Se comprenderá ahora la terrible tentación que me asaltaba. Podía forzar la mano de Michael hasta el punto de obligarle a dar muerte al rey. Me hallaba en posición de desafiarle y de aferrarme a la corona, no por la corona en sí, sino a causa de que el rey de Ruritania iba a desposar a la princesa Flavia. ¿Qué pasaría con Sapt y Fritz? ¡Ah! Pero no puede pedirse a un hombre que ponga fríamente por escrito el torbellino que asola su cerebro cuando una pasión incontrolada ha abierto brecha en él: «a menos que se pretenda un santo, no debe avergonzarse de esos pensamientos lúgubres y salvajes. Hará mejor —según mi humilde opinión— en agradecer el poder de resistirlos que le ha sido dado que en atormentarse por los perversos impulsos que le asaltan e intentan imponerse valiéndose de nuestra débil naturaleza».
Era una mañana clara y luminosa cuando me encaminé hacia la mansión de la princesa solo y con un ramo de flores en la mano. La política excusaba al amor, y las atenciones que le dedicaba, si bien remachaban mis cadenas, servían para acercarme a los vecinos de la gran ciudad, que la idolatraban. Encontré a la condesa Helga —la inamorata de Fritz— cortando capullos en el jardín para adornar el atuendo de su señora y le sugerí que le llevara mis flores en su lugar. La muchacha resplandecía de felicidad porque Fritz, por su parte, no había desperdiciado la velada y ninguna nube ensombrecía sus relaciones, salvo el odio que el duque de Strelsau le dispensaba.
—Su majestad ha conseguido que ese odio carezca de importancia —me dijo con una sonrisa pícara—. Sí, le llevaré las flores. ¿Queréis saber, señor, lo primero que hará la princesa con ellas?
Hablamos en una amplia terraza que rodeaba la parte posterior de la mansión; sobre nuestras cabezas había una ventana abierta.
—¡Señora! —gritó la condesa alegremente.
Flavia en persona se asomó. Me descubrí y la saludé inclinándome. La princesa llevaba un vestido blanco y los cabellos recogidos en un moño suelto. Me envió un beso con la mano, exclamando:
—Haz que suba el rey, Helga; le ofreceremos café.
La condesa, lanzándome una mirada risueña, me llevó hasta la salita de mañana de Flavia. Ya solos, nos saludamos como los enamorados tienen por costumbre. La princesa puso entonces dos cartas ante mí. Una era de Michael el Negro, y rogaba a la princesa con toda cortesía que le hiciera el honor de pasar una jornada en su castillo de Zenda, pues era costumbre que, durante el transcurso del año, Flavia pasara allí un día, en verano, cuando la gran belleza del lugar y sus jardines se hallaba en su apogeo. Arrojé la misiva a un lado, con asco, y Flavia se rió de mí. Entonces, con el semblante serio nuevamente, me señaló el otro pliego.
—Ignoro quién la envía —dijo—. Léela.
Al punto lo supe. Aunque esta vez no había firma alguna, la caligrafía era idéntica a la del mensaje que me había informado de la emboscada en la glorieta: procedía de Antoinette de Mauban. Rezaba así:
No tengo motivos para estimaros, pero Dios os guarde de caer en poder del duque. No aceptéis ninguna invitación suya. No vayáis a ningún sitio sin una nutrida guardia; un regimiento no sería demasiado para garantizar vuestra seguridad. Mostradle esto, si podéis, a quien reina en Strelsau.
—¿Por qué no dice «el rey»? —preguntó Flavia inclinándose sobre mi hombro de forma tal que los rizos de su cabello me cosquillearon en la mejilla—. ¿Se trata de una broma?
—Si valoras en algo tu vida, y algo más que la vida, princesa mía —dije—, obedecerás estas instrucciones al pie de la letra. Un regimiento acampará en torno a la mansión inmediatamente; cuida de llevar una buena escolta cada vez que salgas.
—¿Son órdenes, señor? —inquirió con cierta rebeldía.
—En efecto, madame, es una orden…, si me queréis.
—¡Ah! —exclamó, y no pude por menos de besarla.
—¿Sabes de quién es? —preguntó.
