Lo primero que atrajo mi atención fue la autopista. Hasta esa noche, el viaje había sido perfectamente normal. Eran mis vacaciones, y conducía hacia Los Ángeles a través del Sudoeste, tomándome el tiempo necesario para ir a mi aire. Esto no era nuevo para mí, ya lo había hecho varias veces anteriormente.

Conducir es mi hobby. O los coches en general, para ser precisos. No es mucha la gente que se toma la molestia de conducir, ahora. Para la mayoría, es demasiado lento.

El automóvil se convirtió en algo bastante obsoleto desde que se inició la producción en masa de helicópteros baratos, en el 93. Y lo que hubiera quedado vivo de él fue barrido por la invención del gravpak personal.

Cuando era chico era distinto. Entonces, todos y cada uno tenían un coche, y uno era considerado una especie de marginado si no obtenía el carnet de conducir tan pronto tenía edad como para hacerlo. Me interesaron los coches al final de la adolescencia, y el interés me ha durado desde entonces.

De todas maneras, cuando mis vacaciones estuvieron cerca, pensé que era una buena oportunidad probar mi último hallazgo. Era un coche grande, un modelo deportivo inglés de fines de los setenta. Un Jaguar XKL. No era uno de los clásicos, es cierto, pero era un lindo coche de todas maneras, y rodaba de maravilla.

Yo iba haciendo la mayor parte del trayecto de noche, como era habitual. Hay algo especial en conducir de noche a la luz de las estrellas. Las viejas y abandonadas autopistas tienen una atmósfera particular y uno casi puede verlas como eran entonces: vitales y sobrecargadas, llenas de vida, con los parachoques de los coches tocándose uno con otro hasta que la vista se perdía.

Hoy no hay nada de eso. Sólo los caminos han quedado, y la mayoría están destrozados y cubiertos por las malezas. Los Estados ya no se pueden molestar en ocuparse de ellos: demasiada gente ha objetado el derroche del dinero de los impuestos.

Pero demolerlos también sería costoso. De modo que siguen allí, año tras año, cayéndose lentamente en pedazos. La mayoría están en condiciones de ser usados, pese a todo; en el pasado construían bien sus caminos.

Todavía hay algo de tráfico. Fanáticos de los coches como yo, por supuesto. Y los aerocamiones. Éstos pueden desplazarse sobre casi cualquier cosa, pero adquieren mayor velocidad sobre superficies planas. Así es que se apegan bastante a las viejas autopistas.

Es casi imponente ver como un aerocamión lo adelanta a uno de noche. Levantan a unos doscientos la hora, y no ha terminado uno de verlos por el espejo retrovisor que ya están encima. No se ve mucho: sólo un largo contorno plateado, y un chirrido cuando pasa. Luego uno está solo de nuevo.

Sea como sea, estaba en pleno Arizona, justo a las afueras de San Breta, cuando vi por primera vez la autopista. Entonces no le di mucha importancia. Sí, de acuerdo, no era lo más usual, pero tampoco tan inusual.

La autopista en sí era bastante ordinaria. Tenía ocho carriles con una buena y rápida superficie, e iba recta de horizonte a horizonte. Era en la noche como una cinta negra y brillante a través de las blancas arenas del desierto.

No, no era la autopista lo que resultaba inusual. Eran las condiciones en que estaba. Al principio no me di bien cuenta. Me estaba divirtiendo demasiado. Era una noche clara y fría, y las estrellas brillaban, y el Jaguar corría de una manera hermosa.

Demasiado hermosa. Eso fue lo primero que me llamó la atención. No había baches, ni grietas, ni sacudidas. El camino estaba en inmejorables condiciones, casi como si acabara de ser construido. Claro que yo había circulado por buenas carreteras antes: algunas se mantienen en mejor estado que otras. Hay una sección fuera de Baltimore que es sensacional, y algunos tramos de la autopista de Los Ángeles son bastante buenos.

Pero nunca había estado en uno tan bueno como éste. Era difícil de creer que una carretera se pudiese mantener tan bien, después de tantos años sin reparar.

Y también estaban las luces: estaban todas encendidas, claras y brillantes. Ninguna estaba estropeada. Ninguna rota o parpadeante. Demonios, ninguna siquiera a media luz.

La autopista estaba magníficamente iluminada.

