Estaba solo, no en un edificio ni en una parte de la ciudad, sino en toda una ciudad que dos meses atrás contaba con un millón y medio de habitantes y era una de las más ricas de Europa. Ahora sólo quedaban de ella chimeneas apuntando al cielo desde edificios quemados y los escasos muros respetados por las bombas: una ciudad de escombros y ceniza bajo los cuales yacían sepultados la cultura secular de mi pueblo y los cuerpos de centenares de miles de víctimas asesinadas, pudriéndose con el calor de los últimos días del otoño y llenando el aire de un hedor espantoso.
Las ruinas sólo tenían algunos visitantes durante el día: bribones de fuera de la ciudad que merodeaban con estufas al hombro y se colaban en los sótanos en busca de algún botín. Uno de ellos eligió la casa en ruinas donde yo vivía. No podía encontrarme allí; nadie debía saber de mi presencia. Cuando subía por la escalera y sólo lo separaban dos plantas de mí, rugí con voz salvaje y amenazadora:
—¿Qué pasa? ¡Fuera! ¡Rrraus!
Salió disparado como una rata asustada: el último de los miserables, un hombre espantado por la voz del último pobre diablo que había quedado vivo.
A finales de octubre, observando desde mi ático, vi a los alemanes cazar a una de esas jaurías de hienas. Los ladrones intentaban salir del apuro dando explicaciones. Los oía repetir una y otra vez, apuntando hacia el oeste:
—De Pruszków, de Pruszków…
Los soldados colocaron a cuatro de los hombres contra el muro más cercano y les dispararon con los revólveres, sin atender a sus súplicas y gimoteos. Ordenaron al resto de los saqueadores que cavaran una fosa en el jardín de una de las casas, enterraran los cuerpos y se fueran. Después de aquello hasta los ladrones se mantuvieron alejados de esa zona de la ciudad. Yo era la única alma viviente en ella.
Se acercaba el primero de noviembre y comenzaba a hacer frío, sobre todo durante la noche. Para no volverme loco por el aislamiento, decidí llevar una vida lo más disciplinada posible. Seguía conservando mi reloj Omega, que había cuidado como a las niñas de mis ojos, y mi pluma estilográfica. Eran mis únicas pertenencias personales. Fui muy concienzudo en darle cuerda al reloj y preparé un horario con él. Me mantenía tumbado e inmóvil todo el día para conservar las pocas fuerzas que me quedaban, y sólo estiraba la mano una vez, hacia el mediodía, para fortalecerme con un bizcocho y una jarra de agua que tomaba a pequeños sorbos. Desde por la mañana temprano hasta que hacía esa comida permanecía tumbado con los ojos cerrados, recorriendo mentalmente, compás a compás, todas las composiciones que había tocado en mi vida. Más adelante, este curso de repaso mental me resultó muy útil: cuando volví a trabajar seguía sabiéndome mi repertorio y lo tenía casi completo en la cabeza, como si hubiera estado practicando durante toda la guerra. Luego, desde la comida del mediodía hasta el anochecer, repasaba de modo sistemático el contenido de todos los libros que había leído, repitiendo mentalmente mi vocabulario de inglés. Me daba yo solo lecciones de inglés, planteándome preguntas y tratando de responderlas de manera correcta y por extenso.
Cuando se hacía de noche me dormía. Me despertaba hacia la una de la madrugada e iba a buscar comida alumbrándome con cerillas, de las que había encontrado una provisión en el edificio, en un piso que no se había quemado del todo. Busqué en los sótanos y entre los restos carbonizados de los pisos, y encontré un poco de avena aquí, unos trozos de pan allá, otro poco de harina enmohecida, y agua en bañeras, cubos y jarras. No sé cuántas veces pasé sobre el cuerpo carbonizado de la escalera en esas expediciones. Era el único compañero cuya presencia no debía temer. Un día encontré un tesoro inesperado en un sótano: medio litro de licor. Decidí guardarlo hasta que terminara la guerra.
Durante el día, cuando estaba tumbado en el suelo, entraban a menudo alemanes y ucranianos a saquear el edificio. Cada una de esas visitas era una nueva prueba para mis nervios, porque tenía un miedo mortal a que me encontraran y me asesinaran. Pero por una razón o por otra nunca subieron al ático, aunque conté más de treinta de esas visitas relámpago.
