Epílogo

Un puente entre Wladyslaw Szpilman y Wilm Hosenfeld

Wolf Biermann

Wolf Biermann es uno de los poetas, letristas y ensayistas más famosos de Alemania. Nació en Hamburgo en 1936, en el seno de una familia judía comunista. Su padre, trabajador de astilleros y combatiente en la resistencia, fue asesinado en Auschwitz en 1943. En su adolescencia Biermann viajó al este, en dirección contraria a la oleada de refugiados que se encaminaron hacia Alemania occidental. En 1965 se prohibieron sus trabajos en Alemania oriental por los ataques al gobierno que contenían y en 1976 Biermann fue obligado por las autoridades a emigrar a Alemania occidental. En la actualidad vive en Hamburgo.

Este libro no necesita prólogo ni epílogo, ni en realidad necesita siquiera ningún comentario. Sin embargo, su autor, Wladyslaw Szpilman, me ha pedido que prepare unos apuntes para los lectores, medio siglo después de los acontecimientos relatados.

Escribió su historia, tal como se reproduce en estas páginas, en Varsovia al terminar la guerra, es decir, en caliente o, para ser más exactos, profundamente conmocionado. Hay muchos libros de memorias de la Shoah. La mayoría de los relatos de supervivencia, sin embargo, se escribieron años o décadas después de los acontecimientos que describen. Es fácil imaginar las diversas razones para ello.

Los lectores advertirán que, aunque este libro fue escrito con las cenizas de la segunda Guerra Mundial todavía humeantes, su lenguaje es de una insólita frialdad. Wladyslaw Szpilman describe su cercano dolor con un distanciamiento casi melancólico. Para mí, es como si todavía no se hubiera repuesto de la conmoción tras su viaje por todos los círculos del infierno; como si escribiera, algo desconcertado, sobre otro individuo: la persona en la que se convirtió tras la invasión alemana de Polonia.

El libro se publicó por primera vez en Polonia en 1946 con el título de uno de sus capítulos, La muerte de una ciudad. Muy pronto fue retirado de la circulación por los validos polacos de Stalin y nunca se reeditó, ni en Polonia ni fuera. Cuando los países conquistados por el Ejército Rojo fueron quedando bajo el dominio completo de sus libertadores, la nomenklatura de Europa oriental en general fue incapaz de tolerar relatos de testigos presenciales tan auténticos como el recogido en este libro. Contenían verdades demasiado dolorosas sobre la colaboración de rusos, polacos, ucranianos, lituanos y judíos con los nazis alemanes.

Ni siquiera en Israel quería la gente oír hablar de esas cosas. Puede parecer extraño, pero es comprensible: era un asunto intolerable para todos los afectados, tanto víctimas como verdugos, aunque evidentemente por razones opuestas.

El que contaba nuestras horas

sigue contando.

Dime, ¿qué cuenta ahora?

Cuenta y cuenta…

(Paul Celan)

Números. Más números. De los tres millones y medio de judíos que llegaron a vivir en Polonia, doscientos cuarenta mil sobrevivieron al periodo nazi. El antisemitismo había florecido mucho antes de la invasión alemana. Sin embargo, entre trescientos y cuatrocientos mil polacos arriesgaron su vida por salvar a compatriotas judíos. De los dieciséis mil arios recordados en Yad Vashem, principal lugar conmemorativo judío de Jerusalén, la tercera parte eran polacos. ¿Por qué calcularlo con tanta exactitud? Porque todo el mundo conoce los horribles estragos causados tradicionalmente por la infección del antisemitismo entre «los polacos», pero pocas personas saben que, al mismo tiempo, ninguna otra nación escondió a tantos judíos de los nazis. Esconder a un judío en Francia estaba castigado con la cárcel o el campo de concentración, y en Alemania costaba la vida, pero en Polonia costaba la vida de toda la familia.

Hay algo que me impresiona: en el registro emocional de Szpilman parece no figurar el deseo de venganza. Una vez tuvimos una conversación en Varsovia; acababa de volver de una gira mundial como pianista y estaba sentado, agotado, a su viejo piano de cola, falto de afinación. Hizo un comentario casi pueril, a medias en broma y a medias muy en serio: «Cuando era joven estudié música durante dos años en Berlín. No acabo de entender a los alemanes… ¡eran tan sumamente musicales!».