Luego de esto, comencé a notar otras cosas. Como los signos de tráfico. En la mayoría de los lugares, hacía tiempo que ya no existían, capturados por cazadores de recuerdos o coleccionistas de antigüedades como souvenir de una América antigua y más lenta. Nadie los reemplaza: no son necesarios. De vez en cuando uno se cruza con uno que se olvidaron, pero por lo general no queda de ellos más que un trozo de metal herrumbroso, de forma curiosa.

Pero esta autopista tenía señales de tráfico. Verdaderas señales de tráfico, quiero decir señales que podían leerse. Señales de limitación de velocidad, cuando no se observaban límites en la velocidad desde hacía años. Señales de cruce, cuando no había prácticamente ningún tráfico con el que cruzarse. Señales de curvas, señales de salida, señales de peligro: toda clase de señales. Y todas tan buenas como nuevas.

Pero la conmoción mayor la causaban las líneas. La pintura se borra rápido, y dudo que haya una autopista en América en donde todavía se puedan adivinar las líneas blancas desde un coche en marcha. Pero en ésta se podía. Las líneas eran claras y netas, la pintura, nueva, y los ochos carriles, claramente marcados.

Oh, sí, era una hermosa autopista. Del tipo de las que tenían en los tiempos pasados.

Pero no sonaba coherente. Ninguna carretera podía mantenerse en esas condiciones todos estos años, lo que significaba que alguien la tuvo que estar reparando. Pero ¿quién? ¿Quién se molestaría en mantener una autopista que sólo un puñado de personas utilizaba cada año? El costo sería elevadísimo, sin posibilidad de amortización.

Estaba tratando de resolver esta intriga cuando vi el otro coche.

Acababa de pasar como un relámpago un gran letrero rojo que indicaba la Salida 76, la salida para San Breta, cuando lo vi. Sólo una pequeña mancha en el horizonte, pero sabía que debía ser otro conductor. No podía ser un aerocamión, ya que me estaba aproximando a él. Eso significaba otro coche, otro aficionado.

Era un ocasión rara. Es muy raro encontrar otro coche en una carretera. Oh, claro que hay algunas convenciones regulares, como el Festival sobre Ruedas de Fresno, y el Nudo de Tráfico anual de la Asociación Americana de Conductores. Pero son demasiado artificiales para mi gusto. Cruzarse con otro conductor en la autopista es algo de veras especial.

Apreté el acelerador, y subí la velocidad a casi ciento veinte. El Jaguar podía ir más de prisa, pero no soy un fanático de la velocidad como algunos de mis correligionarios, y ya iba tragando metros en cantidad suficiente. Por la manera en que me acercaba a él, el otro coche no debía estar haciendo más que setenta.

Cuando lo tuve cerca, di un largo golpe de claxon, tratando de atraer su atención, pero no pareció darse cuenta. O al menos no mostró ninguna señal. Toqué el claxon de nuevo.

Entonces, de pronto, reconocí la marca. Era un Edsel.

Apenas podía creerlo. El Edsel es uno de los verdaderos clásicos, junto con el Stanley Steamer y el Modelo T. Los pocos que quedan cuestan una fortuna en la actualidad.

Éste era uno de los más raros, uno de esos modelos originales de nariz cómica. Sólo quedaban tres o cuatro como éstos en el mundo, y no se vendían a ningún precio. Una verdadera leyenda entre los automóviles. Y aquí estaba, en la autopista, frente a mí, tan clásicamente feo como el día que salió de la cadena de montaje de la Ford.

Me coloqué junto a él, y bajé la velocidad para quedarme a la par. No puedo decir que hubiera apreciado mucho la manera en que estaba cuidado. La pintura blanca estaba saltada, el coche estaba sucio, y había signos de herrumbre en la parte baja de las puertas. Pero era un Edsel, de cualquier manera, y podía ser restaurado fácilmente.

Toqué nuevamente el claxon para atraer la atención del conductor, pero éste me ignoró. Había cinco personas en el coche, por lo que podía ver (evidentemente, una familia de paseo). En la parte trasera, una mujer fortachona trataba de controlar dos niños pequeños que parecían estar peleando. Su marido se veía profundamente dormido en el asiento delantero, mientras que un chico joven, probablemente su hijo, se hallaba al volante.

Esto último me excitaba. El conductor era muy joven, tal vez un adolescente, y me daba envidia que un joven de su edad tuviese la fortuna de conducir ese tesoro. Quería estar en su lugar.

Había leído mucho acerca del Edsel; los libros de culto del auto estaban llenos de él.

