16. La muerte de una ciudad

No estaba muerto. Después de todo, las tabletas no habían sido lo bastante fuertes. Me desperté a las siete de la mañana con náuseas. Me retumbaban los oídos, el pulso me martilleaba las sienes causándome dolor, sentía que los ojos me iban a saltar de las órbitas, y tenía los brazos y las piernas entumecidos. Notaba un cosquilleo en la garganta que era lo que en realidad me había despertado. Se me había posado una mosca, entumecida como yo por los acontecimientos de la noche y, como yo, medio muerta. Tuve que concentrarme y hacer acopio de todas mis fuerzas para levantar la mano y aplastarla.

Mi primera reacción emocional no fue de decepción por no haber muerto, sino de alegría por seguir vivo. Una codicia ilimitada, bestial, por vivir a toda costa. Había sobrevivido una noche en un edificio en llamas: lo más importante en ese momento era salvarme como fuera.

Permanecí un rato tumbado para volver del todo en mí, y luego me deslicé del sofá al suelo y me arrastré hasta la entrada. La habitación seguía llena de humo y, cuando alcancé el tirador de la puerta, estaba tan caliente que tuve que soltarlo de inmediato. Al segundo intento conseguí dominar el dolor y abrir la puerta. El humo era menos denso en la escalera que dentro de mi habitación, porque se había escapado por las aberturas carbonizadas de las altas ventanas del rellano. Examiné la escalera; se podía bajar por ella.

Reuniendo toda mi fuerza de voluntad, me puse trabajosamente en pie, me agarré al pasamanos y comencé a descender por la escalera. El piso de abajo se había quemado por completo y el fuego se había extinguido ya. Los marcos de las puertas seguían ardiendo y el aire de las habitaciones que había al otro lado resplandecía de calor. Todavía humeaban en el suelo restos de muebles y otros enseres, convertidos en montones de ceniza blanca que marcaban su antigua posición.

Cuando llegué al primer piso encontré, tendido en la escalera, el cadáver abrasado de un hombre; tenía las ropas carbonizadas, y estaba horriblemente pardo e hinchado. No me quedaba otro remedio que pasar sobre él si quería seguir adelante. Pensé que podría levantar la pierna lo suficiente para saltar por encima. Pero, al primer intento, mi pie tropezó en el cadáver y me tambaleé, perdí el equilibrio y caí rodando escaleras abajo junto con el cuerpo achicharrado. Por fortuna, quedó detrás de mí, y pude levantarme y seguir hasta la planta baja. Salí al patio, que estaba rodeado por un muro de poca altura cubierto de enredadera. Me arrastré hasta el muro y me escondí en un rincón, a dos metros del edificio en llamas, camuflándome entre la enredadera y las hojas y tallos de unas plantas de tomate que crecían entre el muro y el edificio.

El tiroteo aún no había terminado. Silbaban las balas por encima de mi cabeza y oía voces alemanas cerca de mí, al otro lado del muro: las de los hombres que caminaban por la acera. Al atardecer aparecieron grietas en el muro del edificio incendiado. Si se derrumbaba, me sepultaría. Sin embargo, esperé para moverme de allí hasta que oscureció y estuve más recuperado de la intoxicación de la noche anterior. Volví a la escalera en la oscuridad, pero no me atreví a subir de nuevo. El interior de los pisos seguía ardiendo, como por la mañana, y el fuego alcanzaría mi planta en cualquier momento. Tras mucho pensar ideé un plan diferente: el enorme edificio sin terminar del hospital donde la Wehrmacht guardaba sus provisiones estaba al otro lado de la Aleja Niepodleglosci. Intentaría llegar hasta allí.