—Creo que sí —contesté—. De una buena amiga… y mucho me temo que una mujer desgraciada. Flavia, tienes que ponerte enferma: ello excluirá tu visita al castillo. Formula tus excusas con cuanta frialdad creas conveniente.
—¿Te sientes, pues, lo bastante fuerte para arrostrar la ira de Michael? —dijo, sonriendo orgullosa.
—Me siento con fuerzas para cualquier cosa mientras tú estés a salvo —observé yo.
Poco después y a mi pesar me separé de Flavia y, sin consultar a Sapt, me encaminé a casa del mariscal Strakencz. El viejo general, al que había tenido oportunidad de tratar, me agradaba y me parecía digno de confianza. Sapt era menos vehemente, pero para entonces yo ya sabía que sólo estaba plenamente satisfecho cuando se encargaba él de todo y que también los celos pesaban en sus opiniones. Tal como iban las cosas, yo tenía más trabajo del que Fritz y Sapt podían realizar, porque debían acompañarme a Zenda y me hacía falta un hombre que velara por lo que más quería en el mundo, dándome la oportunidad de abordar con talante sereno mi tarea de liberar al rey.
El mariscal me recibió dándome muestras de la adhesión más leal. En cierta medida, le hice depositario de mi confianza. Le encargué la custodia de la princesa, clavando en su rostro una mirada intensa y significativa cuando le ordené que no permitiera que nadie relacionado con su primo el duque se acercara a Flavia salvo que él se hallara presente y les acompañaran una docena de sus hombres.
—Tal vez tengáis razón, señor —dijo Strakencz meneando tristemente su canosa cabeza—. He visto a mejores hombres que el duque perpetrar cosas peores por amor.
Aunque la observación me pareció todo menos desatinada, contesté:
—El amor no lo es todo, mariscal. El amor es asunto del corazón, pero ¿no hay nada que mi hermano pudiera desear para su cabeza?
—Quiera Dios que estéis injuriándole, señor.
—Mariscal, me ausento de Strelsau por algunos días. Todas las tardes le enviaré un correo. Si no llega ninguno durante tres días, hará usted pública una orden que voy a entregarle, según la cual el duque Michael es desposeído del gobierno militar de Strelsau, que pasa a manos suyas. Usted declarará el estado de sitio y notificará a Michael que exige audiencia con el rey… ¿Me sigue?
—Sí, señor, en veinticuatro horas. Si Michael no permite que el rey aparezca —posé la mano en su rodilla—, eso querrá decir que el rey ha muerto y usted proclamará al heredero más cercano. ¿Sabe quién es?
—La princesa Flavia.
—Y júreme por su honor y por temor al Dios vivo, que permanecerá junto a la princesa hasta la muerte, que matará a ese reptil y que la sentará en el trono que yo ocupo ahora.
—Por mi honor y por temor a Dios, ¡lo juro! Y quiera Dios Todopoderoso proteger a vuestra majestad, porque pienso que vais a acometer empresa de peligro.
—Confío en que no reclame ninguna vida más preciosa que la mía —dije, poniéndome en pie y extendiéndole la mano—. Mariscal —agregué—, tal vez en los próximos días…, no lo sé…, lleguen a sus oídos cosas muy extrañas sobre el hombre a quien tiene ante usted. Sea lo que sea y quien sea, ¿qué opinión le merece su forma de conducirse como rey en Strelsau?
El mariscal, aferrándome la mano, me habló de hombre a hombre.
—Son muchos los Elphberg que he conocido —dijo— y os he tratado a vos. Y, pase lo que pase, os habéis conducido como un monarca prudente y como un hombre valeroso; sí, y os habéis comportado como el caballero más cortés y el pretendiente más galante de cuantos en la dinastía han sido.
—Sea ése mi epitafio —dije—, cuando llegue el día en que otro ocupe el trono de Ruritania.
—Quiera Dios que ese día aún esté lejos, y que no viva yo para verlo —respondió.
Yo estaba profundamente conmovido, y el curtido semblante del mariscal temblaba. Me senté a escribir mi orden.
—Aún me cuesta mucho escribir —dije—; todavía tengo el dedo rígido.
