Solía decir mi tío William que nadie debería pasar por París sin quedarse allí un día entero. Mi tío hablaba por boca de su propio y extenso conocimiento del mundo, de modo que hice honor a su consejo y me alojé un día y una noche en El Continental de paso hacia… el Tirol. Me puse en contacto con George Featherly, a la sazón destinado en la Embajada, y quedamos para cenar juntos en Durand y dejarnos caer después por la ópera; más tarde tomaríamos un tentempié y veríamos a Bertram Bertrand, poeta de cierto renombre en París y corresponsal de The Critic. Tenía un apartamento muy confortable, donde nos encontramos con algunos simpáticos amigos para fumar y charlar un rato. Sí me chocó, sin embargo, que él estuviera como ausente y con la moral muy baja y, cuando todos se hubieron ido y sólo quedábamos nosotros, me uní a él en su preocupación y melancolía. Durante un rato me contestó con evasivas, pero finalmente se dejó caer en el sofá y exclamó:
—Muy bien, no me hagas caso. Estoy enamorado, desesperadamente enamorado.
—Perfecto, así compondrás versos aún mejores —le dije, para consolarlo.
Se revolvía el cabello con las manos mientras fumaba con furia. George Featherly, con la espalda apoyada en la repisa de la chimenea, sonreía sin asomo de piedad.
—Si se trata de ese viejo asunto —dijo—, ya puedes olvidarte, Bert. Mañana ella abandonará París.
—Ya lo sé —contestó bruscamente Bertram.
—Nada cambiaría si se quedara —continuó George implacable—. Pica más alto que el negocio del periodismo, amigo mío.
—Al diablo con ella —dijo Bertram.
—Sería para mí más interesante —me atreví a decir—, si supiera de quién estáis hablando.
—De Antoinette Mauban —dijo George.
—De Mauban —gruñó Bertram.
—¡Ajá! —contesté, pasando por alto la cuestión del «de».
—Bert, ¿no querrás decir…?
—¿Quieres dejarme en paz?
—¿Y adónde va? —pregunté, pues la dama era muy conocida.
George hizo tintinear las monedas de su bolsillo, sonrió cruelmente al pobre Bertram y contestó con afabilidad:
—Nadie lo sabe. A propósito, Bert, la otra noche (hace un mes por lo menos) me encontré en su casa con un gran personaje. ¿Conoces al duque de Strelsau?
—Sí —refunfuñó Bertram.
—Me pareció un sujeto extremadamente hábil.
No era difícil darse cuenta de que las alusiones de George respecto al duque tenían la malévola intención de aumentar la pena del pobre Bertram, así que saqué la conclusión de que el duque distinguía a madame de Mauban con sus atenciones. Era ella viuda, rica, bella y, según su reputación, ambiciosa, y entraba dentro de lo posible que, como George había apuntado, hubiera puesto sus miras en un personaje tan alto que, salvo la realeza, lo tenía todo; pues el duque era hijo del último rey de Ruritania, fruto de un segundo matrimonio morganático y, por tanto, medio hermano del nuevo rey. Había sido el favorito de su padre, quien había suscitado cierto descontento cuando le nombró duque con el apelativo de la propia capital del reino, pues su madre, aunque de buena cuna, no pertenecía a la nobleza.
—¿No está ahora en París? —pregunté.
—¡Oh, no! Ha regresado a su país para asistir a la coronación del rey; ceremonia que, me atrevo a decir, no le hará muy feliz. Pero Bert, amigo mío, ¡no te desanimes! No se casará con la linda Antoinette, a no ser que otro plan se venga abajo. Sin embargo, quizá ella… —Hizo una pausa y añadió, con una sonrisa—: Las atenciones reales son difíciles de resistir… Lo sabes, ¿no, Rudolf?
—¡Qué te zurzan! —contesté.
Y, poniéndome en pie, dejé al infortunado Bertram a merced de George, regresé al hotel y me acosté.
Al día siguiente George Featherly me acompañó hasta la estación, donde saqué un billete para Dresde.
—¿Vas a ver los cuadros? —preguntó George con una sonrisa burlona.
George era un chismoso empedernido y, de haberle dicho que me iba a Ruritania, la noticia habría tardado tres días en llegar a Londres y una semana a Park Lane. Estaba, pues, a punto de contestarle con una evasiva, cuando me ahorró mis escrúpulos de conciencia al dejarme plantado de repente para cruzar el andén como una flecha. Le seguí con la mirada y le vi saludar con el sombrero y abordar a una hermosa mujer vestida con gran elegancia que acababa de dejar la taquilla y venía hacia nosotros. Tendría poco más de treinta años, era alta, esbelta, morena.