Nunca hubo algo igual. Fue el mayor desastre que haya conocido el mundo de los coches. Los mitos y las leyendas a que ha dado lugar su nombre no tienen número.

Por toda la nación, en los pequeños talleres aislados y en los surtidores de gasolina perdidos donde los fanáticos de los coches se reúnen para hablar y chapucear, los cuentos acerca del Edsel se repiten hasta nuestros días. Cuentan que construyeron el coche demasiado grande para cualquier garaje; que era puro acelerador y nada de freno.

Lo llaman la máquina más horrible construida por el hombre en todos los tiempos. Repiten los viejos chistes acerca de su nombre. Y hay una leyenda famosa que dice que cuando se lo lleva a una velocidad suficiente, el viento provoca un cómico silbido sobre el capó.

Todo el romance y el misterio y la tragedia de los viejos automóviles se hallaba, concentrado en el Edsel. Sus historias se recuerdan y cuentan mucho después de que sus centelleantes contemporáneos se hayan reducido a basura de metal en los cementerios de coches.

Mientras circulaba junto a él, todas las viejas leyendas acerca del Edsel me inundaban, y me perdía en mi propia nostalgia. Traté de dar algunos toques más de claxon, pero el conductor parecía decidido a ignorarme, de modo que me di por vencido. Además, yo estaba prestando atención para ver si el capó de verdad silbaba.

Tendría que haberme dado cuenta de cuán peculiar era toda la escena: la carretera, el Edsel, la manera cómo me ignoraban. Pero yo estaba demasiado atraído como para pensar demasiado. Apenas podía mantener mis ojos en la ruta.

Quería hablar con los dueños, por supuesto. Tal vez incluso pedírselo prestado por un momento. Puesto que eran tan descorteses como para no parar, decidí seguirlos un trecho, hasta que se detuvieran a por gasolina o comida. De modo que aminoré la marcha y comencé a seguirlos. Quería mantenerme lo bastante cerca sin echarme encima, así que me coloqué en el carril de su izquierda.

Recuerdo que mientras los seguía pensé qué cuidadoso coleccionista debía ser el dueño: hasta había tenido tiempo para buscar y encontrar unas raras matrículas de viejo estilo. Del tipo que no se habían usado desde hacía muchos años. Todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando pasamos el cartel que anunciaba la Salida 77.

El chico que conducía el Edsel de pronto se mostró agitado. Se dio vuelta en el asiento y miró a sus espaldas, casi como si tratara de mirar nuevamente al letrero que ya había dejado atrás. Entonces, sin previo aviso, viró bruscamente sobre mi carril.

Apreté los frenos, pero fue inútil, claro está. Me pareció que todo sucedía al mismo tiempo. Hubo un horrible chirrido, y recuerdo haber tenido la visión fugaz del rostro aterrorizado del chico justo antes que los dos coches hicieran el impacto. Luego vino el shock del golpe.

El Jaguar golpeó al Edsel de costado, destrozando el lado del conductor a más de ochenta por hora. Luego hizo un trompo y fue a parar contra el raíl protector. El Edsel, golpeado en su centro, volcó sobre su techo quedando en la mitad de la calzada. No recuerdo haber soltado mi cinturón de seguridad ni haber salido del coche, pero debo haberlo hecho, porque lo siguiente que recuerdo era que andaba a gatas por el camino, atontado pero no herido.

Creo que debería haber intentado hacer algo de inmediato, para responder a los gritos de socorro que salían del Edsel, pero no lo hice. Estaba todavía temblando, en estado de shock. No sé cuánto tiempo permanecí allí antes que el Edsel explotara y comenzase a arder. Las voces se convirtieron en alaridos, y luego cesaron por completo.

Para ese momento ya me había puesto en pie, el fuego se había extinguido, y era tarde para intentar nada. Todavía no podía pensar con claridad. Alcanzaba a ver unas luces a la distancia por el camino que arrancaba en la rampa de salida. Empecé a caminar hacia ellas.

La caminata pareció durar una eternidad. Yo no conseguía organizar mis pensamientos, y tropezaba a menudo. El camino estaba mal iluminado, y apenas veía por donde iba. Mis manos se habían raspado bastante al caer; éste era el único daño que sufrí en el accidente.

Las luces resultaron ser las de un pequeño café, un lugar sucio que alguna vez sirvió como parada al salir de la autopista. Había sólo tres clientes cuando entré, tropezando.

