A pesar de la certeza de Helena Lewicka sobre la hora de comienzo de la sublevación —las cinco de la tarde, hora para la cual faltaban sólo unos minutos— yo no podía creerlo. A lo largo de los años de ocupación habían circulado por la ciudad constantes rumores políticos que anunciaban acontecimientos que nunca se habían materializado. En los últimos días se había interrumpido la evacuación de Varsovia por los alemanes —que yo mismo había podido observar desde mi ventana—, la despavorida fuga hacia el oeste de camiones y coches privados cargados hasta los topes. Y era evidente que el retumbar de la artillería soviética, tan próximo sólo unas cuantas noches atrás, estaba apartándose de la ciudad y se hacía más débil.
Me acerqué a la ventana: en las calles reinaba la paz. Vi el movimiento normal de transeúntes, tal vez bastante más reducido de lo habitual, pero en esta parte de la Aleja Niepodleglosci nunca había habido mucha circulación. Un tranvía procedente de la universidad técnica llegó a la parada. Estaba casi vacío. Descendieron unas pocas personas: mujeres, un anciano con bastón. Y luego bajaron también tres hombres jóvenes que llevaban unos objetos largos envueltos en papel de periódico. Se detuvieron junto al primer vagón; uno de ellos miró su reloj, lanzó una ojeada alrededor y de repente puso una rodilla en tierra, se echó al hombro el paquete que llevaba y sonó un rápido repiqueteo. El papel del extremo del paquete comenzó a brillar y dejó al descubierto el cañón de una ametralladora. Al mismo tiempo, los otros dos hombres se llevaron con nerviosismo sus armas al hombro.
Los disparos del joven fueron como una señal para el sector: enseguida se oyeron detonaciones por todas partes y, cuando se apagó el ruido de las explosiones en las proximidades, siguió llegando el de innumerables disparos procedentes del centro de la ciudad. Se sucedían rápidamente, sin parar, como si estuviera hirviendo el agua de una gran tetera. La calle se había quedado desierta; parecía recién barrida. Sólo el anciano seguía andando, torpe y apresurado, con ayuda de su bastón y respirando trabajosamente; le resultaba difícil correr. Al fin llegó a la entrada de un edificio y desapareció en su interior.
Fui hasta la puerta y agucé el oído. Había un movimiento confuso en el rellano y en la escalera. Se abrían y cerraban puertas con estrépito, y se oía gente correr en todas direcciones. Una mujer gritó:
—¡Jesús y María!
Otra exclamó, en dirección a la escalera:
—¡Ten cuidado, Jerzy!
La respuesta llegó desde las plantas inferiores:
—¡Sí, no te preocupes!
Las mujeres lloraban; una de ellas, incapaz de controlarse, emitía sollozos nerviosos. Una profunda voz de bajo trataba de calmarla sin elevar el tono:
—No llevará mucho tiempo. Al fin y al cabo, es lo que todo el mundo esperaba.
Esta vez Helena Lewicka había acertado en su predicción: la sublevación había comenzado.
Me tumbé en el sofá a pensar lo que debía hacer.
Al irse la señora Lewicka, me había dejado encerrado como de costumbre, con llave y candado. Volví a la ventana. Había grupos de alemanes a la puerta de los edificios. Se les unían otros procedentes de Pole Mokotowskie. Iban todos con metralleta, casco y granadas de mano en el cinturón. En nuestro tramo de la calle no se combatía. Los alemanes abrían fuego de vez en cuando, pero sólo contra las ventanas y las personas que se asomaban a ellas. En las ventanas no había respuesta a los disparos. Sólo cuando los alemanes llegaron a la esquina de la calle 6 de Agosto abrieron fuego, tanto en dirección a la universidad técnica como hacia el otro lado, hacia los «filtros», la depuradora de la ciudad. Tal vez podría llegar al centro de la ciudad desde la parte de atrás del edificio, yendo en línea recta hasta la depuradora, pero no tenía arma y, en cualquier caso, estaba encerrado. Si comenzaba a aporrear la puerta, ¿repararían en ello los vecinos, preocupados como estaban por sus propios asuntos? Y entonces tendría que pedirles que bajaran a casa de la amiga de Helena Lewicka, la única persona del edificio que sabía que yo estaba escondido allí. Ella tenía unas llaves para, si ocurría lo peor, abrir la puerta y dejarme salir. Decidí esperar hasta la mañana siguiente y pensar entonces qué hacer, dependiendo de lo que sucediera mientras tanto.
