Cerca de dos semanas después, uno de mis compañeros de la radio oficial polaca que había tomado parte en la sublevación, el violinista Zygmunt Lednicki, volvió a Varsovia tras una larga peripecia. Llegó a pie, como muchos otros, impulsado por el deseo de estar de vuelta en su ciudad lo antes posible. En el camino había pasado por un campo provisional para prisioneros de guerra alemanes. Cuando, más tarde, me relató lo ocurrido, mi colega añadió de inmediato que no se sentía satisfecho de su comportamiento, pero que no había podido contenerse. Se había acercado hasta la alambrada y les había gritado a los alemanes:
—¡Siempre habéis presumido de ser un pueblo culto, pero a mí, que soy violinista, me quitasteis mi violín, que era lo único que tenía!
Entonces un suboficial se levantó del suelo con dificultad y se acercó tambaleándose hasta la alambrada. Iba pobremente vestido y sin afeitar, y tenía muy mal aspecto. Fijando sus ojos desesperados en Lednicki, le preguntó:
—¿Conoce por casualidad al señor Szpilman?
—Pues sí, lo conozco.
—Soy alemán —susurró el hombre febrilmente— y ayudé a Szpilman cuando estaba escondido en el ático de la unidad de comando, en Varsovia. Dígale que estoy aquí. Dígale que me ayude a salir. Se lo suplico.
En ese momento se acercó uno de los guardias:
—No puede usted hablar con los prisioneros. Por favor, váyase.
Lednicki se fue. Instantes después se dio cuenta de que no conocía el nombre del alemán. Volvió, pero el guardia se había llevado ya al prisionero lejos de la cerca.
—¿Cómo se llama? —le preguntó a voces Lednicki.
El alemán se volvió y gritó algo que mi colega no pudo entender.
Y tampoco yo conocía el nombre del oficial. De manera deliberada, había preferido no saberlo porque así, si me capturaban y en el interrogatorio la policía alemana me preguntaba quién me había proporcionado pan y otras provisiones del ejército, no podría dar su nombre aunque me torturaran.
Hice todo lo posible por averiguar el paradero del oficial alemán, pero no conseguí dar con él. El campo de prisioneros había sido trasladado y el destino de sus ocupantes era secreto militar. Pero tal vez ese hombre —el único ser humano con uniforme alemán que encontré— hubiera vuelto a casa sano y salvo.
A veces doy recitales en el edificio del número 8 de la calle Narbutt, donde acarreé ladrillos y cal, donde trabajó la brigada judía: hombres que los alemanes mataron a tiros cuando estuvieron terminados los pisos para sus oficiales. Estos no disfrutaron mucho tiempo de sus magníficas viviendas nuevas. El edificio sigue en pie y ahora hay en él una escuela. Toco para niños polacos que no saben cuánto sufrimiento humano y cuánto terror mortal hubo una vez en sus soleadas aulas.
Rezo para que nunca lleguen a conocer ese terror y ese sufrimiento.