Uno era un agente de la policía local.

—Hubo un accidente —dije desde la puerta—. Alguien tiene que ayudarlos.

El policía tomó su café de un trago, y se levantó de la silla.

—¿Un choque de helicópteros, señor? —preguntó—. ¿Dónde ocurrió?

Yo sacudí la cabeza.

—N… no. De coches. Un choque, un accidente de carretera. En la vieja autopista.

Apunté vagamente en la dirección de donde había venido.

En camino hacia mí el policía se detuvo de pronto con un gesto de incredulidad. Todo el mundo se rió.

—Oiga, nadie ha utilizado esa carretera en veinte años —gritó un hombre gordo desde el fondo del café—. Tiene tantos agujeros que la usamos para jugar al golf —añadió, riéndose de su propio chiste.

El policía me miraba con el ceño fruncido.

—Váyase a casa, señor, y quédese tranquilo —dijo—, si no quiere tener problemas.

Se encaminó hacia su silla.

Di un paso al frente.

—Demonios, estoy diciendo la verdad —dije, ahora más enojado que atontado—, y no estoy borracho. Ha habido una colisión en la autopista interestatal, y hay gente que quedó atrapada en…

La voz me falló al darme cuenta que cualquier ayuda que llevara llegaría tarde.

El policía todavía albergaba dudas.

—Tal vez sería bueno que echara un vistazo —sugirió la camarera detrás del mostrador—. Puede que esté diciendo la verdad. Hubo un accidente de carretera el último año, en algún lugar de Ohio. Recuerdo que vi un reportaje en la 3V.

—Sí, supongo que sí —dijo el policía por último—. Vamos, chico, y más te vale que estés diciendo la verdad.

Cruzamos la antigua plaza de estacionamiento en silencio, y subimos al helicóptero policial de cuatro plazas. Mientras ponía en marcha la hélice, el policía me miró y dijo:

—Sabes, si estaban sobrios, usted y el otro tipo deberían recibir una medalla.

Lo miré sin entender.

—Quiero decir que ustedes son probablemente los dos únicos coches que se han metido en ese camino en diez años. Y se las arreglaron para chocar. No debe ser fácil, ¿eh? —Movió la cabeza con tristeza—. Como le digo, debieran darles una medalla.

La autopista no estaba tan lejos del café como me había parecido cuando caminaba.

Una vez en el aire, cubrimos la distancia en menos de cinco minutos. Pero había algo que no encajaba. La autopista se veía diferente desde lo alto.

De pronto me di cuenta de por qué. Estaba oscura. Mucho más oscura. La mayoría de las luces estaban apagadas, y las que no, estaban parpadeando o alumbraban débilmente.

Mientras observaba sin entender, el helicóptero descendió con un ruido sordo en medio de la enfermiza luz amarilla que arrojaba una de las lámparas moribundas. Bajé, confundido, y tropecé accidentalmente con uno de los agujeros que abundaban en el asfalto. Había una fértil mata de malezas en el borde de este agujero, y muchas más grietas que atravesaban el camino.

Mi cabeza empezaba a martillear. Esto no tenía sentido. Nada de esto tenía sentido.

No entendía nada de lo que sucedía.

El policía vino desde el otro lado del aparato, con un metro portátil bajo el brazo y una caja de cuero.

—En marcha —dijo—. ¿Dónde está su accidente?

—Más para allá, creo —murmuré, sin seguridad.

No había rastros de mi coche, y empecé a pensar que tal vez nos hubiéramos equivocado de autopista, aunque no entendía cómo podía ser así.

Era la autopista correcta, pese a todo. Encontramos mi coche pocos minutos después, aparcado junto al raíl protector, en una sección oscura de la pista, donde todas las lámparas se habían fundido. Sí, encontramos el coche sin dificultad.

Sólo que no tenía ni un rasguño. Y no había ningún Edsel. Yo recordaba cómo había quedado el Jaguar cuando lo dejé. El parabrisas estaba astillado, toda la parte delantera del coche en ruinas, el guardabarros derecho destrozado en el lugar donde golpeó el raíl.

Y aquí estaba ahora, en perfectas condiciones.

El agente, ceñudo, me apuntó con el metro mientras yo miraba mi coche sin creerlo.

