I

Me pregunto cuándo harás algo de una vez, Rudolf —dijo la mujer de mi hermano.

—Mi querida Rose —respondí, dejando sobre el plato la cucharilla con la que acababa de abrir mi huevo—, ¿por qué habría de hacer nada? Estoy bien situado. Las rentas de que disfruto bastan casi a mis necesidades (como sabes, las rentas nunca cubren del todo las necesidades) y me hallo en una posición social envidiable: soy hermano de lord Burlesdon y cuñado de su condesa, esa dama encantadora. ¿No he de sentirme satisfecho?

—Tienes veintinueve años —observó ella— y lo único que has hecho ha sido…

—¿Zascandilear? Muy cierto. Nuestra familia puede permitírselo.

Esta respuesta mía molestó a Rose ya que, como todo el mundo sabe (y, por consiguiente, nada de impropio tiene mencionarlo), una cosa es su belleza y sus cualidades y otra muy distinta el que su familia se halle a la misma altura que los Rassendyll. Además de su atractivo, Rose era dueña de una cuantiosa fortuna, y mi hermano Robert tuvo la sensatez de pasar por alto el asunto de su linaje. Y si de linaje hablamos, hay que reconocer que la siguiente observación de Rose no era del todo errónea.

—Las buenas familias acostumbran a ser peores que las demás —afirmó.

Me pasé los dedos por el cabello; entendía perfectamente lo que quería decir.

—¡Me alegro tanto de que Robert tenga el pelo negro! —exclamó.

Tan vehemente comentario coincidió con la entrada de Robert (que se levanta a las siete y trabaja antes de desayunar). Miró a su mujer, percibió su leve sonrojo y le propinó unas afectuosas palmaditas en la cara.

—¿Qué sucede, querida mía? —preguntó.

—Le desagradan mi pelo rojo y mi inactividad —dije con tono herido.

—¡Oh! Lo del cabello no es culpa suya —admitió Rose.

—Suele aparecer en un miembro de cada generación —dijo mi hermano—. Igual sucede con la nariz. A Rudolf le han tocado ambas cosas.

—Ojalá no aparecieran —dijo Rose, aún sonrojada.

—A mí más bien me gustan —señalé yo, y poniéndome en pie hice una inclinación ante el retrato de la condesa Amelia.

La esposa de mi hermano profirió una exclamación de impaciencia.

—Me gustaría que quitaras ese cuadro de ahí, Robert —dijo.

—¡Pero, Rose! —exclamó él.

—¡Dios del cielo! —agregué yo.

—Entonces podríamos olvidarlo prosiguió ella.

—Difícilmente con Rudolf cerca —dijo Robert, meneando la cabeza.

—¿Por qué íbamos a olvidarlo? —pregunté.

—¡Rudolf! —exclamó la mujer de mi hermano mientras se ruborizaba del modo más encantador.

Me eché a reír y volví a mi huevo. Por lo menos, el asunto de cuáles habrían de ser mis actividades (si es que debía tenerlas) quedó archivado por el momento. Para poner punto final a la discusión (y debo reconocer que también para exasperar un punto más a mi estricta cuñadita), observé:

—A mí no me parece nada mal ser un Elphberg.

Cuando leo un relato me salto siempre las explicaciones, pero, en cuanto empiezo a escribir uno, me encuentro en la obligación de darlas. Es patente en este caso que debo explicar por qué irritaban a Rose mi cabello y mi nariz y por qué me había atrevido a contarme entre los Elphberg, pues por eminentes que los Rassendyll hayan sido —y quiero insistir en ello— durante muchas generaciones, el participar de su sangre no justifica, a primera vista, jactarse de parentesco con el rancio linaje de los Elphberg, o pretender ser uno de los miembros de esa Real Casa porque, ¿cuál es la relación entre Ruritania y Burlesdon, entre el palacio de Strelsau o el castillo de Zenda y el número 305 de Park Lane, Oeste?