Llegó el 15 de noviembre y cayó la primera nevada. Cada vez soportaba peor el frío bajo el montón de harapos que había acumulado para mantenerme caliente. Cuando me despertaba por la mañana, aparecía cubierto con una espesa capa de nieve blanda. Me había hecho la cama en un rincón, bajo un trozo de tejado que había quedado intacto: el resto había desaparecido y entraba mucha nieve por todas partes. Un día extendí un trozo de tela por debajo del cristal roto de una ventana y me contemplé en ese espejo improvisado. Al principio no podía creer que la espantosa visión que tenía delante fuera en realidad yo: hacía meses que no me cortaba el pelo, y estaba sin afeitar y sin lavar. Mi cabello formaba una densa maraña, una barba oscura y bastante espesa me cubría la cara casi por completo, y la escasa superficie de piel que no quedaba oculta por la barba estaba toda renegrida. Tenía los párpados enrojecidos y una erupción en la frente cubierta de costras.
Pero lo que más me atormentaba era no saber qué ocurría en las zonas de combate, ya fuera en el frente o entre los rebeldes. La sublevación de la propia Varsovia había sido sofocada. No podía abrigar ilusiones sobre esa cuestión. Pero tal vez aún quedara resistencia fuera de la ciudad, o en Praga, al otro lado del Vístula. Seguía oyendo fuego de artillería de vez en cuando en esa dirección y explotaban bombas en las ruinas, a menudo bastante cerca de mí; sus ásperos ecos resonaban en el silencio de los edificios incendiados. ¿Había resistencia en el resto de Polonia? ¿Dónde estaban las tropas soviéticas? ¿Progresaba por el oeste la ofensiva aliada? Mi vida dependía de las respuestas a esas preguntas; aunque los alemanes no descubrieran mi escondite, no tardaría mucho en morir, de frío o de inanición.
Después de ver mi reflejo decidí emplear parte de mis escasas reservas de agua en lavarme; al mismo tiempo, encendería fuego en uno de los pocos fogones intactos para cocinar lo que me quedaba de harina de avena. Llevaba casi cuatro meses sin comer caliente, y con la llegada de los fríos del otoño cada vez soportaba peor esa carencia. Para lavarme y cocinar algo tuve que salir de mi escondite durante el día. Cuando ya estaba en la escalera reparé en un grupo de alemanes que había fuera del hospital militar de enfrente, trabajando en una cerca de madera. Sin embargo, hasta tal punto había puesto mi corazón en un poco de papilla caliente que no volví atrás. Sentí que enfermaría si no me calentaba de inmediato el estómago con esa papilla.
Estaba ya atareado en el fogón cuando oí a unos SS subir a grandes trancos las escaleras. Salí del piso lo más deprisa posible y corrí al ático. ¡Lo conseguí! Una vez más los alemanes se limitaron a olisquear por todas partes y luego se fueron. Volví a bajar a la cocina. Para encender el fuego tuve que sacar astillas de una puerta con un cuchillo oxidado que encontré y, al hacerlo, me clavé una astilla de un centímetro de largo bajo la uña del pulgar derecho. Estaba tan profunda y firmemente hincada que no pude extraerla tirando. Ese minúsculo accidente podía tener consecuencias peligrosas: carecía de desinfectante, vivía en un entorno de suciedad y era fácil que la herida se infectara. Aun siendo optimista y esperando que la infección no rebasara el pulgar, lo más fácil era que quedara deformado, con lo que peligraría mi carrera como pianista, suponiendo siempre que llegara vivo al final de la guerra.
Decidí esperar hasta el día siguiente y, si era necesario, abrirme la uña con la hoja de afeitar.
Estaba allí de pie, mirándome pesaroso el pulgar, cuando volví a oír pasos. Salí de nuevo disparado hacia el ático, pero esta vez era demasiado tarde. Me encontré frente a un soldado con casco de acero que empuñaba un fusil. Su cara era inexpresiva y no muy inteligente.