Mientras George hablaba, vi cómo ella me miraba y sentí herida mi vanidad al pensar que, embutido en mi abrigo de pieles, envuelto en una bufanda (se trataba de un gélido día de abril), y con un ligero sombrero de viaje calado hasta las orejas, estaba muy lejos de ofrecer mi mejor aspecto. Un instante después, George volvió junto a mí.
—Vas a tener una compañera de viaje encantadora —me dijo—. Se trata de la diosa del pobre Bert Bertrand, Antoinette de Mauban, quien, como tú, va a Dresde, y sin duda también a ver los cuadros. De todos modos es muy extraño que no desee que te presente.
—No lo he solicitado alije, un poco molesto.
—Bueno, yo me ofrecí a hacerlo, pero contestó que «en otra ocasión». No te preocupes, amigo mío, tal vez se produzca un choque y tengas ocasión de rescatarla y alejarla del duque de Strelsau.
No sufrimos ningún descarrilamiento, ni yo ni madame de Mauban, y esto puedo asegurarlo con conocimiento de causa, pues cuando, tras pasar la noche en Dresde, continué el viaje, ella tomó el mismo tren que yo. Sabiendo que prefería estar sola, la evité con discreción, pero aun así pude darme cuenta de que llevábamos el mismo camino hasta el final del trayecto y aproveché cuantas ocasiones tuve de contemplarla sin ser observado.
Tan pronto como llegamos a la frontera de Ruritania (donde el viejo empleado jefe de la Aduana me dedicó una prolongada mirada penetrante que me reafirmó como nunca en que mi fisonomía era la característica de los Elphberg), compré los periódicos y en ellos encontré algunas noticias que habían de incidir en mis movimientos. Por alguna razón, que no quedaba muy clara y que parecía un tanto misteriosa, se había adelantado la fecha de la coronación, de suerte que la ceremonia tendría lugar a los dos días. Todo el país parecía un hervidero y resultaba evidente que Strelsau estaría atestado, todas las habitaciones alquiladas y los hoteles a rebosar; mis posibilidades de conseguir alojamiento eran casi nulas y, sin duda, tendría que pagar un precio desorbitado. Tomé la determinación de detenerme en Zenda, una pequeña ciudad a cincuenta millas escasas de la capital y a unas diez de la frontera. El tren llegó a Zenda al atardecer, y el día siguiente, el martes, pensé dedicarlo a vagar por las colinas, que, según me habían dicho, eran muy bellas, y a visitar el famoso castillo, y el miércoles por la mañana iría en tren a Strelsau y regresaría a dormir a Zenda.
De modo que me apeé en Zenda y, al pasar el tren por el lugar del andén donde yo me encontraba, vi a mi amiga madame de Mauban en su asiento; era evidente que se dirigía a Strelsau y que, mucho más precavida que yo, tenía habitaciones reservadas. Sonreí pensando en la sorpresa que se habría llevado George Featherly de haber sabido que habíamos recorrido juntos un trayecto tan largo.
En el hotel —era poco más que una posada— me recibieron con toda amabilidad una vieja y obesa señora y sus dos hijas. Eran buenas personas, calladas, y parecían muy poco interesadas por los grandes acontecimientos de Strelsau. El auténtico héroe de la anciana era el duque, quien por la voluntad del difunto rey era el señor de los dominios y del castillo de Zenda, que se erguía grandioso sobre la colina, al otro lado del valle, a una milla más o menos de la posada. La verdad es que la anciana no se recataba en lamentarse de que no fuera el duque en vez de su hermano quien ascendiera al trono.
—Conocemos al duque Michael —decía—. Siempre ha vivido entre nosotros; toda Ruritania le conoce. Pero el rey es casi un extraño; ha estado tanto tiempo en el extranjero que sólo uno de cada diez le ha visto alguna vez.
—Y ahora —interrumpió una de las jóvenes— dice que se ha afeitado la barba, de modo que nadie sabe cómo es.
—¿Qué se ha afeitado la barba? —exclamó su madre—. ¿Quién lo dice?
—Johann, el guarda del duque. Él lo ha visto.
—Ah, sí. Mire, señor, el rey está ahora acá, en la cabaña de caza del bosque del duque, de donde partirá a Strelsau para ser coronado el miércoles por la mañana.
Aquello despertó mi interés y decidí que al día siguiente pasearía por los alrededores de la cabaña, por si tenía ocasión de encontrarme con el rey. La anciana continuó machaconamente:
—Ah, me gustaría que siguieran cazando (dicen que el vino y la caza, y otra cosa más, es lo único que le interesa) y que consintiera en que nuestro duque fuera coronado el miércoles. Tal es mi deseo y nada me importa que se sepa.
—Calla, madre —apremiaron sus hijas.
—¡Bah, son muchos los que piensan como yo! —protestó la anciana porfiadamente.
Riéndome de su celo, me arrellané en el amplio butacón.