Resulta que (debo advertir que, por fuerza, he de remover precisamente el escándalo que mi querida lady Burlesdon quisiera ver enterrado) en el año 1733, con Jorge II en el trono, la paz imperando momentáneamente y antes de que el rey y el príncipe de Gales se enemistaran, visitó la Corte inglesa cierto príncipe que posteriormente pasaría a la historia como Rudolf III de Ruritania. El príncipe era un joven alto y apuesto, marcado (echado a perder quizá, pero no me corresponde a mí afirmarlo) por una nariz desacostumbradamente larga, recta y afilada y por una abundante mata de cabello rojo oscuro; la nariz y el cabello, que, de hecho, han caracterizado a los Elphberg desde el pasado más remoto. Pasó varios meses en Inglaterra, donde fue recibido con la máxima consideración, pero hubo de abandonarla casi de puntillas, porque se batió en duelo (se tuvo por un detalle de muy buena educación el que prescindiera de las prerrogativas de su rango) con un noble, muy conocido en la alta sociedad de la época no sólo por sus propios méritos, sino también por haber desposado a una mujer de gran belleza, que infligió al príncipe Rudolf una herida grave en el duelo; cuando hubo sanado, el embajador ruritano[1], que lo consideraba una auténtica pesadilla, lo sacó hábilmente del país. El noble inglés, que salió del duelo sin recibir herida alguna, contrajo un enfriamiento durante la desapacible mañana de éste, que terminó llevándoselo a la tumba seis meses después de la partida del príncipe Rudolf y sin haber hallado ocasión de poner al día las relaciones con su esposa; ésta, al cabo de otros dos meses, puso en el mundo un heredero del título y las posesiones de la familia Burlesdon. La dama era la condesa Amelia, aquélla cuyo retrato mi cuñada quería proscribir del salón de Park Lane; James, su marido, era quinto conde de Burlesdon, vigésimo segundo barón de Rassendyll (títulos incluidos entre los Pares de Inglaterra) y caballero de la Orden de la jarretera[2]. En cuanto a Rudolf, regresó a Ruritania, se casó y subió al trono, en el cual y hasta el día de hoy se ha sentado su progenie por línea directa…, excepto durante un breve intervalo. Para terminar: el visitante de la galería de retratos de Burlesdon comprobará que, de los cincuenta aproximadamente que corresponden a los últimos ciento cincuenta años, cinco o seis, incluyendo el retrato del sexto conde, tienen narices largas, rectas y afiladas y una espesa mata de cabello rojo caoba; son, además, de ojos azules, mientras que entre los Rassendyll lo habitual son los ojos oscuros.

Tal es la explicación y me congratulo de haberla concluido: el mancillamiento de un linaje honorable es asunto delicado y no hay duda de que el parecido físico, tan comentado siempre, es tema predilecto del maldiciente; se ríe de la discreción e introduce extrañas entradas en el registro de los Pares.

Como el lector observará, mi cuñada, con una falta de lógica que debe ser peculiar en ella (habida cuenta de que ya no nos es permitido achacársela al conjunto de su sexo), consideraba mis rasgos casi como una ofensa de la que yo fuera responsable y de esos elementos externos deducía apresuradamente unas cualidades internas de las que me proclamo del todo inocente; pretendía sustanciar esta injusta inferencia destacando lo inútil de mi vida. Sea como fuere, yo ya había hecho un buen acopio de diversión y de conocimientos. Había estudiado en un colegio y en una universidad alemanes y me expresaba en alemán tan fluida y correctamente como en inglés; me sentía perfectamente cómodo en francés, poseía nociones de italiano y en español podía maldecir. En mi opinión, era un esgrimista potente aunque sin mucho estilo y un buen tirador. Era capaz de cabalgar en cualquier cosa que tuviera lomos en que sentarse y poseía una cabeza tan fría como pueda desearse a pesar de su flameante envoltorio. Si se me indica que debiera haber empleado mi tiempo en tareas útiles, cierto es, y nada tengo que decir en mi defensa, salvo que mis padres no me dejaron otras ocupaciones que dos mil libras al año y un talante inquieto.

—La diferencia entre Robert y tú —dijo mi cuñada, que (¡bendita sea!), le pone el paño al púlpito con frecuencia— radica en que él reconoce las obligaciones de su posición mientras tú te fijas sólo en las ventajas de la tuya.

—Para un hombre de carácter, mi querida Rose —contesté—, ventajas son obligaciones.

—¡Disparates! —dijo ella, irguiendo la cabeza, y al cabo de un instante continuó—: Mira, ahí está sir Jacob Borodaile ofreciéndote algo exactamente a la medida de tus posibilidades.

—¡Mil gracias! —mascullé.

—Va a tener una embajada en seis meses y Roben no tiene la menor duda de que te llevaría como attaché[3]