Este libro es como un cuadro de la vida en el gueto de Varsovia sobre un gran lienzo. Gracias a la descripción de Wladyslaw Szpilman podemos comprender mejor algo que ya sospechábamos: las cárceles, los guetos y los campos de concentración, con sus barracones, sus torres de vigilancia y sus cámaras de gas, no están pensados para ennoblecer el carácter. El hambre no otorga un resplandor interior. En pocas palabras: un canalla seguirá siendo un canalla al otro lado del alambre de espino. Pero no siempre es válido un planteamiento tan simple. Ciertos delincuentes de extracción humilde y muchos pillos confesos se comportan con más valentía y amabilidad en el gueto o el campo de concentración que muchas personas instruidas y respetables de clase media.

En ocasiones Wladyslaw Szpilman describe la Shoah en prosa sencilla, escrita con tanta densidad como si fuera poesía. Pienso en la escena del Umschlagplatz cuando Szpilman había sido ya condenado a la destrucción, seleccionado para ser transportado a un incierto futuro del que todo el mundo sospechaba que era la muerte cierta. El autor comparte con sus padres y hermanos un caramelo de nata dividido en seis trozos, su última comida juntos. Y recuerdo la impaciencia del dentista mientras esperan el tren de la muerte: «¡Qué vergüenza para todos nosotros! ¡Les estamos dejando que nos lleven a la muerte como si fuéramos ovejas que van al matadero! ¡Si atacáramos a los alemanes nosotros, que somos medio millón, podríamos escapar del gueto o al menos moriríamos con honor, no como una mancha en el rostro de la Historia!». Y la respuesta del padre de Szpilman: «Mira, no somos héroes. Somos gente normal y corriente, y por eso preferimos arriesgarnos y confiar en ese diez por ciento de posibilidades de vivir». Como ocurre en las tragedias auténticas, tanto el dentista como el padre de Szpilman tenían razón. Los judíos se plantearon miles de veces esta cuestión irresoluble de la resistencia, y lo seguirán haciendo durante generaciones. Se me ocurre una consideración más práctica: ¿cómo habrían podido esas personas, civiles todas, cómo habrían podido las mujeres y los niños y los ancianos abandonados por Dios y por el mundo, defenderse contra una máquina de exterminio tan perfecta?

La resistencia era imposible, pero a pesar de todo hubo resistencia judía. La lucha armada en el gueto de Varsovia y los millares de valerosas acciones llevadas a cabo por los partisanos judíos muestran, además, que fue una resistencia muy eficaz. Hubo sublevaciones en Sobibor e incluso en Treblinka. Pienso también en Lydia Vago y Sara Ehrenhalt, que sobrevivieron como esclavas en la fábrica de armas Unión de Auschwitz, de donde procedían los explosivos para volar uno de los crematorios.

El relato de Wladyslaw Szpilman muestra que él desempeñó un papel directo en la valiente resistencia. Estuvo entre quienes eran conducidos todos los días en columnas de trabajadores hasta el lado ario de la ciudad, y llevó de contrabando al gueto no sólo pan y patatas, sino también munición para la resistencia judía. Pero él menciona sus valerosas acciones con gran modestia y sólo de pasada.

Junto al relato de Szpilman se publican, por primera vez, apuntes del diario de Wilm Hosenfeld, oficial de la Wehrmacht sin el cual es probable que Szpilman, judío polaco, no hubiera sobrevivido. Hosenfeld, profesor, había servido ya como teniente en la primera Guerra Mundial y tal vez por ello fuera considerado demasiado mayor para ser enviado al frente al comienzo de la segunda. Esa pudo ser la razón por la que se convirtió en oficial a cargo de todas las instalaciones deportivas de Varsovia, que habían pasado a manos de la Wehrmacht para que los soldados alemanes se mantuvieran en forma practicando el atletismo y otros deportes. El capitán Hosenfeld fue hecho prisionero por el ejército soviético en los últimos días de la guerra y murió en cautividad siete años después.

