14. La traición de Szalas

Había pasado una semana desde la huida de Lewicki. La Gestapo seguía sin aparecer y poco a poco mis nervios se calmaban. Pero había otra amenaza: mis reservas de comida se estaban agotando. Ya no quedaba más que una pequeña cantidad de alubias y harina de avena. Reduje mis comidas a dos al día, y cada vez que hacía sopa gastaba sólo diez alubias y una cucharada de harina de avena pero, incluso racionadas, mis provisiones sólo iban a durar unos pocos días más. Una mañana llegó otro coche de la Gestapo al edificio en el que me escondía. Bajaron de él dos SS que llevaban un trozo de papel y entraron en el inmueble. Estaba convencido de que me buscaban y me preparé para morir. Pero tampoco esta vez era yo su presa.

Ya se me habían acabado todas las provisiones. No tenía más que agua para dos días. Me quedaban dos posibilidades: morir de inanición o arriesgarme a salir a comprar una hogaza al vendedor callejero más cercano. Opté por lo segundo. Me afeité muy bien, me vestí y salí del edificio a las ocho de la mañana, procurando caminar con aire despreocupado. Nadie se fijó en mí a pesar de la evidencia de mis rasgos «no arios». Compré la hogaza y volví al piso. Esto fue el 18 de julio de 1943. Viví de esa hogaza —el dinero no me alcanzaba para más— durante diez días, hasta el 28 de julio.

El 29 de julio a primera hora de la tarde oí que llamaban con suavidad a la puerta. No reaccioné. Al poco rato alguien introdujo con mucho cuidado una llave en la cerradura y la giró; se abrió la puerta y entró un joven al que no conocía. Cerró enseguida la puerta tras de sí y preguntó en un susurro:

—¿Nada sospechoso?

—Nada.

Sólo entonces dirigió su atención hacia mí. Me miró de arriba abajo con expresión de sorpresa:

—¿Así que estás vivo?

Me encogí de hombros. Supuse que tenía un aspecto suficientemente vivo para hacer innecesaria la respuesta. El extraño sonrió y, aunque con bastante retraso, se presentó: era hermano de Lewicki y había ido a decirme que al día siguiente recibiría comida. Enseguida me llevarían a otra parte porque la Gestapo seguía buscando a Lewicki y a lo mejor todavía registraba el piso.

Al día siguiente, en efecto, me visitó el ingeniero Gebczynski acompañado de otro hombre, que me fue presentado como un técnico de radio llamado Szalas, activista clandestino de confianza. Gebczynski me abrazó: estaba seguro de que para ese momento ya tenía que haber muerto de hambre y debilidad. Me dijo que todos nuestros amigos comunes se habían sentido preocupados por mí, pero que no habían podido acercarse al edificio porque estaba bajo la vigilancia constante de agentes secretos. Tan pronto como estos se habían retirado, le habían encargado que se ocupara de mis restos mortales y se asegurara de que tuviera un entierro decente.

Szalas iba a ocuparse de mí de modo permanente a partir de ese momento, pues tal era la tarea que le había asignado nuestra organización clandestina.

Sin embargo, resultó ser un protector muy dudoso. Aparecía cada diez días con una exigua cantidad de comida y me explicaba que no había podido arañar dinero para más. Le di algunas de las escasas pertenencias que todavía me quedaban por vender, pero casi siempre contaba que se las habían robado y se presentaba una vez más con una pequeña cantidad de comida, sólo suficiente para dos o tres días, aunque a veces tuviera que durar dos semanas. Cuando ya estaba yo en la cama, completamente exhausto por la inanición y convencido de que iba a morir, hacía aparición Szalas con un poco de comida, lo justo para mantenerme vivo y darme fuerzas para continuar atormentándome. Radiante, con la mente en otra cosa, siempre preguntaba:

—¿Sigues vivo, eh?

Seguía vivo, aunque la combinación de desnutrición y pena me había provocado ictericia. Szalas no le dio demasiada importancia y me contó con buen humor la historia de un abuelo suyo al que le había dado calabazas la novia por contraer ictericia de repente. En opinión de Szalas, la ictericia no era algo de lo que mereciera la pena hablar. A modo de consuelo, me dijo que los aliados habían desembarcado en Sicilia. Luego se despidió y se marchó. Fue la última vez que nos vimos, porque nunca volvió, aunque pasaron diez días y luego doce y luego dos semanas.