Estaba tan alarmado como yo por ese encuentro solitario entre las ruinas, pero trataba de parecer amenazante. Me preguntó, en mal polaco, qué estaba haciendo allí. Le dije que vivía fuera de Varsovia y que había vuelto a buscar algunas de mis cosas. Teniendo en cuenta mi aspecto, era una explicación ridícula. El alemán me apuntó con su arma y me ordenó que lo siguiera. Le respondí que así lo haría, pero que mi muerte caería sobre su conciencia y que si me permitía quedarme donde estaba le daría medio litro de licor. Se mostró de acuerdo con esa forma de rescate, pero dejó bien claro que volvería y entonces tendría que darle más licor fuerte. Tan pronto como me quedé solo, subí rápidamente al ático, retiré la escalera y cerré la trampilla. Al cuarto de hora estaba de vuelta el alemán, pero esta vez acompañado de varios soldados y un suboficial. Al oír los pasos y las voces, trepé desde el suelo del ático hasta el trozo de tejado intacto, que tenía una pendiente muy acusada. Me quedé tumbado boca abajo con los pies apoyados en el canalón. Si se hubiera combado o desprendido, me habría deslizado y luego habría caído a la calle, cinco pisos más abajo. Pero el canalón aguantó, y con esta nueva y en verdad desesperada idea de escondite quedó a salvo mi vida una vez más. Los alemanes buscaron por todo el edificio, amontonando mesas y sillas, y finalmente llegaron hasta el ático, pero no se les ocurrió mirar en el tejado. Les debió de parecer imposible que hubiera nadie allí. Se fueron con las manos vacías, maldiciéndome y despotricando contra mí.
Quedé profundamente estremecido por el encuentro con los alemanes, y decidí que a partir de entonces permanecería en el tejado durante el día y sólo bajaría al ático al caer la noche. El metal me helaba, los brazos y las piernas se me quedaban rígidos, y el cuerpo se me entumecía por la incómoda y tensa postura, pero había soportado ya tanto que valía la pena sufrir un poco más, aunque pasara una semana hasta que los alemanes que sabían que estaba escondido terminaran su trabajo en el hospital y abandonaran esa zona de la ciudad.
Ese día los SS conducían a un grupo de hombres vestidos de civil a trabajar en el hospital. Eran casi las diez de la mañana y yo estaba de bruces sobre el tejado, cuando de repente oí bastante cerca de mí una descarga, de fusil o ametralladora: era un sonido entre silbido y gorjeo, como si me estuviera pasando por encima una bandada de gorriones, y cayeron proyectiles a mi alrededor. Me di la vuelta para mirar: había dos alemanes de pie en el tejado del hospital de enfrente, disparándome. Me deslicé hacia el interior del ático y corrí agachado hasta la trampilla. Me perseguían gritos de «¡Alto, alto!», al tiempo que las balas me pasaban por encima. Pero llegué a la escalera sano y salvo.
No tenía tiempo de pararme a pensar: habían descubierto mi último escondite en el edificio y tenía que irme de inmediato. Me precipité escaleras abajo, salí a la calle Sedziowska y corrí por ella hasta las ruinas de lo que habían sido las casas de la finca Staszic.
De nuevo mi situación era desesperada, como tantas otras veces. Vagaba entre los muros de edificios destruidos por las llamas, en los que muy posiblemente no habría agua ni restos de comida, ni siquiera un lugar para esconderse. Sin embargo, pasado un rato, vi en la distancia un edificio alto que daba por delante a la Aleja Niepodleglosci y por detrás a la calle Sedziowska, el único con muchas plantas en toda la zona. Me dirigí hacia allí. Al examinarlo de cerca vi que la parte central del edificio estaba reducida a cenizas, pero las alas se mantenían casi intactas. Había muebles en los pisos, las bañeras seguían llenas de agua desde la época de la sublevación y los saqueadores habían dejado algunas provisiones en las despensas.
Siguiendo mi costumbre, subí al ático. El tejado no estaba muy deteriorado, sólo tenía unos cuantos agujeros de metralla. Era mucho más caliente que mi escondite anterior, aunque desde él la huida resultaba casi imposible. Ni siquiera podía escapar hacia la muerte saltando desde el tejado. En la última entreplanta del edificio había un ventanuco de vidrio coloreado a través del cual podía observar los alrededores. Aunque mi nuevo entorno era confortable, no me sentía a gusto en él, tal vez únicamente porque ya me había acostumbrado al otro edificio. Sea como fuere, no podía elegir: tenía que quedarme allí.