Era, en realidad, la primera vez que me aventuraba a escribir algo más que una firma y, a pesar de las molestias que me había tomado por hacerme con la letra del rey, no la dominaba todavía.
—En verdad, señor —señaló el mariscal—, vuestra caligrafía es un poco distinta de la habitual.
Es una circunstancia desafortunada, porque puede inducir sospechas.
—Mariscal —contesté con una risa—, ¿para qué sirven los cañones de Strelsau si no pueden ahogar una leve sospecha?
Me sonrió secamente y tomó el papel.
—El coronel Sapt y Fritz von Tarlenheim vienen conmigo —continué.
—¿Vais en busca del duque? —preguntó con voz ronca.
—Sí, del duque y de otra persona a quien necesito, y que se halla en Zenda —repliqué.
—Ojalá pudiera acompañaros —dijo vehementemente, retorciendo sus bigotes blancos—. Me gustaría batirme por vuestra corona y por vos.
—Os confío algo más valioso que mi vida y mi corona —contesté yo—, porque no hay nadie más leal en Ruritania.
—Os devolveré a la princesa sana y salva —dijo—, o, si eso no pudiera ser, la haría reina.
Nos separamos, regresé a palacio y puse a Sapt y a Fritz al corriente de lo que había hecho, dando al primero algunos motivos para refunfuñar. No otra cosa había esperado yo, porque a Sapt le gustaba ser consultado de antemano, no informado a posteriori, pero en conjunto mis planes recibieron su beneplácito y, además, se iba animando a ojos vistas según se acercaba el momento de entrar en acción. También Fritz estaba dispuesto, aunque él, pobre hombre, arriesgaba más que Sapt, porque estaba enamorado y era su dicha lo que se jugaba. Y sin embargo, ¡qué envidia suscitaba en mí! Porque el triunfo que coronaría su felicidad y le uniría a su amada, el triunfo en el que debíamos confiar, por el que debíamos afanarnos y luchar, significaba para mí una aflicción más segura e intensa que la certidumbre de la muerte. Fritz, en cierto modo, lo intuyó, pues, cuando nos quedamos solos (con la sola excepción del viejo Sapt, que fumaba en el otro extremo de la estancia), me cogió del brazo y me dijo:
—Sé lo duro que le resulta, pero no crea que no confío en usted; tengo la seguridad de que su corazón no alberga más que sentimientos leales.
Yo rehuí su proximidad, dando gracias al cielo de que fuera incapaz de leer lo que había en mi corazón, de que sólo pudiese ser testigo de los actos que mis manos ejecutarían.
Pero ni siquiera él podía comprender, porque no había osado levantar su mirada hasta la princesa Flavia, como yo había hecho.
Nuestros planes estaban ahora completos y nos dispusimos a ponerlos en práctica, tal como se verá más adelante. Al día siguiente salíamos con una partida de caza y, aunque yo ya había realizado todos los preparativos que requería mi ausencia, me quedaba una cosa…, la más dura, la más desoladora. Al anochecer me dirigí en coche a la residencia de Flavia. Los transeúntes —muchos a aquella hora— me reconocían y me vitoreaban entusiásticamente. Yo hice de tripas corazón y me ceñí a mi papel de pretendiente dichoso. A pesar de mi abatimiento, la frialdad y la delicada hauteur[9] con que me recibió mi amada casi me divirtieron. Había llegado a sus oídos que el rey abandonaba Strelsau con motivo de una partida de caza.
—Deploro que seamos incapaces de divertir a su majestad aquí, en Strelsau —dijo dando golpecitos en el suelo con el pie—. Yo os hubiera ofrecido más distracciones, pero fui lo bastante ingenua como para pensar…
—Y bien, ¿qué? —inquirí, inclinándome hacia ella.
—Que, aunque sólo fuera por un día o dos, tras…, tras la pasada noche…, podríais ser dichoso sin necesidad de otras diversiones —y me dio la espalda con gesto hosco, agregando—: Confío en que los jabalíes resulten más interesantes.
—Salgo en busca de un jabalí verdaderamente enorme —respondí y, sin poder evitarlo, empecé a juguetear con sus cabellos, pero Flavia retiró la cabeza.