No comía nada; no tenía fuerzas ni para levantarme y arrastrarme hasta el grifo a beber agua. Si hubiera llegado la Gestapo entonces, ni siquiera habría podido ahorcarme. Dormitaba la mayor parte del día, y cuando me levantaba era sólo para sufrir las insoportables punzadas del hambre. La cara, los brazos y las piernas estaban ya empezando a hinchárseme cuando llegó la señora Malczewska, a la que no esperaba: sabía que ella, su marido y Lewicki se habían visto obligados a dejar Varsovia y a esconderse. Hasta ese momento había estado convencida de que yo me encontraba bien atendido, y sólo había pasado para charlar y tomar una taza de té. Supe por ella que Szalas había estado recolectando dinero para mí por toda Varsovia y que, como nadie lo había escatimado porque se trataba de salvar la vida de un hombre, había reunido una buena suma. Había asegurado a mis amigos que me visitaba casi todos los días y que yo no necesitaba nada.

La esposa del doctor volvió a irse de Varsovia a los pocos días, pero antes me proporcionó víveres abundantes y me prometió asistencia más fiable. Por desgracia, no duró mucho.

El 12 de agosto al mediodía, precisamente cuando me estaba preparando una sopa como de costumbre, oí que trataban de entrar en el piso. No era la forma en que llamaban mis amigos cuando venían a visitarme; alguien estaba aporreando la puerta. Serían los alemanes, entonces. Sin embargo, después de un rato identifiqué como femeninas las voces que acompañaban al estrépito. Una mujer gritó:

—¡Abra la puerta ahora mismo o llamamos a la policía!

Los golpes se hicieron cada vez más insistentes. Ya no había duda: los demás habitantes del edificio habían descubierto que me ocultaba allí y habían decidido entregarme, para no exponerse a que los acusaran de esconder a un judío.

Me vestí a toda prisa, y puse en una bolsa mis composiciones y pocas cosas más. Cesaron los golpes. No había duda de que las furiosas mujeres, molestas por mi silencio, se preparaban para poner en práctica su amenaza y probablemente se dirigían en ese momento hacia la comisaría de policía más cercana. Abrí la puerta sin hacer ruido y ya en la escalera me topé con una de ellas. Era evidente que se había quedado de guardia para asegurarse de que yo no escapara. Me cerró el paso.

—¿Sale usted de ese piso? —señaló hacia la puerta—. ¡No está usted inscrito!

Le dije que el inquilino del piso era compañero mío y que había ido a visitarlo pero no lo encontré en casa. Mi explicación era absurda y, por descontado, no satisfizo a la belicosa mujer.

—Enséñeme su salvoconducto, por favor. ¡Su salvoconducto… ahora mismo! —gritó más fuerte aún. Aquí y allá otros inquilinos del edificio habían abierto la puerta para asomarse, alarmados por el ruido.

Aparté a la mujer y corrí escaleras abajo. Oí sus chillidos a mi espalda:

—¡Cierren la puerta! ¡No lo dejen salir!

En la planta baja pasé como un rayo por delante de la portera. Afortunadamente, no había entendido lo que gritó la otra mujer cuando yo bajaba la escalera. Llegué a la puerta de la calle y salí corriendo.