—Bueno, no está borracho —dijo, al final, mirando al cielo—. De modo que no lo voy a llevar conmigo, aunque debería hacerlo. Así es que escuche lo que va a hacer, señor: se va a meter en esa reliquia, dará la vuelta, y desaparecerá de aquí tan rápido como pueda.

Porque si alguna vez lo vuelvo a ver por aquí, puede ocurrirle un accidente de veras.

¿Entendido?

Quise protestar, pero no encontré palabras. ¿Qué podía haber dicho que tuviese sentido? En lugar de eso, sacudí la cabeza débilmente. El policía se dio la vuelta disgustado, murmurando algo acerca de las bromas poco prácticas, y enfiló hacia su helicóptero.

Cuando se hubo marchado, fui hasta el Jaguar y toqué su parte delantera sin convicción, sintiéndome un tonto. Pero era real. Cuando subí y di vuelta a la llave de marcha, el motor ronroneó de modo tranquilizador, y las luces se esparcieron en la oscuridad. Seguí sentado allí durante largo rato hasta que por fin di la vuelta con el coche hasta la mitad del camino, describiendo una U.

El camino de vuelta a San Breta fue largo y movido. El coche entraba y salía de los baches de manera constante, y gracias a la escasa luz y las traicioneras condiciones de la carretera, tuve que mantener la velocidad al mínimo.

El camino era espantoso. No cabían dudas al respecto. Por lo común salía de mi ruta para evitar los tramos que eran malos como éste. Había demasiadas posibilidades de reventar un neumático.

Me las arreglé para llegar a San Breta sin incidentes, yendo bien despacio. Eran las dos de la madrugada cuando entré en la ciudad. La rampa de salida, tal como el resto, estaba agrietada y oscura, y no tenía ninguna señal indicadora.

Recordaba, por viajes anteriores, que San Breta presumía de tener un amplio garaje para los aficionados, con poste de gasolina. De modo que enfilé hacia allí y dejé el coche en manos de un aburrido empleado. Luego me dirigí al motel más próximo. Una noche bien dormida, pensaba, dará más sentido a todo.

Pero no lo hizo. Cuando me desperté por la mañana estaba tanto o más confundido.

Más aún: ahora algo en mi cabeza me decía sin cesar que todo había sido un mal sueño.

Deseché ese pensamiento tentador, y seguí tratando de razonar.

Seguía razonando en la ducha y ante el desayuno, y en el corto camino al garaje. Pero no conseguía aclararme. Ya fuera porque la cabeza me estaba trampeando, o porque algo realmente extraordinario había sucedido la noche anterior, y no quería admitir lo primero, de modo que me decidí por lo último.

El dueño del local, un hombre ágil de unos ochenta años, estaba atendiendo en el garaje cuando llegué. Vestía un overall de mecánico a la moda antigua, lo que le daba un toque original. Sonrió amablemente cuando le pedí el Jaguar.

—Me alegro de verle nuevamente —dijo—. ¿Hacia dónde se dirige esta vez?

—Hacia Los Ángeles. Voy a coger la interestatal, esta vez.

Sus cejas se alzaron un poco al oír eso.

—¿La interestatal? Pensé que tenía más sentido común. Esa autopista es un desastre.

No es manera de tratar una pieza de mecánica tan fina como su Jaguar.

No tuve el coraje como para tratar de explicarle, así que hice una leve mueca y dejé que se fuera a por el coche. El Jaguar había sido lavado y controlado y su tanque, llenado. Estaba en óptima forma. Miré si había alguna abolladura, pero no encontré ninguna.

—¿Cuántos clientes habituales tiene por aquí? —le pregunté mientras le pagaba—. Quiero decir coleccionistas locales, no gente que pase.

—Debe haber unos cien en todo el estado —dijo, alzando los hombros—. Atendemos a casi todos. Tenemos la mejor gasolina y los únicos servicios decentes en esta parte.

—¿Alguna colección interesante?

—Algunas —dijo—. Hay un tipo que viene siempre con un Pierce-Arrow. Otro se especializa en coches de los años cuarenta. Tiene una bonita colección, y bien cuidada.

Asentí.

—¿Y alguien de por aquí que tenga un Edsel? —pregunté.

—Difícilmente —respondió—. Ninguno de mis clientes tiene tanto dinero. ¿Por qué me lo pregunta?

Decidí ir con cautela.

—Vi uno la otra noche en el camino. No alcancé a hablar con el dueño, pero pensé que sería alguien de por aquí.