Bajé a la entreplanta y miré por la ventana. A mis pies había centenares de casas con jardín reducidas a cenizas, toda una parte de la ciudad ahora muerta. En los jardincillos se veían los túmulos de incontables sepulturas. Un grupo de trabajadores civiles con picos y palas al hombro marchaban de cuatro en fondo por la calle Sedziowska. No se veía ni un solo uniforme alemán con ellos. Todavía nervioso y alterado por mi reciente huida, me acometió un ansia repentina de oír mi voz respondiendo a las palabras de algún ser humano. Ocurriera lo que ocurriera, hablaría un poco con esos hombres. Bajé las escaleras a toda prisa y salí a la calle. El grupo de trabajadores estaba un poco más allá. Corrí hasta llegar a su altura.
—¿Sois polacos?
Se detuvieron y me miraron sorprendidos. El jefe del grupo contestó:
—Sí.
—¿Qué hacéis aquí? —Me resultaba difícil hablar después de cuatro meses de silencio absoluto, salvo por los pocos comentarios que había intercambiado con el soldado al que entregué el licor como rescate, y me sentía muy conmovido.
—Estamos cavando fortificaciones. Y tú, ¿qué haces aquí?
—Me escondo.
El jefe me miró con lo que me pareció compasión.
—Ven con nosotros —dijo—. Puedes trabajar y recibirás sopa a cambio.
¡Sopa! La mera idea de conseguir un plato de sopa caliente me provocó en el estómago un calambre tan doloroso, que por un momento me dispuse a irme con ellos, aunque terminara muerto después. Quería esa sopa; ¡sólo la suficiente para comer una vez! Pero prevaleció el sentido común.
—No —dije—. No voy a irme con los alemanes.
El jefe esbozó una especie de sonrisa, mitad cínica y mitad burlona.
—Bueno, no sé —protestó—. Los alemanes no son tan malos.
Sólo entonces me di cuenta de algo que no había observado antes: el jefe era el único que hablaba conmigo, mientras que todos los demás permanecían en silencio. Llevaba un brazalete coloreado en la manga, con un sello estampado en él. Su cara tenía una expresión desagradable, taimada, abyecta. No me miraba a los ojos al hablar, sino a un punto situado por encima de mi hombro derecho.
—No —repetí—. Gracias, pero no.
—Como quieras —gruñó.
Me di la vuelta para irme. Cuando el grupo se puso de nuevo en marcha grité:
—¡Adiós!
Lleno de presentimientos, o tal vez guiado por el instinto de conservación que tanto se había aguzado con mis años de estar escondido, no volví al ático del edificio donde había decidido quedarme. Me encaminé a la casa con jardín más próxima, como si su sótano fuera mi escondite. Cuando llegué a su puerta carbonizada me volví a mirar: el grupo seguía su camino, pero el jefe permanecía con los ojos fijos en mí para ver adonde iba.
Hasta que se perdieron de vista no volví a mi ático, o más bien a la entreplanta superior, para mirar por el ventanuco. Diez minutos después el civil del brazalete estaba de vuelta, acompañado de dos policías. Señalaba la casa hacia la que me había visto dirigirme. Registraron primero esa y luego algunas otras de alrededor, pero no entraron en mi edificio. Tal vez temían encontrarse con un grupo de rebeldes que siguiera escondido en Varsovia. Bastantes personas escaparon vivas durante la guerra por la cobardía de los alemanes, a los que sólo les gustaba mostrar valor cuando se sabían muy superiores en número a sus enemigos.
Dos días después fui a buscar comida. Había planeado que esta vez reuniría una buena provisión, para no verme obligado a dejar mi escondite demasiado a menudo. Tenía que buscar de día porque no conocía el edificio lo bastante para orientarme dentro de él por la noche. Encontré una cocina y luego una despensa con varias latas de comida, bolsas y cajas. Había que examinar con todo cuidado su contenido. Desaté cuerdas y levanté tapas. Estaba tan absorto en mi búsqueda que no oí nada hasta que sonó una voz inmediatamente detrás de mí:
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Un oficial alemán alto y elegante estaba apoyado en el aparador de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió—. ¿No sabes que el estado mayor de la plaza fuerte de Varsovia se va a trasladar a este edificio en cualquier momento?