Había vuelto a escapar de la muerte, que sin embargo seguía acechándome. Ahí estaba en medio de la calle a la una de la tarde, sin afeitar, con el pelo sin cortar desde hacía meses, y vestido con un traje arrugado y raído. Aun sin mis rasgos semitas hubiera sido inevitable que llamara la atención. Tomé una bocacalle y seguí corriendo. ¿Dónde podía ir? Los únicos conocidos que tenía en los alrededores eran los Boldock, que vivían en la calle Narbutt. Pero estaba tan nervioso que me perdí, aunque conocía bien la zona. Durante cerca de una hora anduve extraviado por callejuelas, hasta que por fin llegué a mi destino. Dudé mucho antes de decidirme a llamar al timbre con la esperanza de encontrar refugio tras esa puerta, porque sabía demasiado bien lo peligrosa que sería mi presencia para mis amigos. Sin embargo, no tenía alternativa. Tan pronto como abrieron la puerta les aseguré que no me quedaría mucho tiempo; sólo quería hacer unas llamadas telefónicas para ver si podía encontrar un nuevo escondite, permanente esta vez. Pero mis llamadas no dieron resultado. Varios de mis amigos no podían acogerme, otros no podían dejar su casa porque nuestras organizaciones habían asaltado con éxito uno de los mayores bancos de Varsovia ese mismo día y toda la ciudad estaba rodeada de policías. En vista de ello, el ingeniero Boldock y su esposa decidieron dejarme dormir en un piso vacío de una planta inferior a la suya del que tenían llave. A la mañana siguiente llegó mi antiguo compañero de la radio Zbigniew Jaworski. Me alojaría con él unos pocos días.

Así que, por el momento, estaba a salvo en casa de unas personas amables a las que les preocupaba mi suerte. Esa primera noche me di un baño y luego tomamos una deliciosa cena regada con schnapps, que por desgracia no le hizo ningún bien a mi hígado. Sin embargo, a pesar de lo agradable de la atmósfera y, sobre todo, de la oportunidad que supuso para hablar a mis anchas tras meses de silencio forzoso, mis planes eran dejar lo antes posible a mis huéspedes por miedo a ponerlos en peligro, aunque Zofia Jaworska y su valerosa madre, una anciana de setenta años, insistieron en que me quedara con ellos todo el tiempo que fuera necesario.

Todos mis intentos de encontrar un nuevo escondite fueron en vano. Me vi rechazado en todas partes. A la gente le daba miedo acoger a un judío; después de todo, era un delito castigado con la pena de muerte. Me sentía más abatido que nunca cuando la providencia vino de nuevo en mi ayuda en el último momento, esta vez bajo la forma de Helena Lewicka, cuñada de la señora Jaworska. No nos conocíamos de antes y, aunque era la primera vez que nos veíamos, cuando se enteró de mis experiencias anteriores aceptó de inmediato acogerme. Se le arrasaron los ojos de lágrimas al conocer mi situación, aunque tampoco su vida era fácil, y tenía multitud de razones para lamentar el destino de muchos de sus amigos y conocidos.

El 21 de agosto, después de mi última noche en casa de los Jaworski, con la Gestapo merodeando por los alrededores y alterando los nervios a todo el mundo por la inquietud y la preocupación, me trasladé a un gran bloque de pisos situado en la Aleja Niepodleglosci. Iba a ser mi último escondite antes de la sublevación polaca y la destrucción completa de Varsovia. Se trataba de un espacioso piso de soltero en la cuarta planta, con entrada directa por la escalera. Tenía luz eléctrica y gas pero carecía de agua, que se tomaba de un grifo de uso común en el rellano de la escalera, donde también estaba el aseo común. Mis vecinos eran intelectuales de mejor posición social que los inquilinos de la calle Pulawska. Los más próximos a mí eran un matrimonio que realizaba actividades clandestinas; estaban huidos y no dormían en casa. Eso entrañaba cierto riesgo también para mí, pero prefería tener como vecinos a gente así que a polacos menos cultos, fieles a sus amos y capaces de entregarme por miedo. Los edificios próximos habían sido ocupados en su mayoría por los alemanes y albergaban diversos organismos militares. Frente a mis ventanas había un gran hospital a medio construir con una especie de almacén en su interior. Todos los días veía a presos de guerra bolcheviques entrando y saliendo cargados con pesados cajones. En esta ocasión había terminado en una de las zonas más alemanas de Varsovia, justo en la boca del lobo, lo que tal vez hiciera que ese sitio fuera mejor y más seguro para mí.

Me hubiera sentido bastante feliz en mi nuevo escondite si mi salud no hubiera declinado con tanta rapidez. El hígado me causaba muchos problemas y finalmente, a comienzos de diciembre, tuve un acceso de dolor durante el cual me costó mucho contener los gritos. El ataque duró toda la noche. El médico al que llamó Helena Lewicka diagnosticó inflamación aguda de la vesícula biliar y recomendó una dieta estricta. Gracias a Dios en ese momento no dependía de la «asistencia» de alguien como Szalas; me cuidaba Helena, la mejor y más abnegada de las mujeres. Con su ayuda recobré poco a poco la salud.

