El estudio de artista en el que me encontraba, y donde tendría que permanecer un tiempo, era bastante grande: una espaciosa sala con el techo de vidrio. A ambos lados tenía alcobas interiores comunicadas con ella por puertas. Los Bogucki me habían conseguido una cama plegable y, después del camastro de tablas en el que había dormido tanto tiempo, me pareció maravillosamente cómoda. Era muy feliz sólo con no ver a los alemanes. Ya no tenía que escuchar sus aullidos, ni temer que un SS me pegara o incluso me matara en cualquier momento. Durante esos días intentaba no pensar en lo que aún me esperaba hasta que terminara la guerra, si es que estaba vivo para entonces. Me animó la noticia que trajo un día la señora Bogucka: las tropas soviéticas habían recuperado Járkov. Pero ¿qué iba a ser de mí? Sabía que no podría seguir mucho tiempo en el estudio. Perkowski tenía que encontrar un inquilino en pocos días, aunque sólo fuera porque los alemanes habían anunciado un censo que acarrearía un registro policiaco de todos los domicilios, para ver si sus ocupantes estaban inscritos y tenían derecho a vivir allí. Casi todos los días iban a ver el estudio posibles inquilinos, y entonces yo me ocultaba en una de las alcobas y cerraba la puerta por dentro.
Dos semanas después Bogucki llegó a un acuerdo con el antiguo director musical de la radio oficial polaca —mi jefe antes de la guerra, Edmund Rudnicki— quien llegó una tarde acompañado de un ingeniero llamado Gebczynski. Tenía que trasladarme a casa del ingeniero y su esposa, en la planta baja del mismo edificio. Esa noche volví a posar la mano sobre un teclado por primera vez en siete meses. Siete meses durante los cuales había perdido a todos mis seres queridos, había sobrevivido a la liquidación del gueto y había ayudado a derribar sus muros, trayendo y llevando cal y pilas de ladrillos. Me resistí a los esfuerzos de persuasión de la señora Gebczynska durante un rato, pero finalmente cedí. Mis agarrotados dedos se movían con torpeza por las teclas y el sonido, irritante y extraño, me crispaba los nervios.
Esa noche volví a oír noticias alarmantes. Gebczynski recibió una llamada telefónica de un amigo que solía estar bien informado; le dijo que al día siguiente nos iban a perseguir por toda la ciudad. Nos inquietamos todos mucho. Sin embargo, resultó ser una falsa alarma; había muchas en esa época. Al día siguiente se presentó un antiguo compañero de la emisora de radio, el director de orquesta Czeslaw Lewicki, quien más tarde se convertiría en íntimo amigo mío. Tenía a su disposición un piso de soltero en el número 83 de la calle Pulawska, pero no vivía en él y había accedido a que lo ocupara yo.
Eran las siete de la tarde del sábado 27 de febrero cuando salimos del piso de Gebczynski. Gracias a Dios estaba oscuro como boca de lobo. Tomamos un rickshaw en la Plac Unii, llegamos a la calle Pulawska sin contratiempos y subimos a la carrera hasta el cuarto piso, confiando en no encontrarnos con nadie por la escalera.
El piso de soltero resultó ser cómodo y estar amueblado con elegancia. Se entraba por un recibidor a uno de cuyos lados estaba el aseo, y en el otro había una gran alacena y una cocina de gas. El salón tenía un confortable diván, un armario, una pequeña estantería para libros, una mesa también pequeña y cómodas sillas. La estantería estaba llena de partituras y había además algunos libros de texto. Me sentí como en el paraíso. No dormí mucho esa primera noche; quería saborear el placer de estar tumbado en un sofá de verdad, con muelles.
Al día siguiente se presentó Lewicki con una amiga, esposa de un médico, la señora Malczewska, a llevar mis cosas. Hablamos sobre cómo me iba a alimentar y cómo debía actuar con respecto al censo que se iba a realizar al día siguiente. Tendría que pasarme todo el día en el aseo, con la puerta cerrada por dentro, como había hecho en la alcoba del estudio. Llegamos a la conclusión de que, aunque los alemanes entraran en el piso por la fuerza con motivo del censo, era poco probable que se fijaran en la pequeña puerta tras la cual estaría yo escondido. Como máximo, la tomarían por la puerta de una alacena cerrada con llave.
Seguí a rajatabla el plan estratégico. Con un montón de libros, me metí en el aseo por la mañana y esperé cargado de paciencia hasta la noche; no era un lugar precisamente cómodo para estar mucho tiempo y por esa razón desde el mediodía no soñé con otra cosa que no fuera estirar las piernas. Toda la maniobra resultó superflua: no apareció nadie excepto Lewicki, quien se pasó a verme por la tarde, lleno de curiosidad y preocupación por saber cómo me encontraba. Llevó vodka, salchichas, pan y mantequilla, y cenamos como reyes. El propósito del censo era que los alemanes averiguaran de un golpe el paradero de todos los judíos que se escondían en Varsovia. Puesto que no me habían encontrado, me sentí lleno de una nueva confianza.