—¿Estás ofendida conmigo? —pregunté, fingiendo sorpresa, porque no pude resistir la tentación de mortificarla un poco. Jamás la había visto enfadada, y no había faceta de su carácter que no me resultara encantadora.
—¿Qué derecho tengo a sentirme ofendida? Cierto es que tú decías anoche que cada hora lejos de mí era una hora malgastada pero ¡un jabalí verdaderamente enorme! ¡Eso es algo muy distinto!
—Tal vez el jabalí me cace a mí —sugerí—. Puede, Flavia, que yo me convierta en su presa.
Ella guardó silencio.
—¿Ni siquiera ese peligro te conmueve?
Continuó callada; y, al ponerme frente a ella, vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Lloras por los riesgos que voy a correr? Entonces dijo con voz muy baja: —Así es como solías comportarte; no eras como el rey…, el rey del que yo… ¡me he enamorado!
Sin poder evitar un gran suspiro, la estreché contra mi corazón.
—¡Amor mío! —exclamé, olvidándome de todo menos de ella—. ¿Cómo puedes creer que me alejo de ti para ir de caza?
—¿Para qué entonces, Rudolf? ¡Oh! ¿No irás a…?
—Bueno, caza es a fin de cuentas. Voy a buscar a Michael a su guarida.
El rostro de Flavia se tiñó de una palidez extrema.
—Ya ves, querida mía, que mi cariño no es tan superficial como pensabas. No faltaré mucho tiempo.
—¿Me escribirás, Rudolf?
Aunque yo era débil, no podía pronunciar una palabra que levantara sospechas en ella.
—Te enviaré mi corazón todos los días —respondí.
—¿No correrás riesgos?
—Ninguno que no sea imprescindible.
—¿Y cuándo regresarás? ¡Oh! Me resultará insoportable.
—¿Cuándo regresaré? —repetí.
—¡Sí, sí! No tardes, querido mío, no tardes. No podré conciliar el sueño mientras estés lejos.
—Ignoro cuándo volveré —dije.
—¿Pronto, Rudolf, pronto?
—Sabe Dios, Flavia. Pero si no…
—¡Calla, calla! —Y apretó sus labios contra los míos.
—Si no vuelvo —concluí en un susurro—, ocupa tú mi lugar; serás entonces la última representante de la dinastía. Tendrás que reinar y no llorar por mí. Por un momento se irguió como una verdadera reina.
—¡Sí, así lo haré! Reinaré. Desempeñaré mi papel aunque mi vida carezca de sentido y mi corazón haya muerto, ¡pero lo haré!
No pudo seguir hablando: se limitó a estrecharme contra ella y a gemir dulcemente.
—¡Vuelve pronto, por favor, vuelve pronto! —exclamó al fin.
Conmovido hasta lo más hondo, grité:
—Tan cierto como que Dios vive que yo… Sí, yo… ¡te veré de nuevo antes de morir!
—¿Qué quieres decir? —exclamó, con los ojos desorbitados.
Pero yo no tenía respuesta para eso, y siguió escudriñándome con aire de estupefacción. No me atreví a pedirle que olvidara: lo hubiera tomado como un agravio. No era momento para decirle quién y qué era yo. Flavia sollozaba y yo no podía hacer otra cosa que enjugar sus lágrimas.
—¿No ha de regresar un hombre junto a la más encantadora dama de todo el ancho mundo? ¡Ni un millar de Michaels me mantendrían apartado de ti! Algo consolada, me estrechó contra ella.
—¿No dejarás que Michael te haga daño?
—No, cariño.
—¿Ni que me aleje de ti? —No, querida.
—¿Ni se lo permitirás a ninguna otra persona? —No, amor mío.
Y, sin embargo, había alguien —no Michaelque—, de estar vivo, me apartaría de ella: un hombre por cuya vida iba a poner en peligro la mía. Su imagen —animada y vistosa en los bosques de Zenda, patética e inerte en la bodega del pabellón de caza— parecía interponerse entre nosotros, proyectarse allí donde se hallaba Flavia que, exangüe y agotada, desfallecía entre mis brazos pero que, aun así, levantaba hacia mí una mirada tan llena de amor como jamás he visto, una mirada que me obsesionará hasta el último día de mi vida y… ¿quién sabe? Quizá después.