Salí a la calle por la otra entrada de mi edificio. Aunque era de noche no reinaba una oscuridad total. El resplandor rojizo de los incendios iluminaba la ancha calzada. Estaba cubierta de cadáveres; todavía seguía allí el de la mujer a la que había visto morir el segundo día de la sublevación. Me tumbé boca abajo y comencé a arrastrarme hacia el hospital. Constantemente pasaban alemanes, solos o en grupo, y entonces yo dejaba de avanzar y fingía ser un cadáver más. El olor de los cuerpos en descomposición se mezclaba en el aire con el de los incendios. Trataba de arrastrarme lo más deprisa posible, pero parecía que la calle era inacabable y nunca iba a terminar de cruzarla. Por fin llegué al oscuro edificio del hospital. Entré tambaleándome por la primera puerta que vi, me derrumbé en el suelo y me quedé dormido.

A la mañana siguiente decidí explorar el lugar. Consternado, descubrí que el edificio estaba lleno de sofás, colchones, cacharros de cocina y porcelana, objetos de uso cotidiano, lo que significaba que los alemanes pasaban por allí bastante a menudo. Sin embargo, no encontré nada de comer. Descubrí un trastero en un remoto rincón, lleno de chatarra, tuberías y estufas. Me eché en el suelo y pasé allí los dos días siguientes.

El 15 de agosto, según el calendario de bolsillo que llevaba conmigo y en el que había ido tachando con todo cuidado los días, era tan insoportable el hambre que sentía, que decidí salir a buscar algo de comida ocurriera lo que ocurriera. Fue inútil. Trepé al alféizar de una ventana entablada y comencé a observar la calle a través de una pequeña hendidura. Pululaban las moscas sobre los cuerpos tendidos en la calzada. No muy lejos, en la esquina de la calle Filtrowa, había una casa con jardín cuyos habitantes no habían sido expulsados todavía. Llevaban una vida inusitadamente normal: estaban en la terraza tomando el té. Un destacamento de soldados Wlassov comandado por las SS avanzó desde la calle 6 de Agosto. Reunieron los cadáveres de la calle, hicieron un montón con ellos, los rociaron de gasolina y les prendieron fuego. En determinado momento me pareció oír pasos que se acercaban por el pasillo del hospital. Bajé del alféizar de la ventana y me escondí detrás de un cajón. Un SS entró en la habitación donde me encontraba, miró a su alrededor y volvió a salir. Me apresuré por el pasillo, llegué a la escalera, la subí corriendo y me escondí en el trastero. Poco después entró en el edificio del hospital un destacamento completo para registrar todas las habitaciones una por una. No encontraron mi escondite, aunque oí cómo reían, canturreaban y silbaban, y también oí la pregunta esencial:

—Entonces, ¿hemos mirado en todas partes?

Dos días más tarde —habían pasado cinco desde la última vez que comí algo— volví a salir en busca de comida y agua. No había agua corriente en el edificio, pero sí cubos repartidos por él para usarlos en caso de incendio. El agua que contenían estaba cubierta de una película irisada y llena de moscas, mosquitos y arañas muertas. Bebí con ansia, a pesar de todo, pero enseguida tuve que dejarlo porque el agua hedía y no podía evitar tragarme los insectos muertos. Luego encontré unos mendrugos de pan en el taller de carpintería. Estaban enmohecidos, llenos de polvo y cubiertos de excrementos de ratón, pero para mí fueron como un tesoro. El carpintero sin dientes que los había desechado nunca sabría que me había salvado la vida.

El 19 de agosto los alemanes desalojaron a los habitantes de la casa con jardín situada en la esquina de la calle Filtrowa, entre grandes voces y disparos. Me había quedado solo en esa zona de la ciudad. Los SS visitaban cada vez más a menudo el edificio donde me escondía. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir en esas condiciones? ¿Una semana? ¿Dos? Después, el suicidio volvería a ser mi única forma de escape, pero en esta ocasión no disponía de otro medio para suicidarme que una hoja de afeitar. Tendría que cortarme las venas. Encontré un poco de cebada en una de las habitaciones y la cocí en la estufa del taller de carpintería, que encendí por la noche; de ese modo tuve algo que comer durante unos pocos días más.