Como Lewicki vivía un poco lejos, acordamos que sólo me visitaría dos veces por semana para llevar comida. Entre sus ansiadas visitas yo ocuparía el tiempo como pudiera. Leí un montón y aprendí a preparar deliciosos platos siguiendo los consejos culinarios de la esposa del médico. Tenía que hacer todo sin un solo ruido. Me movía a cámara lenta, de puntillas: Dios no permitió que mis manos ni mis pies chocaran contra nada. Las paredes eran muy delgadas y cualquier movimiento poco cuidadoso me traicionaría ante los vecinos. Podía oír con mucha claridad lo que ellos hacían, sobre todo los de la puerta de al lado, a la izquierda. A juzgar por su voz, los inquilinos de ese piso eran una pareja de recién casados; solían comenzar su conversación todas las tardes con apelativos cariñosos: «gatita» y «tigre». Sin embargo, un cuarto de hora después se alteraba la armonía del hogar, subían de tono las voces y los epítetos que se dedicaban abarcaban toda la gama de animales domesticados, terminando por el cerdo. Había entonces lo que era de suponer una reconciliación; las voces callaban durante algún tiempo y luego se oía una tercera voz, el sonido de un piano en el que la joven tocaba con sentimiento, aunque diera algunas notas falsas. Pero tampoco el tintineo solía durar mucho. Se interrumpía la música y una irritada voz femenina reanudaba la pelea:
—¡Pues muy bien, no volveré a tocar más! Siempre te vas cuando empiezo a tocar.
Y de nuevo comenzaban a recorrer el reino animal.
Mientras escuchaba, a menudo pensaba con tristeza cuánto daría por poner las manos sobre el viejo y desafinado piano, origen de tanta discordia en la puerta de al lado y que a mí me haría feliz.
Pasaban los días. Dos veces por semana me visitaban la señora Malczewska o Lewicki con comida y noticias sobre los últimos acontecimientos políticos. Estas últimas no eran alentadoras: me apenó saber que las tropas soviéticas habían vuelto a retirarse de Jarkov y que los aliados se replegaban en África. Condenado a la inactividad, pasaba la mayor parte de los días solo con mis melancólicos pensamientos, volviendo una y otra vez sobre el terrible destino de mi familia; me parecía que mis dudas y mi depresión se intensificaban. Cuando me asomaba a la ventana a mirar el tráfico, siempre el mismo, y veía a los alemanes ir y venir con la tranquilidad de siempre, pensaba que era bastante probable que ese estado de cosas nunca terminara. Y entonces, ¿qué iba a ser de mí? Después de años de sufrimiento inútil, un día me descubrían y me matarían. Lo mejor que podía esperar era suicidarme antes de caer vivo en manos de los alemanes.
Mi estado de ánimo no comenzó a mejorar hasta que se inició la gran ofensiva aliada en África y se coronó con un éxito detrás de otro. Un caluroso día de mayo estaba preparando una sopa para almorzar cuando apareció Lewicki. En cuanto recuperó un poco el aliento tras subir a la carrera hasta el cuarto piso, me transmitió con voz entrecortada las noticias que traía: por fin se había derrumbado la resistencia alemana e italiana en África.
¡Ojalá todo eso hubiera comenzado antes! Si en aquel momento las tropas aliadas hubieran obtenido victorias en Europa en lugar de en África, tal vez habría sido capaz de sentir entusiasmo. Tal vez entonces la sublevación planeada y organizada por los pocos judíos que quedaban en el gueto de Varsovia habría tenido al menos una pequeña posibilidad de éxito. En paralelo con las noticias cada vez mejores que traía Lewicki estaban los detalles cada vez más terroríficos que también había oído sobre las trágicas acciones de mis hermanos: el puñado de judíos que habían decidido oponer al menos cierta resistencia activa a los alemanes en esta etapa final y desesperada. Por los periódicos clandestinos que me llegaban tuve noticia del levantamiento judío, de los combates en cada edificio, en cada tramo de calle, y de las grandes pérdidas que sufrían los alemanes. Aunque se llamó a la artillería, los tanques y la fuerza aérea durante los combates en el gueto, pasaron semanas hasta que pudieron reprimir a los rebeldes, a pesar de que eran mucho más débiles que ellos. Ningún judío estaba dispuesto a dejarse atrapar vivo. Cuando los alemanes conseguían tomar un edificio, las mujeres que todavía quedaban en él subían con los niños hasta el último piso y desde allí se arrojaban por los balcones, ellas y sus hijos, a la calle. Si me asomaba a la ventana ya entrada la noche, cuando todo el mundo dormía, podía ver hogueras al norte de Varsovia y densas masas de humo que se dispersaban por el cielo claro y estrellado.