—Por mi parte —dijo la más joven y bella de las hijas, una moza sonriente, rubia y rolliza dio a Michael el Negro. A mí, madre, me va un Elphberg pelirrojo. Dicen que el rey es tan pelirrojo como un zorro o como…
Y se echó a reír maliciosamente al tiempo que me miraba de reojo y sacudía la cabeza ante la expresión cargada de reproche de su hermana.
—Otros antes han tenido el pelo rojo —musitó la anciana, mientras me acordaba de James, quinto conde de Burlesdon.
—Pero nunca una mujer —protestó la muchacha.
—¡Ay, y también las mujeres, cuando ya es demasiado tarde! —la respuesta brotó como una saeta, e hizo callar a la chica, ruborizada.
—¿Cómo es que vino aquí el rey? —pregunté para romper el embarazoso silencio—. Son los dominios del duque, según me han dicho.
—El duque le invitó a quedarse aquí hasta el miércoles. El duque está en Strelsau preparando la recepción real.
—¿Así que son amigos?
—No los hay mejores —contestó la anciana.
Pero la rubicunda damisela movió una vez más la cabeza; no pudo reprimirse por más tiempo y estalló de nuevo:
—¡Sí, se aman como dos hombres que quieren el mismo puesto y la misma mujer!
La anciana frunció el ceño, pero las últimas palabras habían picado mi curiosidad e intervine antes de que empezara a reprenderla.
—¿Cómo? ¿También a la misma mujer? ¿Qué quiere decir eso, señorita?
—Todo el mundo sabe que Michael el Negro, bueno, el duque, hubiera vendido su alma por casarse con su prima, la princesa Flavia, que va a ser la reina.
—Les doy mi palabra —dije— de que empiezo a condolerme por vuestro duque. Pero es que un hermano menor debe tomar lo que el mayor deja y dar gracias a Dios por ello.
Y pensando en mí mismo me encogí de hombros y me eché a reír. Y entonces pensé también en Antoinette de Mauban y en su viaje a Strelsau.
—Es un pequeño asunto que Michael el Negro tiene con… —empezó a decir la joven desafiando la cólera de su madre; pero, mientras hablaba, oímos retumbar el suelo con fuertes pisadas y una voz bronca preguntó en tono amenazante:
—¿Quién habla de Michael el Negro en la propia villa de su alteza?
La muchacha dio un respingo, mitad de susto, mitad —así pensé— de regocijo.
—No lo contarás, ¿verdad, Johann?
—Mira adónde conduce tu parloteo —advirtió la anciana.
El hombre que había hablado se adelantó.
—Tenemos compañía, Johann —dijo mi anfitriona y el sujeto descubrió su cabeza. Un instante después se fijó en mí y, para mi sorpresa, retrocedió un paso, como si hubiera visto algo sorprendente.
—¿Qué te pasa, Johann? —preguntó la mayor de las chicas—. Es un señor que ha venido a asistir a la coronación.
El hombre había recobrado la compostura, pero clavaba la vista en mí con una mirada intensa, inquisidora, casi feroz.
—Buenas tardes —le dije.
—Buenas tardes, señor —musitó, sin dejar de escrutarme, y la joven empezó a reírse mientras comentaba:
—Mira, Johann, es el color que a ti te gusta. Su pelo, señor. No es éste el color que solemos ver por aquí, en Zenda.
—Le pido perdón, señor —tartamudeó el hombre con ojos de asombro—. No esperaba encontrarme con nadie.
—Denle un vaso para que beba a mi salud. Les deseo buenas noches y les agradezco, señoras, su cortesía y su agradable conversación.
Y mientras hablaba, me puse en pie y con una leve inclinación me dirigí hacia la puerta. La más joven corrió a alumbrarme el camino y el recién llegado retrocedió para hacerme sitio, con los ojos todavía fijos en mí. Al pasar junto a él, se adelantó un poco y me preguntó:
—Por favor, señor, ¿conoce usted a nuestro rey?
—Jamás lo he visto —dije—. Espero hacerlo el miércoles.
No dijo una palabra más, pero sentí que su mirada me seguía hasta que cerré la puerta detrás de mí. Mi desenvuelta acompañante me dijo, mirando por encima del hombro, según subíamos las escaleras:
—A maese Johann no le agradan las personas con su color de pelo, señor.
—¿Quizá prefiere el de usted? —indiqué.
—Señor, quiero decir en un hombre —contestó con expresión de coquetería.
—¿Por qué es tan importante el color del pelo de un hombre?
—Por nada, pero a mí me gusta el suyo, es el color rojo de los Elphberg.
—En un hombre —añadí— el color no tiene mayor importancia que esto —y le entregué algo sin valor alguno.
—¡Que Dios nos proteja! —contestó.
—Así sea —dije yo, y me despedí de ella.
Pero lo cierto es que, como tuve ocasión de comprobar, a veces el color del pelo es algo muy importante para un hombre.