El tiroteo era ya mucho más intenso. A los disparos de fusil se unían las detonaciones, más fuertes, de las granadas de mano; tal vez había entrado en acción la artillería y lo que oía eran bombas. Por la tarde, al caer la noche, vi el primer resplandor de los incendios. Los reflejos de las llamas, todavía infrecuentes, brillaban aquí y allá en el cielo. Surgían con fuerza y luego se extinguían. Poco a poco cesó el tiroteo. Sólo se oían explosiones aisladas y breves repiqueteos de ametralladora. La actividad en la escalera del edificio también había cesado; era evidente que los vecinos se habían atrincherado en sus casas, como para asimilar en privado las impresiones del primer día de sublevación. Era muy tarde cuando me quedé dormido de golpe, sin desvestirme, y caí en el profundo sueño del agotamiento nervioso.
Me desperté también de golpe por la mañana. Era muy temprano y estaba despuntando el alba. El primer sonido que percibí fue el tableteo de un cabriolé. Me acerqué a la ventana. El cabriolé pasaba tranquilamente al trote, con la capota plegada, como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, la calle estaba vacía, a excepción de un hombre y una mujer que caminaban por la acera debajo de mis ventanas con las manos alzadas. Desde donde me encontraba no podía ver a los alemanes que los escoltaban. De repente ambos se inclinaron hacia delante y echaron a correr. La mujer gritó:
—¡A la izquierda, tuerce a la izquierda!
El hombre fue el primero en desviarse y desaparecer de mi campo visual. En ese momento se oyó una descarga cerrada. La mujer se detuvo, se llevó las manos al estómago y cayó al suelo con suavidad, como si fuera una bolsa de tela; quedó con las piernas plegadas bajo el cuerpo. En realidad, más que caer, se dobló por las rodillas, apoyó la mejilla derecha en el asfalto y en esa complicada postura acrobática permaneció. Cuanta más fuerza cobraba la luz del día, más disparos se oían. Cuando el sol estuvo alto en el cielo, un cielo muy claro esos días, por toda Varsovia resonaron de nuevo los disparos de fusil y el sonido de la artillería pesada comenzó a mezclarse con ellos cada vez con mayor frecuencia.
Hacia mediodía subió la amiga de la señora Lewicka con comida y noticias para mí. Por lo que se refería a nuestro barrio, las noticias no eran buenas: había estado en manos alemanas casi desde el principio y sólo había dado tiempo a que los jóvenes de las organizaciones de resistencia se abrieran paso hasta el centro de la ciudad al comenzar la sublevación. Por el momento ni siquiera era posible aventurarse a salir de casa. Tendríamos que esperar hasta que llegaran destacamentos del centro de la ciudad a socorrernos.
—Pero tal vez yo pueda encontrar la forma de deslizarme hasta allí —protesté.
Me miró llena de compasión:
—Escuche, lleva usted año y medio sin salir a la calle. Las piernas dejarán de responderle antes de que esté a mitad de camino. —Sacudió la cabeza, me tomó una mano y añadió con dulzura—: Es mejor que se quede aquí. Nosotros nos ocuparemos de todo.
A pesar de lo que estaba ocurriendo, ella no se desanimaba. Me llevó hasta la ventana de la escalera, desde donde se veía más allá del edificio que había frente a mi piso. Todo el conjunto residencial de casas de una planta de la finca Staszic, hasta la depuradora, estaba ardiendo. Se oía el siseo de las vigas en llamas, el ruido de los techos al desplomarse, los gritos de la gente y disparos. Una capa de humo pardo rojizo cubría el cielo. Cuando el viento la apartaba un poco se podían ver en el horizonte banderas rojas y blancas.