Un día de comienzos de junio fue a verme Lewicki de improviso, no a la hora acostumbrada sino al mediodía. En esa ocasión no era portador de buenas noticias. Estaba sin afeitar, tenía profundas ojeras oscuras, como si no hubiera dormido en toda la noche, y se mostraba muy alterado.
—¡Vístete! —me dijo en un susurro.
—¿Qué ha ocurrido?
—La Gestapo precintó ayer por la noche mi habitación en casa del doctor Malczewski y su esposa. Estarán aquí en cualquier momento. Debemos irnos inmediatamente.
¿Irnos? ¿A plena luz del día? Era como un suicidio, al menos por lo que se refería a mí. Lewicki se impacientaba.
—¡Vamos, vamos! —me urgió, porque yo seguía allí de pie, en lugar de hacer lo que él esperaba y guardar mis cosas en una bolsa. Decidió darme ánimos—. No te preocupes —comenzó con nerviosismo—. Está todo pensado. Hay alguien esperándote no muy lejos que te llevará a algún lugar seguro.
Seguía sin estar dispuesto a moverme del sitio. Que fuera lo que hubiera de ser, pensé. Lewicki escaparía en cualquier caso y la Gestapo no daría con él. Si ocurría lo peor, prefería poner fin a mi vida allí que arriesgarme de nuevo a vagar por la ciudad. Simplemente no me quedaban fuerzas para eso. Se lo expliqué como pude a mi amigo y nos abrazamos, seguros de que nunca volveríamos a encontrarnos en esta vida. Luego Lewicki se fue.
Comencé a dar paseos por la habitación que había considerado uno de los lugares más seguros de la tierra, aunque ahora me pareciera una jaula. Estaba atrapado en ella como una bestia, y sólo era cuestión de tiempo que los matarifes me encontraran y acabaran conmigo. Estarían encantados de su captura. Aunque nunca antes había fumado, ese día, mientras esperaba la muerte, me fumé todos los cigarrillos que había dejado Lewicki. Pero la muerte retrasaba su llegada hora tras hora. Sabía que la Gestapo solía presentarse por la noche o por la mañana temprano. No me desvestí ni encendí ninguna luz; me quedé mirando fijamente la barandilla del balcón a través de la ventana, escuchando hasta el menor ruido que llegaba de la calle o la escalera. Todavía resonaban en mis oídos las palabras de despedida de Lewicki. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando se volvió una vez más, se acercó a mí, me abrazó de nuevo y dijo:
—Si suben a registrar el piso, tírate por el balcón. ¡No te dejes atrapar vivo! —Y añadió, para que me resultara más fácil decidirme por el suicidio—: Llevo veneno. Tampoco a mí me cogerán.
Era ya tarde. El tráfico había desaparecido por completo de las calles y las ventanas del edificio de enfrente se habían ido oscureciendo una a una. Pero los alemanes seguían sin llegar. Mis nervios estaban a punto de romperse. A veces me descubría deseando que, si habían de ir a buscarme, fueran cuanto antes. No quería seguir más tiempo soportando ese tormento. En algún momento a lo largo de la noche cambié de opinión sobre la forma de suicidarme. Se me ocurrió de repente que podía ahorcarme en lugar de saltar por el balcón y, no sé por qué, esa muerte me pareció más fácil, una forma de irme en silencio. Siempre sin encender la luz, comencé a buscar por la habitación algo que pudiera servir como soga. Finalmente encontré un trozo de cuerda largo y bastante fuerte detrás de los libros de la estantería.
Descolgué el cuadro que había encima de la estantería, comprobé si la alcayata estaba bien firme en la pared, hice un nudo corredizo y esperé. La Gestapo no llegó.
Tampoco aparecieron a la mañana siguiente ni en unos cuantos días. Pero el viernes a las once de la mañana, cuando estaba tumbado en el sofá después de haber pasado la noche casi sin dormir, oí disparos en la calle. Me precipité hacia la ventana. Habían formado a lo ancho de toda la calle, aceras incluidas, una línea de policías que disparaban caóticamente y al azar contra la gente en desbandada. Al rato llegaron camiones de las SS y quedó rodeado un gran tramo de la calle: el tramo donde yo me encontraba. Entraron grupos de agentes de la Gestapo en todos los edificios del trecho rodeado y sacaron de ellos a los hombres. También entraron en mi edificio.
Ya no cabía duda de que iban a encontrar mi escondite. Acerqué una silla a la estantería para llegar a la alcayata del cuadro con más facilidad, preparé el nudo y fui hasta la puerta a escuchar. Oía gritar a los alemanes por la escalera un par de pisos más abajo. Media hora después todo seguía igual. Miré por la ventana. Habían levantado el cerco y los camiones de las SS se habían ido.
No habían llegado.