

—¿Se ha convertido acaso Johann en ama de llaves?

La joven era todo chismorreos.

—Bueno, es que no hay nadie más —contestó—. No hay allí ninguna mujer, ninguna sirvienta, quiero decir. El caso es que dicen, señor…, pero tal vez sea falso.

—Bien, veamos si merece la pena.

—Sin duda. Me da vergüenza decirlo, señor.

—Oh, vamos, estoy mirando al techo.

—Dicen que allí hay una dama, señor, pero excepto ella no hay ninguna otra mujer; y Johann tiene que ayudar a los caballeros.

—¡Pobre Johann! Estará abrumado de trabajo. Con todo, estoy convencido de que puede encontrar un rato para venir a verte.

—Todo depende del momento. Quizá, señor.

—¿Tú le amas?

—No, señor.

—¿Y quieres servir a tu rey?

—Claro, señor.

—Entonces, dile que esté en el segundo mojón de la salida de Zenda, mañana por la noche a las diez. Dile que estarás allí y regresarás a casa con él.

—¿Estará en peligro, señor?

—No, si hace lo que yo le mande. Pero ya te he dicho suficiente, preciosa. Procura hacer lo que te he ordenado. Y no lo olvides, nadie debe saber que el rey ha estado aquí.

Le hablé un tanto duramente, pues creo que no hay nada reprobable en infundir un poco de temor a una mujer que se siente inclinada hacia uno, y suavicé el efecto entregándole un lindo presente. A continuación cenamos y, enrollándome la capa alrededor del rostro, con Fritz abriendo camino, bajamos la escalera y volvimos cabalgando a casa.

Sólo eran las ocho y media y apenas había anochecido; para ser un lugar tan tranquilo las calles estaban atestadas, y pude ver que los rumores cundían por doquier. Con el rey a un lado y el duque al otro, Zenda se sentía como el centro del reino. Atravesamos la ciudad al trote, pero así que salimos a campo abierto hicimos correr a nuestras cabalgaduras.

—¿Quiere usted atrapar a ese Johann?

—¡Ajá! Y creo que he puesto el anzuelo adecuado. Nuestra pequeña Dalila nos traerá a Sansón. No basta, Fritz, con que no haya mujeres en la casa, si bien el hermano Michael da muestras de sensatez con ello. Si quiere estar seguro, lo mejor es que no haya ninguna en cincuenta kilómetros a la redonda.

—Ninguna más cerca que Strelsau, por ejemplo —dijo el pobre Fritz con un suspiro de amor.

Llegamos a la avenida que conduce al château y pronto estuvimos en casa. Al oír los cascos de nuestros caballos en la grava, Sapt salió a nuestro encuentro.

—¡Gracias a Dios que están a salvo! —exclamó—. ¿Les han visto?

—¿A quiénes? —pregunté mientras desmontaba.

Nos llevó aparte de modo que los criados no pudieran oírnos.

—Amigo, no debe usted alejarse si no es con media docena de nosotros. ¿Conoce entre nuestros hombres a uno alto que responde por Bernenstein?

Sí que lo conocía. Se trataba de un joven robusto de mi altura y de tez pálida.

—Está arriba, en su habitación, con una bala en el brazo.

—¿Qué demonios ha hecho?

—Salió solo a dar un paseo después de cenar y se internó una o dos millas en el bosque; mientras paseaba le pareció ver a tres hombres entre la arboleda, y uno de ellos le apuntó con su fusil. No tenía ningún arma, así que huyó corriendo en dirección a la casa. Pero alguien le disparó y le alcanzó, de modo que lo pasó bastante mal antes de llegar aquí y desmayarse. Por suerte no se atrevieron a acercarse más a la casa.

Hizo una pausa y añadió:

—Amigo, esa bala iba destinada a usted.

—Seguramente —contesté— y es la primera sangre que ha derramado Michael.

—Me pregunto qué tres serían —dijo Fritz.

—Bien, Sapt, no salí esta noche por un motivo estúpido, como puedan haberle dicho. Hay una idea que me ronda la cabeza.

—¿Y cuál es? —preguntó.

—Mejor pregunte por qué —contesté—, porque malamente mereceré los honores que Ruritania me ha dispensado si me marcho de aquí dejando con vida a uno de esos Seis… Con la ayuda de Dios espero no dejar a ninguno.

Cuando acabé de hablar, Sapt me ofreció la mano.