Pasaban los días. No llegaba ayuda desde el centro de la ciudad. Llevaba años habituado a esconderme de todo el mundo, salvo de un grupo de amigos que sabían que estaba vivo y dónde me encontraba. No tenía ánimo para salir del piso, pues de lo contrario los demás habitantes del bloque sabrían que estaba allí y tendría que hacer vida comunitaria con ellos en nuestros pisos sitiados. Saber de mí sólo serviría para que se sintieran peor; si los alemanes descubrían que, aparte de todo lo demás, escondían a un «no ario» en el edificio, serían castigados con mucha mayor severidad. Decidí seguir limitándome a escuchar a través de la puerta las conversaciones de la escalera. Las noticias no mejoraban: se libraban encarnizados combates en el centro de la ciudad, no llegaba apoyo desde fuera de Varsovia y el terror alemán crecía en nuestra zona. En la calle Langiewicz los ucranianos dejaron que los habitantes de un edificio incendiado murieran abrasados dentro de él y dispararon contra los ocupantes de otro bloque de pisos. El famoso actor Marius Mszynski fue asesinado muy cerca de allí.
La vecina de abajo dejó de visitarme. Tal vez alguna tragedia familiar había apartado mi existencia de su mente. Se me estaban agotando las provisiones: ya sólo se componían de unos pocos bizcochos.
El 11 de agosto aumentó de manera perceptible la tensión nerviosa en el edificio. Escuchando junto a la puerta no pude averiguar lo que ocurría. Todos los inquilinos estaban en las plantas inferiores, hablando a grandes voces que de repente se convertían en susurros. Desde la ventana vi pequeños grupos de personas que, de cuando en cuando, salían de los edificios de alrededor con sigilo y, con el mismo sigilo, se dirigían al nuestro. Más tarde volvían a salir. Por la tarde los inquilinos de los pisos inferiores corrieron de improviso escaleras arriba. Algunos de ellos se quedaron en mi planta. Supe por sus atemorizados cuchicheos que había ucranianos en el edificio. En esta ocasión, sin embargo, no habían ido a matarnos. Estuvieron atareados en el sótano un buen rato, se llevaron las provisiones almacenadas allí y no volvieron a aparecer. Esa noche oí girar llaves en la cerradura de mi puerta y en el candado. Alguien abrió la puerta y quitó el candado, pero no entró. ¿Qué ocurría? Las calles estaban llenas de octavillas ese día. Alguien las había repartido pero ¿quién?
El 12 de agosto, hacia el mediodía, volvió a desatarse el pánico en la escalera. Gente aturdida subía y bajaba. Deduje, por fragmentos de conversaciones, que el edificio había sido rodeado por los alemanes y tenía que ser evacuado de inmediato porque la artillería estaba a punto de destruirlo. Mi primera reacción fue vestirme, pero al instante comprendí que no podía salir a la calle con los SS allí si no quería que me mataran en el acto. Oí disparos procedentes de la calle y una voz áspera que gritaba en tono alterado y muy alto:
—¡Todo el mundo fuera, por favor! ¡Salgan ahora mismo de sus pisos, por favor!