Y así entré en el año 1944.

Me esforzaba por llevar una vida lo más normal posible. Estudiaba inglés de nueve a once de la mañana, leía hasta la una, luego almorzaba, y volvía a mis estudios de inglés y mis lecturas desde las tres hasta las siete.

Mientras tanto los alemanes sufrían una derrota tras otra. Habían dejado de hablar de contraataques hacía mucho tiempo. Estaban llevando a cabo una «retirada estratégica» en todos los frentes, operación que se presentaba en la prensa como la cesión de zonas sin importancia con el fin de restringir la línea de combate en beneficio de los alemanes. Sin embargo, a pesar de sus derrotas en el frente, el terror que sembraban en los países que seguían ocupando iba en aumento. En el otoño habían comenzado las ejecuciones públicas en las calles de Varsovia y ya eran casi diarias. Como siempre, con su habitual actitud sistemática para cualquier cosa, todavía tuvieron tiempo de demoler la mampostería del gueto, «limpio» ya de gente. Destruyeron edificio tras edificio, calle tras calle, y sacaron los escombros de la ciudad con un ferrocarril de vía estrecha. Los «amos del mundo», injuriados en su honor por el levantamiento judío, estaban decididos a no dejar piedra sobre piedra.

A comienzos de año un acontecimiento del todo inesperado vino a romper mi monotonía cotidiana. Un día alguien empezó a forzar la puerta; trabajaba poco a poco, con paciencia y determinación, y hacía pausas de vez en cuando. Yo no estaba seguro de lo que ocurría. Sólo después de mucho pensar caí en la cuenta de que era un ladrón, lo que constituía un problema. A ojos de la ley ambos éramos delincuentes: yo por el mero hecho biológico de ser judío y él por ladrón. ¿Debía amenazarlo con llamar a la policía cuando entrara? ¿O era más probable que me hiciera él la misma amenaza?, ¿íbamos a entregarnos mutuamente a la policía o a hacer un pacto de no agresión entre delincuentes? Al final no entró; lo ahuyentó un inquilino del edificio.

El 6 de junio de 1944 fue a visitarme a primera hora de la tarde Helena Lewicka, radiante, para llevarme la noticia de que los estadounidenses y los británicos habían desembarcado en Normandía; habían roto la resistencia alemana y avanzaban. Las buenas, excelentes, noticias se sucedieron con rapidez: se había tomado Francia, Italia se había rendido, el Ejército Rojo estaba en la frontera polaca, Lublin había sido liberada.

Los ataques aéreos soviéticos sobre Varsovia se hicieron cada vez más frecuentes; desde mi ventana veía la exhibición de fuegos artificiales. Se empezó a oír una especie de rumor por el este, al principio apenas audible y luego cada vez más fuerte: la artillería soviética. Los alemanes evacuaron Varsovia, llevándose todo lo que había en el hospital a medio terminar de enfrente. Lo contemplé con esperanza, cada vez más convencido de que viviría y sería libre. El 29 de julio Lewicki me llevó la noticia de que en cualquier momento se iniciaría la sublevación de Varsovia. Nuestra organización estaba comprando armas a los desmoralizados alemanes en retirada. A mi inolvidable anfitrión de la calle Falat, Zbigniew Jaworski, le habían confiado la compra de un cargamento de ametralladoras. Para su desgracia se encontró con unos ucranianos, que eran aún peores que los alemanes. Con el pretexto de probar las armas que había comprado, lo llevaron al patio de la escuela de agronomía y lo mataron.

El 1 de agosto Helena Lewicka pasó a verme sólo un minuto a las cuatro de la tarde. Quería llevarme al sótano porque la sublevación iba a comenzar en una hora. Guiado por un instinto que ya antes me había salvado muchas veces, decidí quedarme donde estaba. Mi protectora se despidió de mí como si fuera su hijo, con lágrimas en los ojos. Con voz entrecortada me dijo:

—¿Volveremos a vernos, Wladek?