La expresión del viejo no decía nada, de manera que enfilé para el Jaguar.

—Nadie de por aquí —dijo, mientras yo cerraba la puerta—. Debía ser alguien que pasaba. Qué divertido encontrarlo en el camino. No pasa a menu…

Entonces, justo cuando estaba poniendo en marcha el motor, su boca se abrió como dos metros.

—¡Un momento! —gritó—. Usted dijo que iba conduciendo por la interestatal. ¿Vio un Edsel en la interestatal?

Apagué el motor.

—Así es —dije.

—Dios —dijo—. Casi me olvido, ha pasado tanto tiempo. ¿Era un Edsel blanco? ¿Con cinco personas en su interior?

Abrí la puerta y bajé del coche.

—Así es —dije—. ¿Sabe algo acerca de él?

El viejo me cogió por los hombros con ambas manos. Tenía una mirada extraña en sus ojos.

—¿Sólo los vio? —dijo, sacudiéndome—. ¿Está seguro que eso es todo lo que pasó?

Dudé un momento, me sentía algo tonto.

—No —admití por fin—. Choqué con ellos. Es decir, creí que había chocado. Pero…

Traté de ir hacia mi coche. El hombre me soltó, y rió.

—Otra vez —murmuró—. Después de tantos años.

—¿Qué sabe de eso? —le pregunté—. ¿Qué demonios pasó anoche?

Suspiró.

—Venga conmigo —dijo—. Le contaré todo.

—Fue hace más de cuarenta años —me dijo, junto a una taza de café en un bar cerca del garaje—. En los años setenta. Era una familia que había salido de vacaciones. El chico y su padre se turnaban al volante. Tenían reservas en un hotel de San Breta. Pero conducía el chico, y era tarde. Por algún motivo, se pasó de salida. Ni siquiera se dio cuenta. Hasta que llegó a la Salida 77. Se debe haber asustado cuando vio el cartel.

Según la gente que lo conocía, su padre era un mal tipo. La clase de tipo que le hubiera dado de palos por una cosa así. No sabemos lo que pasó, pero parece que el chico entró en pánico. Hacía sólo dos semanas que tenía su carnet. De cualquier modo, trató de hacer una U y volver hacia San Breta. El otro coche lo golpeó en el costado. El conductor de este coche no tenía abrochado el cinturón de seguridad, de modo que salió despedido a través del parabrisas, se estrelló contra el pavimento y murió de forma instantánea. La gente del Edsel no tuvo tanta suerte. El Edsel volcó y se incendió, con ellos dentro. Los cinco se quemaron vivos.

Sentí un escalofrío al recordar los gritos del coche en llamas.

—Pero eso fue hace cuarenta años, dijo usted. ¿Cómo explica lo que me pasó anoche?

—Voy a eso —dijo el viejo. Cogió un donut, lo mojó en el café y lo masticó paladeándolo—. La siguiente pasó dos años después —dijo, por fin—. Un tipo informó a la policía acerca de un choque. Un choque con un Edsel, tarde en la noche, en la interestatal. Por la manera en que lo describió, era el replay del otro choque. Sólo que cuando llegaron allí, su coche no tenía ni un rasguño. No había señales del otro coche.

Pues bien, este tipo era de aquí, así que se pensó que lo hacía para llamar la atención o algo así. Pero un año más tarde, otro tipo llegó contando lo mismo. Esta vez venía del este, y no era probable que hubiese escuchado lo del primer accidente. Los polis no sabían qué hacer con él. Al pasar de los años esto sucedió una y otra vez. Había unas pocas cosas en común en todos los incidentes. Siempre ocurrían a la noche, tarde, a conductores que iban solos en el coche, sin testigos presenciales. Nunca hubo otros coches cerca, como la primera vez, la de verdad. Todos los choques sucedían justo al pasar la Salida 77, cuando el Edsel trataba de girar en forma de U. Mucha gente ha tratado de explicarlo. Alucinaciones, dijo alguien. Hipnosis de carretera, planteó otro.

Mistificaciones, dijo un tercero. Pero hay sólo una explicación coherente, y es la más sencilla. El Edsel era un fantasma. Los diarios la recogieron: «La autopista encantada».

Así llamaron a la interestatal.

El viejo se interrumpió para beber su café, y luego miró el fondo de la taza, pensativo.