Al comienzo del relato de sus avatares, uno de los odiados policías judíos salva a Szpilman. Al final, es el capitán Hosenfeld quien encuentra al pianista medio muerto en la ciudad en ruinas, despojada ya de sus habitantes, y no lo mata. Hosenfeld lleva incluso comida, un edredón y un abrigo al escondite del judío. Es como un cuento de hadas de Hollywood, pero ocurrió de verdad: un miembro de la odiada raza dominadora desempeñó el papel de ángel de la guarda en esta terrible historia. Como era evidente que la Alemania de Hitler había perdido la guerra, el fugitivo, con previsión, dio a su anónimo colaborador una información útil: «Si te ocurre algo, si puedo ayudarte de la forma que sea, recuerda mi nombre: Szpilman, radio oficial polaca». Sé por Szpilman que comenzó a buscar a su salvador en 1945, sin resultado. Cuando llegó al lugar donde su amigo violinista había visto al hombre, el campo había sido trasladado.

Hosenfeld murió en un campo para prisioneros de guerra en Stalingrado, un año antes de la muerte de Stalin. Fue torturado en su cautiverio porque los oficiales soviéticos pensaron que su afirmación de que había salvado a un judío era una mentira especialmente monstruosa. Sufrió luego varios ataques cerebrales. Al final se encontraba en un estado de gran confusión, como un niño apaleado que no entiende por qué lo golpean. Murió en total postración espiritual.

Hosenfeld consiguió enviar sus diarios a Alemania. El último permiso que pasó en su casa fue en Pentecostés de 1944; hay una atractiva imagen del oficial que ha vuelto a casa de la sucia guerra, vestido con su deslumbrante uniforme blanco, y rodeado de su esposa y sus amados hijos. Tiene un aire idílico de paz eterna. La familia Hosenfeld conservó los dos cuadernos llenos de apretada letra que componían el diario. La última anotación está fechada el 11 de agosto de 1944, lo que significa que Hosenfeld envió sus comentarios más explosivos por correo militar ordinario. Supongamos que esos dos volúmenes hubieran caído en manos de los temidos caballeros de los abrigos de cuero… mejor ni pensarlo. Habrían acabado con él.

El hijo de Hosenfeld me contó algo que ofrece una clara imagen de su padre:

«Mi padre era un profesor afectuoso y entusiasta. En el periodo que siguió a la primera Guerra Mundial, cuando pegar a los niños era todavía el medio habitual para imponer disciplina en los colegios, él tenía una amabilidad con los alumnos que resultaba muy poco convencional. A los niños más pequeños de la escuela rural de Spessart solía sentárselos en las rodillas si tenían dificultades con el alfabeto. Y llevaba siempre dos pañuelos en el bolsillo de los pantalones, uno para él y otro para la mocosa nariz de sus alumnos más pequeños.

»En el invierno de 1939 a 1940 la unidad de mi padre, que había salido de Fulda hacia Polonia en el otoño de 1939, estaba acantonada en la pequeña ciudad de Wegrow, al este de Varsovia. La comisaría alemana se había apropiado allí de suministros de heno que pertenecían al ejército polaco. Un frío día de invierno mi padre acertó a pasar cuando un SS se estaba llevando a un escolar. Había sorprendido al chico robando heno requisado en un granero, probablemente sólo una brazada. Era evidente que el chaval estaba a punto de ser fusilado, como castigo por su delito y para disuadir a los demás.

»Mi padre me contó que corrió hacia el SS gritándole: ¡“No puedes matar a ese chico”! El SS sacó la pistola, apuntó a mi padre con ella y le dijo en tono amenazador: ¡“Si no te largas ahora mismo te mato a ti también”!

»A mi padre le llevó mucho tiempo recuperarse de esa experiencia. Sólo habló de ella una vez, dos o tres años más tarde, durante un permiso. Fui el único miembro de la familia que oyó la historia».

Wladyslaw Szpilman comenzó enseguida a trabajar de nuevo en Radio Varsovia como pianista. Inauguró las emisiones después de la guerra con la misma pieza de Chopin que había tocado en directo en la radio aquel último día, en medio de la lluvia de artillería y bombas alemanas. Podríamos decir que la emisión del Nocturno en do sostenido menor de Chopin tuvo sólo una breve interrupción, para que en los seis años de intervalo el señor Hitler pudiera representar su papel en la escena mundial.