Eché una ojeada a la escalera: estaba silenciosa y vacía. Bajé hasta la mitad y me asomé a la ventana que daba a la calle Sedziowska. Un tanque apuntaba su cañón hacia la planta donde estaba mi piso. Enseguida vi un chorro de fuego, el cañón dio una sacudida hacia atrás, oí un estampido y un muro cercano se desplomó. Soldados con las mangas recogidas y latas en las manos corrían de acá para allá. Comenzaron a elevarse nubes de humo negro por la fachada del edificio y por la escalera, desde la planta baja hasta la cuarta, la de mi piso. Algunos SS entraron corriendo en el edificio y subieron las escaleras. Encerrado en mi piso, me vacié en la palma de la mano el contenido del tubo de somníferos que había estado tomando mientras tuve problemas hepáticos y dejé el frasco de opio al alcance de la mano. Pensaba tragarme las tabletas y beberme el opio en cuanto los alemanes intentaran abrir mi puerta. Pero un instante después, guiado por un instinto que es casi imposible que pudiera someter a análisis racional, cambié de plan: salí del piso, corrí hasta la escalera de mano que comunicaba el rellano con el ático, subí por ella, la retiré y cerré la trampilla del ático detrás de mí. Mientras tanto, los alemanes estaban ya aporreando las puertas de la tercera planta con la culata de los fusiles. Uno de ellos subió hasta la cuarta planta y entró en mi piso. Sin embargo, sus compañeros debieron de pensar que era peligroso seguir más tiempo en el edificio y comenzaron a llamarlo:
—¡Date prisa, Fischke!
Cuando cesó el ruido de pasos abajo, me arrastré fuera del ático, donde casi me había asfixiado con el humo que llegaba desde los pisos inferiores por los conductos de ventilación, y volví a mi habitación. Me abandoné a la esperanza de que sólo arderían las plantas inferiores, incendiadas como medida disuasoria, y que los inquilinos volverían en cuanto les hubieran sido comprobados los documentos. Tomé un libro, me arrellané en el sofá y comencé a leer, pero no pude entender ni una palabra. Dejé el libro, cerré los ojos y decidí esperar hasta que oyera voces humanas cerca de mí.
No me decidí a aventurarme de nuevo hasta el rellano sino al anochecer. Mi piso estaba ya lleno de humo y por la ventana entraba el resplandor rojo del incendio. En la escalera había una humareda tan densa que no dejaba ver los pasamanos. De las plantas inferiores llegaba el sonoro crepitar del fuego que ardía con furia, junto con el crujido de la madera al agrietarse y el estrépito provocado por la caída de enseres dentro de las casas. Era imposible usar ya la escalera. Me acerqué a la ventana. El edificio estaba rodeado a cierta distancia por un cordón de SS. No había civiles a la vista. Era evidente que estaba ardiendo todo el inmueble, y los alemanes se limitaban a esperar que el fuego alcanzara los pisos superiores y las vigas del tejado.
Así que esta iba a ser al final mi muerte, la muerte que llevaba cinco años esperando, la muerte a la que había escapado día tras día hasta entonces y que por fin me había alcanzado. Había intentado imaginarla muchas veces. Había supuesto que me capturarían y me maltratarían, y luego me dispararían o me asfixiarían en la cámara de gas. Nunca se me había ocurrido que fueran a quemarme vivo.
No pude menos que reírme ante las artimañas del destino. Me encontraba totalmente tranquilo, con una tranquilidad que brotaba de mi convicción de que no había nada más que pudiera hacer para cambiar el curso de los acontecimientos. Dejé que mi mirada vagara por la habitación: sus contornos perdían nitidez a medida que el humo se hacía más denso, y tenía un aspecto extraño y misterioso a la luz del crepúsculo. Cada vez me resultaba más difícil respirar. Me sentía mareado y notaba un zumbido dentro de la cabeza: los primeros efectos de la intoxicación por monóxido de carbono.
Me tumbé otra vez en el sofá. ¿Por qué dejarme abrasar vivo cuando podía evitarlo tomándome los somníferos? ¡Cuánto más fácil sería mi muerte que la de mis padres y hermanos, gaseados en Treblinka! En esos últimos momentos trataba de pensar sólo en ellos.
Encontré el tubo de somníferos, me lo vacié en la boca y tragué. Iba a tomar también el opio para estar totalmente seguro de que moría, pero no me dio tiempo. Las tabletas tuvieron un efecto instantáneo sobre mi estómago vacío y hambriento.
Me quedé dormido.