—Bueno, los choques continuaron a través de los años mientras la autopista estuvo en condiciones. Hasta el 93. Luego el tráfico comenzó a escasear. Cada vez menos gente pasaba por la interestatal, y había cada vez menos accidentes. —Me miró—. Usted ha sido el primero en más de veinte años. Ya casi lo había olvidado. Luego bajo la vista de nuevo, y calló. Pensé en sus palabras por unos momentos.

—No sé —dije, sacudiendo la cabeza—. Todo concuerda, pero ¿un fantasma? No sé si creo en fantasmas. Y todo parece tan fuera de lugar…

—En el fondo, no —dijo el viejo, levantando la vista—. Piense de nuevo en las historias de fantasmas que leyó de niño. ¿Qué tenían todas en común?

—No sé —dije.

—Muertes violentas. Eso es. Los fantasmas eran el producto de asesinatos y ejecuciones, desechos de sangre y violencia. Las casas encantadas eran siempre lugares donde alguien había tenido un final horrible cien años antes. Pero en nuestra América del siglo veinte, la muerte no se encontraba en mansiones o castillos, sino en las autopistas.

En las autopistas manchadas de sangre, donde morían miles de personas al año. Un fantasma moderno no viviría en un castillo ni empuñaría un hacha. Rondaría por una autopista, conduciendo un coche. ¿Qué sería más lógico?

No le faltaba razón. Asentí.

—Pero ¿por qué en esta autopista?, ¿por qué ese coche? Mucha gente murió en las autopistas. ¿Qué tiene de especial este caso?

El viejo alzó los hombros.

—No lo sé. ¿Qué hace a un crimen distinto de otro crimen? ¿Por qué sólo algunos producían fantasmas? ¿Quién puede decirlo? Pero yo he oído cosas. Algunos decían que el Edsel está condenado a vagar por la autopista para siempre porque era, en cierto sentido, un asesino. Causó el accidente, causó aquellas muertes. Éste es un castigo.

—Puede ser —dije, dudando—. Pero ¿la familia entera? Podría decirse que era culpa del muchacho. O incluso del padre, por dejarlo conducir con tan poca experiencia. Pero ¿qué hay de los demás? ¿Por qué habrían de ser castigados?

—Cierto, muy cierto —dijo el viejo—. Nunca me creí esa teoría yo mismo. Tengo mis propias explicaciones.

Me miró a los ojos.

—Creo que están perdidos —dijo.

—¿Perdidos? —repetí, y él asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. En el pasado, cuando las rutas estaban sobrecargadas, uno no podía dar la vuelta cuando erraba una salida. Había que seguir, a veces durante kilómetros y kilómetros, antes de encontrar la manera de salir y luego retomar el camino. Algunos de los cruces tenían un diseño tan complicado que uno nunca encontraba el camino hacia la salida que correspondía. Eso es lo que pasó con el Edsel, según creo. Erraron la salida, y ahora no pueden encontrarla. Tienen que seguir circulando. Para siempre.

Suspiró. Luego se volvió, y pidió otra taza de café.

Bebimos en silencio, y luego volvimos al puesto de gasolina. De allí, fui directo a la biblioteca local. Todo estaba allí, en los periódicos del archivo. Detalles del accidente original, el primer accidente dos años después, y los otros, en secuencia irregular. La misma historia, el mismo choque, una y otra vez. Todo era idéntico, hasta los gritos.

La vieja autopista estaba oscura y sin luz cuando esa noche retomé mi viaje. No había señales de tráfico ni líneas blancas, pero sí abundantes baches y grietas. Conduje muy despacio, perdido en cavilaciones.

Unos kilómetros después de San Breta me detuve y bajé del coche. Me quedé allí en la oscuridad, casi hasta el amanecer, mirando y escuchando. Pero las luces siguieron sin encenderse, y no vi nada.

Sin embargo, cerca de medianoche, se escuchó un silbido peculiar en la distancia.

Creció rápidamente, hasta que estuvo justo encima, y luego fue disminuyendo igualmente rápido.

Podría haber sido un aerocamión en algún lugar fuera de mi vista, supongo. Nunca escuché que un aerocamión produjera ese tipo de ruido, pero incluso así, podría haber sido un aerocamión.

Pero no lo creo.

Creo que fue el viento silbando a través de la nariz de un viejo coche blanco y herrumbroso, un coche fantasmal circulando por una autopista encantada que no figura en los mapas de carreteras. Creo que era el llanto de un pequeño Edsel perdido, buscando la salida para San Breta.