Wladyslaw Szpilman no volvió a saber de su salvador hasta 1949. En 1950, sin embargo, se produjo otra novedad. Un judío polaco, un tal León Warm, emigró de Polonia y, durante su viaje, visitó a los Hosenfeld en Alemania occidental. Uno de los hijos de Wilm Hosenfeld escribe sobre León Warm:

«En los primeros años después de la guerra mi madre ocupó con mis dos hermanos pequeños una parte de nuestro antiguo alojamiento en la escuela de Thalau, un pueblecito de la región de Rhón. El 14 de noviembre de 1950 un agradable joven polaco nos visitó preguntando por mi padre, al que había conocido en Varsovia durante la guerra.

»De camino al campo de exterminio de Treblinka, ese joven había conseguido abrir un portón cerrado con alambre de espino en el vagón de ganado en el que viajaban él y sus compañeros de infortunio. Saltó del tren en marcha. Por medio de una familia que conocía en Varsovia entró en contacto con nuestro padre, quien le proporcionó un salvoconducto con nombre falso y lo contrató para trabajar en el centro de deportes. Desde entonces trabajaba como químico en Polonia y en ese momento pretendía montar una empresa propia en Australia».

Ese hombre, León Warm, se enteró en su visita a Frau Hosenfeld de que el marido de esta seguía vivo. La mujer había recibido cartas y tarjetas postales suyas. Frau Hosenfeld le mostró incluso una lista de los judíos y polacos a los que había salvado su marido, escrita al dorso de una postal fechada el 15 de julio de 1946. Wilm Hosenfeld había pedido a su mujer que buscara ayuda en esas personas. En el cuarto lugar de la lista podía leerse con dificultad: «Wladislaus Spielman, pianista de Radio Varsovia».

Tres miembros de una familia llamada Cieciora tenían también algo que contar sobre Hosenfeld. Los primeros días de la blitzkrieg alemana vieron cómo se desarrollaba la siguiente escena: la esposa de un polaco llamado Stanislaw Cieciora fue a un campo de prisioneros de guerra en Pabianice, donde le habían dicho que se encontraba herido su esposo, soldado del ejército derrotado; seguramente él temía que lo mataran los vencedores. Cuando se dirigía allí se encontró con un oficial alemán en bicicleta, que le preguntó adonde iba. Paralizada de miedo, la mujer tartamudeó la verdad: «Mi marido es soldado; está enfermo en ese campo, va a nacer nuestro hijo y temo por él». El alemán tomó nota del nombre del esposo y envió a la mujer de vuelta con una promesa: «Su marido estará en casa dentro de tres días». Y así fue.

Después de eso, Hosenfeld visitó de vez en cuando a la familia Cieciora y se hicieron amigos. El extraordinario alemán empezó a aprender polaco. Como católico devoto, Hosenfeld iba incluso a veces a la iglesia con sus nuevos amigos, vestido con su uniforme de la Wehrmacht, y asistía a misa. Qué imagen: un alemán, muy correcto con su «abrigo de los asesinos», arrodillado ante un sacerdote polaco, mientras el «eslavo infrahumano» depositaba la oblea que representa el cuerpo de Cristo sobre una lengua alemana.

Una cosa llevó a otra: la familia Cieciora estaba preocupada por el hermano del marido, sacerdote en la clandestinidad buscado por los alemanes. Hosenfeld lo salvó también. En tercer lugar salvó a un conocido de los Cieciora rescatándolo de un vehículo militar. Supe cómo habían sido los dos rescates porque me los relató la hija del capitán Hosenfeld:

«En la primavera de 1973 recibimos la visita de Maciej Cieciora, de Posen [Poznan]. Su tío, sacerdote católico, había tenido que escapar de la Gestapo tras la invasión alemana, en el otoño de 1939. Mi padre, que era por entonces el oficial a cargo de las instalaciones deportivas de la ciudad de Varsovia de las que se había apropiado la Wehrmacht, lo protegió dándole trabajo en su oficina con el nombre falso de “Cichocki”. Fue a través del padre Cieciora, de quien enseguida se hizo amigo íntimo, como mi padre conoció a Koschel, cuñado del sacerdote.

»Maciej Cieciora nos dijo que, probablemente en 1943, los combatientes polacos por la libertad habían disparado sobre unos soldados alemanes en la parte de Varsovia donde vivía la familia Koschel. Como consecuencia de ello una unidad de las SS detuvo a algunos hombres —entre ellos el señor Koschel— y los hizo subir a un camión. Los infortunados iban a ser ejecutados de manera inmediata fuera de la ciudad como represalia.