El 30 de agosto decidí volver al edificio en ruinas de enfrente, que ya parecía apagado. Con una jarra de agua del hospital, crucé furtivamente la calle a la una de la madrugada. Al principio pensé bajar al sótano, pero el carbón que allí había todavía humeaba porque los alemanes habían vuelto a prenderle fuego, así que me escondí en lo que quedaba de un piso de la tercera planta. La bañera estaba llena de agua hasta el borde: sucia, pero agua al fin y al cabo. El fuego había respetado la despensa y en ella encontré una bolsa de bizcochos.

Una semana después, asaltado por un terrible presentimiento, volví a cambiar de escondite y me trasladé al ático, o lo que quedaba de él, porque todo el tejado se había derrumbado en el incendio. Ese mismo día entraron por tres veces ucranianos en el edificio para saquear lo que había quedado intacto. Cuando se fueron bajé al piso en el que me había escondido la semana anterior. Lo único que no había destruido el fuego era el fogón de azulejos, que los ucranianos habían roto uno por uno probablemente buscando oro.

A la mañana siguiente la Aleja Niepodleglosci apareció rodeada de soldados en toda su longitud. Gente con fardos a la espalda y madres con sus hijos agarrados de la mano fueron conducidas al interior del cordón. Los SS y los ucranianos sacaron a muchos hombres del cordón y los mataron delante de todos sin ningún motivo, igual que habían hecho en el gueto mientras estuvo en pie. ¿Quería eso decir que la sublevación había terminado en derrota para nosotros?

No: día tras día el intenso bombardeo volvía a rasgar el aire con un sonido parecido al del vuelo de un tábano —sobre los barrios más cercanos me sonaba como si estuvieran dando cuerda a un reloj antiguo— seguido de una serie de fuertes explosiones rítmicas que llegaban desde el centro de la ciudad.

Más adelante, el 18 de septiembre, sobrevolaron la ciudad escuadrillas de aviones que abastecieron con paracaídas a los sublevados, no sé si de hombres o de material de guerra. Después los aviones bombardearon las zonas de Varsovia bajo control alemán y llevaron a cabo lanzamientos de víveres sobre el centro de la ciudad durante la noche. Al mismo tiempo se intensificaba el fuego de artillería desde el este.

Hasta el 5 de octubre no comenzaron a salir de la ciudad destacamentos de rebeldes rodeados por soldados de la Wehrmacht. Algunos vestían uniforme y otros no llevaban más que un brazalete rojo y blanco en la manga. Formaban un curioso contraste con los destacamentos alemanes que los escoltaban, impecablemente uniformados, bien alimentados y muy seguros de sí mismos, entre abucheos y burlas por el fracaso de la sublevación, mientras filmaban y fotografiaban a sus nuevos prisioneros. Los rebeldes, por el contrario, estaban delgados, sucios y en muchos casos harapientos, y se mantenían en pie con dificultad. No prestaban atención a los alemanes; hacían como si el vencedor no existiese y ellos marcharan a lo largo de la Aleja Niepodleglosci por propia voluntad. Mantenían el orden en sus filas, ayudando a quienes tenían dificultad para caminar, y no echaban ni una ojeada a las ruinas, sino que avanzaban mirando al frente. Aunque su aspecto resultara tan miserable al lado de sus conquistadores, uno, tenía la sensación de que no eran ellos los derrotados.

Después, el éxodo del resto de la población civil que quedaba en la ciudad, en grupos cada vez menores, duró otros ocho días. Era como ver desangrarse a un hombre asesinado: primero con más fuerza y luego más lentamente. Los últimos salieron el 14 de octubre. Bastante después del crepúsculo pasó por delante del edificio donde yo seguía escondido una pequeña compañía de rezagados, con su escolta de SS apremiándolos para que se dieran prisa. Me asomé al hueco de una ventana destruida por el fuego y contemplé a las apresuradas figuras encorvadas bajo el peso de sus fardos hasta que las engulló la oscuridad.

Me había quedado solo, con unos pocos bizcochos en el fondo de la bolsa y varias bañeras de agua sucia como únicas provisiones. ¿Cuánto podría resistir en esas circunstancias, teniendo en cuenta que se acercaba el otoño, con sus días cada vez más cortos y la amenaza del invierno?