»Mi padre, que paseaba por el centro de la ciudad, se encontró por casualidad con el camión en un cruce. El señor Koschel vio a un oficial que conocía por la acera y le hizo señas desesperadas con los brazos. Mi padre se hizo cargo de la situación de inmediato y, con mucha sangre fría, se plantó en medio de la calle e hizo gestos al conductor para que se detuviera. El conductor paró el camión. ¡“Necesito un hombre”!, dijo mi padre en tono conminatorio al jefe de las SS. Subió al camión, inspeccionó a los ocupantes y eligió a Koschel como si actuara al azar. Lo dejaron salir, y así se salvó».

El mundo es un pañuelo. En la actualidad, octavo año tras el desplome del bloque del este, el hijo de Stanislaw Cieciora es cónsul polaco en Hamburgo. Me contó una anécdota conmovedora: sus agradecidos padres enviaron a la familia Hosenfeld, a la que le faltaba el padre, paquetes de comida con salchichas y mantequilla, desde la hambrienta Polonia a la Alemania de Hitler, incluso durante la guerra. El mundo es, además, curioso.

Leon Warm se puso en contacto por carta con Szpilman en Varsovia, en la radio oficial polaca, comunicándole los nombres de las personas a las que Hosenfeld había salvado y transmitiéndole su petición urgente de ayuda. Esto fue hace casi medio siglo.

En 1957 Wladyslaw Szpilman recorrió Alemania occidental con el brillante violinista Gimpel. Los dos músicos visitaron a la familia de Wilm Hosenfeld en Thalau: su esposa Annemarie y sus dos hijos, Helmut y Detlef. La madre entregó al visitante una fotografía de su esposo. El verano pasado, cuando se decidió que este libro casi olvidado iba a reeditarse en Alemania, pedí al anciano que me pusiera en antecedentes sobre el asunto Hosenfeld.

«Mire, no me gusta hablar de eso. Nunca lo he comentado con nadie, ni siquiera con mi mujer ni mis dos hijos. ¿Por qué?, se preguntará usted. Porque estaba avergonzado. Verá. Cuando por fin averigüé el nombre del oficial alemán a fines de 1950, luchando contra mis temores y superando mi aversión me dirigí como humilde solicitante a un criminal con el que ninguna persona decente de Polonia debería hablar: un tal Jakub Berman.

»Berman era el hombre más poderoso de Polonia, el jefe de la NKWD polaca y un bastardo, como todo el mundo sabe. Era más influyente que el ministro del interior. Pero yo estaba decidido a intentarlo, así que fui a verlo y le conté todo, añadiendo que no era yo el único al que había salvado Hosenfeld: había salvado también a niños judíos, y había comprado zapatos a niños polacos al comienzo de la guerra y les había dado comida. Le hablé también de Leon Warm y la familia Cieciora, e insistí en que eran muchas las personas que debían la vida a ese alemán. Berman se mostró amable y prometió hacer algo. A los pocos días llamó personalmente a nuestra casa: lo sentía, pero no se podía hacer nada. “Si su alemán estuviera todavía en Polonia, podríamos sacarlo”, dijo. “Pero nuestros camaradas de la Unión Soviética no dejarán que salga. Dicen que su oficial pertenecía a un destacamento que estuvo relacionado con el espionaje, así que no hay nada que podamos hacer nosotros como polacos, y yo carezco de autoridad”, terminó el hombre que era todopoderoso por la gracia de Stalin. Es decir, elegí al peor de los canallas y no salió bien».

Inmediatamente después de la guerra era imposible publicar en Polonia un libro en el que se presentara a un oficial alemán como un hombre valiente y bondadoso. Tal vez interese a los lectores saber que, para la edición original polaca, Wladyslaw Szpilman se vio obligado a hacer que su salvador, Wilm Hosenfeld, fuera austriaco. Un ángel austriaco era, evidentemente, «menos malo» en esa época, por absurdo que pueda parecer hoy. En los años de la guerra fría Austria y Alemania oriental estaban unidas por una ficción hipócrita en común: fingían que habían sido ocupadas a la fuerza por la Alemania de Hitler durante la segunda Guerra Mundial.